IZQUIERDISTAS ‘SUICIDADOS’ O ENCARCELADOS

EN LA CUBA DE LOS HERMANOS CASTRO

Hijo de Blas Roca Calderío,

el máximo dirigente de los comunistas cubanos

De piloto de Mig-15 a opositor político

Iván García

20 de diciembre de 2012

 

Cuando el pasado 21 de diciembre Vladimiro Roca Antúnez cumplió 70 años, antes de soplar las velas del cake, quizás examinó su vida como si estuviese delante de un caleidoscopio.

 

De aquel chico inquieto que cursara la primaria en la escuela pública número 118, de la habanera barriada de La Víbora, y fuera aprendiz de cajista en el diario Hoy, limpiador de cristales en un estudio fotográfico, piloto de cazas Mig-15 y graduado de Relaciones Económicas Internacionales en 1987, hoy encontramos un hombre de la tercera edad, robusto y con un fino sentido del humor, que ha convertido su oposición a los hermanos Castro en un auténtico sacerdocio.

 

Vladimiro es uno de los cuatro hijos del matrimonio formado por Dulce María Antúnez Aragón, activa luchadora nacida en Sancti Spíritus, y el líder comunista Blas Roca Calderío (Manzanillo 24 de julio de 1908-La Habana 25 de abril de 1987). Durante más de dos décadas, Blas estuvo al frente del Partido Socialista Popular, la mayor parte del tiempo clandestino en la Cuba republicana.

 

Desde niño, Vladimiro sabe lo que es vivir bajo el acoso policial y la zozobra. En los años duros del régimen de Fulgencio Batista, la familia Roca Antúnez debía mudarse con frecuencia de casa. Las detenciones de miembros del PSP eran constantes. El BRAC, cuerpo policial dedicado a cazar comunistas, los acechaba. Esa vida de gitano fortaleció la personalidad de Vladimiro Roca.

 

Cuando el 8 de enero de 1959 el barbudo Fidel Castro entró en La Habana, la crema y nata del PSP, llámese Blas Roca, Aníbal Escalante, Lázaro Peña, Carlos Rafael Rodríguez o Salvador García Agüero, había dado un giro en el enfoque a la figura de Castro.

 

Había pasado de la indiferencia y la condena a raíz del asalto al cuartel Moncada en julio de 1953 al reconocimiento en 1958, cuando la dirección del partido envió a algunos de sus hombres a las montañas de oriente a contactar con el líder guerrillero.

 

Es historia por contar el papel desempeñado por el PSP para que el Kremlin apoyara a Fidel Castro. Quizás Blas Roca pecó de ingenuidad política al pretender voltear a los dirigentes barbudos al marxismo-leninismo.

 

Castro tenía su juego particular. Controlar el poder, por tanto tiempo como fuese posible, y manipuló a los curtidos comunistas, quienes poseían una vasta experiencia en el ámbito sindical y político.

 

En 1959 Vladimiro tenía 16 años, y su ilusión era volar en aviones de combate. Pero nunca ha olvidado el consejo de oro que le dio su padre: piensa por cabeza propia.

 

“Con 19 años fui a estudiar para hacerme piloto de Mig-15 en una región al sur de la antigua URSS. El curso duró nueve meses. Allí pasé la crisis de los cohetes, en octubre de 1962. Regresé en marzo de 1963”, cuenta Vladimiro, sentado en la cocina de su casa en el reparto Nuevo Vedado.

 

Ya en la Isla, se incorpora a la base aérea de San Antonio de los Baños. A los pocos meses lo trasladan al aeropuerto militar de Holguín. Fue en 1964 cuando Vladimiro comenzó a dudar del respeto a la ley y el carácter represivo de los Castro.

 

“Ese año hubo un complot en la base militar. En juicios sumarios condenaron a pena de muerte a 19 personas, fusiladas veinte minutos después de una apelación relámpago. Las autoridades locales aprovecharon la situación para pasar por las armas a dos civiles que se dedicaban a vender marihuana. La ilegalidad y el irrespeto a la vida humana fue un hecho que me marcó”, confiesa.

 

Vladimiro prepara un café fuerte y sigue hablando. “Después se celebró una reunión con Raúl Castro sobre las consecuencias de dicho complot. Fue una depuración al mejor estilo estalinista. Al año siguiente, me sancionaron seis meses por un accidente en la base de San Julián. Fue la primera vez que ingresé en una cárcel, militar en este caso; aunque solo estuve una semana en La Cabaña, en una galera de presos militares condenados por delitos comunes”.

 

Por su carácter, con tendencia a la liberalidad y a juzgar en voz alta las decisiones de los mandarines verde olivo, Vladimiro siempre tuvo problemas. En la Cuba de los años 60, los cuestionamientos y las dudas ideológicas eran casi un sacrilegio.

 

El gobierno de Castro disparaba a matar a todo aquello que se le opusiera. Se había producido el sectarismo de Aníbal Escalante, quien creía cumplir con los estatutos del Partido, y a Fidel Castro no le tembló el pulso para de un manotazo condenarlo al ostracismo.

 

Cuando en 1969 el régimen movilizó al país a una zafra que intentaba producir diez millones de toneladas de azúcar, Vladimiro sintió cierto sentimiento de culpa por dudar de las buenas intenciones de Fidel Castro. Entonces decidió leerse todos los clásicos del marxismo. “La conclusión que saqué fue devastadora: Fidel era un tipo que llevaba al país hacia el precipicio. La ilusión de mi padre, de que la Constitución de 1976 que él ayudó a redactar, pudiera encauzar al gobierno por los marcos legales, fue en vano”, señala.

 

Ser opositor en un gobierno autoritario no es cosa de coser y cantar. Es un proceso lento y traumático. La persona que escoge ese camino conoce sus consecuencias. Humillaciones públicas. Actos de repudio. Y el poder omnímodo del aparato estatal que te puede convertir en no-persona o internarte en una celda de la Cuba profunda.

 

Vladimiro Roca lo sabe mejor que nadie. Cuando en junio de 1990 comenzó a manifestarse abiertamente como disidente político, fue apartado de su trabajo en un ministerio del Estado.

 

En 1996 fue uno de los fundadores del Partido Socialdemócrata de Cuba, no reconocido por la autocracia. Al año siguiente, junto a la economista Martha Beatriz Roque Cabello, el abogado René Gómez Manzano y el profesor universitario Félix Bonne, crearon el Grupo de Trabajo de la Disidencia Interna. Su objetivo principal, analizar la situación socioeconómica nacional.

 

En junio de 1997 el grupo redactaría La Patria es de todos, un análisis profundo sobre el V Congreso del Partido Comunista, donde se pedía abandonar el sistema dictatorial y respetar los derechos humanos. El documento fue un buen pretexto para que el régimen arrestara violentamente a los cuatro disidentes en sus domicilios y tras casi dos años detenidos en Villa Marista, el 1 de marzo de 1999, los juzgara por el delito de “sedición y acciones en contra de la seguridad del estado cubano”.

 

Vladimiro cumplió una condena de 5 años, de 1997 a 2002, en la prisión de Ariza, Cienfuegos. La cárcel no doblegó los criterios y principios del hijo de Blas Roca. Actualmente asesora a varias organizaciones disidentes.

 

A sus 70 años, Vladimiro es un convencido opositor de Fidel y Raúl Castro. Espera ver el día que Cuba se integre al grupo de naciones democráticas. Siente que ha sido fiel a su manera de pensar. Los hijos, como alguien dijera, se parecen más a su tiempo que a sus padres.

Memorias al Rojo Vivo (I)

Ariel Hidalgo

 

Mi familia, que había participado activamente en la lucha contra la dictadura, se desilusionó desde los primeros años con el curso tomado por el proceso revolucionario y partió al exilio. Yo, impedido de tomar el mismo rumbo por la edad militar, fui llamado a las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP). Luego estuve tres meses fugitivo, fui atrapado y encarcelado. Y cuando la UMAP fue disuelta y fui liberado, me encontré prácticamente solo. Hasta mi novia, con quien tenía planes de boda, había partido. En todo ese tiempo había leído y reflexionado mucho. Me había entusiasmado aquella gran proeza de la campaña de alfabetización y veía muy positivo que los servicios de atención médica y educación extendidos hasta los lugares más recónditos del país, se hubiesen puesto al alcance de todos. Por otra parte, lo que más me molestaba era la imposición de un modelo cultural unidimensional donde determinadas manifestaciones artísticas, religiosas o filosóficas eran censuradas, o incluso estilos de vida, mirados con menosprecio. Si te gustaba la música americana, o eras religioso, o usabas el cabello largo o pantalones estrechos, te calificaban de “pequeño burgués”. Me sentía como un ateniense entre espartanos, o como un científico renacentista en medio de amenazas inquisitoriales. Y a pesar de todo tomé la determinación de permanecer en el país. Consideraba que había que luchar por lo que uno creía y que el proceso podía corregir en la marcha todo aquello que consideraba como desviaciones y errores, pero que había que hacerlo desde dentro. Y me integré de lleno a las organizaciones de masa y al trabajo educativo.

 

Siendo en los años 70 Secretario General del sindicato en mi núcleo de trabajo de escuelas obrero–campesinas de Marianao, Ciudad Habana, pude comprobar que el papel de las secciones sindicales, agrupadas en la CTC, era casi exclusivamente el de movilizar a los trabajadores en las diferentes tareas y actos convocados por el Partido, o como se decía entonces, “poleas de transmisión del destacamento de vanguardia”. Era lógico pensar que si los trabajadores eran finalmente los dueños de fábricas, bancos, comercios y centros de servicios como se decía en discursos, círculos de estudio, conferencias y por todos los medios de difusión, no había que defenderlos ya de sus antiguos patrones capitalistas. Sin embargo, yo escuchaba constantemente entre mis alumnos quejas que reflejaban evidentes contradicciones entre las administraciones y los operarios de los diferentes centros laborales.

