LA SEGUNDA GUERRA CIVIL CUBANA

La primera oposición cubana a la tiranía castrista (1959-1965)

Los comandantes Evelio Duque y Osvaldo Ramírez

Ejército Cubano Anticomunista

Escambray-12-1962.pdf
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Plantados. El cuerpo como territorio

de resistencia y afirmación1

Elizabeth Burgos

Diciembre de 2005

 

La rebelión contra el proceso revolucionario en Cuba empezó en el mismo año 1959 y rápidamente adquirió el perfil de guerra civil. El enfrentamiento entre el núcleo moderado y democrático, que abarcaba amplios sectores del Movimiento 26 de Julio, y el núcleo radical bajo influencia marxista que se apoyaba en el antiguo Partido Socialista Popular (PSP), hizo que la lógica de la violencia ocupara nuevamente el espacio de lo político. Los últimos focos de resistencia no serán exterminados hasta 1966.

 

El Ejército cubano desencadenó una campaña de contrainsurgencia equiparable a la empleada por los ejércitos continentales. La experiencia más cercana a la cubana es la guatemalteca. Allí, la guerra se cobró entre 120.000 y 200.000 víctimas a lo largo de 34 años. En Cuba, duró sólo cinco. En Guatemala, miles de campesinos indígenas huyeron del teatro de operaciones hacia México; en Cuba, el Gobierno organizó el desplazamiento masivo de poblaciones campesinas, confinándolas en los «pueblos cautivos», técnica usada después en Nicaragua contra la población misquita. Se ignoran las cifras precisas del conflicto cubano. El Gobierno, contrariamente a su indudable talento propagandístico, esta vez prefirió el secreto, aunque admite hoy haber destinado 1.000 millones de dólares2 y movilizado 100.000 hombres3, entre «milicianos» y ejército regular, para aplastar a doscientos grupos de rebeldes diseminados a lo largo de toda la Isla, ocasionando 3.000 víctimas mortales, entre muertos en combate y fusilados. El Gobierno sólo reconoce 295 bajas propias4. Según las fuentes de la oposición, las filas de la insurgencia llegaron a ascender a 7.000 combatientes5.

 

En Cuba, al guerrillero anticastrista, el discurso oficial, experto en la perversión del lenguaje, lo calificó de «bandido», término que permite toda clase de medidas represivas: desde ejecuciones sumarias hasta torturas. La campaña militar fue llamada Lucha contra Bandidos (LCB). Prueba de lo encarnizada que fue esta guerra («Desde la época de los mambises, no se había combatido con tanta violencia en el territorio cubano»6) es que todos los jefes cubanos de la guerrilla anticastrista cayeron en combate o fueron ejecutados, mientras que, en América Latina, a excepción del Che Guevara, la mayoría de los comandantes guerrilleros han sobrevivido.

 

Simultáneamente al desarrollo de la guerrilla anticastrista en Cuba, en varios países de América Latina, influenciados por el mito de la Sierra Maestra, se desencadenaron guerrillas procastristas impulsadas y financiadas por Cuba, invocando la redención del campesinado latinoamericano, pese a que fueron guerrillas de élites universitarias e intelectuales, y no lograron captar a las masas campesinas. Mientras, en Cuba, la guerrilla anticastrista era eminentemente campesina, integrada por muchos antiguos guerrilleros contra Batista. Fue Cuba el único país donde fraguó el modelo de guerrilla castrista teorizado por Ernesto Che Guevara, ya que los campesinos se sentían concernidos, tanto por los conflictos derivados de la Reforma Agraria, que a muchos condenaba a convertirse en empleados de granjas estatales y no en propietarios, como debido a sus profundas creencias religiosas. La fe cristiana estaba profundamente enraizada en los campesinos cubanos y ello se pudo observar en su comportamiento en prisión. Esta profunda sensibilidad religiosa se halla en lo esencial de su actitud frente a las autoridades carcelarias. La corriente de los democratacristianos, rotundamente anticomunistas —sensibilidad política a la cual pertenecen la mayoría de los «plantados»7—, estaba animada, de la misma manera que en los comunistas, por un nacionalismo radical, de vocación revolucionaria, y por una similar voluntad de cambio social. Pero los oponía la defensa de la democracia y el respeto a la propiedad privada.

 

Los sobrevivientes

 

La noción de «plantado» se nos reveló durante una encuesta que realizamos sobre la rebelión armada surgida inmediatamente después de la toma del poder por Fidel Castro, y es en esta categoría de «plantados» donde nos centraremos.

 

Los excombatientes de nuestro muestreo, sobrevivientes capturados con las armas en la mano, que hoy se encuentran en Miami, son en su mayoría de origen campesino. Todos portan secuelas de heridas recibidas en su vida de combatientes, o infligidas durante su cautiverio. Algunos se desplazan con dificultad, con la ayuda de muletas o en silla de ruedas. Los que todavía ejercen un oficio, trabajan como jardineros o artesanos. La inmensa mayoría de los que cayeron prisioneros fueron sometidos a la pena capital. Los pocos sobrevivientes, tras haber purgado largos años de prisión, hoy forman parte de la heterogeneidad del exilio.

 

Durante el largo período en prisión aparece la figura del «plantado». Sobrevivientes de una lucha feroz —traumatizados por el dolor de los compañeros muertos, muchos de los cuales eran sus propios familiares, pues, en muchos casos, los grupos de «alzados» los constituían familias enteras—, se negaron a todo compromiso con las autoridades carcelarias. A la categoría de plantados se sumaron prisioneros de origen diverso: excombatientes campesinos, profesionales, estudiantes, etc., dando lugar a una solidaridad poco común entre personas de tan variado origen social y profesional.

 

Todos compartían la decisión de oponerse a los carceleros, empeñados en doblegarles la voluntad haciéndoles admitir el plan de rehabilitación que se les ofrecía, a cambio de mejoras de las condiciones carcelarias y de no ser sometidos a castigos físicos.

 

Sin poder recurrir a la justicia o a la opinión pública, el «plantado» sólo contaba con su propio cuerpo como único espacio de desafío y de resistencia.

 

Infinitamente castigado, el cuerpo será el territorio por excelencia en donde se dará el enfrentamiento con el poder, a la vez que será el espacio estratégico desde donde se entablará una lucha en aras de salvaguardar la identidad.

 

Esto nos remitiría a una reflexión sobre:

 

La tradición de la violencia política y la presencia de la idea de la revolución en el panorama cubano, ya manifiestas con anterioridad a 1959, de manera que esta circunstancia constituiría, para algunos historiadores, el fermento sobre el que se asienta el período republicano del país.

 

La manera en la que esta tradición de violencia política irrumpió en el propio seno del sector revolucionario, desde la toma del poder por Fidel Castro en 1959. ¿Por qué individuos que participaron en la resistencia armada a la dictadura, y que, animados del mismo espíritu revolucionario, nuevamente se enfrentaron con las armas al régimen castrista para, finalmente, continuar su lucha en la prisión en una situación sin salida alguna, con las únicas armas de la ética?

 

Y, en último lugar, la naturaleza misma del «plantado», en tanto que resultado de la confrontación violenta entre dos visiones opuestas de la revolución, donde una de ellas resultó perdedora. Pero es también, y sobre todo, el resultado de un sistema carcelario que les fue impuesto desde el principio, construido sobre lo arbitrario, la venganza y una rara voluntad de humillación. Estos métodos coercitivos que intentaban hacerles admitir un modelo de sociedad considerado por ellos como inadecuado para el desarrollo del país, los colocaron en la categoría de inadaptados al sistema, de modo que la opción que les quedó fue la de entregarse a una doble operación a primera vista contradictoria.

