LA MANIPULACIÓN Y REPRESIÓN DEL INTELECTO
EN EL CASTRISMO
De las palabras, las manipulaciones
y los recuerdos 1
Amir Valle
5 de julio de 2010
La manipulación intelectual ha sido, la historia lo demuestra, una de las grandes jugadas de los políticos que han gobernado en ese engendro de totalitarismo que, incluso en sus variantes menos peligrosas, se ha llamado “Socialismo”.
Y es una manipulación que, particularmente, comienza en los primeros pasos del artista, cuando éste aún es un ser moldeable, dúctil, casi una esponja para absorber cuanta idea, opinión o credo se tilde de “producto intelectual”.
Bien lo recuerdo. Y ahora, cuando han pasado los años y he descubierto que muchos de aquellos consejos “paternales” eran sólo venenos inoculados para sembrarte bajo la piel el miedo a la inestabilidad, el terror a que tus sueños literarios no se cumplieran, el pavor permanente a todo posible alejamiento de “las vitales raíces culturales”, puedo sentarme a recordar como fue que, en mi caso, me convertí en algo que cargaba en sus espaldas y en su rostro trajes y máscaras que otros habían fabricado para todos los “nuevos talentos de la literatura” (así nos llamaban entonces), basándose en los dictados políticos que llegaban desde algún sitio que, los más iluminados, llamaban “allá arriba”.
Tenía entonces 16 años y asistía a unos encuentros literarios de carácter competitivo que en el ámbito cultural cubano se conocían como Encuentros Nacionales de Talleres literarios. Ese año, además de mi cuento “Abuelo en dos tiempos” (publicado luego, en 1986, en el libro Tiempo en cueros) concursaba yo en el género Décima con una obra titulada “Para una cronología familiar” (horrorosa, malísima, pero que recuerdo con un especial cariño pues fueron mis primeros versos dedicados a mi abuelo Ceferino, de origen canario, un ser muy especial en mi vida). En el debate de las obras, un señor (que luego supe venía de talleres literarios del ejército) pidió la palabra y acusó de “ideológicamente débil” la décima de un pobre muchacho, tan joven como yo, porque en una de sus décimas el guajiro se quejaba de vivir en la pobreza y, según los argumentos esgrimidos por el atacante, eso era un juego al discurso del enemigo imperialista porque la Revolución Cubana había acabado hacía mucho tiempo con las desigualdades entre el campo y la ciudad.
No fue eso lo más importante. Lo más importante vino después cuando un poeta, admirado hasta casi el endiosamiento por casi todos los jóvenes aspirantes a poetas que concursábamos: Jesús Orta Ruiz, “El Indio Naborí”, dejó a un lado los análisis de las décimas y se puso de parte del atacante dándonos un discurso de más de media hora sobre la necesidad de ajustarnos a la verdad histórica que la Revolución había puesto delante de nuestros ojos, si es que queríamos llegar a ser “poetas que alcancen la cima de la consagración en el altar de la Revolución” (así lo dijo, pues es una frase que me marcó profundamente en ese tiempo). A las palabras del Indio Naborí se añadió otra larga diatriba del poeta Alberto Rocasolano (otro de los miembros del jurado ese año) sobre cómo los enemigos de la Revolución esperaban que los jóvenes, por inexperiencia, cometiéramos deslices en nuestras obras (y cuando hablaba de deslices señalaba directamente al muchacho criticado) para aprovechar nuestros criterios y atacar “la obra que hemos hecho los escritores que amamos la Revolución”.
Ese mismo atacante, que como yo también concursaba en el género de cuento, pidió la palabra al día siguiente, ya en el debate de los cuentos que optaban por el Premio Nacional, y volvió a la carga contra otro joven escritor a quien acusó por considerar que las malas palabras no podían estar en la literatura. Es claro que todo podía quedar como una cuestión de gustos, pero el hombre argumentó claramente que el arte revolucionario debía ser un arte limpio, puro, libre de las perversiones morales del capitalismo y el uso de las malas palabras en nuestra juventud era un asunto a combatir por la Revolución porque era un rezago de nuestro triste pasado capitalista.
Aquel adalid de la ideología que nos insuflaban y que, obviamente, nosotros entendíamos como “lo natural, lo normal”, nos parecía a todos un ser abominable (recuerdo que algunos dijimos que nos caía como una patada ahí, donde a los hombres siempre nos duele más física y machistamente), y por eso nos pareció genial que el narrador Eduardo Heras León y el profesor universitario y critico Salvador Redonet (miembros del jurado) mandaran a callar al hombre y, otra vez, nos dieran una larga perorata sobre el mejor modo de escribir: “los grandes traumas que hemos pasado en estos tiempos, las miserias humanas que hemos vivido, las traiciones, los grandes amores… esos temas que siempre han existido, son los que mostrarán la verdadera cara de la Cultura Cubana a los que vendrán a leerlos a ustedes”, dijo Heras León.