 

Por entonces estudiaba Licenciatura en Historia en la Universidad de La Habana, publicaba artículos historiográficos en varias revistas sobre el movimiento obrero y el desarrollo de las ideas sociales y políticas en Cuba, y mi libro Orígenes del Movimiento Obrero y del Pensamiento Socialista en Cuba se incluía como bibliografía suplementaria en casi todas las carreras de letras en las universidades del país, por lo que estaba muy familiarizado con las diferentes doctrinas y propuestas socialistas y anarquistas de los albores de la República, algunas bajo la influencia de revolucionarios españoles, en particular de Madrid y Barcelona. Pero sobre todo me habían llamado la atención las referencias de José Martí -numen de varias generaciones de revolucionarios cubanos-, acerca de estas ideas, en específico su crítica al ensayo La Futura Esclavitud de Herbert Spencer, quien condenaba la tendencia de la sociedad hacia un sistema caracterizado por “el despotismo de una burocracia organizada y centralizada” [1].. A diferencia del inglés, sus reflexiones no las hacía desde un plano de adversario ideológico liberal, sino de alertar sobre posibles peligros de una sociedad “socialista”, como el probable encumbramiento de una casta de burócratas y el surgimiento de una nueva forma de servidumbre para el ciudadano. “De ser esclavo de los capitalistas…-advertía- iría a ser esclavo de los funcionarios” [2].. Luego volvía a referirse a esos peligros en carta a su íntimo amigo Fermín Valdés Domínguez, a quien elogiaba por sus simpatías hacia los movimientos de lucha por la justicia social, pero añadía que, no obstante, “los errores de su forma no autorizan a las almas de buena cuna a desertar de su defensa” [3].

 

En 1979 mientras estudiaba un post-grado en Filosofía Marxista impartía la misma asignatura en el 12 Grado del preuniversitario Manolito Aguiar. Las preguntas que surgían, tanto entre mis alumnos como entre mis condiscípulos, me llevaron poco a poco a un replanteamiento sobre lo que en verdad estaba ocurriendo en el país y fui sacando mis propias conclusiones. El dueño de una fábrica, de un comercio o un banco, no es un asalariado, y si lo fuera, sus principales ingresos no le llegan de salario alguno sino de las utilidades y es él el que determina quién administra su propiedad. Pero en el caso de los trabajadores cubanos, ¿cómo concebir un propietario cuyo único derecho es recibir de su empresa un exiguo salario, y ni siquiera tiene la facultad de elegir a sus propios administradores? Por el contrario, se ve sometido a una administración impuesta desde altas esferas y que por tanto tiene facultades y poderes de la que él carece. Aplicando la definición leninista sobre clases sociales de “grandes grupos humanos que se diferencian entre sí por el lugar que ocupan con respecto a los medios de producción”, se me revelaba con claridad la diferencia entre ambos grupos. Los trabajadores eran, nominalmente, los propietarios, pero lo determinante no era la propiedad, sino la posesión directa sobre esos medios y esa posesión la ostentaba otro grupo humano.

 

¿Cómo habíamos llegado a esa situación? Como en el capitalismo los trabajadores no podían por sí mismos lograr el control de las riquezas, necesitaban de un Estado revolucionario encargado de expropiar a las clases poderosas, pero una vez que esos medios pasaban a manos de ese Estado, éste requería de un ejército de funcionarios capaces de asumir el papel que antes desarrollaban capitalistas y terratenientes para hacer que dichos medios se pusieran en función de los trabajadores, y una vez que estos funcionarios asumían ese control, se generaban nuevos intereses y nuevas relaciones de producción. Independientemente de la buena o mala voluntad de la máxima dirigencia, una vez creado ese nuevo estamento, ya era incapaz de controlarlo, porque aún cuando oficialmente estuviera bajo la fiscalización del gobierno y del Partido, estos dos últimos pertenecían a la esfera de la superestructura política, mientras que esa burocracia era parte de la nueva base económica, y como en última instancia la base determina sobre la superestructura y no a la inversa, ese gobierno y ese partido eran incapaces de detener la corrupción y las arbitrariedades de esa burocracia, por muchas fiscalizaciones, auditorías e investigaciones que realizara para detener desvíos y faltantes de productos de un inmenso tráfico clandestino. Podían destituir a diez, cuarenta o cien funcionarios, pero en general, no podían prescindir de decenas de miles que en conjunto conformaban ese poderoso sector.

 

Esto implicaba la necesidad de una segunda revolución, pero esta vez muy diferente, porque si antes se habían expropiado a miles de grandes propietarios privados, ahora se trataba de uno solo, el Estado; o dicho de otra forma, el Estado, que hasta ahora había sido depositario de riquezas pertenecientes al pueblo, debía delegar esas funciones en los colectivos de base. El pueblo debía convertirse, de propietario formal en propietario real.

 

Los apuntes fueron tomando forma de libro y aún no tenían título –aunque sabía que la palabra “Estado” era clave- cuando se desataron la crisis de la Embajada del Perú y el éxodo masivo del Mariel. A mí particularmente me repugnaron los excesos de los que entonces fui testigo: turbas que secuestraban en plena calle a personas que habían decidido vivir fuera del país para colmarlos de improperios y ensañarse en ellos, algunas veces casi hasta el borde del linchamiento público, y el asedio o allanamiento de sus hogares sin importar que dentro hubiesen niños o ancianos. Aquellos hechos no me hubieran impactado tano si no hubiera sido porque en la mayoría de los casos se realizaban con la tolerancia y hasta el beneplácito de las autoridades cubanas, algo que violaba, incluso, leyes fundamentales de la propia Constitución Socialista aprobada cuatro años antes. Supuestamente yo debía, como profesor de una asignatura política, encabezar los actos de repudio contra profesores o alumnos de mi centro que tomaban la determinación de emigrar, decisión que yo consideraba un derecho legítimo aún antes de leer la Declaración Universal de los Derechos Humanos de Naciones Unidas. Muy por el contrario, me solidaricé con algunos de mis vecinos que yo sabía eran personas decentes. Para mí el hecho de que hasta hace poco se hubieran recibido con tanta condescendencia a las personas exiliadas en los primeros años y ahora se tratara como a criminales a quienes tomaban la misma determinación, no tenía ni pies ni cabeza.

 

El resultado fue mi expulsión, no sólo de mi cátedra como profesor, sino también de la Universidad como estudiante, e incluso mi salida definitiva del Ministerio de Educación. A todo esto siguió un registro de mi vivienda durante varias horas por agentes de Seguridad del Estado -algo muy traumático para mi esposa y mi pequeña hija-, la ocupación del manuscrito y mi detención en el centro de Villa Maristas. Pero no fui procesado y mi detención duró sólo tres días. En ese momento mi libro sobre el movimiento obrero se estudiaba, incluso, en la Escuela Nacional del Partido. No hacía mucho había sido galardonado por la Universidad de Panamá debido a mi ensayo José Martí y las Pretensiones de Predominio Yanqui sobre el Istmo de Panamá. Y aunque no se me había permitido viajar a ese país para recibir el premio, había sido honrado con un acto en el teatro Mella como el más destacado miembro de la sección de Literatura de la Brigada Hermanos Saiz junto a los dos galardonados de las secciones de Pintura y Música y habíamos recibido las felicitaciones de los más prominentes figuras de la cultura cubana, como Nicolás Guillén, Onelio Jorge Cardoso y Roberto Rodríguez Retamar entre otros.

 

Durante tres días seguidos, un mayor que se hacía llamar Roberto Ricard mantuvo conmigo una discusión bastante sosegada sobre mis diferencias. En general parecían alarmados de que yo hubiera realizado la crítica del sistema político cubano aplicando la propia metodología marxista. Le dije que yo no creía ser el único, sino, todo lo más, el primero, y que detrás de mí, más tarde o más temprano, vendrían otros muchos.

 

[1] Herbert Spencer: “La Esclavitud Futura”.http://www.antorcha.net/biblioteca_virtual/derecho/spencer/3.html.

 

[2] José Martí: “La Futura Esclavitud”. Obras Completas, Edit. Nacional, t. XV.

 

[3] José Martí: Carta a Fermín Valdés Domínguez, Nueva York, mayo 1894.

 

 

Memoria al Rojo Vivo (II)

Ariel Hidalgo

 

En un manuscrito que había ido tomando forma de libro a fines de los 70, yo había llegado a la conclusión de la necesidad de una segunda revolución. Consideraba que los medios de producción habían pasado de unas manos a otras, pero no a las de los trabajadores, sino de capitalistas y terratenientes al Estado centralizado con el encumbramiento de una nueva casta de burócratas. No se trataba simplemente de corregir el rumbo, sino de dar un timonazo tan radical como fue el proceso inicial que transformó la gran propiedad privada en estatal. Mas la cuestión no era ya centralizar, sino descentralizar, no se trataba ya de estatizar ni de privatizar, sino de convertir las riquezas realmente en propiedad social, delegando todos los medios en los trabajadores de base para que éstos los controlaran directamente sin intermediarios burocráticos. Tras mis desacuerdos con las prácticas de repudiar a los que en 1980 decidían emigrar, fui expulsado de mi cátedra de Marxismo, sometido a un registro de Seguridad del Estado en mi domicilio con la consecuente ocupación del manuscrito fui arrestado y entrevistado en Villa Maristas por un oficial que se me daba a conocer como “Mayor Ricard”, con quien discutí mis diferencias y me informó que quedaría definitivamente expulsado del Ministerio de Educación. Para mi sorpresa, fui liberado a los tres días.

