LAS TORTURAS EN LA CUBA DE FIDEL CASTRO

 

Correo de contacto (profesorcastrocuba@aol.com)

Véanse las denuncias realizadas por varios militantes comunistas de larga trayectoria, como Arnaldo Escalona Almeida e Hilda Felipe.

Memorias al Rojo Vivo (II)

Ariel Hidalgo*

27 de diciembre de 2009

 

En un manuscrito que había ido tomando forma de libro a fines de los 70, yo había llegado a la conclusión de la necesidad de una segunda revolución. Consideraba que los medios de producción habían pasado de unas manos a otras, pero no a las de los trabajadores, sino de capitalistas y terratenientes al Estado centralizado con el encumbramiento de una nueva casta de burócratas. No se trataba simplemente de corregir el rumbo, sino de dar un timonazo tan radical como fue el proceso inicial que transformó la gran propiedad privada en estatal. Mas la cuestión no era ya centralizar, sino descentralizar, no se trataba ya de estatizar ni de privatizar, sino de convertir las riquezas realmente en propiedad social, delegando todos los medios en los trabajadores de base para que éstos los controlaran directamente sin intermediarios burocráticos. Tras mis desacuerdos con las prácticas de repudiar a los que en 1980 decidían emigrar, fui expulsado de mi cátedra de Marxismo, sometido a un registro de Seguridad del Estado en mi domicilio con la consecuente ocupación del manuscrito fui arrestado y entrevistado en Villa Maristas por un oficial que se me daba a conocer como “Mayor Ricard”, con quien discutí mis diferencias y me informó que quedaría definitivamente expulsado del Ministerio de Educación. Para mi sorpresa, fui liberado a los tres días.

 

Inmediatamente destruí todos los escritos que pudieran considerarse críticos del sistema y comencé a trabajar en labores de construcción junto con muchos de mis antiguos alumnos que aún allí, paleando arena y gravilla, seguían llamándome “Profe”. A lo largo de más de un año recibí las visitas de uno que otro “amigo” que venía a hacerme alguna propuesta de operaciones ilícitas. Las rechacé todas, por supuesto, a pesar de mis precariedades. Nadie podría incriminarme en una causa común como un delincuente “vulgar” a pesar de que la inmensa mayoría del pueblo participaba en tráficos ilícitos. Pero no estaba tampoco dispuesto a resignarme a permanecer diez o quince años en la construcción esperando el día venturoso en que se produjese un gesto de conmiseración de quienes yo consideraba más culpables que yo. Reinicié los apuntes de mis ideas y no me abstuve de exponerlas verbalmente a todo aquel que consideraba en condiciones de asimilarlas. Finalmente, en el amanecer del 19 de agosto de 1981 reaparecieron en mi vivienda para hacer un nuevo registro, ocuparon los nuevos escritos y me llevaron nuevamente a Villa Maristas.

 

Ya no vería al Mayor Ricard sino a un teniente que no le interesaba debatir ideas sino saber quienes más conocían la naturaleza de ese manuscrito y si existían copias. No le dije que había logrado salvar una copia enviándola a mi familia en Estados Unidos. Allá se publicaría años después con un título que posteriormente yo consideraría inadecuado: Cuba, el Estado Marxista y la Nueva Clase, inadecuado porque llegaría a considerar que lo que existía en Cuba y en los demás países del llamado Campo Socialista no era la materialización de los ideales de Carlos Marx, sino más bien los de Hegel, quien había considerado al Estado como la encarnación de Dios en la tierra y por tanto estaba supuestamente destinado a absorber todas las instituciones de la sociedad civil. “La acción del Estado consiste en llevar la Sociedad Civil, la voluntad y la actividad del individuo, a la vida de la sustancia general, destruyendo así, con su libre poder, éstas subordinadas, para conservarlas en la unidad sustancial del Estado” [1].

 

No hubo en Villa discusiones teóricas. Sólo en el último interrogatorio, cuando le dije que no perseguía el regreso de Cuba al capitalismo, me preguntó airado: “¿Qué es lo que quiere Ud. entonces para Cuba?” Y respondí: “Pues una sociedad donde los obreros de cada fábrica, los dependientes de cada comercio, los empleados de cada banco, los maestros de cada escuela, etc, etc, puedan elegir libremente a las administraciones de sus respectivos centros”. Me miró con ojos muy abiertos y me gritó: “¡Ud. está loco, completamente loco!” Y al día siguiente me envió para un manicomio.

 

No era una sala psiquiátrica cualquiera aquella del Hospital Psiquiátrico de La Habana, más conocido como Mazorra, sino un espacio cerrado con muros y barrotes a donde llevaban a los reclusos con problemas mentales de todo el país. Esa convivencia con tantas personas desquiciadas, convictas por asesinatos, violaciones y otras barbaridades sin que ninguna autoridad se atreviese a entrar allí, era lo que hacía de la Sala Carbó Serviá un verdadero infierno. Un par de veces me sacaron para hacerme algunos test mentales y el diagnóstico fue “trastorno de la personalidad”, nada grave, por lo que a los diez días fui enviado a la fortaleza de La Cabaña.

