FIDEL CASTRO RUZ,

UN HOMBRE CONTRA UN PUEBLO

Fidel Castro y Nikita Kruschev

Un hombre contra un pueblo

Más de cien mil cubanos han muerto

o desaparecido gracias a los hermanos Castro

 

Intervención militar

de Fidel Castro en Centroamérica

 

El Salvador

Fidel y Ríos Montt

Bertrand de la Grange

19 de mayo de 2013

 

Si se trata de apoyar la reconciliación y poner fin a la impunidad que ha reinado en Centroamérica, habrá que interesarse también por los responsables del otro bando: los exguerrilleros.

 

El general Ríos Montt y el comandante Fidel Castro tienen la misma edad, 86 años. El guatemalteco nació el 16 de junio de 1926, el cubano el 13 de agosto del mismo año. Ambos ejercieron el poder con mano de hierro y se les responsabiliza de la muerte de miles de seres humanos. Aquí terminan las similitudes.

 

El primero es un villano vilipendiado dentro y fuera de su país, donde acaba de ser condenado a ochenta años de cárcel por genocidio y crímenes de lesa humanidad, supuestamente cometidos durante el conflicto armado que ensangrentó Guatemala (1960-1996). El otro es venerado por media humanidad y morirá tranquilamente en su cama, sin tener que rendir cuentas por las barbaridades que perpetró dentro y fuera de Cuba: fusiló a mansalva, hizo de “su” isla una inmensa cárcel y patrocinó la subversión en todo el continente.

 

Sin entrar en el detalle de la sentencia pronunciada el 10 de mayo contra Efraín Ríos Montt, celebrada como un “hito histórico” en la prensa internacional, tanto de izquierda como de derecha, me limitaré a señalar las incongruencias de la acusación y la manipulación de los testigos de cargo, originarios del Triángulo Ixil, una zona del altiplano donde la guerrilla tuvo mucha presencia hasta la contraofensiva demoledora del Ejército en 1982. La campaña militar fue a iniciativa de Ríos Montt, un general retirado convertido en pastor evangélico que había llegado a la presidencia ese mismo año a través de un golpe.

 

Es por esos hechos que el viejo militar ha tenido que responder ante la justicia. Los familiares y vecinos de las víctimas fueron convocados por el tribunal para relatar las circunstancias de la muerte de 1.771 ixiles en el transcurso de quince matanzas perpetradas hace treinta años y atribuidas a Ríos Montt. La excesiva precisión de algunas descripciones —la mayoría de los testigos no estuvo en el lugar de los acontecimientos y varios sobrevivientes eran entonces niños muy pequeños—, además de ciertos detalles inverosímiles, hacen sospechar que todos fueron previamente aleccionados para apuntalar un expediente judicial muy endeble.

 

A instancias de un influyente grupo de activistas estadounidenses y españoles, el ministerio público se empeñó en presentar un cargo de genocidio en lugar de limitarse a una acusación de crímenes de guerra, mucho más fácil de probar, pero menos rentable en términos políticos. ¡Vaya genocidio!, donde la mayoría de los autores materiales eran indígenas como sus víctimas, ya que el Ejército reclutaba sus tropas en las mismas comunidades. ¿Un autogenocidio, pues?

 

En cuanto al presunto responsable intelectual de esos crímenes, no le ha ido mal cuando se presentó, una década después, a las elecciones: Ríos Montt fue el diputado más votado por los vecinos de sus supuestas víctimas (otra diferencia con Fidel Castro, que tomó el poder por las armas y lo monopolizó durante medio siglo, sin someterse nunca al sufragio universal y democrático).

 

El tribunal no ha podido demostrar de manera fehaciente que hubo de parte del expresidente “intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso”, según la definición de genocidio acordada por la ONU. Pese a todo, Ríos Montt ha sido condenado bajo ese cargo, lo que abre la puerta a una anulación de la sentencia en apelación. Con esto ha quedado claro que se trató de un juicio político, plagado de irregularidades, bajo la batuta de una juez, Yassmín Barrios, que había dado sobradas pruebas de su parcialidad en casos anteriores.

 

Esa pantomima ha contado con la connivencia de EEUU —también de varios gobiernos europeos, siempre animados por “buenas intenciones”—, que en otra época apoyó solapadamente la estrategia contrainsurgente de Guatemala y de sus vecinos para compensar la ayuda de la URSS y de Cuba a las guerrillas centroamericanas. Mucho antes, en 1954, la CIA había alentado el golpe militar contra el gobierno izquierdista de Jacobo Arbenz.

 

Hoy, Washington quiere borrar ese pasado vergonzoso, y se equivoca de nuevo. No es culpa de Obama. Todo empezó en tiempo de George W. Bush, a partir de 2001, cuando la embajada de EEUU en Guatemala se posicionó ostensiblemente a favor de la condena de tres militares en el caso del asesinato del obispo Juan Gerardi. No había una sola prueba sólida, pero allí estaba la misma Yassmín Barrios y cumplió con los deseos de la comunidad internacional.

 

Si se trata realmente de apoyar la reconciliación y poner fin a la impunidad que ha reinado en Centroamérica durante los conflictos del siglo pasado, habrá que interesarse también por los responsables del otro bando. Hasta ahora, la justicia no ha alcanzado a los exguerrilleros, que no han rendido cuentas por su participación en varias masacres y en numerosos secuestros.

La edad y el caudillo

Alejandro Armengol

24 de abril de 2013

 

Hay una dicotomía esquizofrénica entre el caudillo todo poderoso que fue Fidel Castro y ese anciano cuyo mayor logro este año ha sido inaugurar una escuela

 

Al narrar su recorrido por la Unión Soviética y los países socialistas en 1957, García Márquez escribió: “No tenía edad. Cuando murió había pasado de los setenta años, tenía la cabeza completamente blanca y empezaban a revelarse los síntomas de su agotamiento físico. Pero en la imaginación del pueblo Stalin tenía la edad de sus retratos. Ellos impusieron una presencia intemporal hasta en las remotas aldeas de la tundra”. Fidel Castro ha perdido ese privilegio.

