EL PAPEL DE LOS INTELECTUALES Y ARTISTAS

EN LA CUBA DE FIDEL CASTRO

  Los intelectuales y artistas cubanos

están obligados a tomar partido por su pueblo

Entrevista a Guillermo Cabrera Infante

Integrados y apolíticos

Alejandro Ríos

26 de diciembre de 2013

 

Le pregunto a un amigo, que vive en La Habana y conoce muy bien los entresijos de la cultural nacional, sobre el grupo musical Arnaldo y su Talismán. Me responde, sin pensarlo, que es un apapipio del régimen pues lo convocan con frecuencia a la animación de eventos políticos, siendo el más reciente un acto de repudio orquestado frente a la casa de Antonio Rodiles, donde se celebraba el Día Internacional de los Derechos Humanos.

 

Arnaldo divulgó este año un nuevo himno a los Comités de Defensa de la Revolución a la manera que Sara González lo hiciera con anterioridad. Era para celebrar el octavo congreso de una organización represiva a nivel de cuadra, en total decadencia, y el intérprete fabula una melodía poética, de concordia entre cubanos, donde no deja de advertir, sin embargo, que la vigilancia hay que mantenerla en alto.

 

Cuando la vivienda de Rodiles era acosada y Arnaldo se desgañitaba junto a su grupo en una tribuna ensordecedora con la asistencia de niños pioneros, dentro de la casa, el cantante y compositor Boris Larramendi, invitado al evento procedente de España donde reside, no salía de su sorpresa ante el deleznable operativo. Larramendi fue miembro de la banda Habana Abierta y, como solista, ha ido radicalizando sus composiciones en contra del castrismo.

 

Durante una entrevista para el Canal 41 dejó saber lo impresionado que se sentía por la experiencia vivida y comentó la incongruencia de utilizar la música de sus amigos Kelvis Ochoa y Descemer Bueno por los organizadores del acto de acoso como un tormento de altos decibeles.

 

Diario de Cuba le preguntó a Ochoa, quien se encuentra de gira por Miami, sobre la singular circunstancia de que su música se reproduce para animar actos de repudio. A lo que el cantante, compositor y también ex miembro de Habana Abierta, respondió: “No sé de qué me estás hablando’’.

 

Miami no es solamente la otra Cuba y el lugar donde encontraron refugio las víctimas del castrismo, sino la fuente de ingresos más segura y valiosa con la que cuentan los ahora artistas “apolíticos’’ que un día le desean vida eterna a Fidel Castro y amor de todo corazón en una tribuna cederista, para luego llegar tan campantes y facturar en la estigmatizada ciudad del sur de la Florida.

 

Dice el cantautor Amaury Gutiérrez, tal vez el artista más talentoso y consecuente de su generación, que se ha perdido la dignidad, porque quienes detentan el poder en Cuba, desde hace más de medio siglo, no tienen el más mínimo aprecio y respeto por la cultura nacional y mucho menos por su música.

 

En las antípodas de este espectro nebuloso y deprimente de complicidad y silencio en la cultura cubana, se coloca Aldo, uno de los integrantes del dúo de rap Los Aldeanos, quien ha dado a conocer durante su actual estancia en los Estados Unidos tal vez la canción más agresiva de su repertorio.

 

En La naranja se picó se le escucha decir que no aguanta más mentiras de un “régimen autócrata, sin salida, que te dice qué tienes qué decir y qué hacer con tu vida’’. Que no controlen más la emigración pues están alimentando tiburones y él no se doblegará a la “Cosa Nostra verde’’. “No captaste la esencia del cuento -asegura-, sigues siendo el gigante destructor, yo la puntilla mal puesta en tu asiento’’.

 

Que no se arrastrará por el piso y ni va a creer en “reflexiones’’ que sabe Dios quien las escribió. Según la temeraria canción, sus compatriotas “prefieren morir por el sueño americano que vivir la pesadilla cubana’’.