 

Inmediatamente destruí todos los escritos que pudieran considerarse críticos del sistema y comencé a trabajar en labores de construcción junto con muchos de mis antiguos alumnos que aún allí, paleando arena y gravilla, seguían llamándome “Profe”. A lo largo de más de un año recibí las visitas de uno que otro “amigo” que venía a hacerme alguna propuesta de operaciones ilícitas. Las rechacé todas, por supuesto, a pesar de mis precariedades. Nadie podría incriminarme en una causa común como un delincuente “vulgar” a pesar de que la inmensa mayoría del pueblo participaba en tráficos ilícitos. Pero no estaba tampoco dispuesto a resignarme a permanecer diez o quince años en la construcción esperando el día venturoso en que se produjese un gesto de conmiseración de quienes yo consideraba más culpables que yo. Reinicié los apuntes de mis ideas y no me abstuve de exponerlas verbalmente a todo aquel que consideraba en condiciones de asimilarlas. Finalmente, en el amanecer del 19 de agosto de 1981 reaparecieron en mi vivienda para hacer un nuevo registro, ocuparon los nuevos escritos y me llevaron nuevamente a Villa Maristas.

 

Ya no vería al Mayor Ricard sino a un teniente que no le interesaba debatir ideas sino saber quienes más conocían la naturaleza de ese manuscrito y si existían copias. No le dije que había logrado salvar una copia enviándola a mi familia en Estados Unidos. Allá se publicaría años después con un título que posteriormente yo consideraría inadecuado: Cuba, el Estado Marxista y la Nueva Clase, inadecuado porque llegaría a considerar que lo que existía en Cuba y en los demás países del llamado Campo Socialista no era la materialización de los ideales de Carlos Marx, sino más bien los de Hegel, quien había considerado al Estado como la encarnación de Dios en la tierra y por tanto estaba supuestamente destinado a absorber todas las instituciones de la sociedad civil. “La acción del Estado consiste en llevar la Sociedad Civil, la voluntad y la actividad del individuo, a la vida de la sustancia general, destruyendo así, con su libre poder, éstas subordinadas, para conservarlas en la unidad sustancial del Estado” [1],.

 

No hubo en Villa discusiones teóricas. Sólo en el último interrogatorio, cuando le dije que no perseguía el regreso de Cuba al capitalismo, me preguntó airado: “¿Qué es lo que quiere Ud. entonces para Cuba?” Y respondí: “Pues una sociedad donde los obreros de cada fábrica, los dependientes de cada comercio, los empleados de cada banco, los maestros de cada escuela, etc, etc, puedan elegir libremente a las administraciones de sus respectivos centros”. Me miró con ojos muy abiertos y me gritó: “¡Ud. está loco, completamente loco!” Y al día siguiente me envió para un manicomio.

 

No era una sala psiquiátrica cualquiera aquella del Hospital Psiquiátrico de La Habana, más conocido como Mazorra, sino un espacio cerrado con muros y barrotes a donde llevaban a los reclusos con problemas mentales de todo el país. Esa convivencia con tantas personas desquiciadas, convictas por asesinatos, violaciones y otras barbaridades sin que ninguna autoridad se atreviese a entrar allí, era lo que hacía de la Sala Carbó Serviá un verdadero infierno. Un par de veces me sacaron para hacerme algunos test mentales y el diagnóstico fue “trastorno de la personalidad”, nada grave, por lo que a los diez días fui enviado a la fortaleza de La Cabaña.

 

La Cabaña era entonces una prisión de tránsito, donde los presos nuevos esperaban ser llevados ante un tribunal. Pero en mi caso no esperaron al juicio. Al poco tiempo trasladaron a once presos considerados como los más bravos por sus protestas y huelgas de hambre. Yo, que jamás había protestado ni había ayunado un solo día, era uno de ellos. Ninguno de los otros diez podía entender por qué yo había sido incluido en ese grupo. Nos llevaron a la prisión Combinado del Este, pero no a una celda normal o a una galera cualquiera con los demás presos políticos, sino incomunicados en un área especial.

 

El recibimiento no fue nada agradable. Una columna de guardias nos esperaba a la entrada de una edificación de una sola planta para desnudarnos y escoltarnos hasta cada una de nuestras respectivas celdas a donde sólo nos permitían llevar nuestra ropa interior y una toalla. El Destacamento 47, con 99 celdas tapiadas, sin camas y sólo una llave de agua y un agujero para las necesidades, era el lugar a donde llevaban a los condenados a muerte y a reos muy peligrosos que no podían convivir con otros sin riesgo de “hechos de sangre”. Algunos llevaban allí dos o tres años en total aislamiento. Cuatro rejas había que abrir para llegar al interior de una de esas celdas sin contar las puertas de madera que a lo largo de los tres pasillos ocultaban a la vista de quienes los caminaran, los calabozos tapiados con planchas de hierro. Como era un edificio rectangular, a diferencia de los demás edificios en forma de U, uno de los once, Jacinto Fernández, que en otro tiempo había sido fundador de lo que entonces fue el DIER, antecedente de Seguridad del Estado, lo calificó como “Rectángulo de la Muerte”, nombre con el que se conocería luego en las denuncias internacionales.

 

Aquellos cubanos que jamás hayan estado internados en una prisión de su país desconocen una arista muy importante de su realidad social. Aunque existen, como en todas partes, personas honradas y sensibles entre oficiales y carceleros, había también personas corruptas y abusivas, solo que por las características particulares de una prisión, el abuso de poder es más marcado y frecuente. Sin embargo, el Destacamento 47 parecía reservado exclusivamente para ser custodiado por el segundo tipo de hombres, y en general, en cualquier lugar de la prisión donde se realizaran aquellos actos vergonzosos, como golpizas, por ejemplo, daba la impresión de que eran conocidos y tolerados desde los altos mandos. El gobierno cubano siempre negaría la existencia de violaciones de derechos humanos en sus cárceles, y ni siquiera reconocería que habían existido cuando años después procesara y condenara a varios altos oficiales en el famoso caso del 89, la mayoría de los cuales se sabía, habían sido responsables indirectos de muchos de aquellos actos, como si no fuera lógico que al aceptar de hecho que aquellos oficiales, habiendo practicado la corrupción y el abuso de poder mientras gozaban de tanta autoridad en el Ministerio del Interior y en particular en Cárceles y Prisiones, no se reconociera también la posibilidad de que aquellas violaciones se hubiesen cometido. En el Destacamento 47 era raro el día que no escucháramos personas corriendo por los pasillos, los gritos, los sonidos de los golpes y los lamentos de las víctimas. Por muchos años, ya en libertad, cualquier carrera estrepitosa que escuchara por algún pasillo cercano, me sobresaltaba y me alteraba. Debo reconocer, no obstante, que en mi caso particular, durante mis años en el Combinado del Este jamás me pusieron una mano encima, ni siquiera en la época en que se conocía de mis actividades sistemáticas de denunciar aquellos hechos. Hubo siempre un trato mutuo de respeto entre mis carceleros y yo.

 

A los 21 días de incomunicación nos entregaron algunas de nuestras pertenencias, como libros, cuadernos y plumas y nos juntaron de dos en dos en cada celda. Me tocó por compañero Jacinto Fernández, acusado de espía por sacar información de violaciones de derechos humanos por vía diplomática. El 25 de diciembre me llevaron en un carro jaula al tribunal para juicio y pude ver por primera vez a mi esposa, aunque desde lejos. Me acusaban de “revisionista de izquierda”, se leyeron algunos fragmentos para demostrarlo y sugirieron que yo estaba sembrado el veneno en mis alumnos con mis ideas. Luego me llevarían la sentencia a mi celda. Se me condenaba a ocho años de cárcel por propaganda enemiga, “y en cuanto a sus obras, destrúyanse mediante el fuego”.

 

¿Por qué tanto ensañamiento? ¿Por qué se me aislaba sin explicarme nunca la razón y se ordenaba quemar todas mis obras? El manuscrito no había sido distribuido por las calles; una copia enviada al extranjero cuando consideré inminente mi detención, nunca fue publicada, ni antes de ser arrestado, ni mientras estuve en prisión; y el original fue encontrado en una gaveta de mi escritorio.¿Dónde estaba, pues, la propaganda enemiga por la que era juzgado? La razón sólo podía ser una: Hasta entonces la dirigencia cubana podía enfrentar cualquier crítica de “derecha” e incluso de izquierda, siempre que se fundamentara en presupuestos sociológicos tradicionales. Para esa dirigencia bastaba simplemente con oponerles una lógica diferente, ajena por completo a los parámetros “burgueses”. Pero no le era fácil contrarrestar una crítica basada en su propia lógica y que por tanto estremecía desde la misma ideología marxista los cimientos argumentales de la lealtad al oficialismo entre sus propias filas. El libro, por tanto, no se había escrito para ser leído en el exterior por personas con una formación cultural totalmente ajena a esa realidad, sino dentro del país, por militantes del partido y de la Juventud Comunista, por académicos oficialistas, por militares y dirigentes de organizaciones progubernamentales. Se trataba, en pocas palabras, del primer trabajo crítico del sistema estatal centralizado de la nueva Cuba desde una óptica marxista, donde se demostraba el surgimiento de una nueva clase social dominante a partir de la definición leninista y donde se ponía de manifiesto que en el nuevo sistema la ley económica era la apropiación, por parte de los burócratas designados desde las altas instancias, de parte del plusproducto para ser intercambiada mediante el trueque tácito. Con palabras más llanas, “te resuelvo hoy para que tú me resuelvas mañana”. En conclusión, se demostraba que el modelo establecido en Cuba nada tenía que ver con socialismo ni con marxismo.

 

Un día logró llegar hasta muy cerca de mi celda un preso que decía haber oído de mí y quería conocerme. Su nombre era Elizardo Sánchez Santa Cruz. Había sido profesor de la Universidad de La Habana pero había sido cesanteado bajo acusaciones de inclinaciones sinoístas. Luego, aquella noche, hablamos de celda a celda, casi a gritos y según dijo iba a ser trasladado a la prisión de Boniato en Santiago de Cuba. Me pareció un hombre inteligente y de elevada cultura política. A la mañana siguiente ya no estaba allí.