 

La Cabaña era entonces una prisión de tránsito, donde los presos nuevos esperaban ser llevados ante un tribunal. Pero en mi caso no esperaron al juicio. Al poco tiempo trasladaron a once presos considerados como los más bravos por sus protestas y huelgas de hambre. Yo, que jamás había protestado ni había ayunado un solo día, era uno de ellos. Ninguno de los otros diez podía entender por qué yo había sido incluido en ese grupo. Nos llevaron a la prisión Combinado del Este, pero no a una celda normal o a una galera cualquiera con los demás presos políticos, sino incomunicados en un área especial.

 

El recibimiento no fue nada agradable. Una columna de guardias nos esperaba a la entrada de una edificación de una sola planta para desnudarnos y escoltarnos hasta cada una de nuestras respectivas celdas a donde sólo nos permitían llevar nuestra ropa interior y una toalla. El Destacamento 47, con 99 celdas tapiadas, sin camas y sólo una llave de agua y un agujero para las necesidades, era el lugar a donde llevaban a los condenados a muerte y a reos muy peligrosos que no podían convivir con otros sin riesgo de “hechos de sangre”. Algunos llevaban allí dos o tres años en total aislamiento. Cuatro rejas había que abrir para llegar al interior de una de esas celdas sin contar las puertas de madera que a lo largo de los tres pasillos ocultaban a la vista de quienes los caminaran, los calabozos tapiados con planchas de hierro. Como era un edificio rectangular, a diferencia de los demás edificios en forma de U, uno de los once, Jacinto Fernández, que en otro tiempo había sido fundador de lo que entonces fue el DIER, antecedente de Seguridad del Estado, lo calificó como “Rectángulo de la Muerte”, nombre con el que se conocería luego en las denuncias internacionales.

 

Aquellos cubanos que jamás hayan estado internados en una prisión de su país desconocen una arista muy importante de su realidad social. Aunque existen, como en todas partes, personas honradas y sensibles entre oficiales y carceleros, había también personas corruptas y abusivas, solo que por las características particulares de una prisión, el abuso de poder es más marcado y frecuente. Sin embargo, el Destacamento 47 parecía reservado exclusivamente para ser custodiado por el segundo tipo de hombres, y en general, en cualquier lugar de la prisión donde se realizaran aquellos actos vergonzosos, como golpizas, por ejemplo, daba la impresión de que eran conocidos y tolerados desde los altos mandos. El gobierno cubano siempre negaría la existencia de violaciones de derechos humanos en sus cárceles, y ni siquiera reconocería que habían existido cuando años después procesara y condenara a varios altos oficiales en el famoso caso del 89, la mayoría de los cuales se sabía, habían sido responsables indirectos de muchos de aquellos actos, como si no fuera lógico que al aceptar de hecho que aquellos oficiales, habiendo practicado la corrupción y el abuso de poder mientras gozaban de tanta autoridad en el Ministerio del Interior y en particular en Cárceles y Prisiones, no se reconociera también la posibilidad de que aquellas violaciones se hubiesen cometido. En el Destacamento 47 era raro el día que no escucháramos personas corriendo por los pasillos, los gritos, los sonidos de los golpes y los lamentos de las víctimas. Por muchos años, ya en libertad, cualquier carrera estrepitosa que escuchara por algún pasillo cercano, me sobresaltaba y me alteraba. Debo reconocer, no obstante, que en mi caso particular, durante mis años en el Combinado del Este jamás me pusieron una mano encima, ni siquiera en la época en que se conocía de mis actividades sistemáticas de denunciar aquellos hechos. Hubo siempre un trato mutuo de respeto entre mis carceleros y yo.

 

A los 21 días de incomunicación nos entregaron algunas de nuestras pertenencias, como libros, cuadernos y plumas y nos juntaron de dos en dos en cada celda. Me tocó por compañero Jacinto Fernández, acusado de espía por sacar información de violaciones de derechos humanos por vía diplomática. El 25 de diciembre me llevaron en un carro jaula al tribunal para juicio y pude ver por primera vez a mi esposa, aunque desde lejos. Me acusaban de “revisionista de izquierda”, se leyeron algunos fragmentos para demostrarlo y sugirieron que yo estaba sembrado el veneno en mis alumnos con mis ideas. Luego me llevarían la sentencia a mi celda. Se me condenaba a ocho años de cárcel por propaganda enemiga, “y en cuanto a sus obras, destrúyanse mediante el fuego”.