 

El uso del cuerpo como espacio de resistencia significaba también poner en peligro la propia integridad corporal, cuando la función del «yo-mismo» tiende más bien a la preservación de la «imagen del cuerpo», indispensable a la integridad del yo. Como si los «plantados», a través del sufrimiento del cuerpo que les infligían los carceleros, a veces llevado al límite de lo soportable (largas huelgas de hambre, golpizas y toda clase de agresiones), hubiesen encontrado el medio de resistir a la aniquilación del yo8.

 

La prisión y el cuerpo como única arma contra la aniquilación

 

Los sobrevivientes encarcelados fueron en su mayoría profundamente creyentes. Es legítimo asociar a ello —además de la defensa del honor, del orgullo y la lealtad a sus camaradas caídos— el resurgimiento de un simbolismo cristiano del sufrimiento del cuerpo, tal como los «plantados» lo practicaron.

 

Para los cristianos, el cuerpo está hecho a la imagen de Dios; así, todo cuerpo es sagrado. Como en Cristo, es a través del dolor que se alcanza la resurrección. El cuerpo es, a la vez, fuente de dolor y de plenitud; la última se alcanza gracias al dolor sufrido.

 

Rápidamente, conocí en la prisión una importante modificación de la naturaleza de mi fe. Al principio, me aferré a Jesucristo, quizás por miedo a perder la vida porque podía ser fusilado. Pero esta forma de acercarme a Él, por humana que fuese, me pareció del mismo modo utilitaria, incompleta. Y poseído de dolor cuando veía a esos jóvenes con tanto coraje caminar al paredón gritando «¡Viva Cristo Rey!», comprendí en una súbita revelación que Cristo no estaba ahí solamente para que yo le suplicara que me salvara del fusilamiento, sino también, si ello llegase, para conferir a mi vida y a mi muerte un valor ético que les devolviese su dignidad. Sin embargo, desde 1963, los condenados a muerte descenderían amordazados a la ejecución. Nuestros verdugos tenían miedo de esos gritos. No podían tolerar una postrera exclamación viril de quienes iban a morir9.

 

Nótese cómo la identificación con Cristo y con la fe, así como con la dignidad y la virilidad constituyen una configuración no sólo de la defensa del yo, sino igualmente de la aceptación de la vida y la muerte como unidad indisociable. En el grupo que entrevistamos, todos habían pasado más de veinte años, incluso treinta años en prisión: uno sólo entre ellos, «no cumplió sino 15 años» (sic).

 

Estos testimonios, tratándose de cubanos, siempre propensos a recuentos heroicos, contra toda expectativa, privilegian particularmente la experiencia de sus largas estadías en prisión y las vicisitudes que sufrieron durante el cautiverio. El recuento del período en prisión constituye una especie de configuración de un todo. Como si este preámbulo fuese indispensable con tal de poder corporeizar el relato. En el momento de la rememoración, el repaso de la prisión, de la condición de «plantado» y de la guerra contra el comunismo, se ajustaban en una sola historia. Si hoy aceptan contar su vida, es en nombre de los que cayeron en combate o sucumbieron a los atropellos en prisión. Estos antiguos guerreros, que profesan, no obstante, en la actualidad, el principio de la no violencia, enarbolan también con orgullo la resistencia no violenta librada, sin desfallecer, frente a los vencedores, salvajemente ensañados para doblegarlos y, por la fuerza de la humillación, pisotear la dignidad de la persona en su intimidad.

 

Cierto es que en esa época vivíamos en una agonía cotidiana. Hicimos la elección de sobreponernos a este infierno por medio de la única afirmación del espíritu. (…) Porque vivimos y sufrimos por los hombres que vendrán. No trabajamos por la muerte, sino por la vida10.

 

El «plantado» es, por tanto, un vencido desde el punto de vista del mundo exterior. Por el contrario, para sí mismo, esta cualidad lo inviste de una dimensión heroica, íntima, que puede compartir sólo con sus semejantes, esos que han consumado las mismas proezas: proezas demasiado humanas, demasiado humildes, demasiado dolorosas para tener el esplendor de los gestos históricos. Sin embargo, esos irreductibles fueron prisioneros que no tuvieron la suerte de gozar de cualquier solidaridad internacional, y a quienes el poder no consiguió doblegar.

 

Desde los primeros tiempos en prisión, se tejió un lazo único. Jamás persona alguna, ni siquiera nuestros padres, nos vio tan humillados y vulnerables; con ninguna otra persona sentimos tanto el precio de la conciencia, conciencia convertida en la palabra, en la actitud, en pura presencia, sin beneficio material para reconfortarnos. Nosotros somos esos que sufrimos nuestra miseria de hombres y la incansable agresión de nuestros congéneres, pero, todavía, esos que marchamos juntos, esos que compartíamos con una sonrisa el último mendrugo de pan. Jamás persona ha conocido una intimidad tan fuerte, tan pura, como dos prisioneros. A través del horror y la muerte, ellos marcharon, se hablaron y descubrieron el sentido del prójimo. Vivieron cada instante sabiendo que les podía ser arrancado súbitamente11.

 

La dimensión heroica del «plantado» se alimentó de un ingrediente donde intervino la resistencia física, pero asimismo, y ante todo, la salvaguarda del honor. Una solidaridad infalible los adhirió como un solo cuerpo. Después de todo, la muerte era el inexorable horizonte de cada día, y su proximidad nos era familiar. Pero, por encima de cualquier cosa, yo formaba cuerpo con los míos12.

 

Nunca un comentario. Mantener un comportamiento ético se tradujo en la ausencia de comentarios desagradables o críticas respecto a otros «plantados». Algo raro entre los grupos de exiliados donde, producto de su misma condición, reina con frecuencia una atmósfera de sospecha y discordia. Se diría que en los «plantados» existe un pacto de solidaridad sin falla.

 

El carácter minucioso de su recuento es también, en la misma medida, estremecedor: el registro de las peripecias soportadas durante esos largos años en la cárcel, persiste en su memoria con una acuidad notable si se tiene en cuenta el tiempo que ha pasado desde entonces. Ciertos aspectos revisten un carácter particular al extenderse en un tiempo tan largo, y están relacionados con dos emplazamientos singularmente emblemáticos de su historia.

 

En primer lugar, la estancia tan penosa en La Cabaña, antigua fortaleza española que domina el puerto de La Habana, transformada en prisión política.

 

Fue en este otrora fuerte colonial donde Ernesto Che Guevara ubicó su cuartel general para ejercer la primera tarea que le fue encomendada desde su arribo a La Habana en 1959: la aplicación de la pena de muerte instaurada por el Gobierno revolucionario, en principio, contra los funcionarios del Gobierno de Batista comprometidos con crímenes sangrientos.

 

La Cabaña fue, para algunos, el comienzo del cautiverio; para otros, el fin. Era en La Cabaña donde se hacía la selección entre los que iban a vivir y aquellos que serían sentenciados a muerte. Recuentos de ejecuciones de los que, conducidos en la mañana al tribunal, no regresaban. Luego, la espera angustiosa del momento en que llegaría también su turno.

 

Era por la noche, a las 9:00 p.m., o un poco después, cuando estallaban las salvas de las ejecuciones. Las secuencias de horror tenían lugar en el fondo del foso. (...) En el silencio de la oscuridad, y debido a las condiciones acústicas del foso, las salvas se desataban con una espantosa claridad. Con un disparo, percibíamos cuando la luz se encendía. El eco de los pasos se acrecentaba a intervalos regulares: el pelotón arribaba. Ruido del motor: el furgón del condenado a muerte afirmaba su marcha. Apertura de la puerta: escuchábamos cómo descendía. El instante que parecía prolongarse más tiempo: cuando lo ataban al poste. Último grito del ajusticiado. Voz del comandante. Salva. Y, las detonaciones del tiro de gracia. En Cuba, se continuaba a veces fusilando con uno, dos, tres tiros de gracia, tantas veces como fuera necesario. El pelotón se retiraba. Escuchábamos cómo arrastraban los cuerpos13.