 

Durante estos últimos años los cubanos han sido testigos de una situación anómala: carteles y murales continúan mostrando la imagen poderosa de un cadillo que por décadas los guió, mientras de vez en cuando aparecen fotos y videos de un anciano débil y balbuciente, que para mantener en pie siempre necesita del apoyo de un ayudante joven —más un sostenedor que un guardaespaldas.

 

En medio del esfuerzo para lograr la comida diaria, poco tiempo queda para detenerse y pensar por un momento en el contraste entre esa figura deteriorada y la del hermano más joven —una diferencia de pocos años han marcado una diferencia enorme— quien ha logrado envejecer de forma pausada y aparenta estar en plenas condiciones físicas y mentales. La enfermedad le hizo a Fidel Castro una de las peores jugadas que pudo haber imaginado: no lo mató, simplemente se entretuvo en destruirlo lo suficiente para que quedara convertido en un residuo de otra época.

 

Si el caudillo ha logrado sobreponerse lo suficiente para no ocultarse por completo a la vista pública, es por el apego de éste a la vida y un resto de vanidad que lo obliga a recordarnos ocasionalmente que sigue vivo. En parte por un interés en conservar la ilusión de que sigue siendo el guía de un sistema que cada día transcurrido se parece menos a lo que fue; en parte por un aferrarse no solo al pasado sino al presente: existe, no todo está perdido para él. Lo demás es la espera, inevitable, de la muerte.

 

Es cierto que esa espera es también una pequeña victoria suya. Cada vez que muere alguien a su alrededor (el último ha sido Alfredo Guevara), surge la pregunta o la queja por su permanencia.

 

Sin embargo, esta permanencia se define más por esos carteles —deteriorados a veces, restaurados en ocasiones— donde el recuerdo impera. Si su definición mayor se mantiene intacta, ese aferrarse al poder que lo caracterizó por décadas, es gracias al hermano. Sin él, al que muchas veces relegó y otras despreció, pero nunca lo suficiente como para apartarlo de su lado, no sería más que un objeto de estudio, de repulsa o admiración.

 

Raúl Castro se ha convertido en el poder que preserva el régimen instaurado un primero de enero, y por tanto en el guardador de su hermano mayor.

 

Sin embargo, esta dicotomía esquizofrénica entre el caudillo todo poderoso que fue Fidel Castro, y ese anciano cuyo mayor logro este año ha sido inaugurar una escuela, no oculta una realidad: el único acto verdadero que queda por cumplir, que será observado en todo el mundo es la famosa noticia mil veces anunciada y un funeral de pompa y circunstancia: una revolución ya muerta, que terminará por definirse en un acto fúnebre. El círculo que se cierra, de la ideología al espectáculo.

 

La deconstrucción de Castro

 

Desde hace algún tiempo Fidel Castro se está deconstruyendo a sí mismo. En los últimos años hemos venido asistiendo —con resignación o entusiasmo— a ese proceso en que una figura legendaria poco a poco se fue despojando del mito, un eterno guerrillero convertido en un abuelo familiar, casi indefenso, un político hábil que se pierde en frases casi incoherentes. Pero cuidado, nada de lo que hace esta figura que por tantos años provocó recelos, esperanzas y odios es espontáneo o gratuito. Ni siquiera ahora, cuando asistimos a su ocaso.

 

Castro no se retiró, sino fue quedando al margen. Se sabe que su opinión aún cuenta y no se puede negar su influencia, pero los años han demostrado que su partida en un primer momento no significará una catástrofe para el mantenimiento de la élite gobernante, aunque si el fin de una era. Un final más para la nostalgia que para la preservación, de momento, del gobierno que instauró y lo sobrevivirá. Eso, sino muere antes el verdadero sostén del sistema, su hermano.

 

Fuimos espectadores o cómplices de esa salida de escena, que aun puede prolongarse por algún tiempo o interrumpirse de pronto.

 

Desde hace años el también lo sabe, y tomó una decisión al respecto. Entre el poder y la vida decidió por la última. Optó por resistir y se ha aferrado a ello, al precio de sacrificarlo todo o casi todo.

 

Por un tiempo volvió a sus orígenes, no mediante el recuerdo sino a través de la narración del recuerdo. Ese Alejandro que persiguió con un nombre repetido en documentos e hijos, hasta que asumió el no ser más que eso: un nombre, apenas un ideal, pero jamás un modelo, pero nunca un estilo de vida. Morir joven jamás entró en sus planes. Abandonar por completo el poder tampoco, aunque solo con fuerzas para una inauguración mediocre, de un local escolar insignificante en un municipio.

 

Así que la historia está bien para esa rememoración diaria en un periódico donde la noticia diaria es una tergiversación o una mentira, mientras no se abandona el espacio dedicado a lo que fue.

 

Fidel Castro ha sabido adaptarse a cualquier circunstancia. Si el precio es muy alto, no hay que pagarlo. Alejandro El Magno está bien para los libros de historia, pero hace rato que ese destino quedó atrás y todo sacrificio tiene un límite. Aunque no lo parezca, su capacidad en ese sentido es muy limitada. La vida, pese a las vejaciones de la enfermedad, la humillación de la edad y los desengaños del cuerpo vale aún la pena. Sólo es necesario acomodarse a las circunstancias, adaptarse a los tiempos, salvar lo que aún puede ser salvado.

 

Lo que vale la pena salvar se resume en aspectos muy concretos. En primer lugar, la continuidad de un proceso. No por una fe absurda en su futuro, sino por una utilidad práctica. Contribuir a esa continuidad ha sido su tarea principal desde que enfermó: demostrar que está vivo y está ahí.

 

Por un tiempo se refugió en la escritura, en la idea de que su presencia era necesaria para todo siga igual o para que lo que cambiara no afectara la permanencia de su mandato delegado en su hermano. Un mandato que podía prescindir de inmiscuirse en todos los aspectos de la vida cotidiana de los cubanos, pero que aún no podía renunciar a su presencia. Su último acto público de real importancia fue la asistencia a este último período de la Asamblea Nacional del Poder Popular, donde en apariencia se decidió la sucesión más allá de sus familia y sus seguidores más cercanos, los “históricos” que también poco a poco son situados a un lado, salvo los principales mandos militares que continúan siendo el verdadero pilar de la estabilidad actual.