Por suerte, yo tenía a mano los consejos de Heras León y de Redonet (a quienes debo buena parte de lo que soy como escritor, desde que decidieron apadrinarme en aquellos tiempos) y cuando, intrigado, aturdido incluso por la atmósfera de miedo que aquel atacante creaba adonde quiera que iba en aquel Encuentro Nacional, quise saber qué creían de todo eso que aquel hombre había argumentado, tanto en los debates de poesía como en el de cuento, Heras León puso una cara triste, de hombre dolido, y me dijo: “Amir, creo que ya es hora de que sepas lo que me hicieron hace unos pocos años a mí y a otros escritores. Sólo conociendo esas historias comenzarás a entender toda esta absurda guerra”.
Pero esa será la próxima historia.
De las palabras, las manipulaciones
y los recuerdos 2
Amir Valle
18 de julio de 2010
Es de tontos negar que todos los niños cubanos teníamos derecho a educación gratuita. Es también de tontos negar que luego de 1959 la isla se llenó de escuelas, incluso en aquellos sitios tan intrincados de las montañas adonde no llegaban ni las señales de radio. Pero también es tonto negar que cada una de las clases que recibíamos eran inyecciones muy sutiles de doctrina, un muy fino, cuidadoso y sostenido lavado de cerebro.
Hace unos meses, un amigo me trajo desde La Habana dos de las libretas que utilicé cuando estudiaba en el nivel secundario para copiar las clases de literatura.
Es obvio que alguien se pregunte: ¿y a fe de qué Amir guardó esas libretas que, en la mayoría de los casos (las hojas eran de papel malo pero muy suave), suplieron la falta de papel sanitario en aquellas épocas? Y la respuesta es simple: cuando aún éramos jovencísimos aspirantes a escritores cierto escritor santiaguero llegó a nuestro taller literario y nos dijo que mientras más se escribía, más rápido se llegaba a esa “cima literaria” tan anhelada, y eso me lanzó a aprovechar los turnos de literatura, tres veces por semana, para escribir en aquellas hojas, ilusionado, historias que entonces me parecían geniales y que hoy, mientras las leo, me parecen perfectos atentados contra la literatura, aunque las contemple todavía con nostalgia y cariño. Por eso, por simple y llana nostalgia, conservo esas libretas.
En aquellas clases no necesitaba prestar mucha atención, sólo la necesaria para no ser regañado pues, casi todo lo que nos daban los profesores, ya mis padres, maestros de los de antes (es decir, enciclopedias con piernas), me lo habían hecho leer cuando descubrieron que era mejor tenerme tranquilo leyendo, sabiendo que me gustaba hacerlo, que dejarme mataperreando por el pueblo. Habían aprendido la lección de un modo, digamos, ejemplar: cierto mediodía, asombrado porque en la carnicería del pueblito de Holguín donde vivía, habían llevado a vender carne de tiburón martillo, convencí a mis amiguitos y velamos a que el carnicero entrara a su casa para almorzar, descolgamos un hermoso ejemplar de aquellos tiburones y nos fuimos al río a jugar.
– Todavía recuerdo la paliza que te dio tu padre cuando nos descubrieron en el río – me dijo hace unos años en La Habana el hoy doctor Juan Carlos Romero Oliva, uno de aquellos traviesos muchachos.
Pero también hoy, además de conservar esos primeros escritos por razones sentimentales, y ya centrado en escribir estas anécdotas sobre los adoctrinamientos que recibíamos desde niños en Cuba, he podido rescatar pequeñas joyas como estas:
“El Cid Campeador fue el primer revolucionario español y dejó una huella indeleble en el espíritu de libertad de los desposeídos de España”.
“Pablo Neruda fue un luchador antiimperialista que supo ver la grandeza de la Revolución Cubana. No por gusto su más grande obra literaria está dedicada a los pobres de la tierra”.
“Para llegar a ser nuestro Poeta Nacional, la gloria mayor de nuestras letras, Nicolás Guillén tuvo que escribir su glorioso y eterno poema Tengo, donde habla de las desgracias que vivían los pobres de nuestro digno pueblo en el capitalismo y de cómo la Revolución los transformó en hombres felices y convirtió sus sueños en realidades”.