 

Condenados a treinta años de prisión, fueron castigados por haberse negado a vestir el uniforme destinado a los prisioneros comunes: fue a raíz de este hecho que surgieron las primeras manifestaciones que los convirtieron en «plantados». Muchos pasaron hasta siete años sin recibir visitas, sin ver el sol, en un calabozo tapiado, en la soledad absoluta, con la sola vestimenta de un calzoncillo, y como cama una plancha de cemento; castigados por haber rechazado plegarse al «plan de rehabilitación». El candidato a la rehabilitación usaba un uniforme diferente, similar al de los presos comunes, y se comprometía con los guardianes a mantener el orden en la prisión. Tal colaboración consistía lo mismo en ayudar a los oficiales a hacer el conteo, dos veces al día, de los encarcelados, que en someter a los prisioneros políticos en cualquier incidente que se presentase. De la otra parte, el candidato aceptaba ser reeducado para comprender la teoría, la práctica y las bondades del régimen14.

 

Las huelgas de hambre15 duraban varios meses, sin que se supiera fuera de la cárcel. Las golpizas eran sistemáticas durante la inspección de las celdas, así como la destrucción de las escasas pertenencias que poseían.

 

Luego, para los que lograron evadir el paredón, hubo la prisión de Isla de Pinos. Este presidio, construido durante la dictadura de Machado, podía recluir miles de prisioneros. Aquí, los convictos eran sometidos a trabajos forzados. La concentración de miles de presos políticos en un edificio único convertía el lugar en un objetivo militar estratégico, pues, de producirse un desembarco del exterior, estos miles de hombres podrían acrecentar las fuerzas invasoras. Para evitar este peligro potencial, los recintos de los cuatro pabellones circulares fueron tapizados de explosivos (el muy sensible C4, que podía explotar en cualquier momento), con un dispositivo listo para volar la prisión en caso de necesidad. Durante años, los prisioneros vivieron perennemente bajo la amenaza de perecer, ya que la detonación del mecanismo podía producirse de manera involuntaria.

 

Sistema carcelario. Condenar y castigar

 

En América Latina el uso de malos tratos a los prisioneros, particularmente en el momento de su arresto, es un hecho frecuente, así como que los prisioneros políticos sean casi siempre sometidos al interrogatorio previo, término que designaba, con el mismo propósito, a la tortura en Francia antes de 1789, con la finalidad de obtener confesiones. Este estado de cosas ha sido ampliamente documentado por los organismos competentes. Sin embargo, a pesar de las largas penas, incluyendo la pena capital que enfrentan los disidentes en Cuba, desde el principio de la Revolución, este país es mantenido fuera de ese campo de estudios en el ámbito internacional. Tres razones, entre otras, pudieran explicar por qué esta excepción con Cuba:

 

1] El control absoluto que el régimen ejerce sobre la información actúa como un agente disuasorio ante cualquier intento de investigación académica al no disponerse de datos ni de estadísticas fiables.

 

2] La generalizada aceptación de la versión oficial que, para despojar de cualquier legitimidad a cualquier criterio opuesto a los intereses del régimen, atribuye el origen de las críticas al Gobierno de Estados Unidos de América. El resultado nos conduciría a aceptar la presunción de que las organizaciones humanitarias reconocen dos categorías de víctimas, donde una de ellas sería excluida de los derechos humanos universales. Podemos, sin duda, ver en esta aberración la influencia de la extraordinaria empresa de seducción puesta en práctica por La Habana, durante décadas, para conquistar el favor de las élites intelectuales.

 

3] La manera en que los abusos son practicados en Cuba no buscan disuadir por medio del terror, sino obtener el compromiso del prisionero del régimen [el verdugo que busca la complicidad de la víctima]. Los sistemas punitivos, dice Foucault, se colocan en una cierta «economía política del cuerpo»16.

 

Si bien el sistema represivo instaurado por la Revolución se inspiró en gran medida en el español ejercido durante las guerras de independencia —en particular, el del conocido general Valeriano Weyler, quien implementó el desplazamiento masivo de la población campesina, lo mismo que los campos de reclusión—, y si bien el régimen castrista igualmente aplicó métodos similares para impedir la colaboración de los campesinos con los insurgentes, Cuba es también tributaria de las técnicas sofisticadas de tortura, de los métodos propios al sistema de internamiento y de campos de trabajo practicados en los países del Este.

 

En efecto, Cuba estableció con la URSS desde el comienzo de la Revolución, acuerdos de cooperación —entre otros— en los campos de la represión y, particularmente, con la antigua República Democrática Alemana17. Se trata de métodos que no dejan huella: el uso de la luz día y noche para hacerle perder al prisionero la noción del tiempo; el pasar desnudo de una cámara fría a otra caliente, etc. Un exprisionero nos contó que al término de ese tratamiento, se volvió completamente loco. Se sentía asaltado por monstruos: todavía hoy, cuando habla de ello, es presa de estremecimientos. Tenía pesadillas cuando estaba despierto, pues se le impedía dormir. Lo más penoso entre lo que nos cuentan es cuando se les obligaba a hundirse hasta la cabeza en inmensas tinas, a las que se destinaban los excrementos de toda la prisión. O cuando se regaba a los prisioneros con el agua en la que se lavaban las bayetas de la limpieza. (En los últimos tiempos, gracias a la popularización de las técnicas para captar imágenes, hemos sido testigos del empleo de métodos semejantes —sometimiento de los prisioneros a tratamientos cultural y moralmente inaceptables, humillaciones múltiples, contactos con excrementos, infracción de las creencias religiosas— por los ejércitos de ocupación en Irak, en la tristemente célebre prisión de Abu Graim).

 

En el penal de Isla de Pinos, los cuerpos de los prisioneros fueron literalmente sumergidos en una dinámica de las fuerzas en juego, las del poder: sus cuerpos fueron marcados, sometidos a suplicios, para obligarlos a someterse. No pueden devenir útiles a la Revolución sino en la medida en que se convierten en cuerpos sometidos, capaces de admitir la servidumbre ideológica. Es la aplicación de una «verdadera tecnología del poder sobre el cuerpo».

 

La instauración de la pena de muerte, ausente en los restantes países del continente, (en Guatemala existe, por inyección letal, en los casos de violación de menores seguida de asesinato), permitió al régimen no tener que poner en práctica la desaparición de los prisioneros. Los que eran capturados durante el combate eran fusilados sistemáticamente sin juicio previo, gracias a la Ley 948 que autorizaba las ejecuciones sin necesidad de juzgar al cautivo. Algunos, hechos prisioneros estando heridos, o en tanto que miembros de la resistencia urbana, fueron juzgados y fusilados o condenados a largas penas de reclusión.

 

La característica fundamental del régimen es no permitir la disidencia. Para ello el poder establece un sistema de «rehabilitación» obligatoria, consistente no sólo en dominar el espíritu, sino en obtener de los que disienten un compromiso con el régimen y una aceptación de sus métodos. La característica de toda tiranía, nos dice George Devereux, es obtener signos de afecto y «pruebas» simbólicas del «libre consentimiento» de las víctimas con los métodos indignos a los cuales se les somete. Bajo el régimen de Stalin no sólo se le exigía a los acusados confesar sus «crímenes», sino también aplaudir la pena de muerte y convertirse en colaboradores. La Inquisición exigía la confesión del hereje, pero también, su reintegración «espontánea» a la Iglesia antes de ser quemado vivo18. (Una precisión: jamás los «plantados» en el transcurso de las entrevistas hicieron comentario ni reproche alguno con respecto a los prisioneros que se plegaron al régimen de rehabilitación).