 

Lo segundo ha sido un proceso de símbolos, de imágenes que se han explotado hasta la saciedad durante decenas y decenas de años. Se preparó a la población para que aceptara ese nuevo papel: de guerrillero a viejo sabio, de estadista a consejero, de lo invulnerable a lo frágil. Llevó un tiempo, y eso es lo que con habilidad ha estado construyendo el régimen de La Habana: sin sobresaltos, pero sin despertar ilusiones. Las constantes referencias a la edad, las advertencias sobre los abusos al cuerpo en otra época, que de forma implacable ahora le pasaron la cuenta a quien parecía invencible, aunque es un sobreviviente, como en los viejos tiempos de la guerrilla. Pero sobre todo, se impuso no dar pie a la posibilidad de una derrota. No es un destino estoico, una salida heroica o una inmolación. Para símbolo de la entrega al ideal revolucionario basta con el Che. Poco importa si son sus restos o no los que se encuentran enterrados en Santa Clara. Basta con el hecho de que la isla atesora su imagen. Lo demás es secundario.

 

Fidel Castro hizo un favor a sus seguidores, pero también permitió que su hermano menor los despreciara y fuera pausadamente colocando a los suyos. Por un tiempo escribió “reflexiones” y dio algunas entrevistas. Nunca importó lo que escribía o sobre lo que ha hablaba y aún dice ocasionalmente. Siempre lo que ha escrito ha podido ser interpretado como un conjunto de significados dispersos o simplemente una muestra de torpes banalidades, fue válido argumentar que los textos encierran una pluralidad de ideas o que se contradicen una y otra vez, que se limitan a una interminable regresión de repeticiones destinadas, a no decir nada. Siempre lo que importaba, lo que valía era la demostración de que estaba ahí. Detenerse en sus cualidades intrínsecas fue una trampa, porque sus escritos estaban destinados precisamente a la inestabilidad, lo fortuito, a la falta de una presencia evidente y a desviar la atención de lo fundamental: perder el tiempo diciendo que el exgobernante cubano desvariaba, que su mente pasaba de un tema a otro obviando las leyes elementales de la coherencia. Decir que se entretenía en aspectos que guardaban poca o ninguna relación con lo que ocurría en Cuba no era más que seguir al pie de la letra los propósitos que obedecían a su creación: hacerle el juego a Castro.

 

Nunca un enemigo tan supuestamente débil obtuvo tanto con tan poco. Fue capaz de entretener aburriendo. Cuando supo que esa labor ya no era necesaria, dejó de hacerlo. Nunca ha tenido una verdadera vocación de escritor.

 

Tras su enfermedad y recuperación, la batalla cambió de sentido: no fue de ideas sino de imágenes.

 

Jugar la carta del pasado ha definido por muchos años la única estrategia visible del exilio. Desde ese punto de vista, se entiende la incapacidad para entender lo que ocurre en Cuba. El célebre slogan “No Castro, no problem” ha resultado ser mucho más que una calcomanía llamativa, para colocar en el guardafrenos trasero del automóvil. Resume una forma de pensar caduca, un círculo vicioso.

 

La verdadera pregunta entonces, que se eludió a diario es Miami, resultaba bien simple: ¿Cómo era posible que esa figura frágil garantice aún la permanencia de un régimen? La repuesta difícil comenzaba por reconocer que algo más que un caudillo en su ocaso jugaba un papel determinante en la supervivencia de un sistema. Lo importante era no solo zanjar una interrogante, sino plantear otra aún más importante: ¿Y ahora qué? En el exilio, donde realmente era poco lo que podía hacerse, pero peor aún escudarse en ese pretexto para no hacer nada, todo se limitó al comentario del momento, sin posibilitar al menos una posibilidad de ensayar una respuesta diferente, una nueva estrategia.

 

Ahora la realidad es que Miami y Cuba han entrado en una etapa donde la geografía, más que la política empiezan a definir el escenario, un terreno difuso en que los nuevos inmigrantes que llegan diario trabajaban para poder lo más rápidamente posible ir de viaje a la isla y mantener mientras tanto a quienes dejaron allá. No se trata de estar en contra de viajes y remesas, sino de reconocer una situación impuesta por La Habana.

 

Mientras tanto, los cubanos se han acostumbrado también a esa dualidad de imágenes que han reflejado una transición pautada desde la Plaza de la Revolución: guerrillero heroico en los carteles y un anciano al que aplaudir y reverenciar dos o tres veces al año. Ya no importan mucho las apariciones ni los carteles: ambos han cumplido su función.

¿Es el PCC un partido político?

Roberto Álvarez Quiñones

9 de octubre de 2013

 

El poder militar-represivo y la cúpula partidista están fundidos institucionalmente. ‘El Partido’ constituye la expresión estatal de la dictadura

 

“Dar gato por liebre” ha sido una práctica nada ética desde los albores mismos de la civilización. Lo peor es que, aunque cueste trabajo creerlo, no siempre es fácil advertir cuándo nos están vendiendo una “liebre” que en realidad es un gato.

 

Llevada esta figura clásica del fraude subrepticio al plano social, lo mismo ocurre con la presunción de que el Partido Comunista de Cuba (PCC) es un partido político. Así es presentado, y así es “comprado” por casi toda la comunidad internacional. Falso.

 

Si buscamos la definición de partido político en Wikipedia, por ejemplo, podemos leer: “Es una asociación de individuos unidos por compartir intereses, visiones de la realidad, principios, valores, proyectos y objetivos comunes, como alcanzar el control del gobierno para llevar a la práctica esos objetivos”. Y agrega: “Para eso, movilizan el apoyo electoral. También organizan la labor legislativa, articulan y agregan nuevos intereses y preferencias de los ciudadanos”.

 

Por otra parte, fue Nicolás Maquiavelo en su obra El Príncipe (1513) quien primero empleó la palabra Estado en su sentido moderno. Lo llamó Stato, derivado del latín status. Hoy el concepto de Estado más aceptado hace honor al florentino: un conjunto de instituciones que poseen la autoridad y potestad para para establecer las normas que regulan una sociedad.

 

Ambas definiciones (partido y Estado), sin embargo, están incompletas, pues ignoran a los regímenes totalitarios. Un Partido Comunista (PC) es un partido político solo cuando está en la oposición. Si llega al poder se transforma totalmente y de hecho sustituye al Estado. Se autoproclama poseedor de la verdad absoluta —que Marx afirmaba no existe—, se hace cargo de los poderes públicos, de toda la economía nacional, las fuerzas armadas, los medios de comunicación, la educación, la salud, la cultura, y hasta de la vida privada de los ciudadanos.