 

Un día nos mandaron a salir con nuestras pertenencias y nos enviaron a las galeras de presos políticos. Habíamos permanecido en el Destacamento 47 un año y veinte días. Sólo uno de los once permaneció allí, Jacinto.

 

Unido a los demás presos de lo que se conocía como “nuevo presidio político”-el que había surgido con posterioridad al indulto del 78-, comencé a realizar varias actividades: impartiendo clases a los menos instruidos, asistiéndolos como auxiliar de enfermero y participando en un taller literario. El sistema penitenciario permitía la visita de instructores literarios que organizaban concursos. Un cuento mío resultó ganador frente a otros competidores del Combinado del Este. Supuestamente debían llevarme a la Prisión Occidental de Mujeres para competir a nivel nacional, pero Seguridad vetó mi participación a pesar de que el cuento nada tenía que ver con política.

 

Se ha propagado la creencia de que el movimiento de los derechos humanos en Cuba nació por los años 70 tras la liberación de los condenados en la llamada causa de la Microfracción, principalmente de ex militantes del Partido Socialista Popular. Pero independientemente de esos posibles antecedentes, el movimiento surge realmente, ya organizado, en octubre de 1983 en la propia prisión del Combinado. Un día de ese mes fue llevado al piso que ocupaban los presos por motivos políticos, uno de aquellos microfraccionarios, Ricardo Bofill, recientemente encarcelado en su tercera causa, esta vez por enviar misivas de denuncias a organismos internacionales. Los firmaba a título personal con su propio nombre y me decía que lo seguiría haciendo desde la cárcel de ese modo, a diferencia de lo que hasta entonces se hacía en el presidio de usar sólo seudónimos para evitar la represión. Bofill consideraba que era indispensable dar la cara para que los documentos tuvieran credibilidad. Aunque decirme aquellas cosas parecía como una invitación, porque decía tener contactos para sacar los escritos de la prisión y luego enviarlos al extranjero, no me decidí en los primeros momentos. Pero en mi conciencia me pesaba la suerte del compañero que había dejado atrás en el Destacamento 47 en pésimas condiciones sin que yo hiciera nada por su suerte. Por eso, finalmente, acepté sus servicios. No sólo me ofreció sus contactos, sino que incluso se dispuso a redactar conmigo la denuncia. Al finalizar la carta dirigida a la opinión pública internacional, firmamos los dos con nuestros nombres e inmediatamente después, para mi sorpresa, escribió debajo estas palabras: “Comité Cubano Pro Derechos Humanos”, y agregó, al lado de su nombre y el mío, los títulos respectivos de “presidente” y “vicepresidente”.

 

No le di importancia a aquello, no anoté la fecha como un día memorable. Para mí era sólo un acto humanitario que hacía por un amigo. Pero sin saberlo, aquel documento fue noticia en muchos medios: un grupo de derechos humanos había nacido por primera vez en Cuba.

 

[1] Frederic Hegel: Filosofía del Derecho.

 

 

Memoria al Rojo Vivo (III)

Ariel Hidalgo

 

Debido a un manuscrito crítico del centralismo de Estado predominante en el país, yo había sido encarcelado y condenado a 8 años de cárcel por “propaganda enemiga” bajo acusación de “revisionista de izquierda”. Luego había conocido en la prisión Combinado del Este a Ricardo Bofill, antiguo miembro del Partido Socialista Popular (PSP), condenado anteriormente en la famosa causa de la “microfracción”. Ahora, en octubre de 1983, en su tercera prisión por sus denuncias enviadas a la comunidad internacional, me había ofrecido sus recursos para sacar una información sobre el caso de un compañero incomunicado en las peores condiciones y habíamos firmado ambos con nuestros nombres verdaderos el documento que luego circularía en el exterior del país y que llevaba, como apéndice, la noticia de la existencia en Cuba del primer comité de derechos humanos.

 

Inmediatamente envió un mensaje a la prisión de Boniato a Elizardo Sánchez, y luego se comunicó con Gustavo Arcos Bergnes, asaltante del Cuartel Moncada, incomunicado en “Los Candados”, calabozos de los sótanos del edificio 3 donde estábamos recluidos. Gustavo era uno de los hombres más idealistas y puros de la historia insurreccional. Había quedado cojo por una bala en la columna durante el ataque al Moncada, fue fundador del Movimiento 26 de Julio en Las Villas y uno de los principales organizadores de la expedición del Granma, en la que no se le permitió embarcar por su defecto físico y quedó al frente del movimiento en México. Desde ese país enviaría cargamentos de armas a la Sierra Maestra. Tras la caída de la dictadura fungió como embajador de Cuba en Bélgica. Pero sus discrepancias con el nuevo modelo instaurado en Cuba lo llevaron por dos veces a prisión. En los años 90 hasta su muerte, se convertiría en la figura más emblemática del Movimiento de Derechos Humanos en Cuba.

 

En muy pocos días, un pequeño grupo de media docena de hombres constituiría el núcleo original de donde surgiría, con los años, el amplio diapasón de organizaciones del movimiento disidente integrado por miles de hombres y mujeres en todo el país. La represión no se hizo esperar. Bofill fue incomunicado casi inmediatamente y toda la guarnición militar en un operativo devastador en todo el piso 4, habitado por presos políticos, arrasó con bolígrafos, lápices, plumas, cuadernos, libros y hasta el más mínimo pedazo de papel, lo cual nos dejó arrinconados y reducidos casi a nada, entre la represión policiaca y una población penal que nos veía como causantes de su actual infortunio.

 

La versión gubernamental sobre los llamados disidentes, o como se diría luego en las calles, “la gente de los derechos humanos”, sería la de “elementos contrarrevolucionarios” alentados y pagados por el imperio para socavar los cimientos de la Revolución. Pero al menos puedo afirmar, categóricamente, que los que comenzamos en prisión ese movimiento, no sólo no recibíamos paga de nadie, sino que estábamos prácticamente desnudos y a merced de la represión de la policía política. Nada teníamos que ganar excepto la satisfacción de ayudar a quienes no tenían cómo defenderse de los atropellos, y nada que perder, excepto una celda de la que habríamos estado dichosos de no volver a ver jamás. Los propios agentes de Seguridad del Estado infiltrados en las filas disidentes saben muy bien que ese movimiento no puede ser juzgado en blanco y negro, que no es un bloque monolítico y que como en todas partes, hay todo tipo de personas con una gran variedad de posiciones ideológicas. Las motivaciones eran diversas. Una gran mayoría había apoyado en sus inicios el proceso revolucionario y muchos de ellos pensaban que los ideales democráticos y libertarios por los cuales se había luchado habían sido traicionados y se había impuesto, en su lugar, una nueva dictadura. Confundían el guión con la puesta en escena. Si la realización práctica había sido un desastre, entonces había un vicio de origen en la teoría, y no sólo Marx se equivocaba sino todos los teóricos socialistas. En consecuencia, habían dado el bandazo hacia el otro extremo. Se consideraban neoliberales y admiraban a la Thatcher y a Ronald Reagan. Unos pocos en cambio, creíamos que esa escenificación nada tenía que ver con el guión al que se atribuía sino a otro muy diferente. Las iniciales discusiones sostenidas entre Bofill y yo en la cárcel, serían el germen de la contradicción ideológica posterior del movimiento disidente.

 

Sin embargo, un movimiento de derechos humanos, por su naturaleza, no es de izquierda, ni de derecha, ni de centro, sino de arriba, esto es, está por encima de todo el esquema unidimensional de las referencias políticas. Lo que nos unía a todos era, justamente, el carácter universal del ideal de derechos humanos. Todos luchábamos por un estado de derecho, aunque algunos de nosotros queríamos ir más allá, hacia un estado de satisfacción plena de los derechos.

 

Después de un largo período de incomunicación, Bofill fue excarcelado, pero como no sabíamos si en realidad había salido directamente al extranjero, realizamos una votación entre los miembros del Comité en el Combinado, a la sazón doce miembros, y fui elegido como “presidente interino”. En realidad pronto supimos que estaba en su casa de Guanabacoa y no demoraría mucho en agrupar a algunos antiguos compañeros de Microfracción. Elizardo Sánchez, ya liberado, era parte de este grupo. En realidad quedarían creadas tres secciones del Comité: la que dirigía yo en prisión, limitada sólo al Combinado del Este, la que dirigía Bofill en las calles, limitada todavía a Ciudad Habana y otro grupo en el exterior del país, integrado fundamentalmente por mujeres, donde estaba mi hermana, dirigido por Hilda Felipe, ex miembro del PSP y esposa del líder comunista Arnaldo Escalona, también microfraccionario, quien años después moriría en Miami sin abjurar jamás de sus ideales de justicia social.

 

Inmediatamente comenzó a darse en prisión algo así como la maqueta o ensayo de lo que se produciría más tarde en todo el país. Siguiendo el ejemplo del Comité y bajo su influencia, comenzaron a constituirse distintos grupos según los diferentes intereses e inclinaciones: uno de escritores, Asociación Disidente de Artistas y Escritores de Cuba (ADAEC) que creó una revista mensual clandestina, El Disidente. Escrita a mano, se confeccionaban tres o cuatro ejemplares por número, circulaba de mano en mano y llegó a tener 64 páginas, un record en toda la historia del presidio político. La Junta de Autodefensa de Religiosos Perseguidos (JARPE), realizaba sus cultos diarios con gran número de prisioneros. Y finalmente un grupo de lucha cívica, la Liga Cívica Martiana, crearía la revista Aurora, con menos páginas que El Disidente, pero con mayor número de ejemplares circulando no sólo en la prisión, sino también en las calles y algunos, incluso, llegando al exterior del país. Decenas de presos se integraron a estas actividades de una u otra forma, pero yo era partidario de mantener al segmento del Comité de la prisión, como un núcleo selectivo y establecí como norma imponer a cualquier aspirante un período de prueba de seis meses. Como algunos fueron liberados, nunca pasaría de doce miembros efectivos.