 

Los que rechazaban plegarse a los deseos del poder conocían sistemáticamente castigos corporales, humillaciones de todo tipo, e incluso, prolongaciones de la pena. Fueron estos alargamientos la causa de las huelgas de hambre, que se extendían más allá de lo humanamente soportable: algunos murieron. Cuando un prisionero arriba al término de su pena de veinte o treinta años y ve su condena dilatada en cinco o siete años más, hay una razón para la desesperanza.

 

¿Cómo definir el modelo penal cubano?

 

Se trata de un modelo que funciona en coherencia con el modelo de sociedad entronizado en Cuba a partir de 1959. Hay que considerarlo en el esquema de una nueva «moral», de una nueva «ética», que se sustenta por el ejercicio de la pena de muerte. Es una concepción autoritaria que establece los límites de la legalidad y de la ilegalidad, a partir de una racionalización de la represión; es también —ciertamente—, el resultado de una alianza con la experiencia tomada de los soviéticos y adaptada a la filosofía autocrática que sostiene al régimen. Su divisa, «con la Revolución, todo; contra la Revolución, nada», presupone para el poder revolucionario la posibilidad ilimitada de castigar a cualquier individuo considerado como contrarrevolucionario.

 

Entre las modificaciones y transformaciones institucionales instauradas en Cuba a partir de 1959, existen, en primer lugar, las modificaciones del sistema carcelario, pues éste constituye un elemento de disuasión primordial. La pena de muerte y las largas condenas, los castigos corporales, los malos tratos frecuentes, cuando el prisionero no ha rendido la intimidad de su conciencia, no persiguen un objetivo correctivo sino represivo, y son modelados en función de la resistencia que opone el prisionero a su redención/reducción. Irreductibles, los «plantados» se convirtieron en el blanco mayor de la represión carcelaria, por su indocilidad y por su feroz defensa de la libertad.

 

Me sentía verdaderamente feliz de ser parte de ellos. Su generosidad espontánea me reconfortaba. Una nueva confianza, la desaparición del miedo (...) Era como si hubiese puesto el pie en el único territorio libre de Cuba. Se podía discutir de todo sin temor a ser hecho prisionero... ¡Estábamos ya en la prisión! Pese a la probabilidad de la ejecución, ésta nos parecía tolerable19.

 

Mientras que el vencido niegue su participación afectiva con aquel que lo oprime, conservará un sector de su yo protegido, en el que, parafraseando a Zenón, «aún siendo esclavo, todavía es libre»20.

 

La punición física continúa siendo, no obstante, la parte encubierta del sistema represivo cubano. El régimen se vanagloria de no haber practicado nunca la tortura, y de haber observado un estricto respeto de los derechos humanos. El castigo se dirige al cuerpo, pero actúa en el corazón, el pensamiento, el espíritu. El objetivo es convertir al disidente en cómplice. Los sobrevivientes de esta guerra, capturados, encarcelados y condenados a gravosas sentencias, se negaron a la «rehabilitación» que el régimen les ofrecía a cambio de mejores condiciones en la cárcel. A pesar de las múltiples aflicciones de su cuerpo, mantuvieron su posición de «plantados» para no devenir cómplices: el peso de los muertos se los impedía. El término «plantado» expresa en castellano la idea de un árbol plantado, inamovible, cuya presencia altera el espacio. Los «plantados» se confirieron esta dignidad pues, aunque habían fracasado colectivamente en su objetivo de impedir la instauración de una nueva dictadura en Cuba, rechazaban en el plano individual comportarse y, aun menos, admitir su condición de derrotados. Ser «plantado» significaba también permanecer leal a la memoria de los que habían caído en combate o que fueron más tarde ejecutados. «No se habla nunca de esos que murieron, hay muchos que están sepultados. No se sabe y no se sabrá. Todos mis amigos están bajo tierra», exclamaba entre lágrimas un antiguo campesino de la guerrilla21.

 

El «plantado» designa una categoría legítima entre los exprisioneros políticos cubanos. Sin embargo, en el universo heterogéneo del exilio cubano de Miami, los «plantados» constituyen un sector poco visible; si bien entre ellos los lazos que los unen acusan una experiencia vivida en común y no la pertenencia a una condición social, política o económica. Para los «plantados», hay un «nosotros» nacido de una acción compartida, de una misma visión, una misma creencia, una misma sensibilidad frente a la adversidad. Es preciso subrayar que esos hombres tuvieron en común el que pasaron muchos años de su vida juntos; de hecho, los mejores años de su juventud. A pesar de los sufrimientos que los marcaron, los «plantados» se consideran todavía hoy en lucha por la libertad. Es por ello que los prisioneros políticos cubanos, heridos en su carne, no son solamente los testigos de un horror. Encarnan la fidelidad a la esperanza. No colocamos en primer lugar el mal del que fuimos víctimas, sino el bien en el cual debemos vivir para ser auténticamente hombres22.

 

Pero, tal vez, el sentimiento que hoy más los aqueja es la indiferencia, la ausencia de reconocimiento del combate que libraron ellos y sus compañeros caídos por la libertad. Una gran tristeza traslucen sus palabras. Estiman que ellos, también, en la misma medida que el resto de los latinoamericanos, ameritan ese reconocimiento por haber luchado contra una dictadura; la más feroz de cuántas han azotado el continente. Un reconocimiento que, quizás, debería provenir, en primer lugar, de parte de los propios cubanos. Otorgarles el espacio que les corresponde en la historia a estos primeros resistentes, que supieron ver, antes que la mayoría de sus compatriotas y que el resto del mundo, la verdadera naturaleza del régimen, es una condición mayor en aras del reencuentro entre los cubanos.

 

1 Resumen de una ponencia presentada en la «Jornada de historia de las sensibilidades», que tuvo lugar en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales (EHESS) de París, el 10 de marzo de 2005. Agradezco a los exprisioneros que aceptaron narrarme sus experiencias, fuente e inspiración del presente trabajo; en particular a Mario Chanes de Armas, Eusebio Peñalver, Lino B. Fernández, Pedro Corzo, Ernesto Díaz Rodríguez, Miguel de Sales, Jorge Valls, José Otero Estrada, Ricardo Bofill, Agapito Rivera, Teodoro González, Nicolás Pérez Argüelles, José Fernández Vera, José Guzmán, José Antonio Albertini, Paco Talavera, Javier Denis y a tantos otros.

 

2 Ver, con este propósito, la introducción de Carlos Aldana, en Fuentes, Norberto; ob.cit.

 

3 Incluso, batallones de niños participaron en esta guerra, como lo cuenta Norberto Fuentes, el periodista oficial y único autorizado a acompañar al Ejército en tal campaña, en «novelas-reportajes» inspiradas en su experiencia.

 

4 Datos obtenidos de la introducción de Fernández, Juan Carlos; Todo es secreto hasta un día (Ed. Politica, La Habana, 1976), título que hasta el día de hoy es el mejor documentado, proveniente de Cuba, sobre el tema.

 

5 Entrevista en Miami a Lino Fernández, dirigente del MRR, en enero de 2004.

 

6 Encinosa, Enrique; Escambray, la guerra olvidada; Editorial SIBI, Miami, 1989.

 

7 De «plantarse» en sus posiciones; prisioneros que rechazaron plegarse al plan de rehabilitación.

 

8 Ver Devereux, Georges; «La renonciation à la identité: défense contre l’anéantissement»; Revue française de psychanalyse; enero-febrero 1976, tomo XXI, nº 1, pp. 101-143. «La adaptación a una sociedad patológica es un signo de patología», íd., p. 105.

 

9 Valladares, Armando; Mémoires de prison; Albin Michel, París, 1985, p. 29.

 

10 Valls, Jorge; Mon ennemi, mon frère. Cuba 1952-1984, Gallimard, París, 1989, p.160.

 

11 Íd., p.173.