Por ese estilo, hurgando en mi memoria, encuentro a un Balzac revolucionario, que supo mostrar en sus novelas la verdadera cara de la burguesía; o a un Boris Polevoi que, con Un hombre de verdad, había demostrado la superioridad de la literatura revolucionaria socialista; o a un Máximo Gorki que, con La madre mostraba el espíritu combativo y guerrero de la mujer rusa que vaticinaba un futuro mejor mediante la reivindicación del papel de la mujer en la sociedad; o a un Juan Rulfo que había decidido denunciar en sus cuentos la difícil y miserable vida de los campesinos mexicanos; o a un Miguel Hernández que había lanzado el dardo de su pluma contra la pobreza extrema de los niños yunteros españoles; o a un Vladimir Maiakovsky, que había sido el primero en poner la poesía al servicio del socialismo recitando sus poemas revolucionarios al pueblo ruso desde las tribunas …
Para no olvidar que de la literatura cubana la mayor parte del poco tiempo que se dedicaba a esa materia se priorizaba para:
Espejo de Paciencia, de Silvestre de Balboa (era importante, lo recuerdo, escribir una composición sobre el ejemplo de rebeldía del negro Salvador Golomón);
Aletas de tiburón, de Enrique Serpa (sí, y para coincidencia, mi profesor había nacido en Casilda, un pueblito de pescadores, y recalcaba, porque “lo viví en carne propia”, nos decía, el duro destino de los pescadores cubanos en el capitalismo);
“Elegía a unos zapaticos blancos”, de Jesús Orta Ruiz-El Indio Naborí, y “Romance de la niña mala”, de Raúl Ferrer (el primero, repetían, para enseñarnos el alma criminal del imperialismo que nos invadió en Playa Girón y arrebató a niños como Nemesia el sueño de tener unos zapaticos blancos; y el segundo, para que viéramos un ejemplo de cómo en nuestro pueblo siempre hubo una semilla de rebeldía contra la desigualdad). Sin olvidar, por cierto, que nos hacían aprender esas dos obras para recitarlas o dramatizarlas en los actos políticos de la escuela”;
“Tiempo de cambio”, de Manuel Cofiño, cuento que, nos decían, eran la prueba literaria más viva de cómo la Revolución había acabado con la prostitución permitiéndole a las prostitutas la reinserción en la nueva sociedad que se construía;
O José Martí, el “Autor intelectual del asalto al Cuartel Moncada”, el “gran precursor de la Revolución Cubana”, de quien, por cierto, nos enseñaban sólo su poema “Yugo y Estrella” (con ese título, ¿debo recordarles de qué trataba la obra?), aunque, para refrescar, nos soltaran algo de sus “Versos sencillos”.
Como diríamos en Cuba: “con esos truenos”… si las clases de literatura históricamente, en todos los sistemas, han sido detestadas por los alumnos, habría que tener alma de masoquista para que nos gustaran. Ni yo, que tenía pasión por la lectura, soportaba aquellos turnos, que conste.
Y aunque es también cierto que los alumnos recibían una amplia información sobre la creación literaria en Cuba y el mundo (algo que hasta donde sé no es común en los programas educativos de otros países), según lo veo ahora, la deformación estaba en impartir la literatura sólo como un arma de lucha, restándole así la posibilidad del disfrute de lo estético, entre otras cosas. Porque lo importante en aquellos programas de estudio era la participación social del escritor y no tanto la obra en sí, sus valores, sus aportes…
Hoy sigue siendo así, quizás con la diferencia de que se han incorporado a la escena nuevos “escritores revolucionarios”. Uno de ellos, por sólo poner un ejemplo, es Antonio Guerrero, uno de los cinco cubanos, prisioneros en Estados Unidos, por labores de espionaje para Cuba. Hoy, básicamente a los niños de primaria y secundaria, se les hace leer sus poemas (si es que, con perdón, puede llamársele a eso poesía aunque algunos colegas en la isla lo hayan proclamado un “gran poeta”) y hasta se hacen concursos donde se premian a los que mejores cartas de apoyo escriban a Antonio o a cualquier otro de esos cinco espías.
Lo importante, para los metodólogos (¿o debería decir estrategas políticos?) que elaboraban (y elaboran) los programas de estudio ha sido sembrar en la mente del niño, del adolescente, la idea de que todo, to-do, TODO, puede sacrificarse “en aras de la Revolución Mundial de los pobres”, como lo demuestra (según el punto de vista que le dan a las biografías) la vida de esos escritores que estudian los muchachos en las escuelas de la isla.