 

¿Por qué tanto ensañamiento? ¿Por qué se me aislaba sin explicarme nunca la razón y se ordenaba quemar todas mis obras? El manuscrito no había sido distribuido por las calles; una copia enviada al extranjero cuando consideré inminente mi detención, nunca fue publicada, ni antes de ser arrestado, ni mientras estuve en prisión; y el original fue encontrado en una gaveta de mi escritorio. ¿Dónde estaba, pues, la propaganda enemiga por la que era juzgado? La razón sólo podía ser una: Hasta entonces la dirigencia cubana podía enfrentar cualquier crítica de “derecha” e incluso de izquierda, siempre que se fundamentara en presupuestos sociológicos tradicionales. Para esa dirigencia bastaba simplemente con oponerles una lógica diferente, ajena por completo a los parámetros “burgueses”. Pero no le era fácil contrarrestar una crítica basada en su propia lógica y que por tanto estremecía desde la misma ideología marxista los cimientos argumentales de la lealtad al oficialismo entre sus propias filas. El libro, por tanto, no se había escrito para ser leído en el exterior por personas con una formación cultural totalmente ajena a esa realidad, sino dentro del país, por militantes del partido y de la Juventud Comunista, por académicos oficialistas, por militares y dirigentes de organizaciones progubernamentales. Se trataba, en pocas palabras, del primer trabajo crítico del sistema estatal centralizado de la nueva Cuba desde una óptica marxista, donde se demostraba el surgimiento de una nueva clase social dominante a partir de la definición leninista y donde se ponía de manifiesto que en el nuevo sistema la ley económica era la apropiación, por parte de los burócratas designados desde las altas instancias, de parte del plusproducto para ser intercambiada mediante el trueque tácito. Con palabras más llanas, “te resuelvo hoy para que tú me resuelvas mañana”. En conclusión, se demostraba que el modelo establecido en Cuba nada tenía que ver con socialismo ni con marxismo.

 

Un día logró llegar hasta muy cerca de mi celda un preso que decía haber oído de mí y quería conocerme. Su nombre era Elizardo Sánchez Santa Cruz. Había sido profesor de la Universidad de La Habana pero había sido cesanteado bajo acusaciones de inclinaciones sinoístas. Luego, aquella noche, hablamos de celda a celda, casi a gritos y según dijo iba a ser trasladado a la prisión de Boniato en Santiago de Cuba. Me pareció un hombre inteligente y de elevada cultura política. A la mañana siguiente ya no estaba allí.

 

Un día nos mandaron a salir con nuestras pertenencias y nos enviaron a las galeras de presos políticos. Habíamos permanecido en el Destacamento 47 un año y veinte días. Sólo uno de los once permaneció allí, Jacinto.

 

Unido a los demás presos de lo que se conocía como “nuevo presidio político” -el que había surgido con posterioridad al indulto del 78-, comencé a realizar varias actividades: impartiendo clases a los menos instruidos, asistiéndolos como auxiliar de enfermero y participando en un taller literario. El sistema penitenciario permitía la visita de instructores literarios que organizaban concursos. Un cuento mío resultó ganador frente a otros competidores del Combinado del Este. Supuestamente debían llevarme a la Prisión Occidental de Mujeres para competir a nivel nacional, pero Seguridad vetó mi participación a pesar de que el cuento nada tenía que ver con política.

 

Se ha propagado la creencia de que el movimiento de los derechos humanos en Cuba nació por los años 70 tras la liberación de los condenados en la llamada causa de la Microfracción, principalmente de ex militantes del Partido Socialista Popular. Pero independientemente de esos posibles antecedentes, el movimiento surge realmente, ya organizado, en octubre de 1983 en la propia prisión del Combinado. Un día de ese mes fue llevado al piso que ocupaban los presos por motivos políticos, uno de aquellos microfraccionarios, Ricardo Bofill, recientemente encarcelado en su tercera causa, esta vez por enviar misivas de denuncias a organismos internacionales. Los firmaba a título personal con su propio nombre y me decía que lo seguiría haciendo desde la cárcel de ese modo, a diferencia de lo que hasta entonces se hacía en el presidio de usar sólo seudónimos para evitar la represión. Bofill consideraba que era indispensable dar la cara para que los documentos tuvieran credibilidad. Aunque decirme aquellas cosas parecía como una invitación, porque decía tener contactos para sacar los escritos de la prisión y luego enviarlos al extranjero, no me decidí en los primeros momentos. Pero en mi conciencia me pesaba la suerte del compañero que había dejado atrás en el Destacamento 47 en pésimas condiciones sin que yo hiciera nada por su suerte. Por eso, finalmente, acepté sus servicios. No sólo me ofreció sus contactos, sino que incluso se dispuso a redactar conmigo la denuncia. Al finalizar la carta dirigida a la opinión pública internacional, firmamos los dos con nuestros nombres e inmediatamente después, para mi sorpresa, escribió debajo estas palabras: “Comité Cubano Pro Derechos Humanos”, y agregó, al lado de su nombre y el mío, los títulos respectivos de “presidente” y “vicepresidente”.