 

Ese es el caso del Partido Comunista de Cuba (PCC), un aparato estatal-administrativo-represivo, cuya misión es mantener la “lealtad revolucionaria” del pueblo mediante el control social férreo, la intimidación —velada o explícita a militantes y no militantes—, el bombardeo de propaganda político-ideológica, y la supresión de derechos elementales del individuo moderno.

 

Los partidos comunistas no juegan limpio. Se aprovechan del pluralismo democrático “burgués” y llevan diputados al Parlamento, pero si alcanzan el poder suprimen todos los partidos (excepto el comunista) y erigen una autocracia similar a las monarquías absolutas de Europa antes de la Revolución Francesa.

 

“El Estado soy yo”

 

Es más, en la práctica cada Partido Comunista gobernante repite la frase del rey Luis XIV de Francia: “L’Etat, c’est moi” (El Estado soy yo). Si las “polis” en la antigua Grecia eran Ciudades-Estado, y las hubo 2.500 años antes en Mesopotamia (como hoy el Vaticano, o Mónaco), en los tiempos modernos existe el Partido-Estado en las naciones comunistas.

 

Al prohibir la empresa privada, el Partido Comunista va más lejos que el fascismo o las dictaduras teocráticas. Los regímenes encabezados por Mussolini, Hitler, Franco y Oliveira Salazar supeditaron la economía nacional a los intereses del partido fascista, pero no abolieron el sector privado. Tampoco lo ha suprimido la autocracia de Arabia Saudita —casi el 40% del Producto Interno Bruto lo genera la empresa privada—, donde existe una monarquía de corte feudal que no permite los partidos políticos. Ni lo ha hecho el régimen clerical de los ayatolas en Irán.

 

Algo que no se conoce bien en Occidente es que cuando un Partido Comunista asume el poder ya sus militantes no se dan cita en locales regionales, provinciales o nacionales para debatir ideas y tomar acuerdos como hacen los partidos políticos en el mundo “normal”, sino en cada centro laboral.

 

En Cuba los militantes del PCC se reúnen en cada fábrica, empresa, escuela, comercio, hospital, unidad militar, teatro, obra en construcción, medio de comunicación, etc. Hay un “núcleo del partido” en cada centro de trabajo, donde reciben instrucciones de meter miedo, controlar y administrarlo todo.

 

Imaginémonos “núcleos” del Partido Demócrata —que gobierna ahora en Estados Unidos— en las fábricas de General Motors, en McDonald’s, el Yankee Stadium, The Washington Post, el Pentágono, la NASA, Wall Street, o en Disneyland, con órdenes de Obama de decirle a cada jefe cómo debe hacer su trabajo.

 

Que el PC es el Estado mismo lo muestra el hecho de que en Cuba la condición de dictador no la confiere el cargo de presidente del país, sino el de primer secretario del PCC. El artículo 5 de la Constitución de 1976 establece que el Partido Comunista “es la fuerza dirigente superior de la Sociedad y el Estado”. Constitucionalmente, la máxima instancia de poder no es el gobierno, sino el PCC y su jefe.

 

Paradojas

 

Lo paradójico es que si bien la cúpula partidista es muy poderosa, la masa de militantes de base no lo es. Esta obedece órdenes y no tiene ni la capacidad ni las vías para cuestionar lo que con fuerza de dogma “baja” de las instancias superiores, sobre todo de la oficina de Machado Ventura, encargado de “disciplinar” a la militancia para que no se salga del plato. Porque la cúspide partidista es consciente de que, dada la magnitud de la crisis que asfixia al país, ya los militantes de a pie se dan cuenta de que el socialismo es inviable y que su “actualización” es un disparate. 

 

Por miedo, que conduce a la hipocresía social (la “doble moral”) generalizada en el país, los militantes no lo dicen en sus núcleos, pero muchos de ellos (son 762.000) ya no se perciben a sí mismos como marxistas. Y comentan con sus familias la necesidad de reformas profundas, de liberar las fuerzas productivas y captar inversiones extranjeras en grande.

 

No obstante, adherido a la fuerza militar, el PCC desde las altas esferas hasta el nivel municipal controla totalmente todos los estamentos de la sociedad cubana. Tanto, que los  jefes de Departamento y de Sección en el aparato burocrático del Comité Central son quienes dirigen a los ministros y a todos los directores de organismos centrales. Y la política exterior no se traza en el Ministerio de Relaciones Exteriores, sino en el Departamento de Relaciones Internacionales del Comité Central. Y así ocurre con todas las ramas del Gobierno.

 

Pregúntele a cualquier ciudadano común el nombre del presidente de la Asamblea Provincial del Poder Popular. Probablemente no lo sabe. Pregúntele por el primer secretario del PCC en la provincia, o el municipio, y le dirá el nombre al instante. Sabe que el presidente de la Asamblea Provincial no tiene poder alguno y que el jerarca partidista lo puede todo en el territorio.

 

Sin embargo, la base del PCC está cada vez más permeada por la crisis terminal nacional y va convirtiéndose en un cascarón hueco que eventualmente podría desaparecer sin dejar rastro.  De haber cambios radicales muchos militantes botarían o quemarían sus carnets sin “conflicto de conciencia” alguno.

 

Pero por ahora, con los hermanos Castro al frente, el poder militar-represivo y la cúpula partidista están fundidos institucionalmente y el PCC constituye la expresión estatal de la dictadura. Y no es, por supuesto, un partido político. Ese es el gato que Cuba le da al mundo como liebre.

Manual del perfecto dictador

Enrique del Risco

16 de abril de 2013

 

—No pares de invocar al pueblo. Alguno que otro se sentirá aludido.

 

—Promete mucho pero sobre todo castigar a los ricos (los más obedientes se convertirán en pobres honorarios).

 

—Búscate un enemigo externo en nombre del cual aplastar a la oposición interna.

 

—No importa lo que digas: recuerda que tus grandes enemigos son tus escrúpulos y tu conciencia. Deshazte de ellos de inmediato.