Para colmo de los colmos, una de mis profesoras en aquellos tiempos (y juro por mis hijos que no es un chiste) se llamaba Victoria Segura.
De las palabras, las manipulaciones
y los recuerdos 3
Amir Valle
30 de julio de 2010
Inyecciones de miedo
“Si nos dividen nos joden”, decía siempre el escritor Guillermo Vidal, a quien no por gusto la mayoría de los escritores de mi promoción llamábamos “el Guille”, así, con el cariño y el respeto con el que achicamos ciertos nombres de personas entrañablemente queridas y profundamente respetadas.
El Guille Vidal, que nos falta hace ya seis años y que antes de su muerte era considerado uno de los novelistas más prolíficos, importantes y originales en la historia de las letras cubanas, defendió ante toda circunstancia la unidad de aquellos escritores que fuimos catalogados como “novísimos”, “postnovísimos” o “narradores del 90” porque “viví en carne propia toda la miseria humana que cayó sobre los escritores de Las Tunas cuando empezábamos a escribir y algunos comisarios de la cultura se aprovecharon de nuestra ingenuidad artística y política y se dedicaron a parcelar, denigrar y poner etiquetas de descalificación literaria y política que hasta hoy sobreviven”, me escribió en una de las respuestas a una de las entrevistas que le hice en sus últimos años de vida.
Siempre que surgía algún desacuerdo entre alguno de nosotros (y éramos en aquellos años 80 y 90 más de cuarenta jóvenes narradores en toda la isla); siempre que a sus oídos llegaba algún comentario que podía romper la unidad de aquel grupo de amigos que empezó a escribir y a conocerse en los talleres literarios a inicios de los años 80; siempre que alguna estrategia cultural (coincidentemente, también siempre, excluyente, parcelaria) amenazaba esa natural unidad nacida en la amistad, recuerdo que nos llegaba la voz del Guille Vidal, o sus mensajes electrónicos, o sus llamadas telefónicas, alertando: “caballeros, carajo, no olviden: si nos dividen, nos joden”.
Eran tiempos en que sucedían cosas que parecerán increíbles para muchos. Como, para poner un solo ejemplo, aquella vez en que cierto funcionario del Instituto Cubano del Libro recibió la orden (llegada desde cierta oficina del Ministerio de Cultura) de que mi cuento “Mambrú no fue a la guerra” no se incluyera en la antología “Aire de Luz”, prologada y seleccionada por el narrador y ensayista Alberto Garrandés. Recuerdo que Garrandés vino a verme y me dijo: “he dicho que si no me dejan incluir tu cuento, retiro mi prólogo”. Y entretanto, la voz se había corrido entre otros escritores seleccionados para integrar la antología y en apenas unas horas Ángel Santiesteban, Alberto Garrido, Alberto Guerra, Michel Perdomo, entre otros, me llamaban para decirme que habían comunicado que si se eliminaba mi cuento de la antología, ellos retirarían sus cuentos. Es un gesto de unidad que, obviamente, siempre recuerdo, y agradezco.
Eran tiempos en que, por poner otro ejemplo, la presidencia del Instituto Cubano del Libro (nuevamente “cumpliendo orientaciones venidas desde más arriba”) hacía circular entre un grupo de escritores el manuscrito de la novela Naturaleza muerta con abejas, de Atilio Caballero, alrededor de la cual había un escándalo (a nivel de la oficialidad cultural, que conste) por el simple hecho de que la obra había sido elogiada (“aupada” era el término que usó la oficialidad cultural entonces”) por la “anticubana revista Encuentro de la Cultura”, dirigida por el “traidor, mercenario del imperio yanqui” Jesús Díaz. ¿El reto al que se convocó a los lectores?: dar criterios sobre la “peligrosidad” o la “conveniencia” de publicar la novela. ¿El resultado de los lectores?: Sin ponerse de acuerdo, la mayoría dijo que era una buena novela, que mostraba (como gran parte de la literatura que se escribía por esos tiempos) una cara dura de la realidad cubana y que debía publicarse. La novela, como se sabe, se publicó mucho después y quienes trabajábamos entonces en el Instituto Cubano del Libro sabemos que fue tras un largo y duro proceso de luchas. Pero lo importante es esto: sólo uno de aquellos lectores (cuyo nombre me reservo) tuvo miedo de apoyar la publicación de una obra que venía satanizada por absurdas razones políticas.