 

No le di importancia a aquello, no anoté la fecha como un día memorable. Para mí era sólo un acto humanitario que hacía por un amigo. Pero sin saberlo, aquel documento fue noticia en muchos medios: un grupo de derechos humanos había nacido por primera vez en Cuba.

 

[1]Frederic Hegel: Filosofía del Derecho.


*El autor es un profesor marxista cubano

El muerto

Vicente Echerri

23 de abril de 2013

 

Aunque he olvidado su nombre —¿Julián, Francisco, Anselmo?—, conservo en la memoria el rostro risueño y coloradote de un campesino que iba mucho por casa hacia fines de los años sesenta, a quien mi madre llamaba “Guajiro” y yo —a sus espaldas, por supuesto— “El Muerto”.

 

El apodo con que lo bauticé hubiera parecido, a simple vista, contradictorio, pues pocas personas he conocido con tanta vitalidad. No obstante ser algo grueso, aquel hombre, que tendría poco más de cuarenta años, desplegaba una agilidad y una energía que sólo pueden originarse en la buena salud. A ésta unía una simpatía y un entusiasmo que enmascaraban muy bien el horror del que había sido víctima pocos años antes.

 

El Guajiro había estado entre los primeros campesinos que se alzaron en armas en el Escambray. Había pertenecido a la guerrilla de Osvaldo Ramírez, con quien había participado en algunas acciones notables. Una de las veces en que Ramírez burló el cerco del Ejército, el Guajiro, que estaba entre los hombres que le cubrieron la retaguardia, fue herido y capturado. Los soldados lo trasladaron al hospital de Manicaragua, donde no tardaron en empezar a intimidarlo.

 

—Tienes que reponerte, para que puedas ir por tus propios pies al paredón —nos contaba que le decía a diario uno de los enfermeros militares que lo atendían—, no nos puedes hacer la mierda de morirte en la cama.

 

Él pensó suicidarse para no esperar por el grotesco fin que le anunciaban y, en una ocasión, hasta llegó a arrancarse los vendajes y el suero intravenoso, después de lo cual lo ataron y lo mantuvieron custodiado el resto del tiempo. Aunque tenía una herida grave en una pierna —de la que quedaría cojeando un poco— su cuerpo respondió positivamente y, semanas después, reaprendía a caminar en los pasillos del hospital. Cuando estaban por darle de alta, lo trasladaron al campamento de Condado, donde empezaron sus interrogatorios.

 

—Yo trataba de hacerle ver al investigador que de mí tenía muy poco que sacar —nos dijo más de una vez cuando, presionado por mi curiosidad, contaba nuevamente su historia—. Que yo no era más que un guajiro que no aceptaba que le vinieran a ordenar la vida, que por eso me alcé; pero que no había conspirado con nadie ni pertenecía a ningún movimiento clandestino.

 

Sin embargo, no lograba convencerlos de su poca importancia y, durante dos semanas, cuatro investigadores se turnaban en un interrogatorio interminable para que no pudiera descansar ni un momento. Sólo podía dormir cuando iba al inodoro y aprovechaba la oportunidad para recostarse un ratito de la pared hasta el momento en que el guardia, impaciente, lo despertaba a sacudidas. Al cabo de unos días estaba inmerso en un permanente estado de fatiga en el que la muerte podría ser un alivio, muerte con que los investigadores no dejaban de amenazarlo.

 

—¡Con que te atreviste a levantarle la mano a la Revolución! ¿Eh?, pues, para que lo vayas sabiendo, eso lo vas a pagar con tu vida.

 

El sabía que las amenazas de matarlo no eran vanas y que muchos de sus compañeros de lucha habían sido ejecutados sin que mediara siquiera una parodia de juicio, de suerte que la noche en que le avisaron que lo fusilarían no se sorprendió demasiado. Como a las 7, uno de los oficiales había venido a su celda y le había dicho:

 

—Te fusilamos esta noche, pide lo que quieras de comer.

 

Las dos o tres veces que le oí contar la historia, yo no podía dejar de preguntarle cuál había sido su impresión, qué experimenta uno en esas circunstancias.

 

—Francamente, sentí miedo, pero el cansancio era más fuerte. Le dije al guardia que se olvidara de la comida y que me dejaran dormir por un rato. Él no podía entenderlo.

 

—No sé por qué te apuras. Dentro de poco vas a dormir bastante.

 

Pese a todo, dormía cuando fueron a buscarlo. Traían esposado a otro reo, a quien no conocía. A él también le pusieron las esposas y a ambos los subieron a un jeep que partió seguido por una camioneta con soldados: los integrantes del pelotón ejecutor.