 

—Preserva con mimo a tus mejores aliados: la envidia, el rencor, el miedo y la esperanza. Sobre todo los tres primeros. La esperanza NO es lo último que se pierde.

 

—No tengas miedo que cometer cualquier crimen siempre que tengas el cuidado de acusar a tus contrarios de tus propias intenciones.

 

—Recuérdalo: tus intenciones siempre han sido buenas. Son los otros los que te impiden llevarlas a efecto.

 

—El pueblo nunca te dará la espalda pero habrá ocasiones en que no esté a la altura de tus sueños. Ya tendrá tiempo de Madurar.

 

—Los discursos son buenos pero recuerda que el pueblo madura mucho más rápido a golpes.

 

—La función de los discursos es explicar por qué los que reciben golpes se los merecen, por qué no son pueblo.

 

—Por supuesto que detestas la violencia. Son los otros los que no te han dejado otra opción.

 

—Convence a todos de que buscas el bien para toda la humanidad. Si luego hay quienes renuncian a su condición humana porque prefieren ser gusanos, escuálidos, pitiyanquis, escoria, majunches, oligarcas o traidores no es culpa tuya.

 

—Evita las elecciones. Aunque las ganes son peligrosas porque propagan la idea perversa de que no todos te adoran.

Un hombre contra un pueblo

Este artículo de Emilio Roig de Leuchsenring fue publicado el 3 de agosto de 1930, en la revista cubana Carteles, Vol. XVI No. 31, páginas 34 y 45. Aunque faltaban diez días para que el que sería el peor tirano que ha conocido América -Fidel Castro Ruz-, cumpliese cuatro años de vida, tal pareciera que Roig de Leuchsenring previó lo que Fidel Castro llegaría a ser y se inspiró en él para hacerlo, porque le viene como anillo al dedo.

Un hombre contra un pueblo

Emilio Roig de Leuchsenring

3 de agosto de 1930

 

Ya lo dijimos hace dos semanas. Cuando un país sufre el desgobierno de un régimen dictatorial, la vida en lo interior y en lo exterior, en lo político y en lo económico y hasta en lo que se refiere a los individuos en particular, nacionales o extranjeros puede sintetizarse en esta frase gráficamente expresiva: un hombre contra un pueblo.

 

Así es exactamente y en todos los casos y en todas las épocas. En el país sometido al desgobierno de un déspota todo gira en torno a la voluntad y al capricho de éste. Y como siempre el déspota ha buscado y busca y buscará tan sólo el satisfacer su interés o su conveniencia, importándole poco -aunque a diario pregone lo contrario- el bien de su patria y de sus conciudadanos, patria y conciudadanos sufrirán irremisiblemente los trastornos, los males, las dificultades... la calamidad de tan calamitoso régimen.

 

En artículos recientes vimos como así ha ocurrido en España, la República Dominicana, Haití y Bolivia y cómo después de la caída de Primo, Vázquez, Borno y Siles, se han ido sacando a la vergüenza pública las desvergüenzas de cada uno de esos cuatro hombres providenciales que sufrieron sus pueblos respectivos y de las cuales no ha podido restaurarse ninguno de ellos.

 

Es la historia eterna de todos los autócratas que en el mundo han sido. Mientras está en el apogeo de su despotismo, el hombre providencial, coreado por su corte de serviles se autobombea como el salvador de su pueblo, al que está regenerando y engrandeciendo, como el más excelso de todos sus gobernantes, llegando a ponderar enfáticamente –todos los dictadores así lo declaran- que su época es la más grande en la historia del país sin términos de comparación con las épocas anteriores y él, el más grande, glorioso, de todos los ciudadanos, en el presente, en el pasado... y en el futuro; pero cuando el dictador cae, ¡cómo salen a relucir inmediatamente las mataduras de su desgobierno, cómo quedan desenmascaradas las mentiras y comprobado hasta la saciedad que durante el régimen despótico la historia del país estaba sintetizada en esta frase nuestra: un hombre contra un pueblo.

 

Este juicio, como dijimos, puede aplicarse exactamente a todos los dictadores de Europa y América, en repúblicas y monarquías de ayer y de hoy, porque todos los déspotas parecen hechos a medida en el mismo molde y por las mismas manos del más perverso de los dioses, obsesionado en crear únicamente monstruos y lanzarlos de cuando en cuando a la tierra para azote y castigo de los hombres, peores que las epidemias y las plagas, más dañinos que el diluvio bíblico, pues lejos de quedar después ricamente abonado el suelo, en el país donde posa su planta un dictador ni siquiera la mala yerba saldrá en muchos años, porque el dictador todo lo destruye, lo arruina, lo seca, lo aniquila. Un hombre contra un pueblo, esa es la obra de los dictadores.

 

Todos son iguales, decíamos. Todos constituyen un tipo criminal de caracteres inconfundibles que en todos se presentan casi idénticamente. Vamos a verlo.

 

En el libro, admirable libro, de Emil Ludwig sobre el Kaiser Guillermo II, hay un capítulo en el que el gran escritor alemán hace un maravilloso retrato del emperador de la mano manca. Pues bien, ese retrato, es el retrato exacto de cualquiera de los dictadores europeos o americanos de los días que corren.

 

Enseguida lo comprobaremos y suplicamos a los lectores que tengan presente que vamos a transcribir palabras de Ludwig y sobre el Kaiser Guillermo II, no palabras nuestras sobre alguno de los hombres providenciales que aún desgobiernan a varios países del viejo y del nuevo mundo.

 

Y hasta las frases de Guillermo parecen frases que mil veces hemos leído pronunciadas por el hombre providencial de la República H, o la monarquía Z:

 

“Yo no conozco más que dos partidos políticos: los que están por mí y los que están contra mí -esa fue la divisa propia de autócrata, de toda su política interior-.

 

Todo era suyo: los barcos, los soldados, los súbditos, y como suyo de todo disponía a su capricho y le extrañaba y se indignaba cuando alguien, osado, le desobedecía o no quería doblegarse a sus deseos.

 

Vive ciento veinte años atrasado, y considera a todas esas gentes que quieren ser algo más que súbditos, como dignos de ser fusilados, o mejor aún, colgados.

 

Todos tienen derecho a exponer libremente su opinión, ¡pero infeliz del que lo haga!