 

12 Íd., p.173.

 

13 Íd., p.158.

 

14 Íd., p. 163.

 

15 Sobre los testimonios acerca de las huelgas de hambre y la experiencia en la prisión, ver: Márquez Trillo, Manuel; El precio del coraje; sin referencia, Miami, 2003; Pardo, Ángel; Cuba, memorias de un prisionero; sin referencia, Miami, 1992; Díaz Rodríguez, Ernesto; Rehenes de Castro, Miami, Linden Lane Press, 1995; Presidio político cubano, XXX aniversario de la clausura del presidio de Isla de Pinos, Rodes Printing, Miami, 1998.

 

16 Foucault, Michel; Surveiller et punir, Gallimard, París, 1975, p.30. (Las comillas son del autor).

 

17 Como aparece demostrado en la investigación inédita de: Ehlert, Gerhard; Staadt, Jochen y Voigt, Tobias; Die Zusammenarbeit Zwischen dem Ministerium für Staatsicherheit der DDR (MfS) und den Ministerium des Innern Kubas (MININT); Universidad Libre de Berlín, junio, 2002.

 

18 Devereux, George; «Psychanalyse et histoire, une application à l’histoire de Sparte», in Annales; nº 1, janvier-février, 1965, p. 33.

 

19 Valls, Jorge; ob. cit., p. 148.

 

20 Devereux, Georges; ob. cit., p. 34.

 

21 Entrevista a Paco Talavera; Miami, 14 de enero de 2004.

 

22 Valls, Jorge; ob. cit., p. 161.

GUERRA DEL ESCAMBRAY, LA VENDÉE CUBANA

Guerra de la Vendée es la denominación historiográfica de una rebelión que llegó a convertirse en una verdadera guerra civil que enfrentó a los partidarios de la Revolución francesa y a los opositores. Se desarrolló en la región francesa de Vendée (Vandea en castellano) entre 1793 y 1796. La denominación castellana Guerra de Vandea no se usa apenas en la bibliografía. La denominación francesa es Guerre de la Vendée.

Hombres y mujeres cubanos alzados contra

la incipiente tiranía de los hermanos Castro

Zoila Águila Almeida, La Niña de Placetas, que después sería conocida como La Niña del Escambray, luchó contra la tiranía de Batista y fue de las primeras en combatir a la instaurada por Fidel Castro.

La Niña dirigió a más de cien guerrilleros. Contra ellos fueron usados helicópteros y artillería del ejército castrista.

El militar ruso que dirigió las operaciones

contra los campesinos cubanos

Durante seis años, varios miles de humildes campesinos mal armados y sin preparación militar alguna se enfrentaron en las seis provincias cubanas al poderío militar del régimen de los hermanos Castro, en defensa de sus tierras, de las cuales serían despojados.

 

Junto a los campesinos lucharon decenas de oficiales del Ejército Rebelde que habían combatido contra la tiranía de Batista, muchos de los cuales serían fusilados por orden de Fidel Castro. En total, entre 1960 y 1966 perdieron la vida más de tres mil cubanos de ambos lados, y varias decenas de miles sufrieron largas penas de prisión.

 

El dirigente comunista cubano Flavio Bravo recibió en marzo de 1960, en el aeropuerto José Martí, a un militar ruso de origen español, Francisco Ciutat de Miguel, que participó en la Segunda Guerra Mundial y después fue uno de los militares soviéticos con más experiencia en aplastar las resistencias de los campesinos en Ucrania, Lituania y Estonia. Llevado ante la presencia de Fidel Castro, a Francisco Ciutat de Miguel le cambiaron el nombre por Ángel Martínez Riosola y pasaron a llamarlo ‘Angelito’. Por supuesto, ‘Angelito’ siempre permaneció en el anonimato. Varios comandantes castristas ignorantes en cuestiones militares como Félix Torres y Manuel ‘Pity’ Fajardo –médico de profesión- eran quienes aparecían como jefes de las operaciones, pero el verdadero estratega era ‘Angelito’.

 

‘Angelito’ fue el artífice del desalojo de los campesinos y sus familias, con el objetivo de evitar que los guerrilleros recibiesen apoyo, y poderlos rendir por hambre y sed. Los campesinos y sus familias fueron obligados por la fuerza a abandonar sus pertenencias -casas, tierras, siembras-, y llevados como ganado a centenares de kilómetros, obligados a vivir en pueblos cautivos, de donde no podían salir. Véase

http://profesorcastro.jimdo.com/pueblos-cautivos/

El verdugo

Vicente Echerri*

 

Manolito Carbonell había sido un hombre delgado, al menos eso afirmaban sus amigos y mi familia, que lo había protegido en tiempos de Batista, cuando se dedicaba a la subversión y la policía andaba en su busca para matarlo. Contábase —o lo contaba él mismo, acaso para ganar méritos en tiempos en que el pasado había empezado a reescribirse— que el temible coronel Ventura lo tenía al tope de su lista negra y que sólo el azar y la oportuna intervención de alguna buena gente lo habían librado de la tortura y de la exposición de su cadáver con un letrero en el pecho.

 

Yo, ciertamente, no lo recuerdo de esa época, sino de años después, cuando llegó a Trinidad como segundo jefe de las operaciones militares del Escambray en el momento en que los comunistas movilizaban a más de un centenar de batallones para aniquilar un foco de insurrección que había durado varios años. Entonces, el diminutivo cariñoso con que mi abuela insistía en llamarlo carecía de toda justificación: el capitán Carbonell era un hombre mofletudo y jadeante que exudaba prepotencia y ordinariez y que, con sus 250 libras de peso mal repartidas en un cuerpo mediano, y la continua obsecuencia de sus guardaespaldas, era exactamente lo opuesto a la imagen del líder estudiantil de la que alguna vez había presumido.

 

Se apareció en casa un domingo al mediodía, con el pretexto de que quería “almorzar en familia”. La presencia de la escolta con metralletas alarmó un poco al vecindario que, sabedor de nuestra antipatía por el régimen, acaso imaginó llegada la hora de nuestro arresto o, al menos, de algún registro en busca de armas o propaganda subversiva. Todavía había gente en las ventanas de las casas cercanas cuando, casi a las cinco, Carbonell se despidió afablemente de nosotros.

 

A mi abuela, pendiente del buen nombre de la familia, le preocupaba la opinión que podía generar aquella visita que, además, amenazaba repetirse, ¿qué ventajas podría tener significarse públicamente recibiendo a un hombre “tan comprometido con el régimen”? Un régimen que, en su opinión, no estaba destinado a durar.

 

Mi madre, en cambio, encontraba en la repentina reaparición de Carbonell una ventaja y hasta una coartada para sus actividades.

 

—Ojalá venga con frecuencia, eso nos libra de sospechas. Eso sí, tenemos que evitar que su visita coincida con los nuestros.

 

Los “nuestros” eran los colaboradores y emisarios de los alzados —que abuela insistía en llamar “prácticos”, término que era un rezago de la guerra de Independencia que ella había vivido de adolescente. Entre los “nuestros” también se contaban los que venían de La Habana y de otros lugares del país para incorporarse a la guerrilla y que, para la fecha, mi madre trataba de disuadir de lo que parecía una empresa sin futuro. Algunos llegaron a vivir en casa por varias semanas antes de ocultarse en sitios más seguros de donde, finalmente, pudieran regresar a sus lugares de origen o escapar al extranjero. Otros persistían en su proyecto y los “prácticos” se los llevaban un buen día hacia los campamentos de los alzados que, por la época en que Carbonell nos hizo su primera visita, el asfixiante cerco del Ejército tornaba casi inaccesibles. Siempre que alguien iba “para el monte”, mi madre aprovechaba la ocasión para enviar medicinas. Ahora la presencia del capitán Carbonell venía a agregar, paradójicamente, un elemento de peligro y sosiego a su labor conspirativa.