El día de su funeral, allá en Las Tunas, el escritor Rafael Vilches Proenza, aprovechando que estábamos frente a la funeraria los también reconocidos narradores Ángel Santiesteban, Alberto Garrido, la joven cuentista cubana de origen italiano Viviana Cosentino y yo, nos dijo: “¿saben a qué le tengo miedo?” y, sin esperar respuesta, seguro incitado por la atención que despertaron sus palabras, continuó: “a que ahora que se nos ha ido el Guille nos olvidemos de su consejo de siempre, ¿me entienden?. ¿Quién nos dirá ahora: Caballeros, si nos dividen, nos joden con la moral con la que él lo decía?”.
Lamento aceptar, al menos desde mi perspectiva (que se asemeja mucho a la de otros escritores hoy emigrados o que aún viven en la isla), que de aquella unidad queda muy poco; que se impuso en nuestra promoción la ley de “quién sea inteligente y pueda, que se enganche al carro de la promoción cultural pisando la cabeza del que va detrás”; que el oportunismo y la lucha por puestos oficiales en las instituciones culturales del país se hizo cosa del día a día entre muchos de nuestros antiguos amigos; que el miedo terminó de vencer todas las barreras que algunos levantamos durante años mediante la unidad.
Ahí están como para que mi mente no pueda borrarlas, las imágenes de ciertos antiguos amigos escritores escabulléndose en alguna oficina o en alguna calle para no encontrarse conmigo o con algún otro “apestado” de nuestra promoción; ahí están las tristes noticias de las confabulaciones (o la aceptación silenciosa) de algunos antiguos amigos escritores para que nuestros nombres fueran borrados de los eventos literarios, las antologías o las revistas culturales; ahí está la colección de trajes de hombres invisibles que estilaron algunos antiguos amigos escritores que habían sido visita permanente en mi casa durante los “tiempos buenos”… y un etcétera lamentablemente muy largo.
Sé, porque he escuchado cientos de anécdotas, que el miedo se inyectó en cada escritor cubano de modos muy distintos.
En mi caso, ¿cómo olvidarlo?, la primera inyección llegó cuando, a mis 17 años recién cumplidos, junto a los escritores Alberto Garrido, José Mariano Torralbas y Marcos González, participaba en el Encuentro Municipal de Talleres Literarios de Santiago de Cuba y la hoy muy reconocida escritora Aida Bahr (asesora del taller literario al que pertenecíamos) nos dijo, muy orgullosa, muy entusiasmada, que el presidente del jurado era uno de los más grandes cuentistas cubanos: Eduardo Heras León. “Es un privilegio que sus obras sean valoradas por alguien como Heras León”, nos dijo.
Y fue un privilegio. Una clase magistral de técnicas narrativas que nos cayó como un chapuzón encima. ¿Cómo olvidar la alegría con la que Marcos, Garrido y yo recibimos el diploma de la Mención que habían ganado nuestros cuentos? ¿Cómo olvidar la alegría de Torralbas por su premio de cuento?
La inyección llegaría después.
“Te busca un asesor del Taller Literario”, me dijo mi madre. Y, asombrado porque Aida Bahr, mi verdadera y única asesora, no me había dicho nada de aquella visita, salí a la sala donde, sentado con las piernas cruzadas, me esperaba un señor de bigote tupido y gafas montadas en una armadura de carey de patas muy finas. Sería aquel un rostro que luego vería mucho en la Dirección Provincial de Cultura, varias de las muchas veces que fui allí por algún trámite.
“Eres muy inteligente para ser ingenuo, Amir”, me dijo aquel señor. “Y aunque no nos quede más remedio, por ahora, que dejar que participe en estas actividades, Eduardo Heras León hizo cosas muy feas contra la Revolución y escribió libros muy injustos contra la lucha de nuestro pueblo”.
¿Su consejo?
“No puedes dejar que te haga daño el veneno que convirtió en un hombre resentido al revolucionario que fue Eduardo Heras León. Es más… aunque te aconsejen que leas sus libros, si yo fuera tú no lo hacía. Manuel Cofiño sí es un cuentista revolucionario que te puede ayudar mucho a entender los valores de la literatura que un joven como tú tiene que escribir”.
Lo que olvidaba aquel señor, y es algo que parecen olvidar todos los censores, es que lo prohibido se busca con más afán y se disfruta más que lo permitido. También olvidó (o nunca supo) que yo venía de una familia de origen canario (gente que tiene fama de ser muy tozuda) y que una de mis mayores virtudes (no lo considero un defecto) es la tozudez.
Leí a Eduardo Heras León. Lo leí completo. Y aprendí mucho de él. También leí a Cofiño, y también aprendí de él. Fue esa, quizás, mi primera rebeldía.