 

Mi idea entonces era que si se creaban en todo el país grupos semejantes, podía llegar a darse un renacimiento de la sociedad civil cubana con una autorganización de la población para impulsar pacíficamente los cambios hacia una sociedad participativa y autogestora. Ya se sabe, por supuesto, al cabo de más de veinte años, que aunque luego las cosas tomaron un rumbo parecido, el resultado no sería el esperado, pero no porque la idea no fuera buena, sino por otras circunstancias que yo no había previsto entonces.

 

Adoptamos, igualmente, una nueva metodología. Cuando se presentaba alguna situación arbitraria que merecía ser denunciada, no la dábamos a conocer de inmediato al extranjero, sino que pedíamos hablar con las autoridades. Cuando un preso acudía a nosotros quejándose de algún abuso, les planteábamos el problema y ellos, para evitar que el hecho trascendiera, regularmente lo resolvían, por lo que ya no había necesidad de denunciarlo. Lo ideal era que se hubiera procedido siempre de esa forma y tengo entendido que por un tiempo así procedería luego Elizardo Sánchez. Incluso pensábamos que las autoridades, no sólo de la prisión sino incluso del país, debían agradecernos que realizáramos aquel trabajo de detectar y notificar todo lo que en el país estaba marchando mal y que indisponía a mucha gente. ¿Quién perjudicaba más a la dirigencia? ¿El que denunciaba el hecho o el que lo cometía? Sin embargo, había males que eran muy difíciles de corregir porque intentar hacerlo iba contra los intereses de una burocracia corrupta. Cuando las autoridades del penal vieron que íbamos adquiriendo gran influencia entre la población penal, cortaron la comunicación.

 

Por entonces se produjo una ruptura entre Bofill y Elizardo Sánchez, quien se separó y creó la Comisión de Derechos Humanos y Reconciliación Nacional. El hecho provocó escisiones tanto en la sección de La Habana como en la del exterior. Como los ánimos estaban caldeados, para evitar lo mismo con la sección del presidio, tuve que hacer una concesión. Algunos compañeros redactaron un texto de adhesión al grupo de Bofill donde se satanizaba a Sánchez como agente de Seguridad del Estado. Yo no estaba de acuerdo con esos términos pero quedé en minoría diez contra dos. Los que perdimos accedimos a firmarlo pero haciendo constar en documento aparte nuestro desacuerdo. El tiempo nos dio la razón, pues ninguna de las acusaciones pudieron probarse y finalmente la causa real de la ruptura había sido simplemente una discrepancia de métodos, la misma que me llevaría a separarme a mí mismo dos años después.

 

Durante los años 87 y 88 la actividad de derechos humanos había tomado tal fuerza que el caso se llevó a la Asamblea General de Naciones Unidas, numerosos periodistas y representantes de organizaciones internacionales de derechos humanos viajaban a Cuba para solicitar vernos. Algunos lograron entrevistarnos y se permitió entonces que Amnistía Internacional, la Cruz Roja Internacional y algunos miembros de Human Right Watch, visitaran algunas prisiones y entrevistaran a algunos de los miembros del Comité en el Combinado. Mi caso, en particular, suscitó el interés en muchos círculos de izquierda fuera del país. Algunos intelectuales como Noam Chomsky, Paul Sweezy y Margaret Randall, pidieron mi liberación, así como varios intelectuales y militantes de izquierda de América Latina.

 

Varias veces me habían sacado de mi celda para ser entrevistado por algunos de esos periodistas, pero en una de esas ocasiones me encontré con dos hombres que luego comprendí no venían con esa función sino simplemente a traerme un mensaje del entonces Ministro del Interior José Abrantes. El recado era escueto pero tajante: jamás se me daría la libertad a menos que decidiera salir del país. Lo tomé muy en serio, pues conocía varios casos de presos recondenados con nuevos encausamientos, algunos de los cuales habían muerto en prisión. Por eso, cuando fueron a comunicarme que estaba incluido en una lista de presos cuya liberación solicitaba el Cardenal O’Connor de Nueva York, acepté realizar todos los trámites migratorios. Para septiembre del 88 se esperaba la llegada a Cuba de una Comisión de Naciones Unidas que tenía prevista una visita al Combinado del Este. Un mes antes, en la tarde del 4 de agosto, fui sacado de una celda, vestido de civil y llevado en un jeepe hasta Río Cristal donde se realizaron los últimos trámites legales. Cuando en la medianoche salí de allí en un ómnibus hacia el aeropuerto de Rancho Boyeros, ya estaba legalmente fuera de Cuba.

 

Al año siguiente varios oficiales del Ministerio del Interior fueron condenados a prisión, entre ellos el propio Abrantes, quien no saldría jamás con vida de la cárcel.

Entrevista a Ariel Hidalgo

 

J.A. Albertini entrevista al ex preso político y activista de derechos humanos Ariel Hidalgo, sobre las controversias de la tiranía y su comparación con las otras dos dictaduras cubanas, el endiosamiento de Fidel Castro, la corrupción, la represión, el terror de las dictaduras totalitarias, los múltiples partidos de la república, su constitución democrática y otros temas similares importantes para el futuro de la patria.

MICROFACCIÓN

 

En la Cuba de Fidel Castro, aquel cubano que no ha aceptado el pensamiento único del tirano ha sido reprimido con el ostracismo, el destierro, la cárcel o el asesinato; marxistas, liberales, socialistas, trotskistas, comunistas, democratacristianos, anarquistas, etc. han poblado las prisiones castristas, donde la tortura ha estado institucionalizada desde hace más de medio siglo.

 

El 25 de enero de 1968, pocos días después de cumplirse el noveno aniversario del triunfo de la Revolución cubana, Raúl Castro expresó en un pleno del Comité Central del Partido Comunista de Cuba, el único partido permitido:

 

A mediados de 1966, concurre información de varias vías, todas confiables, que nos hacían suponer la existencia de una corriente de oposición ideológica a la línea del Partido. No provenía precisamente de las filas enemigas, sino de gente que se movía dentro de las propias filas de la revolución, actuando desde supuestas posiciones revolucionarias”.

 

Con ello comenzaba oficialmente la mayor represión sufrida por los comunistas cubanos en toda la historia: treinta y seis hombres y tres mujeres fueron enjuiciados.

 

Eurípides Núñez, quien fue dirigente sindical comunista durante cuarenta años, apareció sin vida en su celda de la sede principal de la policía política, la tristemente célebre Villa Marista.

 

Al profesor universitario Javier de Varona le atribuyeron haberse dado un tiro.

 

Carlos Rentaría fue el tercer comunista “suicidado”.

 

Estas muertes nunca fueron dadas a conocer al pueblo cubano.

En un juicio sumarísimo similar a los realizados en los procesos de Moscú de la década del treinta, una treintena de marxistas cubanos fueron condenados a privación de libertad.

 

El viejo dirigente comunista Aníbal Escalante Dellundé fue condenado a quince años de prisión, la misma sanción que recibió Fidel Castro por el asalto al cuartel Moncada. El estalinista Aníbal Escalante falleció pocos años después al ser sometido a una sencilla operación intestinal.

 

El escritor y diplomático comunista Edmigio López Castillo fue condenado a doce años de prisión.

 

El profesor universitario Ricardo Boffil Pagés fue condenado a doce años de prisión.

 

Arnaldo Escalona Almeida militó durante medio siglo en los diferentes partidos comunistas de Cuba; fue uno de los fundadores del periódico Hoy -el órgano oficial de los comunistas cubanos-, dirigiendo las páginas políticas del periódico. Escalona Almeida –que fue el principal abogado de los comunistas cubanos durante varias décadas-, le solicitó al tribunal castrista que le permitiera asumir su propia defensa, pero le fue negado. Sin embargo, Fidel Castro sí pudo asumir su propia defensa en el juicio por los sangrientos hechos del asalto al cuartel Moncada. Arnaldo Escalona Almeida fue condenado a ocho años de prisión.

 

Hilda Felipe, vieja militante comunista, en la década del cincuenta fundó junto a Martha Frayde, Vicentina Antuña, Victoria Rodríguez, Natalia Bolívar y otras revolucionarias el movimiento Mujeres Oposicionistas Unidas, organización que luchó en las calles cubanas en contra de la dictadura de Fulgencio Batista. Hilda Felipe sufrió la represión de los hermanos Castro, estuvo cinco años en prisión, tres de ellos en prisión domiciliaria. Ella denuncia:duhurevuvusu

 

Me detuvieron dos veces. La primera vez estuve 90 días en Villa Marista, presa en una celda oscura sentada en el suelo, porque no había ni una silla. Allí fui sometida a interrogatorios. Yo no dije quienes iban a mi casa ni nada. Además, descubrí que ellos no sabían tanto. La gente habla por un problema sicológico, ellos no saben tanto como te hacen creer.

 

Entonces me mandaron para la casa, pero en mayo me volvieron a detener. Fue en 1968. Fidel dijo que yo tenía la cabeza caliente. En total estuve como dos años presa, tres en prisión domiciliaria.

 

En Isla de Pinos estuve 13 meses. Allí la prisión fue muy dura. Nos tenían en un lugar tan remoto, tan aislado, como a 70 kilómetros de Nueva Gerona. Primero nos llevaron para un gran almacén abandonado, donde las ratas caminaban por los alambres. Allí violaron a una mujer”.

 

Véanse las denuncias realizadas por varios militantes comunistas de larga trayectoria, como Arnaldo Escalona Almeida y su esposa, Hilda Felipe.