 

—Cálmate, esta amistad nos beneficia. Por el momento dejarán de chequearnos. Y hasta podremos obtener alguna información.

 

Y así fue. Seguíamos ayudando a los alzados, que cada vez eran menos, y enviándoles medicinas y latas de conservas cuando podíamos y, por supuesto, información de primera mano que el capitán Carbonell se ocupaba de darnos en sus largas sobremesas dominicales, en las cuales contaba, con minucioso sadismo, todos los horrores que cometía en su cuartel maestre de Rancho Consuelo: una amable granja de pollos que Antonio Aguirre había levantado en la desembocadura del río Cañas, convertida ahora en campamento militar, prisión y sitio de ejecuciones.

 

Me acuerdo de la última vez que estuve en Rancho Consuelo con unos amigos de los dueños, quienes esperaban que la granja llegaría a convertirse en un verdadero emporio: el nuevo concepto de la avicultura que terminaría por sustituir al más rudimentario de la “cría de gallinas”. Cuando Carbonell se residenció en la casa de los Aguirre —donde tenía una de sus muchas queridas— ya escaseaban los pollos y la “granja” pertenecía a la semántica de George Orwell. Ahora se trasegaba con carne humana.

 

Carbonell no se tomaba el trabajo de encausar ni de presentar a tribunales —ni siquiera a los llamados tribunales revolucionarios— a los alzados y colaboradores, campesinos en su mayoría, que capturaba en sus redadas. Al objeto de ser más eficaz y expedito, se había buscado los servicios de un “jurídico”, un abogaducho improvisado, mulato pequeño de cara siniestra, que celebraba juicios sumarísimos y hacia ejecutar a los reos con gran diligencia. Carbonell no entendía de debilidades cristianas. Rancho Consuelo era en verdad un matadero.

 

—A los que voy a fusilar se los aviso una semana antes—, nos dijo una tarde, en presencia del mulato siniestro y de un ayudante, mientras mordisqueaba golosamente un muslo de pavo.

 

Mi abuela, con auténtica ingenuidad, le preguntó.

 

—¿Y por qué haces eso, Manolito?

 

—Pues, para que sufran, señora, para que sufran.

 

Mi abuela no supo que contestar, pero su rostro reflejaba pesar y asombro a un tiempo. Nadie habló por un rato en el que sólo se oía el ruido de las mandíbulas de Carbonell y de sus dos secuaces. Yo me atreví a intervenir, con presunta inocencia y también con la audacia que me daba la edad.

 

—¿Y quién los juzga? —dije.

 

El “jurídico” levantó la mano del plato, sosteniendo aún un pedazo de pavo, para indicar que era él. Por debajo de la mesa mi madre me daba un pellizco feroz que, lejos de acallarme, me hizo ser más audaz.

 

—¿Y usted puede?

 

—Bueno… el inquisidor titubeó por unos segundos y su jefe le quitó la palabra.

 

—Estamos en guerra, muchacho. Una guerra en que la supervivencia de la Revolución está en juego, en que no podemos darnos el lujo de ser blandengues. Y eso, muchas veces, exige medidas drásticas. La revolución es justa, pero no siempre se pueden hacer las cosas por el libro. En este momento tenemos que arrancar la mala yerba de raíz, aunque de vez en cuando se nos vaya la mano. Piensa en cuanta gente fusiló Máximo Gómez en la guerra de Independencia.

 

El mulato asentía con la boca llena. Mi madre creyó oportuno agregar:

 

—Siempre es así en los momentos críticos.

 

Y aquellos ciertamente lo eran. Carbonell, según se acrecentaba la ofensiva, arreciaba el terror. La ley que decretaba la pena de muerte para todo el que se hubiera sublevado contra el régimen era aplicada ahora con extremo rigor. El capitán, que en realidad tenía mando de general de brigada, hacía fusilamientos en masa, de los cuales nos daba periódica cuenta. Para entonces, su urgencia de matar era tanto que no creo que se tomara el trabajo de anunciar a sus víctimas la sentencia con una semana de antelación.

 

Una tarde, viniendo del colegio, me lo encontré a la puerta de la funeraria, haciendo cargar en un camión militar un buen lote de ataúdes sin forrar. No imaginaba por qué había tenido que venir en persona a ocuparse de esta horrible tarea que dirigía con su eficiencia habitual. Pensé por un momento que había habido bajas del Ejército en algún encuentro súbito con los insurgentes. Le pregunté si tenía algún problema.

 

—No, chico, es que esta noche tengo cepillo —y se pasó el índice por el cuello sudoroso. En el camión había como veinte ataúdes.

 

La subversión había entrado en una fase agónica. Por casa ya no venía nadie, ni candidatos a alzados, ni “prácticos” ni fugitivos. El cerco del Ejército liquidaba los últimos brotes de resistencia. La región estaba casi enteramente “pacificada”. Algunos campesinos desplazados por la guerra, que habían encontrado refugio en Trinidad —por temor al Ejército o a la guerrilla—, comenzaban a volver a sus tierras. También había rebeldes que se habían escondido en el pueblo, en casa de parientes y amigos, cuando la ofensiva se hizo insostenible, y que ahora se encontraban un poco perdidos, atrapados, sin saber adonde dirigirse.

 

Entre estos últimos recuerdo a un guajirito, de unos 30 años, que había sido guerrillero “de medio tiempo”, como él mismo decía, de esos que se alzan todas las noches y de día siguen trabajando sus tierras. Cuando la campaña se recrudeció, había enviado a su mujer y a sus hijos a Trinidad. Un día le había tocado traer un mensaje y ya no había podido volver. Su finca estaba en la misma línea de fuego.

 

Cuando podía, este hombre iba por casa en busca de ayuda y consejo. Se sentía en una ratonera. Sin recursos, sin empleo y sin valor para salir a conseguirlo. Temeroso de que sus propios parientes, abrumados por la carga que representaba su familia, fuesen a denunciarlo. La subversión estaba sofocada. Los cuatro alzados que podrían quedar a esas alturas eran un lamentable grupo de fugitivos. Su propiedad ya estaba en territorio controlado por las fuerzas del gobierno.

 

Fue entonces que a mi madre se le ocurrió una idea temeraria.

 

—¿Querrías volver a tu tierrita?

 

Era lo que más quería, pero arguyó que tenía miedo, que debía estar ocupada por el Ejército, que aparecerse de improviso podría significar que lo prendieran y lo fusilaran.

 

—Déjalo en mis manos. Yo voy a hablar con el capitán Carbonell. Él te dará un salvoconducto.

 

El hombre abrió los ojos como si mi madre hubiera proferido un insulto.

 

—Confía en mí. Le diré que te refugiaste en el pueblo porque los alzados te amenazaron de muerte. Sólo tienes que hacerte la idea de que esto es la verdad y pasar por cobarde. Carbonell es demasiado vanidoso para creer que eres capaz de burlarte de él de esa manera.

 

El hombre terminó por aceptar la propuesta de mi madre. Días después, cuando el capitán Carbonell volvió por casa, mi madre le abordó el asunto casi al final de la sobremesa. Le contó brevemente la historia y le preguntó qué tendría que hacer el campesino para regresar a su tierra.

 

—Ahí tienes. Por el bienestar de esos infelices hemos tenido que ser duros. Si bien es cierto que muchos de ellos mismos no lo entienden. Esa es la gente para la que se hizo esta Revolución. Dile que se presente en el campamento o, mejor aún, que esté aquí el domingo que viene y yo mismo lo voy a encaminar.