 

Al cabo de dos o tres kilómetros, se detuvieron en medio del campo, junto a la tapia del viejo cementerio del pueblo. Había otro camión estacionado en el lugar. Cuando bajaron a los dos prisioneros, los faros de todos los vehículos se encendieron.

 

—Parecía que era el día. Habían hecho una zanja bastante honda de la que todavía unos guardias estaban sacando tierra y les quedaba por arriba de la cintura. Cuando los guardias salieron, nos llevaron a mí y al otro preso hasta el borde de la zanja. A él lo pusieron a mi derecha. Me daba la impresión de que las luces lo alumbraban más a él que a mí. Entonces lo miré de reojo. Era un guajiro como yo y no parecía tener miedo, aunque no sé si le pasaría lo mismo que a mí; porque tal vez yo parecía sereno, pero por dentro estaba en temblores.

 

Yo podía revivir esa noche de horror en la minuciosidad de su relato. Un momento después vino un sargento que, con cuerda y esparadrapo, le ató el brazo derecho al izquierdo de su compañero. A él, el pánico no lo dejaba articular palabra.

 

—Hubiera querido decirle a aquella gente que eran una banda de asesinos y que nuestra causa no se iba a acabar porque nos mataran; pero no podía hablar, me temblaba la boca, sentí vergüenza de hacer un papelazo. El otro sí era un bravo. Cuando oyó la voz de “preparen”, gritó a todo pulmón: “¡abajo el comunismo, muera Castro!”.

 

Un segundo después, él sintió la descarga y, sin saber cómo, se vio de repente dentro de la fosa, atontado, con una extraña humedad que empezaba a mojarle la camisa, aunque no sentía dolor alguno.

 

El jefe del pelotón se acercó a la zanja con una linterna, iluminó al otro y le hizo un disparo en la sien que le salpicó a él la cara de sesos. Luego fue moviendo lentamente la linterna hasta ponérsela frente a los ojos. Él no distinguía el rostro del oficial, pero sí el cañón de la pistola que casi le rozaba la cabeza. Le había llegado su última hora. Lo consoló, por un instante, pensar que todo sería muy rápido, que ni siquiera sentiría el ruido de aquel tiro de gracia. Fue entonces cuando oyó al oficial decirle con sorna:

 

—Maricón, si a ti no te vamos a matar.

 

Y él, que esperaba la muerte, perdió en ese momento el sentido y despertó en la enfermería del campamento. Al otro día vinieron a buscarlo y lo echaron desnudo en una de las famosas celdas frías, donde los dientes se le habían vidriado de castañearle tanto. A partir de entonces los interrogatorios siempre fueron sin ropa.

 

—Tú no sabes el valor de la ropa hasta que te ves, completamente en cueros, frente a unos tipos de completo uniforme que te interrogan y te interrogan…

 

Los investigadores no querían que alentara esperanzas.

 

—Lo de la otra noche no fue más que un ensayo, para que sepas bien lo que te va a pasar si no cooperas con nosotros. La Revolución te ha dado una prueba de su generosidad.

 

Pero él no tenía nada que contar, más de lo que ya les había dicho.

 

—Teniente, yo quisiera ayudarles; pero no sé nada. Soy un pobre diablo, apenas sé leer. Yo era un alzao, como usté sabe, pero no pertenezco a ningún grupo, ni conozco los planes de nadie.

 

—Tú eres un descarado que piensas que puedes jugar con nosotros. No te das cuenta de que gente mucho más inteligente y poderosa que tú no ha podido engañarnos. Si no te moriste la otra noche, ahora puedes tener una muerte peor.

 

La tercera vez que lo interrogaron, el teniente perdió la paciencia.

 

—Verás lo que te va a pasar ahora. De ésta sí no te escapas. Y le dio orden al guardia que se lo llevara.

 

Pero no regresaron a la celda fría. Lo sacaron desnudo al polígono, que era un hervidero de soldados entrando y saliendo en camiones, montando piezas de artillería o haciendo otras docenas de labores menudas. El intentaba cubrirse un poco, pero las esposas que le sujetaban las manos a la espalda no se lo permitían. Así atravesaron todo el campamento, en uno de cuyos extremos había unas tablas en el suelo que cubrían lo que, al parecer, era la entrada de un sótano; pero la escalerilla de mano por la que lo hicieron bajar no conducía más que a unos nichos cavados en la pared de aquella especie de sepulcro rudimentario. Los nichos tenían también unas puertas de madera que se superponían, de manera que permitían el paso del aire, pero no de la luz. Los guardias le quitaron las esposas y, a culatazos y empellones, lo obligaron a tenderse en uno de aquellos nichos —donde apenas cabía un hombre— sobre una nata pútrida repleta de gusanos. Cuando los guardias cerraron las puertas del nicho y del boquete de arriba, el preso —completamente inmóvil, sin poder escapar a la hediondez y al escozor de los gusanos, y con el techo de su encierro a solo unos dedos de la nariz— era, sin duda, alguien a quien habían enterrado vivo. Allí adentro, sin agua y sin comida, fue perdiendo la conciencia del tiempo. Cuando llegaba a ese punto de su relato, yo siempre le preguntaba:

 

—¿Y no pensaste en algún momento que podía ser verdad, que tal vez se proponían dejarte encerrado para siempre?