Condenados a privación de libertad

 

Uno condenado a quince años de prisión:    

Aníbal Escalante Dellundé.

 

Ocho condenados a doce años de prisión:

Octavio Fernández Bonnis.

Inaudis Kindelán Reyes.

Ramiro Puerta Quiroga.

Edmigio López Castillo.

Luciano Argüelles Botello.

Emilio de Quesada Ramírez.

Ricardo Boffil Pagés.

Félix Fleitas Posada.

 

Ocho condenados a diez años de prisión:  

Orlando Olivera Sardiñas.

Francisco Pérez de Armas.

Orestes Valdés Pérez.

Hugo Váquez Medina.

Ricardo López Castillo.

Higinio Casuso González.

Ángel Gutiérrez Paz.

José Caballero Campos.

 

Seis condenados a ocho años de prisión:    

Manuel Ramírez Nodarse.

Francisco Brito Rodríguez.

Renay Hernández Rodríguez.

Raúl Fajardo Escalona.

Alfredo Batista Sánchez.

Arnaldo Escalona Almeida.

 

Cinco condenados a cuatro años de prisión:    

Inocente Martínez Bravo.

Hildo Madam Real.

Ramón Chávez Fornaris.

Manuel Martín Lavado.

Luis M. Martínez Sáenz.

 

Seis condenados a tres años de prisión:    

Reynaldo Puig Verdeja.

Arturo García González.

Miguel Machado D' Wolf.

Leovigildo Duiago Reyes.

Giraldo Victoria Suárez.

Lázaro Suárez Suero.

 

Uno condenado a dos años de reclusión domiciliaria:    

Marcelino Menéndez Menéndez.

 

Dos puestos a disposición de la jurisdicción militar:    

Ángel M. Pérez de Armas.

Orlando Arrastía Fundora.

 

Posteriormente fueron procesados por esta misma causa:

Rafael Gutiérrez

Collazos.

¿Qué hicieron estos marxistas para ser tan brutalmente reprimidos por los hermanos Castro? Organizar grupos de discusión donde viejos camaradas analizaban los defectos de la economía cubana desde la perspectiva soviética. Lo mismo que habían hecho antes de que se produjera el triunfo de la Revolución cubana el 1 de enero de 1959.

 

Estos marxistas cubanos veían con preocupación el desconocimiento de la ley del valor, la renuencia a la aplicación del estimulo material para incentivar la producción, el voluntarismo, la improvisación y la desatención a los servicios públicos, entre otros aspectos que estaban llevando a la ruina a Cuba.

 

Muchas de las propuestas de los miembros de estos grupos de discusión marxista fueron utilizadas siete años después por Fidel Castro, cuando realizó en 1975 el primer congreso del Partido Comunista de Cuba. A pesar de ello y de que han pasado cuarenta y cinco años, ninguno de los condenados ha sido rehabilitado.

 

A este grupo Fidel Castro lo bautizó como “microfacción”, porque a él pertenecían solo dos miembros del Comité Central del Partido Comunista de Cuba, el único partido permitido: Ramón Calcines y José Matar, que serían expulsados del partido, pero no procesados penalmente. Además, al nombrarlo de esa forma Fidel Castro pretendió minimizar la crítica de un sector de la izquierda cubana a su régimen.

Padura, el Che y la atracción trotskista

Alejandro Armengol

12 de agosto de 2013

 

Más allá del ámbito literario, Trotsky y el trotskismo han tenido una importancia relativa en Cuba, pero la leyenda y el mito siempre han usurpado el lugar de la verdad

 

La figura de León Trotsky encierra la paradoja de atraer a intelectuales, aspirantes a revolucionarios y políticos frustrados, al tiempo que se mantiene como un ejercicio de minorías políticas influyentes pero no decisivas.

 

Esta simpatía no es ajena a un aprovechamiento oportunista. Lo practican, por ejemplo, los trotskistas norteamericanos que cada año acuden a la Feria del Libro de La Habana para exhibir sus libros, sin importarles un pasado de persecución de sus ideas en la Isla. Los mismos que se mantienen encasillados en la defensa del régimen cubano como la forma más fácil y segura de practicar su antinorteamericanismo.

 

En lo que se refiere a los intelectuales cubanos, Trotsky ha servido para alimentar tanto la obsesión paródica pero medular de Guillermo Cabrera Infante en Tres tristes tigres como el interés de Leonardo Padura por incursionar en un tema que por mucho tiempo fue tabú en Cuba, en El hombre que amaba a los perros.

 

Más allá del ámbito literario, Trotsky y el trotskismo han tenido una importancia relativa en Cuba, pero la leyenda y el mito siempre han usurpado el lugar de la verdad.

 

Al parecer resulta muy difícil escapar a esa dualidad, y en ocasiones se llega a la tergiversación mientras se intenta ampliar horizontes.

 

Durante una visita a Argentina, en mayo de este año, Padura se refirió a la influencia trotskista en Cuba:

 

Si hubiera habido un asomo de Trotsky en Cuba, ese hubiera sido el argentino. Se cuenta que el Che tuvo una relación muy cercana con el grupo de trotskistas originales cubanos. A principios de la revolución la proyección socialista del gobierno cubano no estaba definida. Pero sí había allí un grupo de revolucionarios trotskistas con quienes el Che se relacionaba. Llegó un momento en el que el Che salió de Cuba y cuando regresó habían sacado de sus puestos a muchos de estos trotskistas. Y gracias al Che muchos recuperaron sus puestos. Eso quiere decir que había un conocimiento y una simpatía hacia el pensamiento trotskista”.

 

El rumor, la apariencia o la simple idea de que el Che Guevara tuviera una inclinación o sintiera una afinidad hacia el trotskismo es un fantasma que recorre la Isla desde el inicio de la revolución cubana.

 

Trotsky, el Che y los rumores

 

Cuando se conocieron en “casa de María Antonia”, el Che y Fidel hablaron de trotskismo. La realidad que empujaba a repetir este mito con tono conspirativo —convertido en secreto para quienes se creían iniciados en la obra de Trotsky por un par de lecturas clandestinas— es que el nombre del revolucionario ruso se pronunciaba en Cuba tanto con miedo como con respeto.

 

Otro rumor refería que en los primeros años de la revolución y por diversos rumbos varios trotskistas —juntos o en diversos grupos, aquí se multiplicaban las versiones— habían aterrizado en La Habana. Se decía además que el destino siempre había sido el mismo: todos conducidos de vuelta hacia la práctica de la revolución permanente en otras tierras del mundo: en Cuba no se necesitaba el concurso de sus modestos esfuerzos.

 

Poco más podía ser verificado, a principio de los años setenta, sobre la presencia del trotskismo en la Isla. Se sabía que en un número de Lunes de Revolución habían aparecido algunos trabajos del fundador del Ejército Rojo, pero no era posible comprobarlo en la Biblioteca Nacional. Se comentaba del gracioso que se había presentado en la carpeta del hotel Habana Libre, y pedido que por los altavoces trataran de localizar al camarada soviético Lev Davidovitch Bronstein. Aunque nadie podía afirmar que la broma fuera cierta. Lo real era que más de un revolucionario había cumplido prisión por sus ideas trotskistas, además de la existencia de algún que otro suicida por los mismos motivos.

 

Sin embargo, lo más lejos que podía llegarse se detenía siempre en el terreno de los malentendidos y las palabras dichas en el lugar y el momento inapropiados. Como la irritación del Kremlin hacia el Che y la acusación de la embajada de la Unión Soviética en La Habana, de que éste “desconocía los principios básicos del marxismo-leninismo”. O la queja de Moscú, cuando denunció a un artículo del guerrillero argentino como una muestra de “ultrarrevolucionarismo que bordea el aventurerismo”.

 

Pero aunque estos reproches no detuvieron los intentos de exportar la revolución, tampoco propiciaron que alguien en la Isla se atreviera a hablar de la necesidad de la revolución permanente.

 

También se sabía de la imprudencia de Jorge Ibarra, que colocó un asterisco al final de un trabajo publicado en la revista Casa de las Américas: “Capítulo de un libro sobre Lenin, Trotsky y Gramsci, de próxima publicación”. Sin embargo, ningún editor del Instituto del Libro llegó a preocuparse por eso, porque nadie del mundo editorial desconocía que Ibarra anunciaba libros que después abandonaba.

 

También por aquellos años la editorial Polémica publicó los dos tomos de la Teoría Económica Marxista y La Formación del pensamiento económico de Carlos Marx de Ernest Mandel. Tampoco había aquí muchos motivos para quitarle el sueño a los censores. No solo las tiradas era muy limitadas, sino que ambas obras estaban restringidas a funcionarios y especialistas. Por lo tanto, los primeros seguro desconocían que el autor era trotskista y los segundos iban a leerlas —o ya las habían leído— en las ediciones mexicanas. Se hablaba de los planes para la publicación de los tres tomos de la biografía de Deutscher. Por lo demás, Trotsky era tabú.

 

La línea oficial era apartarse de la escolástica soviética, pero sin caer en un revisionismo extranjero. El gobernante cubano era quien dictaba los límites para avanzar al margen de la ortodoxia marxista-leninista decretada por Moscú, sin detenerse en muertos célebres.

 

Celia la “troskera”

 

Ahora las cosas han cambiado. En la Isla los estudiosos pueden mencionar el nombre y referirse a sus artículos y libros. Señalar sus aciertos y la agudeza de sus críticas a Stalin. Si entonces le hubieran hecho caso a Trotsky —se lamentan algunos—, quizá el socialismo no habría desaparecido de Europa Oriental.

 

Es una buena noticia que las simpatías hacia el revolucionario ruso ya son admitidas en La Habana, que éstas no impiden la entrada al Partido Comunista de Cuba (PCC). Al menos no se lo impidieron a la fallecida hija de Armando Hart y Haydée Santamaría.