 

Una semana después, el temido capitán Carbonell se llevó al recomendado de mi madre. Lo hospedó una noche en el campamento, no lejos del sitio donde había hecho fusilar a tantos de sus compañeros de lucha y, al día siguiente, lo envió a la finca con uno de sus ayudantes, no sin antes regalarle un cerdito y algunas gallinas para que “fuera tirando”.

 

Pasado algún tiempo —terminada la guerra y Carbonell degradado y licenciado deshonrosamente del Ejército por borracho y “antisocial”—, el campesino volvió por casa con algunas frutas y hortalizas para mi madre, aunque ninguno de los dos mencionó la historia. Para entonces es posible que creyera que las cosas ocurrieron como ella las había inventado.


* Del libro Historias de la otra revolución, Miami, Ediciones Universal, 1998.

Líder estudiantil Porfirio Ramírez

y otros mártires del Escambray

Porfirio Remberto Ramírez, héroe y mártir

Angel Cuadra

 

Porfirio Remberto Ramírez ha de figurar en la verdadera historia de este período largo y tenebroso de la mal llamada revolución cubana, como uno de los primeros y más significativos héroes y mártires entre los estudiantes cubanos que ofrendaron sus vidas en la lucha por rescatar la libertad y la democracia, enfrentándose a la tiranía castrocomunista, el traidor injerto soviético impuesto en Cuba por Castro y su pandilla gobernante, que controlaron, al cabo, el lamentable proceso revolucionario que abarca la segunda mitad del Siglo XX, y aún perdura en la Isla bajo el control policial y el terror de un régimen totalitario sin precedente hasta entonces en Latinoamérica.

 

Porfirio Ramírez era uno de los herederos de la que podríamos llamar “estirpe” estudiantil que, en otros momentos, fue contestataria frente a los errores y males en las administraciones públicas, proyectando sus voces y sus acciones en los asuntos nacionales. Estirpe amordazada hoy casi por completo, aplastada por la represión y mediatizada por el compromiso cómplice que impone el régimen castrocomunista.

 

Consecuente con aquella tradición, Porfirio Ramírez se incorporó al ejército rebelde contra el gobierno de Fulgencio Batista, tras el Golpe de Estado de marzo de 1952, y llegó a tener el grado de capitán en aquellas filas guerrilleras.

 

Al triunfo de la insurrección, Ramírez se reintegró a la vida civil en Las Villas, llegando a ser electo presidente de la Federación Estudiantil Universitaria (FEU) en la Universidad de Las Villas

 

Ante la traición de Castro y su grupo, que desviaron el proceso revolucionario hacia una tiranía comunista, Porfirio Ramírez, junto a otros excombatientes del Ejército Rebelde, volvió a la lucha guerrillera, ahora en condiciones más difíciles y por razones más fundamentales que las de la oposición contra el gobierno batistiano.

 

Capturado en combate, Porfirio Remberto Ramírez fue asesinado en el paredón de fusilamiento, el 12 de octubre de 1960, en el campo de tiro de La Campana, en las afueras de Las Villas, junto con otros cuatro patriotas procedentes de la misma lucha anterior a 1959: Plinio Prieto, Ángel del Sol, Sinesio Walsh y José Palomino Colón.

 

El enjuiciamiento de Porfirio Ramírez creó una ola de protesta, primero en la Universidad, en la que aquél era presidente de los estudiantes de dicho centro, y también en la ciudad de Santa Clara donde era Ramírez persona querida y miembro de una familia de prestigio en aquella localidad. Familia a la que se sabe que Castro le prometió que respetaría la vida de Porfirio; promesa que, como es norma en ese dictador sin honor y palabra, no cumplió.

 

Con similar cinismo actuó Castro, informado de que estudiantes de la Universidad Central estaban preparando una manifestación pública en respaldo de la vida de su presidente Porfirio Ramírez. Sobre este caso me contó personalmente un familiar cercano al entonces Rector de dicha universidad, que Castro le comunicó a dicho Rector, Dr. Oliver, que pidiera a los estudiantes que no efectuaran el proyectado acto de calle, que él prometía que no fusilarían a Porfirio Ramírez. Confiando en la palabra del entonces Primer Ministro, Fidel Castro, aquel acto de calle no se efectuó; pero sí se llevó a efecto el fusilamiento del líder estudiantil Porfirio Ramírez.

 

Es importante para la historia verdadera de Cuba, tan adulterada por la tiranía gobernante, resaltar la memoria de héroes y mártires significativos en esta lucha por la libertad, la democracia y la autenticidad, en fin de la nación cubana.

 

En días recientes la Revista Enepecé ha dedicado su No. 41, en lo mayor, a rememorar la figura de Porfirio Remberto Ramírez, en sus palabras editoriales y en artículos de Roberto Jiménez, Juan Manuel Pérez-Crespo y Enrique Encinosa.

 

Asimismo, el Instituto de la Memoria Histórica Cubana contra el Totalitarismo recientemente publicó el libro “Mártires del Escambray”, coordinado por Pedro Corzo, y el documental “Porfirio”, por Daniel Urdanivia, sobre dicho líder estudiantil. Documentos que han podido llegar a Cuba, y que leerán y verán posiblemente estudiantes que residen actualmente en la Isla. Ellos recibirán ese otro recado de estudiantes que en el pasado no lejano pusieron en alto la tradición histórica del estudiantado cubano, en la que he llamado esa especie de “estirpe” de aquellos jóvenes que, como Pedro Luis Boitel y Porfirio Remberto Ramírez, se ofrendaron en afanes y sacrificios por rescatar y preservar la libertad y la democracia como valores esenciales y básicos de la nacionalidad cubana; valores y sueños por los que antes habían luchado los fundadores de la nacionalidad cubana desde los días de las guerras de independencia.

 

Legatario de aquellos valores, y para hablar a los oídos y las almas de los estudiantes actuales y futuros en la tierra cubana y en el destierro, resuenen altivas y terminantes, dolientes y hermosas, las palabras que, antes de ser asesinado, escribió Porfirio Remberto Ramírez, con el anhelo de “sembrar el ejemplo para futuras generaciones… Sé que voy a morir dentro de pocas horas, pero no tengo miedo… sé que mi muerte no habrá sido en vano”.

Héroes del Escambray
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Palabras de apertura de Enrique Ruano,

vicepresidente del

Instituto de la Memoria Histórica Cubana

en el acto por el 50 Aniversario del inicio de la lucha guerrillera contra el totalitarismo

Palabras de Agustín Alles,

experiodista de Bohemia,

en el acto por el 50 aniversario

del inicio de la lucha guerrillera

contra el totalitarismo de los hermanos Castro.

Palabras de Enrique Encinosa,

periodista e historiador,

en el acto por el 50 aniversario

del inicio de la lucha guerrillera

contra el totalitarismo de los hermanos Castro.

Palabras de Gloria Argudín,

quien pasó dieciséis años, nueve meses y cuatro días en las cárceles de Fidel Castro,

en el acto por el 50 aniversario

del inicio de la lucha guerrillera

contra el totalitarismo de los hermanos Castro.

Palabras de Agapito Rivera, ex combatiente,

en el acto por el 50 aniversario

del inicio de la lucha guerrillera

contra el totalitarismo de los hermanos Castro.

Palabras de Jorge Gutiérrez Izaguirre,

ex combatiente,

en el acto por el 50 aniversario

del inicio de la lucha guerrillera

contra el totalitarismo de los hermanos Castro.

Palabras de Abel Nieves Morales,

ex combatiente,

en el acto por el 50 aniversario

del inicio de la lucha guerrillera

contra el totalitarismo de los hermanos Castro.

Palabras de Víctor Gámez,

ex combatiente,

en el acto por el 50 aniversario

del inicio de la lucha guerrillera

contra el totalitarismo de los hermanos Castro.

Palabras de Miguel Mariano Borges Mendoza,

ex combatiente,

en el acto por el 50 aniversario

del inicio de la lucha guerrillera

contra el totalitarismo de los hermanos Castro.