 

A los obreros, aunque en público les llamaba “mis amados hijos” no comprendía ni admitía que demandaran mejoras, aumento de jornales, y mucho menos que se agremiaran para defenderse y reclamar sus derechos yendo a la huelga. Entonces en privado, se expresaba así de los obreros: Estoy muy satisfecho del comportamiento de la policía. Pero la próxima vez no deben pegar con el plano, sino con el filo de la espada.

 

Eran rasgos típicos de su carácter los “innumerables caprichos, resentimientos, temores y afectaciones, su cesarismo, ligereza, encanto personal, vivacidad, amabilidad.

 

Por todo ello muchos lo consideran un anormal o víctima de una enfermedad interna.

 

Lo autocrático en él aumenta progresivamente día tras día. De cuantos le rodean y le adulan, se expresa en privado en los términos más despectivos, cuando no le sirven inmediatamente, o se equivocan o le causan conflictos o dificultades. Como a muñecos utiliza a sus súbditos, con mayor desprecio cuanto más fama de notables o sabios tengan, recreándose al ver a estos ilustres, postrados a sus plantas, por miedo, por servilismo o por interés.

 

Tiene fe viva en el absolutismo y en el destino. Se cree elegido por la divinidad para regir y salvar a su pueblo, con misión sagrada que no puede eludir, se juzga continuador y hasta engrandecedor de los fundadores de la patria, cuyos nombres constantemente invoca en sus discursos.

 

“Su carácter era más voluble que lo que suele ser en ningún hombre... Signos del voluble estado de sus nervios son sus dos ocupaciones favoritas: viajes y discursos. El constante viajar, símbolo del que huye de sí mismo y de un corazón que no ama el silencio, así como el hablar en público, en alguna ocasión, hasta cuatro veces en un día, era medios para calmar sus insaciables nervios”.

 

Otra de las manifestaciones de su naturaleza era la afición a las zarandajas. Su juguete preferido era el ejército. Le encantaba recibir y dar condecoraciones en ceremonias a las que asistían los cortesanos y en las que solía pronunciar, conmovido, algún discurso de tonos heroicos; o concurría frecuentemente a fiestas o actos militares, que se convertían en paradas teatrales.

 

“Una forma aún más descarada de su farandulería son los discursos. Todo en ellos era falso: su emoción, sus afirmaciones, sus promesas, sus juramentos, su cacareado patriotismo... porque era, por encima de todo, un gran comediante.

 

Lo mismo que ve en el ejército apariencia, apostura y uniforme, así ve en todas partes con sus ojos de comediante, las escena que se debe representar.

 

Sus afectaciones proceden de este afán de teatralidad. No son solo las expresiones de la cara, siempre compuesta y dispuesta para la fotografía, que pasa de la expresión profundamente seria a la risueña, y por última a la francamente alegre, pero sin dejar nunca de ser dominante, sino también otras farsas que resultan casi simbólicas.

 

El arte de actor, de borrarse a sí mismo para representar a una persona extraña, lo demuestra también el distinto modo de tratar a cada uno, presentándose como obrero entre los obreros, industrial con los industriales, soldado con los soldados... Por eso encanta la primera vez a casi todos... se asimila con la mayor rapidez una noción superficial de cualquier tema, sea el que sea, en tal forma que es capaz de hablar de ella como si él mismo la hubiese descubierto, de esta manera engaña a las personas, que admiran sus conocimientos, su admirable capacidad de trabajo y su fenomenal capacidad de comprensión.

 

La tercera y más intensa de las formas de su nerviosidad es el miedo, contradicción flagrante con la pose de Atila”.

 

Sus alardes de valor, de guapería, no son en el fondo sino la manera de disimular el miedo. Ve enemigos que quieren matarlo, en todas partes, y toma para impedirlo mil precauciones, rodeándose constantemente, donde quiera que va, de tropas y policías.

 

Tenía delirio por codearse con los poderosos del dinero o de la aristocracia y alternar con ellos: “aceptaba regocijado las invitaciones de las gentes ricas”.

 

La adulación de todos y en todo, es abrumadora.

 

“De todos los círculos y clases, de todas las regiones, en la alegría y la tristeza, en días de fiesta y en días de trabajo, fueron innumerables las corrientes de adulación de sus súbditos que llegaron hasta él. Ministros y empleados, embajadores y otros representantes diplomáticos, intelectuales, profesores universitarios, periodistas, gente de sociedad, todos le adulan servilmente, hasta lo inconcebible, todos se adelantan a admirar y satisfacer sus deseos, sus caprichos, su voluntad. Como aduladores figuran en los primeros lugares los militares y a su cabeza los generales y jefes, todos estos con su magnífica disculpa: la obediencia, pero la adulación, más allá de la obediencia, llega al rebajamiento”.

 

En este ambiente de falsedad, de hipocresía, de mentira, hay una gran mentira de fatales consecuencias para el país. Estando todo como está en manos del autócrata: fiebre de trabajo. ¡Mentira! Aunque el autócrata pregone a diario que trabaja incansable tantas horas al día, ¡es mentira, mentira!

 

“Lo que causa mayor preocupación a todos los que tienen que trabajar con él es que no tiene ninguna gana de trabajar... Distracciones, juegos con el ejército y la marina, viajes, cacería, pescas, son para él lo principal: así es que apenas si le queda tiempo para el trabajo. Lee muy poco, apenas si escribe, y considera como el mejor informe o expresión o memorando el que termina más pronto. Es verdaderamente escandaloso como los informes oficiales engañan al gran público sobre la actividad del autócrata; según ellos está ocupado desde la mañana hasta la noche”.

 

Nada se estudia y todo se resuelve imprevisoramente, según el capricho o los intereses particulares del autócrata y su camarilla, y en contra, desde luego, del país.

 

La adulación hace que sus ministros y empleados le oculten las dificultades o males. ¡Así marcha el país! Así puede, del país que sufre un autócrata, un dictador, un déspota, afirmarse, como nosotros hemos hecho, que su historia está sintetizada en esa frase: Un hombre contra un pueblo.

 

Así le ocurrió a Alemania durante el reinado de Guillermo II. Así les ha ocurrido a todos los países que se han visto desgobernados por un dictador. Así les ocurre a los desgraciados países que aún sufren un régimen dictatorial.