El mapa de la tristeza

Mario Vargas Llosa

15 de diciembre de 2013

 

PIEDRA DE TOQUE. El libro póstumo de Guillermo Cabrera Infante reconstruye los cuatro meses llenos de desaliento y neurosis que pasó en La Habana antes de emprender el camino que lo llevaría al exilio definitivo

 

El libro póstumo recién publicado de Guillermo Cabrera Infante se titula Mapa dibujado por un espía pero debería llamarse más bien El mapa de la tristeza por el sentimiento de soledad, amargura, indefensión e incertidumbre que lo impregna de principio a fin. Cuenta los cuatro meses y medio que pasó en La Habana, en el año 1965, adonde había viajado desde Bruselas —era allí agregado cultural de Cuba— por la muerte de su madre. Pensaba regresar a Bélgica a los pocos días, pero, cuando estaba a punto de embarcarse para el retorno a su puesto diplomático junto con sus dos pequeñas hijas, Anita y Carola, recibió en el aeropuerto de Rancho Boyeros una llamada oficial, indicándole que debía suspender su viaje pues el ministro de Relaciones Exteriores, Raúl Roa, tenía urgencia de hablar con él. Regresó a La Habana de inmediato, sorprendido e inquieto. ¿Qué había ocurrido? Nunca llegaría a saberlo.

 

El libro narra, a vuela pluma y a veces con frenesí y desorden, los cuatro meses siguientes, en que Cabrera Infante vuelve muchas veces al ministerio, sin que ni el ministro ni alguno de los jefes lo reciba, descubriendo de este modo que ha caído en desgracia, pero sin enterarse nunca cómo ni por qué. Sin embargo, al día siguiente de llegar, Raúl Roa lo había felicitado por su gestión como diplomático y anunciado que probablemente volvería a Bruselas ascendido como ministro consejero de la embajada. ¿Qué o quién había intervenido para que su suerte cambiara de la noche a la mañana? Por lo demás, le seguían pagando su sueldo y hasta le renovaron la tarjeta que permitía hacer compras en las tiendas para diplomáticos, mejor provistas que las bodegas cada vez más misérrimas a las que acudía la gente común. ¿Lo consideraba el gobierno un enemigo de la Revolución?

 

La verdad es que no lo era todavía. Había tenido un conflicto con el régimen en 1961, cuando éste clausuró Lunes de Revolución, revista cultural que Cabrera Infante dirigió durante los dos años y medio de su prestigiosa existencia, pero en los tres años de su alejamiento diplomático en Bélgica había sido, según confesión propia, un funcionario leal y eficiente de la Revolución. Aunque algo desencantado por el rumbo que tomaban las cosas, da la impresión que hasta su regreso a La Habana de 1965 Cabrera Infante todavía pensaba que Cuba enmendaría el rumbo y retomaría el carácter abierto y tolerante del principio. En estos cuatro meses aquella esperanza se desvaneció y fue allí, mientras, confuso y temeroso por su kafkiana situación de incertidumbre total sobre su futuro, deambulaba por sus amadas calles habaneras, veía la ruina que se apoderaba de casas y edificios, las enormes dificultades que el empobrecimiento generalizado imponía a los vecinos, el aislamiento casi absoluto en que se había confinado el poder, su verticalismo y la severidad de la represión contra reales o falsos disidentes, y la inseguridad y el miedo en que vivía el puñado de amigos que todavía lo frecuentaban —escritores, pintores y músicos casi todos ellos— cuando perdió las últimas ilusiones y decidió que, si salía de la isla, se exiliaría para siempre.