Palabras de Asniuve Fernández,

hija de José Fernández Vera, ya fallecido,

uno de los fundadores

del Instituto de la Memoria Histórica Cubana,

en el acto por el 50 aniversario

del inicio de la lucha guerrillera

contra el totalitarismo de los hermanos Castro.

Palabras de Javier Denis, ex combatiente,

en el acto por el 50 aniversario

del inicio de la lucha guerrillera

contra el totalitarismo de los hermanos Castro.

Cuéntase que una persona

muy cercana a Stalin le dijo:

 

-Camarada Stalin, los campesinos no entienden nuestra Reforma Agraria. Dicen que lo que dicen nuestras consignas no es cierto, que la realidad es que le estamos quitando sus tierras.

 

Stalin le contestó:

 

–Camarada, si no entienden hay que reeducarlos. Si no pueden reeducarse, hay que fusilarlos.

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José Martí: El que se conforma con una situación de villanía, es su cómplice”.

Mi Bandera 

Al volver de distante ribera,

con el alma enlutada y sombría,

afanoso busqué mi bandera

¡y otra he visto además de la mía!

 

¿Dónde está mi bandera cubana,

la bandera más bella que existe?

¡Desde el buque la vi esta mañana,

y no he visto una cosa más triste..!

 

Con la fe de las almas ausentes,

hoy sostengo con honda energía,

que no deben flotar dos banderas

donde basta con una: ¡La mía!

 

En los campos que hoy son un osario

vio a los bravos batiéndose juntos,

y ella ha sido el honroso sudario

de los pobres guerreros difuntos.

 

Orgullosa lució en la pelea,

sin pueril y romántico alarde;

¡al cubano que en ella no crea

se le debe azotar por cobarde!

 

En el fondo de obscuras prisiones

no escuchó ni la queja más leve,

y sus huellas en otras regiones

son letreros de luz en la nieve...

 

¿No la veis? Mi bandera es aquella

que no ha sido jamás mercenaria,

y en la cual resplandece una estrella,

con más luz cuando más solitaria.

 

Del destierro en el alma la traje

entre tantos recuerdos dispersos,

y he sabido rendirle homenaje

al hacerla flotar en mis versos.

 

Aunque lánguida y triste tremola,

mi ambición es que el sol, con su lumbre,

la ilumine a ella sola, ¡a ella sola!

en el llano, en el mar y en la cumbre.

 

Si desecha en menudos pedazos

llega a ser mi bandera algún día...

¡nuestros muertos alzando los brazos

la sabrán defender todavía!...

 

Bonifacio Byrne (1861-1936)

Poeta cubano, nacido y fallecido en la ciudad de Matanzas, provincia de igual nombre, autor de Mi Bandera

José Martí Pérez:

Con todos, y para el bien de todos

José Martí en Tampa
José Martí en Tampa

Es criminal quien sonríe al crimen; quien lo ve y no lo ataca; quien se sienta a la mesa de los que se codean con él o le sacan el sombrero interesado; quienes reciben de él el permiso de vivir.

Escudo de Cuba

Cuando salí de Cuba

Luis Aguilé


Nunca podré morirme,
mi corazón no lo tengo aquí.
Alguien me está esperando,
me está aguardando que vuelva aquí.

Cuando salí de Cuba,
dejé mi vida dejé mi amor.
Cuando salí de Cuba,
dejé enterrado mi corazón.

Late y sigue latiendo
porque la tierra vida le da,
pero llegará un día
en que mi mano te alcanzará.

Cuando salí de Cuba,
dejé mi vida dejé mi amor.
Cuando salí de Cuba,
dejé enterrado mi corazón.

Una triste tormenta
te está azotando sin descansar
pero el sol de tus hijos
pronto la calma te hará alcanzar.

Cuando salí de Cuba,
dejé mi vida dejé mi amor.
Cuando salí de Cuba,
dejé enterrado mi corazón.

La sociedad cerrada que impuso el castrismo se resquebraja ante continuas innovaciones de las comunicaciones digitales, que permiten a activistas cubanos socializar la información a escala local e internacional.


 

Por si acaso no regreso

Celia Cruz


Por si acaso no regreso,

yo me llevo tu bandera;

lamentando que mis ojos,

liberada no te vieran.

 

Porque tuve que marcharme,

todos pueden comprender;

Yo pensé que en cualquer momento

a tu suelo iba a volver.

 

Pero el tiempo va pasando,

y tu sol sigue llorando.

Las cadenas siguen atando,

pero yo sigo esperando,

y al cielo rezando.

 

Y siempre me sentí dichosa,

de haber nacido entre tus brazos.

Y anunque ya no esté,

de mi corazón te dejo un pedazo-

por si acaso,

por si acaso no regreso.

 

Pronto llegará el momento

que se borre el sufrimiento;

guardaremos los rencores - Dios mío,

y compartiremos todos,

un mismo sentimiento.

 

Aunque el tiempo haya pasado,

con orgullo y dignidad,

tu nombre lo he llevado;

a todo mundo entero,

le he contado tu verdad.

 

Pero, tierra ya no sufras,

corazón no te quebrantes;

no hay mal que dure cien años,

ni mi cuerpo que aguante.

 

Y nunca quize abandonarte,

te llevaba en cada paso;

y quedará mi amor,

para siempre como flor de un regazo -

por si acaso,

por si acaso no regreso.

 

Si acaso no regreso,

me matará el dolor;

Y si no vuelvo a mi tierra,

me muero de dolor.

 

Si acaso no regreso

me matará el dolor;

A esa tierra yo la adoro,

con todo el corazón.

 

Si acaso no regreso,

me matará el dolor;

Tierra mía, tierra linda,

te quiero con amor.

 

Si acaso no regreso

me matará el dolor;

Tanto tiempo sin verla,

me duele el corazón.

 

Si acaso no regreso,

cuando me muera,

que en mi tumba pongan mi bandera.

 

Si acaso no regreso,

y que me entierren con la música,

de mi tierra querida.

 

Si acaso no regreso,

si no regreso recuerden,

que la quise con mi vida.

 

Si acaso no regreso,

ay, me muero de dolor;

me estoy muriendo ya.

 

Me matará el dolor;

me matará el dolor.

Me matará el dolor.

 

Ay, ya me está matando ese dolor,

me matará el dolor.

Siempre te quise y te querré;

me matará el dolor.

Me matará el dolor, me matará el dolor.

me matará el dolor.

 

Si no regreso a esa tierra,

me duele el corazón

De las entrañas desgarradas levantemos un amor inextinguible por la patria sin la que ningún hombre vive feliz, ni el bueno, ni el malo. Allí está, de allí nos llama, se la oye gemir, nos la violan y nos la befan y nos la gangrenan a nuestro ojos, nos corrompen y nos despedazan a la madre de nuestro corazón! ¡Pues alcémonos de una vez, de una arremetida última de los corazones, alcémonos de manera que no corra peligro la libertad en el triunfo, por el desorden o por la torpeza o por la impaciencia en prepararla; alcémonos, para la república verdadera, los que por nuestra pasión por el derecho y por nuestro hábito del trabajo sabremos mantenerla; alcémonos para darle tumba a los héroes cuyo espíritu vaga por el mundo avergonzado y solitario; alcémonos para que algún día tengan tumba nuestros hijos! Y pongamos alrededor de la estrella, en la bandera nueva, esta fórmula del amor triunfante: “Con todos, y para el bien de todos”.

Como expresó Oswaldo Payá Sardiñas en el Parlamento Europeo el 17 de diciembre de 2002, con motivo de otorgársele el Premio Sájarov a la Libertad de Conciencia 2002, los cubanos “no podemos, no sabemos y no queremos vivir sin libertad”.