 

Así ocurre, hasta que el país reacciona y se decide a variar la frase ‘Un hombre contra un pueblo’ por esta otra ‘un pueblo contra un hombre’.

 

Entonces el hombre que todo lo era, que todo lo podía, se queda solo, abandonado de todos, despreciado por todos.

 

“Nadie detuvo al Kaiser -dice Luidwig- cuando abandonó el país: éste es el más triste de todos los epílogos”.

 

Este es el obligado epílogo de todos los dictadores, de los que fueron y de los que aún son.

Emilio Roig de Leuchsenring
Emilio Roig de Leuchsenring

Emilio Roig de Leuchsenring. La Habana, 1889-1964.

Doctor en Derecho Civil y Notarial por la Universidad de la Habana.

Participante de la Protesta de los Trece. Miembro del Grupo Minorista.

Fundador de la revista Cuba Contemporánea.

A iniciativa suya se creó en 1936 la Oficina del Historiador de la Ciudad, de cuya organización se hizo cargo y donde permaneció hasta que falleció el 8 de agosto de 1964.

 

Al igual que otros niños de La Habana, tuve la inmensa dicha de conocer a Emilio Roig de Leuchsenring. La escuela donde cursé la enseñanza primaria -ubicada en San Miguel del Padrón-, realizaba actividades extracurriculares los sábados: visita a la Casa Natal de José Martí, al área deportiva de La Polar, al Parque Zoológico, a la Oficina del Historiador de la Ciudad, etc.

 

Entre 1956 y 1961 –año en que Fidel Castro se apropió de todos los centros de enseñanza- fui varias veces a la Oficina del Historiador de la Ciudad. Emilio Roig de Leuchsenring siempre nos atendía con cariño. Se veía que disfrutaba con la presencia de los niños; desgraciadamente, ni mis compañeritos ni yo supimos valorar en ese entonces, la clase de persona que era ese señor que se desvivía por explicarnos detalles de la historia de Cuba, de la cual él ha sido uno de sus mejores cronistas.

 

A todo aquel que iba a la Oficina del Historiador de la Ciudad, Roig de Leuchsenring le obsequiaba Cuadernos de Historia Habanera -Roig de Leuchsenring los publicaba y distribuía gratuitamente desde 1935-, que trataban sobre cuestiones históricas.

 

A Emilio Roig de Leuchsenring se le consideraba el jefe del grupo Minorista, integrado entre otros por: Jorge Mañach, Rubén Martínez Villena, Alejo Carpentier, Juan Marinello, María Villar Buceta, Mariblanca Sabas Alomás, Max Henríquez Ureña, José Z. Tallet, Luis Gómez-Wanguemert y Eduardo Abela.

 

Un conocedor de la historia cubana no puede negar que en el grupo Minorista se agrupó lo mejor de la intelectualidad cubana de esos años.

 

El grupo Minorista trabajó por el arte nuevo en sus diversas manifestaciones; la divulgación en Cuba de las últimas doctrinas, teorías y prácticas artísticas y científicas; la reforma de la enseñanza pública; la autonomía universitaria; la independencia económica de Cuba y contra la ingerencia yanqui y su enmienda Platt; y por la participación efectiva del pueblo en el Gobierno.

 

La obra de Emilio Roig de Leuchsenring comprende tres vertientes fundamentales: Costumbrista, martiana y antiimperialista.

 

De José Martí lo estudió todo, aunque con mayor énfasis su niñez, su presencia en España, lo que representa ésta en la vida y comportamiento posterior de nuestro héroe nacional. Seleccionó este tema para su trabajo de ingreso a la Academia Nacional de Historia.

 

El antiimperialismo de Roig de Leuchsenring se evidencia en sus escritos y se ejemplifica en los estudios realizados sobre la Enmienda Platt, la Guerra Hispano-Cubano-Americana y el intervencionismo. Entre los libros más importantes de Emilio Roig de Leuchsenring, se encuentran:

 

Historia de la Enmienda Platt. Una interpretación de la realidad cubana (1935).

 

Cuba no debe su independencia a los Estados Unidos (1950).

 

Martí antiimperialista (1953).

 

Al revisar su abundante producción periodística en las revistas Carteles, Social, Gráfico y Cuba Contemporánea se está recorriendo la historia de Cuba.

 

Como afirma Emilio Roig de Leuchsenring:

 

Amemos la revolución en lo que ésta tiene de elevado y útil, no revolución para derrocar un gobierno malo para poner otro tan malo o peor, no revolución que busca el poder por el poder mismo, no la revolución material sin revolución moral”.

 

En Por su propio esfuerzo, conquistó el pueblo su independencia, se puede leer:

 

En esa lucha bélica se pusieron a prueba, igualmente, virtudes ejemplares del cubano: desinterés, sacrificio, abnegación, heroísmo. Y se vio, como después en el 95, que la mujer, el anciano y el niño, hacían causa común con sus padres, esposos, hermanos e hijos, que peleaban y morían en la manigua insurrecta. Y esa población civil ofrendó también su bienestar y su vida por la causa de todos: por Cuba Libre”.

 

Considero que ese debe ser el objetivo de todo cubano: Una Cuba libre.

 

En La Colonia superviva (revista Cuba Contemporánea, número144, 1924), Emilio Roig de Leuchsenring nos dice:

 

Porque si la República quiere vivir necesita renovarlo todo, arrasarlo por completo con lo viejo y malo, hombres e instituciones, cambiando normas de vida y normas de moral, leyes con ideas modernas, revolución que debe cintar no con caudillos y soldados, exigen más bien ciudadanos y apóstoles”.

 

Estas palabras tienen plena vigencia. Si no se renueva todo, no podremos tener República ni libertades.

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José Martí: El que se conforma con una situación de villanía, es su cómplice”.

Mi Bandera 

Al volver de distante ribera,

con el alma enlutada y sombría,

afanoso busqué mi bandera

¡y otra he visto además de la mía!

 

¿Dónde está mi bandera cubana,

la bandera más bella que existe?

¡Desde el buque la vi esta mañana,

y no he visto una cosa más triste..!

 

Con la fe de las almas ausentes,

hoy sostengo con honda energía,

que no deben flotar dos banderas

donde basta con una: ¡La mía!