 

Celia Hart, que murió en 2008, a la edad de 45 años, se destacó por su intento de reivindicar públicamente la figura y el pensamiento de Trotsky en la Isla. Su artículo La bandera de Coyoacán —publicado el 19 de diciembre de 2003— apareció en diversos sitios de internet, así como otro en que refuta la tesis estalinista de la construcción del socialismo en un solo país.

 

En una entrevista publicada en el diario mexicano La Jornada, el 6 de abril de 2005, Celia Hart señalaba que dos trabajos publicados en Juventud Rebelde el año anterior aparecieron sin la mención que hizo del luchador revolucionario. Luego agregó que en esos momentos estaba llevando a cabo una “reinvindicación” de la figura de Trotsky que hasta hace pocos años era “impensable”.

 

¿Por qué demoró tanto en aceptarse la figura más odiada por los estalinistas, si Cuba había dejado de depender de la generosidad soviética desde hacía más de una década? Si el encarcelamiento de los revolucionarios trotskistas cubanos supuestamente obedeció al deseo de congraciarse con la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) —algo que Celia Hart no mencionó nunca en sus trabajos, pero ha sido señalado por diversos autores—, ¿qué otras razones determinaron esa demora?

 

Siempre dos veces

 

De la tragedia a la farsa. Así puede titularse un estudio sobre la influencia trotskista tras el primero de enero de 1959. Ahora la farsa es permitida y la tragedia olvidada. En La Habana de comienzos de este siglo, Celia Hart practicaba un trotskismo chic. Lo saludaban periodistas de paso y le disgustaba a algún que otro recalcitrante.

 

Vengo de leerles una ponencia a los viejitos del Moncada y les gustó. Ponme una cerveza que me la he ganado (…) He presentado una ponencia desde las posiciones de Trotsky”.

 

Así hablaba Celia la “troskera”.

 

El trotskismo estuvo presente en la revolución. (…) Pero lo hizo de manera clandestina, silenciosa, así como la luz difusa del atardecer, como ese brillo que es tan solo un instante, que penetra sin permiso en nuestras pupilas”, le dijo la hija de Armando Hart a Manuel Talens, en un reportaje de la revista Amauta, del 29 de marzo de 2006.

 

La revolución cubana puede asumir la herencia trotskista sin que la tilden de oportunista”, agregó.

 

Rebeldía de bar habanero, con aire acondicionado en hotel para extranjeros.

 

Complicidad y oportunismo

 

Lo primero que tiene que hacer un verdadero trotskista cubano es denunciar la complicidad histórica del régimen castrista con los verdugos de Trotsky. Complicidad que obedeció no sólo a un oportunismo político, sino a la similitud de Moscú y La Habana en la elección de los medios que consideraron más adecuados para mantener el poder. Optar por un estalinismo sin Stalin, del cual era imposible desprenderse sin poner en peligro la hegemonía de quienes estaban al mando.

 

La segunda denuncia necesaria es echar por tierra cualquier pretensión de que el Che Guevara era trotskista, o de que al menos simpatizaba emocionalmente con las ideas del revolucionario ruso.

 

Sin embargo, lo que hizo Celia Hart fue intentar darle una continuidad al rumor del supuesto trotskismo del Che Guevara. Para ello se valió de una carta que su padre recibió del guerrillero:

 

En 1965 el Che le escribe a Armando Hart estando en Tanzania acerca de sus convicciones para el estudio de la filosofía marxista. En el apartado VII le dice ‘y debería estar tu amigo Trotsky, que existió y escribió según parece’”, afirmó Celia Hart.

 

Era una tergiversación. Además de pasar por alto el tono irónico empleado por el argentino, alteraba la cita.

 

No le valió de mucho. Desde una posición estalinista, el escritor y periodista peruano Dante Castro salió a enmendarle la plana.

 

Castro —siempre aparece un Castro con relación a Cuba, aunque no sea pariente ni cubano— hizo referencia al comienzo del párrafo, omitido por Celia Hart.

 

En realidad, el párrafo citado del Che empieza de esta forma: “Aquí vendrán los grandes revisionistas (si quieren pueden poner a Jruschov), bien analizados, más profundamente que ninguno, y debía estar tu amigo Trotsky…”.

 

Queda claro que el Che no mostraba simpatía alguna por Trotsky, que su desdén era enorme por la figura del ideólogo y revolucionario ruso.

 

Sobre todo al tener en cuenta que el párrafo anterior de la carta citada —al que también hace referencia Dante Castro en el artículo reproducido en CubaNuestra Digital— se inicia de esta forma: “Aquí sería necesario publicar las obras completas de Marx y Engels, Lenin, Stalin [subrayado por el Che en el original] y otros grandes marxistas”.

 

Carlos Manuel Estefanía señala en su trabajo El trotskismo: vida y muerte de una alternativa obrera no estalinista, que en mayo de 1962 el gobierno de Castro suprimió el periódico Voz Proletaria, del Partido Obrero Revolucionario Trotskista (PORT), y mandó a destruir las planchas del libro de Trotsky La Revolución Permanente, que el PORT pensaba publicar, debido a un comentario del Che.

 

Celia Hart afirmó en “Welcome”… Trotsky que al final de su vida el Che pudo acercarse bastante a la literatura trotskista. Lo sustentó de esta manera: “Juan León Ferrer, un compañero trotskista que trabajaba en el Ministerio de Industrias me lo ha comentado. El Che recibía además el periódico de su organización y fue el Che quien lo sacó de la cárcel después de su regreso de África. El compañero Roberto Acosta, ya fallecido, tuvo gran camaradería con Guevara”.

 

Vale la pena detenerse en este dato, porque más allá de la anécdota sirve para ilustrar la relación del Che y el propio Fidel Castro con el trotskismo cubano.

 

Guevara y los trotskistas

 

Según el interesante testimonio de Domingo del Pino —un español que en la década de los años 60 era empleado del Ministerio de Industrias—, “el Che no excluyó por motivos ideológicos nunca a nadie que pudiese ser útil”. En el ministerio a su cargo trabajaba el ingeniero Roberto Acosta, “de quien luego sabríamos que era el jefe del trotskismo cubano”. El ingeniero Acosta había conseguido autorización del Che para publicar un boletín semanal titulado Boletín Informativo de IV Internacional-Sección Cubana, que se distribuía personalmente por los ministerios de Industrias y Finanzas. Esto explica la referencia al ingeniero Acosta en el artículo de Celia Hart y también aclara de que no se trataba de un periódico sino de un simple boletín. El verdadero periódico había sido suprimido por el propio Che.

 

Dice Del Pino en su testimonio Che Guevara ¿El Trotsky de Castro?, que el año de 1965 —clave en la vida del Che— resultó también el año del final del trotskismo en la Isla. Tras las declaraciones del guerrillero argentino en una conferencia en Argel, donde se refirió a que la URSS se beneficiaba al igual que los países capitales del “intercambio desigual” entre países industrializados y subdesarrollados, Moscú le expresó sus quejas a Cuba.

 

Los trotskistas cubanos, a quienes Fidel Castro nunca había tomado en consideración como fuerza, eran un boccato minore que no obstante sufrirían las consecuencias de aquella irritación de la URSS y de Fidel con el Che. El líder máximo les infligiría un castigo ejemplar y público para satisfacer a la URSS porque ¿qué podía agradar más a Moscú que un trotskista castigado?”, expresa Del Pino.

 

Acosta y otros connotados trotskistas del Ministerio de Industrias fueron encarcelados, registradas sus viviendas, decomisadas sus bibliotecas. Al regreso el Che intentó la liberación de los detenidos, pero no lo logró. En el caso específico del ingeniero Acosta, consiguió que éste fuera sometido a un proceso de “rehabilitación por trabajo manual” y enviado a trabajar a una planta eléctrica situada a 20 kilómetros de La Habana.

 

Iguales motivos

 

De igual forma que cuando le dio entrada en el país al asesino de Trotsky, Ramón Mercader, —primero en tránsito hacia Moscú y años después para residir en la Isla— Castro actuó solícito para complacer a Moscú. Los trotskistas en Cuba no tenían nada que perder, salvo la libertad. Para el gobernante cubano, significaban poco a la hora de complacer a un aliado del que dependía por completo.

 

En el caso del Che, más que de simpatía ideológica se podría hablar de deferencia hacia sus empleados. Es posible que compartiera las críticas al burocratismo, hacia la URSS y los países socialistas y la necesidad de un intenso trabajo de orientación política. Pero por encima de todo estaba de acuerdo con Castro en que el trotskismo era una fuerza insignificante en el panorama político de la Isla.

 

Al encarcelar a los trotskistas, Castro no sólo complacía a los soviéticos. También se quitaba del medio a un grupo políticamente insignificante, pero que desde una posición de izquierda estaba criticando los males —burocratismo, ineficiencia, nacionalizaciones innecesarias— generados por su régimen.

 

Fracasos y leyendas

 

Quienes intenten renacer el trotskismo en Cuba tienen que luchar contra una historia de fracasos y verdades a media. A partir de la leyenda de que Julio Antonio Mella era partidario de las ideas de Trotsky, el mito siempre se ha impuesto. La trama de las vicisitudes del movimiento es muy tentadora para el novelista, pero exigen al político una visión crítica si quiere sacar alguna enseñanza al respecto.

 

La realidad es que el trotskismo nunca fue una fuerza política importante en la Isla, salvo en el frente sindical. Un grupo pequeño desde el punto de vista numérico, que no logró crear un cisma entre los comunistas cubanos y que jamás conquistó el apoyo de los sectores populares del país.