 

—Al principio, no. Creía que sólo querían asustarme, pero luego me fui acobardando hasta convencerme de que de allí me sacarían en los huesos.

 

No recordaba con exactitud los días que había estado en aquel inframundo donde, sólo muy rara vez, le llegaba un rumor de la vida que continuaba por encima de su cabeza. Ahora sabía, como muy pocos podrían saberlo, lo que era estar muerto, con humedad y con gusanos. Se había dado cuenta, empavorecido, de que él no era la primera víctima de aquel suplicio. La podredumbre sobre la que yacía era, sin duda, de otra persona que habían encerrado antes que él y que había comenzado a descomponerse allí mismo.

 

A las pocas horas, la sed y la incomodidad del cuerpo empezaron a atormentarlo, aunque nada lo atemorizaba tanto como la oscuridad, que acrecentaba por momentos la opresión del encierro. A ratos intentaba dormir, pero se lo impedía el constante escozor de los gusanos o las pesadillas que lo asaltaban en el sueño. Se acordaba entonces de aquel día de diciembre, poco antes del triunfo de la revolución, en que el Che Guevara había llegado a su finca con un partida de rebeldes y él les había cocinado un arroz con pollo que el comandante había juzgado insuperable. Todo ese asunto de la revolución lo había inquietado como algo que venía a perturbar su tranquila vida de agricultor; aunque tal vez fuera verdad que era el único modo de corregir ciertos abusos. El guerrillero argentino le había preguntado cuánto terreno tenía.

 

—No mucho, unas tres caballerías, pero dan bastante.

 

—¿No has pensado que te vendría mejor asociarte a otros campesinos en una cooperativa? Cuando triunfemos, ésa podría ser una de las soluciones del campo cubano.

 

El Muerto le había respondido, sin demasiado entusiasmo, que tal vez fuera así, y Guevara se había extendido en una charla sobre los valores del colectivismo agrícola y de lo que haría la revolución en el poder para promoverlo. Aunque no le dijo que el Estado esperaba adueñarse de su tierra, él se sintió alarmado, y le había respondido al jefe rebelde:

 

—Mire, Comandante, yo me siento feliz con la vida que llevo. Y si alguien quiere quitarme mi tierrita tendría que matarme.

 

El Che entonces le había dicho:

 

—Ten cuidado, guajiro, que ése es el camino de la contrarrevolución.

 

Era la primera vez que oía esa palabra —contrarrevolución— y hasta se sorprendió de que hubiera una cosa más nueva y radical que aquel movimiento que parecía tan seguro de triunfar y reordenar la vida de la gente; pero se alegró de que existiera esa posición contraria y se sintió afín a ella.

 

—Creo que ese mismo día me hice contrarrevolucionario, mientras oía hablar al Che Guevara de sus cooperativas. Pero me alcé antes de que intervinieran mi finquita y no me arrepiento.

 

Calculaba que había estado unos cuatro o cinco días en aquel encierro. Cuando lo sacaron estaba cubierto de llagas y el pelo se le caía en grandes mechones. Al parecer había contraído alguna infección en la piel y en la enfermería le untaron una pomada rosácea de pies a cabeza luego de que los guardias lo ayudaran a bañarse con chorros de mangueras. Sus compañeros de celda le dijeron que la podredumbre que lo infectó era la sangre corrompida de otro preso que se había desesperado en ese encierro y se había degollado con las uñas.

 

Él ciertamente era un resucitado, y se alegraba de serlo, pero había perdido la fuerza del cuerpo y sufría de depresiones y alucinaciones. El médico ordenó que lo internaran en un hospital psiquiátrico donde tardó mucho en recuperarse mediante un arduo tratamiento que incluyó docenas de electrochoques.

 

Nunca llegaron a celebrarle juicio. Estando en la clínica le llevaron a firmar unos papeles en que reconocía «su error» y, pocos meses después, lo liberaron con el consabido discurso de que la revolución le daba una segunda oportunidad. Y él volvió al Escambray, donde ya no había guerra, a trabajar en la finca de unos parientes. Pero ni aun entonces aceptó integrarse a una cooperativa, y una o dos veces por semana venía a Trinidad a vender carne y hortalizas en el mercado negro. Fue en esa época en que lo conocimos y, tan pronto se sintió en confianza, nos contó esta historia que yo le induje a repetir más de una vez.