 

En los campos que hoy son un osario

vio a los bravos batiéndose juntos,

y ella ha sido el honroso sudario

de los pobres guerreros difuntos.

 

Orgullosa lució en la pelea,

sin pueril y romántico alarde;

¡al cubano que en ella no crea

se le debe azotar por cobarde!

 

En el fondo de obscuras prisiones

no escuchó ni la queja más leve,

y sus huellas en otras regiones

son letreros de luz en la nieve...

 

¿No la veis? Mi bandera es aquella

que no ha sido jamás mercenaria,

y en la cual resplandece una estrella,

con más luz cuando más solitaria.

 

Del destierro en el alma la traje

entre tantos recuerdos dispersos,

y he sabido rendirle homenaje

al hacerla flotar en mis versos.

 

Aunque lánguida y triste tremola,

mi ambición es que el sol, con su lumbre,

la ilumine a ella sola, ¡a ella sola!

en el llano, en el mar y en la cumbre.

 

Si desecha en menudos pedazos

llega a ser mi bandera algún día...

¡nuestros muertos alzando los brazos

la sabrán defender todavía!...

 

Bonifacio Byrne (1861-1936)

Poeta cubano, nacido y fallecido en la ciudad de Matanzas, provincia de igual nombre, autor de Mi Bandera

José Martí Pérez:

Con todos, y para el bien de todos

José Martí en Tampa
José Martí en Tampa

Es criminal quien sonríe al crimen; quien lo ve y no lo ataca; quien se sienta a la mesa de los que se codean con él o le sacan el sombrero interesado; quienes reciben de él el permiso de vivir.

Escudo de Cuba

Cuando salí de Cuba

Luis Aguilé


Nunca podré morirme,
mi corazón no lo tengo aquí.
Alguien me está esperando,
me está aguardando que vuelva aquí.

Cuando salí de Cuba,
dejé mi vida dejé mi amor.
Cuando salí de Cuba,
dejé enterrado mi corazón.

Late y sigue latiendo
porque la tierra vida le da,
pero llegará un día
en que mi mano te alcanzará.

Cuando salí de Cuba,
dejé mi vida dejé mi amor.
Cuando salí de Cuba,
dejé enterrado mi corazón.

Una triste tormenta
te está azotando sin descansar
pero el sol de tus hijos
pronto la calma te hará alcanzar.

Cuando salí de Cuba,
dejé mi vida dejé mi amor.
Cuando salí de Cuba,
dejé enterrado mi corazón.

La sociedad cerrada que impuso el castrismo se resquebraja ante continuas innovaciones de las comunicaciones digitales, que permiten a activistas cubanos socializar la información a escala local e internacional.


 

Por si acaso no regreso

Celia Cruz


Por si acaso no regreso,

yo me llevo tu bandera;

lamentando que mis ojos,

liberada no te vieran.

 

Porque tuve que marcharme,

todos pueden comprender;

Yo pensé que en cualquer momento

a tu suelo iba a volver.

 

Pero el tiempo va pasando,

y tu sol sigue llorando.

Las cadenas siguen atando,

pero yo sigo esperando,

y al cielo rezando.

 

Y siempre me sentí dichosa,

de haber nacido entre tus brazos.

Y anunque ya no esté,

de mi corazón te dejo un pedazo-

por si acaso,

por si acaso no regreso.

 

Pronto llegará el momento

que se borre el sufrimiento;

guardaremos los rencores - Dios mío,

y compartiremos todos,

un mismo sentimiento.

 

Aunque el tiempo haya pasado,

con orgullo y dignidad,

tu nombre lo he llevado;

a todo mundo entero,

le he contado tu verdad.

 

Pero, tierra ya no sufras,

corazón no te quebrantes;

no hay mal que dure cien años,

ni mi cuerpo que aguante.

 

Y nunca quize abandonarte,

te llevaba en cada paso;

y quedará mi amor,

para siempre como flor de un regazo -

por si acaso,

por si acaso no regreso.

 

Si acaso no regreso,

me matará el dolor;

Y si no vuelvo a mi tierra,

me muero de dolor.

 

Si acaso no regreso

me matará el dolor;

A esa tierra yo la adoro,

con todo el corazón.

 

Si acaso no regreso,

me matará el dolor;

Tierra mía, tierra linda,

te quiero con amor.

 

Si acaso no regreso

me matará el dolor;

Tanto tiempo sin verla,

me duele el corazón.

 

Si acaso no regreso,

cuando me muera,

que en mi tumba pongan mi bandera.

 

Si acaso no regreso,

y que me entierren con la música,

de mi tierra querida.

 

Si acaso no regreso,

si no regreso recuerden,

que la quise con mi vida.

 

Si acaso no regreso,

ay, me muero de dolor;

me estoy muriendo ya.

 

Me matará el dolor;

me matará el dolor.

Me matará el dolor.

 

Ay, ya me está matando ese dolor,

me matará el dolor.

Siempre te quise y te querré;

me matará el dolor.

Me matará el dolor, me matará el dolor.

me matará el dolor.

 

Si no regreso a esa tierra,

me duele el corazón

De las entrañas desgarradas levantemos un amor inextinguible por la patria sin la que ningún hombre vive feliz, ni el bueno, ni el malo. Allí está, de allí nos llama, se la oye gemir, nos la violan y nos la befan y nos la gangrenan a nuestro ojos, nos corrompen y nos despedazan a la madre de nuestro corazón! ¡Pues alcémonos de una vez, de una arremetida última de los corazones, alcémonos de manera que no corra peligro la libertad en el triunfo, por el desorden o por la torpeza o por la impaciencia en prepararla; alcémonos, para la república verdadera, los que por nuestra pasión por el derecho y por nuestro hábito del trabajo sabremos mantenerla; alcémonos para darle tumba a los héroes cuyo espíritu vaga por el mundo avergonzado y solitario; alcémonos para que algún día tengan tumba nuestros hijos! Y pongamos alrededor de la estrella, en la bandera nueva, esta fórmula del amor triunfante: “Con todos, y para el bien de todos”.

Como expresó Oswaldo Payá Sardiñas en el Parlamento Europeo el 17 de diciembre de 2002, con motivo de otorgársele el Premio Sájarov a la Libertad de Conciencia 2002, los cubanos “no podemos, no sabemos y no queremos vivir sin libertad”.