 

No se ha demostrado a cabalidad que Mella se mostrara partidario de las ideas trotskistas. No deja tampoco de ser motivo de debate la posibilidad de que fuera asesinado por agentes comunistas y no por testaferros del dictador Gerardo Machado y que Tina Modoti estuviera al servicio de la KGB. Tampoco es cierto que los trotskistas cubanos apoyaran sin reserva al Gobierno de los Cien Días de Grau-Guiteras, la organización Joven Cuba y el programa de Antonio Guiteras. Más bien fue un intento de penetrar al grupo para desplazar a la pequeña burguesía cubana de la dirección de la lucha y controlar el proceso. El estudio de este proceso, durante los años 30, no puede realizarse solo teniendo en cuenta la bibliografía trotskista, sino también la labor del fallecido historiador Rafael Soler Martínez. Más allá de las posiciones ideológicas, la conclusión es que tanto los seguidores de Moscú como los partidarios de Trotsky luchaban por el control del movimiento obrero y eran igualmente sectarios.

 

Por encima del valor intelectual de los ensayos y artículos de quien fuera la figura de pensamiento más brillante de la Revolución de Octubre, y su mejor orador y jefe militar, desde el punto de vista intelectual muy superior a Lenin —quien resultó un hábil político y un astuto estratega partidista, pero un pésimo teórico, que tampoco nunca alcanzó la brillantez del primero en el discurso público—, poco o nada hay que buscar como guía en Trotsky para mejorar la sociedad.

 

Trotsky siempre resultó una figura difícil de clasificar, una figura difícil de encasillar, un hombre afiebrado y con una sensibilidad que quizá le hubiera servido para frenar más de un error en caso de mantenerse en el poder. Pero también a un fanático que propugnó el establecimiento de “campos de concentración” —de acuerdo a Isaac Deutscher en The Prophet Armed— para encerrar a los trabajadores que abandonaran sus puestos; un militar que reprimió a sangre y fuego la primera sublevación popular contra el régimen soviético —la de los marinos de Kronstadt— y el artífice del comunismo de guerra. Trotsky posteriormente acusó a Dzerzhinsky de ser el culpable de la represión en Kronstadt, aunque aclarando que “una guerra civil no es una escuela de humanitarismo”, y admitiendo en última instancia su responsabilidad histórica.

 

Fue Trotsky quien entonces escribió a Stalin: “Los [rebeldes] querían una revolución que no hubiera conducido a una dictadura, y una dictadura que no empleara la fuerza”, cita el historiador Dimitri Volkogonov en su biografía, Trotsky.

 

Volkogonov agrega: “Trotsky y Stalin pueden haber sido diametralmente opuestos en términos personales, pero ambos siguieron siendo típicos bolcheviques, obsesionados con la violencia, la dictadura y la coerción”.

 

Es precisamente en la obsesión por la violencia donde se encuentra la afinidad entre Trotsky y Guevara. Solo que hasta en ese punto el Che prefirió una elección más sencilla y rápida: escogió a Stalin.

Entrevista a Leonardo Padura

(Parte I)

Entrevista a Leonardo Padura

(Parte II)

Asaltar los cielos (documental)

(el asesino de Trotski murió en Cuba)

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José Martí: El que se conforma con una situación de villanía, es su cómplice”.

Mi Bandera 

Al volver de distante ribera,

con el alma enlutada y sombría,

afanoso busqué mi bandera

¡y otra he visto además de la mía!

 

¿Dónde está mi bandera cubana,

la bandera más bella que existe?

¡Desde el buque la vi esta mañana,

y no he visto una cosa más triste..!

 

Con la fe de las almas ausentes,

hoy sostengo con honda energía,

que no deben flotar dos banderas

donde basta con una: ¡La mía!

 

En los campos que hoy son un osario

vio a los bravos batiéndose juntos,

y ella ha sido el honroso sudario

de los pobres guerreros difuntos.

 

Orgullosa lució en la pelea,

sin pueril y romántico alarde;

¡al cubano que en ella no crea

se le debe azotar por cobarde!

 

En el fondo de obscuras prisiones

no escuchó ni la queja más leve,

y sus huellas en otras regiones

son letreros de luz en la nieve...

 

¿No la veis? Mi bandera es aquella

que no ha sido jamás mercenaria,

y en la cual resplandece una estrella,

con más luz cuando más solitaria.

 

Del destierro en el alma la traje

entre tantos recuerdos dispersos,

y he sabido rendirle homenaje

al hacerla flotar en mis versos.

 

Aunque lánguida y triste tremola,

mi ambición es que el sol, con su lumbre,

la ilumine a ella sola, ¡a ella sola!

en el llano, en el mar y en la cumbre.

 

Si desecha en menudos pedazos

llega a ser mi bandera algún día...

¡nuestros muertos alzando los brazos

la sabrán defender todavía!...

 

Bonifacio Byrne (1861-1936)

Poeta cubano, nacido y fallecido en la ciudad de Matanzas, provincia de igual nombre, autor de Mi Bandera

José Martí Pérez:

Con todos, y para el bien de todos

José Martí en Tampa
José Martí en Tampa

Es criminal quien sonríe al crimen; quien lo ve y no lo ataca; quien se sienta a la mesa de los que se codean con él o le sacan el sombrero interesado; quienes reciben de él el permiso de vivir.

Escudo de Cuba

Cuando salí de Cuba

Luis Aguilé


Nunca podré morirme,
mi corazón no lo tengo aquí.
Alguien me está esperando,
me está aguardando que vuelva aquí.

Cuando salí de Cuba,
dejé mi vida dejé mi amor.
Cuando salí de Cuba,
dejé enterrado mi corazón.

Late y sigue latiendo
porque la tierra vida le da,
pero llegará un día
en que mi mano te alcanzará.

Cuando salí de Cuba,
dejé mi vida dejé mi amor.
Cuando salí de Cuba,
dejé enterrado mi corazón.

Una triste tormenta
te está azotando sin descansar
pero el sol de tus hijos
pronto la calma te hará alcanzar.

Cuando salí de Cuba,
dejé mi vida dejé mi amor.
Cuando salí de Cuba,
dejé enterrado mi corazón.

La sociedad cerrada que impuso el castrismo se resquebraja ante continuas innovaciones de las comunicaciones digitales, que permiten a activistas cubanos socializar la información a escala local e internacional.


 

Por si acaso no regreso

Celia Cruz


Por si acaso no regreso,

yo me llevo tu bandera;

lamentando que mis ojos,

liberada no te vieran.

 

Porque tuve que marcharme,

todos pueden comprender;

Yo pensé que en cualquer momento

a tu suelo iba a volver.

 

Pero el tiempo va pasando,

y tu sol sigue llorando.

Las cadenas siguen atando,

pero yo sigo esperando,

y al cielo rezando.

 

Y siempre me sentí dichosa,

de haber nacido entre tus brazos.

Y anunque ya no esté,

de mi corazón te dejo un pedazo-

por si acaso,

por si acaso no regreso.

 

Pronto llegará el momento

que se borre el sufrimiento;

guardaremos los rencores - Dios mío,

y compartiremos todos,

un mismo sentimiento.

 

Aunque el tiempo haya pasado,

con orgullo y dignidad,

tu nombre lo he llevado;

a todo mundo entero,

le he contado tu verdad.

 

Pero, tierra ya no sufras,

corazón no te quebrantes;

no hay mal que dure cien años,

ni mi cuerpo que aguante.

 

Y nunca quize abandonarte,

te llevaba en cada paso;

y quedará mi amor,

para siempre como flor de un regazo -

por si acaso,

por si acaso no regreso.

 

Si acaso no regreso,

me matará el dolor;

Y si no vuelvo a mi tierra,

me muero de dolor.

 

Si acaso no regreso

me matará el dolor;

A esa tierra yo la adoro,

con todo el corazón.

 

Si acaso no regreso,

me matará el dolor;

Tierra mía, tierra linda,

te quiero con amor.

 

Si acaso no regreso

me matará el dolor;

Tanto tiempo sin verla,

me duele el corazón.

 

Si acaso no regreso,

cuando me muera,

que en mi tumba pongan mi bandera.

 

Si acaso no regreso,

y que me entierren con la música,

de mi tierra querida.

 

Si acaso no regreso,

si no regreso recuerden,

que la quise con mi vida.

 

Si acaso no regreso,

ay, me muero de dolor;

me estoy muriendo ya.

 

Me matará el dolor;

me matará el dolor.

Me matará el dolor.

 

Ay, ya me está matando ese dolor,

me matará el dolor.

Siempre te quise y te querré;

me matará el dolor.

Me matará el dolor, me matará el dolor.

me matará el dolor.

 

Si no regreso a esa tierra,

me duele el corazón

De las entrañas desgarradas levantemos un amor inextinguible por la patria sin la que ningún hombre vive feliz, ni el bueno, ni el malo. Allí está, de allí nos llama, se la oye gemir, nos la violan y nos la befan y nos la gangrenan a nuestro ojos, nos corrompen y nos despedazan a la madre de nuestro corazón! ¡Pues alcémonos de una vez, de una arremetida última de los corazones, alcémonos de manera que no corra peligro la libertad en el triunfo, por el desorden o por la torpeza o por la impaciencia en prepararla; alcémonos, para la república verdadera, los que por nuestra pasión por el derecho y por nuestro hábito del trabajo sabremos mantenerla; alcémonos para darle tumba a los héroes cuyo espíritu vaga por el mundo avergonzado y solitario; alcémonos para que algún día tengan tumba nuestros hijos! Y pongamos alrededor de la estrella, en la bandera nueva, esta fórmula del amor triunfante: “Con todos, y para el bien de todos”.

Como expresó Oswaldo Payá Sardiñas en el Parlamento Europeo el 17 de diciembre de 2002, con motivo de otorgársele el Premio Sájarov a la Libertad de Conciencia 2002, los cubanos “no podemos, no sabemos y no queremos vivir sin libertad”.