 

A principio de los años setenta, el Ejército hizo una vastísima redada en la zona del Escambray y deportó a unas tres mil familias campesinas para el extremo occidental del país, donde ya existían comunidades enteras de personas consideradas desafectas. El Muerto cayó entre ellas, debido sin duda a sus antecedentes, pero acaso también a la actitud de independencia que había insistido en mantener. Al fin habían logrado colectivizarlo, obligándolo a trabajar como un peón lejos de su paisaje, en uno de los sitios más áridos y apartados de Cuba, donde no tardaría en morirse a causa de un ridículo accidente.

 

Para entonces, yo no vivía en Trinidad y había venido a pasar las vacaciones con mi madre. Desayunábamos juntos, y algo —algún plato, alguna carencia— me hizo acordarme de nuestro memorable proveedor.

 

—¿Qué es de la vida del Muerto?

 

—Muerto. —El juego de palabras la hizo sonreír, a pesar de que no podía ocultar un tono de tristeza—. Al parecer se cayó de un tractor. Un simple traspié y un golpe en la cabeza. La familia no llegó a verlo. Tuvieron que enterrarlo antes.

 

La noticia me ensombreció, y no pude dejar de pensar que eso de morirse y ser enterrado no era del todo inédito para aquel guajiro rubicundo y jovial. Mi madre pareció adivinar la razón de mi súbito ensimismamiento.

 

—Hay experiencias a las que no se sobrevive. El Guajiro nunca pudo evadirse de la noche en que lo fusilaron. Él contaba la historia una y otra vez para tratar de librarse de ella, pero no creo que lo consiguiera. Estoy segura de que nunca logró salir del horror de la zanja y de la linterna. Esperemos que ahora esté descansando sin ningún miedo.

Comité contra la tortura de la ONU pide aclaraciones a Cuba

1 de junio de 2012

http://www.rnw.nl/espanol/bulletin/comit%C3%A9-contra-la-tortura-de-la-onu-pide-aclaraciones-a-cuba

 

Ginebra (Agencias/RNW) - El Comité contra la Tortura de las Naciones Unidas pidió a Cuba una investigación sobre la muerte de 202 detenidos.

 

La resolución pide que se investigue sin demora, exhaustiva e imparcialmente todas las muertes de detenidos. Este Comité de diez expertos independientes examina periódicamente a los países firmantes de la Convención contra la Tortura para comprobar si cumplen con el tratado.

 

El organismo de las Naciones Unidas deplora la poca información proporcionada por Cuba sobre la muerte del detenido en huelga de hambre Orlando Zapata Tamayo. El comité agrega que Cuba tampoco informó debidamente sobre la muerte en custodia policial de Juan Wilfredo Soto García.

Las torturas de Castro

Las torturas en la Cuba de Fidel Castro

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José Martí: El que se conforma con una situación de villanía, es su cómplice”.

Mi Bandera 

Al volver de distante ribera,

con el alma enlutada y sombría,

afanoso busqué mi bandera

¡y otra he visto además de la mía!

 

¿Dónde está mi bandera cubana,

la bandera más bella que existe?

¡Desde el buque la vi esta mañana,

y no he visto una cosa más triste..!

 

Con la fe de las almas ausentes,

hoy sostengo con honda energía,

que no deben flotar dos banderas

donde basta con una: ¡La mía!

 

En los campos que hoy son un osario

vio a los bravos batiéndose juntos,

y ella ha sido el honroso sudario

de los pobres guerreros difuntos.

 

Orgullosa lució en la pelea,

sin pueril y romántico alarde;

¡al cubano que en ella no crea

se le debe azotar por cobarde!

 

En el fondo de obscuras prisiones

no escuchó ni la queja más leve,

y sus huellas en otras regiones

son letreros de luz en la nieve...

 

¿No la veis? Mi bandera es aquella

que no ha sido jamás mercenaria,

y en la cual resplandece una estrella,

con más luz cuando más solitaria.

 

Del destierro en el alma la traje

entre tantos recuerdos dispersos,

y he sabido rendirle homenaje

al hacerla flotar en mis versos.

 

Aunque lánguida y triste tremola,

mi ambición es que el sol, con su lumbre,

la ilumine a ella sola, ¡a ella sola!

en el llano, en el mar y en la cumbre.

 

Si desecha en menudos pedazos

llega a ser mi bandera algún día...

¡nuestros muertos alzando los brazos

la sabrán defender todavía!...

 

Bonifacio Byrne (1861-1936)

Poeta cubano, nacido y fallecido en la ciudad de Matanzas, provincia de igual nombre, autor de Mi Bandera

José Martí Pérez:

Con todos, y para el bien de todos

José Martí en Tampa
José Martí en Tampa

Es criminal quien sonríe al crimen; quien lo ve y no lo ataca; quien se sienta a la mesa de los que se codean con él o le sacan el sombrero interesado; quienes reciben de él el permiso de vivir.

Escudo de Cuba

Cuando salí de Cuba

Luis Aguilé


Nunca podré morirme,
mi corazón no lo tengo aquí.
Alguien me está esperando,
me está aguardando que vuelva aquí.

Cuando salí de Cuba,
dejé mi vida dejé mi amor.
Cuando salí de Cuba,
dejé enterrado mi corazón.

Late y sigue latiendo
porque la tierra vida le da,
pero llegará un día
en que mi mano te alcanzará.

Cuando salí de Cuba,
dejé mi vida dejé mi amor.
Cuando salí de Cuba,
dejé enterrado mi corazón.

Una triste tormenta
te está azotando sin descansar
pero el sol de tus hijos
pronto la calma te hará alcanzar.

Cuando salí de Cuba,
dejé mi vida dejé mi amor.
Cuando salí de Cuba,
dejé enterrado mi corazón.

La sociedad cerrada que impuso el castrismo se resquebraja ante continuas innovaciones de las comunicaciones digitales, que permiten a activistas cubanos socializar la información a escala local e internacional.


 

Por si acaso no regreso

Celia Cruz


Por si acaso no regreso,

yo me llevo tu bandera;

lamentando que mis ojos,

liberada no te vieran.

 

Porque tuve que marcharme,

todos pueden comprender;

Yo pensé que en cualquer momento

a tu suelo iba a volver.

 

Pero el tiempo va pasando,

y tu sol sigue llorando.

Las cadenas siguen atando,

pero yo sigo esperando,

y al cielo rezando.

 

Y siempre me sentí dichosa,

de haber nacido entre tus brazos.

Y anunque ya no esté,

de mi corazón te dejo un pedazo-

por si acaso,

por si acaso no regreso.

 

Pronto llegará el momento

que se borre el sufrimiento;

guardaremos los rencores - Dios mío,

y compartiremos todos,

un mismo sentimiento.

 

Aunque el tiempo haya pasado,

con orgullo y dignidad,

tu nombre lo he llevado;

a todo mundo entero,

le he contado tu verdad.

 

Pero, tierra ya no sufras,

corazón no te quebrantes;

no hay mal que dure cien años,

ni mi cuerpo que aguante.

 

Y nunca quize abandonarte,

te llevaba en cada paso;

y quedará mi amor,

para siempre como flor de un regazo -

por si acaso,

por si acaso no regreso.

 

Si acaso no regreso,

me matará el dolor;

Y si no vuelvo a mi tierra,

me muero de dolor.

 

Si acaso no regreso

me matará el dolor;

A esa tierra yo la adoro,

con todo el corazón.

 

Si acaso no regreso,

me matará el dolor;

Tierra mía, tierra linda,

te quiero con amor.

 

Si acaso no regreso

me matará el dolor;

Tanto tiempo sin verla,

me duele el corazón.

 

Si acaso no regreso,

cuando me muera,

que en mi tumba pongan mi bandera.

 

Si acaso no regreso,

y que me entierren con la música,

de mi tierra querida.

 

Si acaso no regreso,

si no regreso recuerden,

que la quise con mi vida.

 

Si acaso no regreso,

ay, me muero de dolor;

me estoy muriendo ya.

 

Me matará el dolor;

me matará el dolor.

Me matará el dolor.

 

Ay, ya me está matando ese dolor,

me matará el dolor.

Siempre te quise y te querré;

me matará el dolor.

Me matará el dolor, me matará el dolor.

me matará el dolor.

 

Si no regreso a esa tierra,

me duele el corazón

De las entrañas desgarradas levantemos un amor inextinguible por la patria sin la que ningún hombre vive feliz, ni el bueno, ni el malo. Allí está, de allí nos llama, se la oye gemir, nos la violan y nos la befan y nos la gangrenan a nuestro ojos, nos corrompen y nos despedazan a la madre de nuestro corazón! ¡Pues alcémonos de una vez, de una arremetida última de los corazones, alcémonos de manera que no corra peligro la libertad en el triunfo, por el desorden o por la torpeza o por la impaciencia en prepararla; alcémonos, para la república verdadera, los que por nuestra pasión por el derecho y por nuestro hábito del trabajo sabremos mantenerla; alcémonos para darle tumba a los héroes cuyo espíritu vaga por el mundo avergonzado y solitario; alcémonos para que algún día tengan tumba nuestros hijos! Y pongamos alrededor de la estrella, en la bandera nueva, esta fórmula del amor triunfante: “Con todos, y para el bien de todos”.

Como expresó Oswaldo Payá Sardiñas en el Parlamento Europeo el 17 de diciembre de 2002, con motivo de otorgársele el Premio Sájarov a la Libertad de Conciencia 2002, los cubanos “no podemos, no sabemos y no queremos vivir sin libertad”.