 

No lo dijo a nadie, por supuesto. Ni a sus más íntimos amigos, como Carlos Franqui o Walterio Carbonell, revolucionarios que también habían sido alejados del poder y convertidos en ciudadanos fantasmas, por razones que ignoraban y que los tenían, como a él, viviendo en una angustiosa y frustrante inutilidad, sin saber lo que ocurría a su alrededor. Las páginas que describen el vacío cotidiano de ese grupo, que trataba de atenuar con chismografías y fantasías delirantes, entre tragos de ron, son estremecedoras. El libro no contiene análisis políticos ni críticas razonadas al gobierno revolucionario; por el contrario, cada vez que asoma el tema político en las reuniones de amigos, el protagonista enmudece y procura alejarse de la conversación, convencido de que, en el grupo, hay algún espía o de que, de un modo u otro, lo que allí se diga llegará a los oídos del Ministerio del Interior. Hay algo de paranoia, sin duda, en este estado de perpetua desconfianza, pero tal vez ella sea la prueba a la que el poder quiere someterlos para medir su lealtad o su deslealtad a la causa. No es de extrañar que, en estos cuatro meses, comenzara para Cabrera Infante aquel vía crucis psicológico que, con el tiempo, iría desbaratando su vida y su salud pese a los admirables esfuerzos de Miriam Gómez, su esposa, para infundirle ánimos, coraje y ayudarlo a escribir hasta el final.

 

La publicación de este libro es otra manifestación del heroísmo y la grandeza moral de Miriam Gómez. Porque en él Guillermo cuenta, con una sinceridad cruda y a veces brutal, cómo combatió el desaliento y la neurosis de aquellos cuatro meses seduciendo a mujeres, acostándose a diestra y siniestra, y hasta enamorándose de una de esas conquistas, Silvia, que pasó a ser por un tiempo públicamente su pareja. Este y los otros fueron amores tristes, desesperados, como lo es la amistad y la literatura y todo lo que Cabrera Infante hace y dice en estos cuatros meses, porque a lo que de veras vive entregado en su fuero más íntimo es a su voluntad de escapar, de cortar para siempre con un país para el que no ve, en un futuro próximo, esperanza alguna.

 

No fue una decisión fácil. Porque él amaba profundamente Cuba, y, en especial La Habana, todo lo que había en ella, principalmente la noche, los bares y los cabarets y las bailarinas y sus cantantes, y la música, el clima cálido, las avenidas y los parques —¡y sus cines!— por los que pasea incansablemente, recordando los episodios y las gentes asociados a esos lugares, como para que su memoria tomara debida cuenta de ellos en todos sus detalles, sabiendo que no volvería a verlos, y poder recordarlos más tarde con precisión en sus ensayos y ficciones. En efecto, es lo que hizo. Cuando por fin, luego de esos cuatro meses, gracias a Carlos Rafael Rodríguez, líder comunista con el que el padre de Cabrera Infante había trabajado en el partido muchos años, Guillermo consiguió salir de Cuba con sus dos hijas, rumbo a España y al exilio, se llevó con él su país y le fue fiel en todo lo que escribió. Pero nunca se resignó a vivir lejos de Cuba, ni siquiera en los momentos en que obtuvo los mayores reconocimientos literarios y vio cómo la difusión y el prestigio de su obra lo compensaban de la feroz campaña de denigración y calumnias de que fue víctima durante tantos años. Aunque decía que no, yo creo que nunca perdió la esperanza de que las cosas fueran cambiando allá en la isla y de que, algún día, podría volver físicamente a esa tierra de la que nunca había logrado desprenderse. Probablemente sus males se agravaron cuando, en un momento dado, tuvo que reconocer que no, que era definitivo, que nunca volvería y moriría en el exilio.

 

Me ha impresionado mucho este libro, no sólo por el gran afecto que sentí siempre por Cabrera Infante, sino por lo que me ha revelado sobre él, sobre La Habana y sobre esa época de la Revolución Cubana. Conocí a Guillermo cuando era todavía diplomático en Bélgica y se guardaba muy bien de hacer críticas a la Revolución, si es que entonces las tenía. En la época que él describe yo estuve en Cuba y ni vi ni imaginé lo que él y los demás personajes de este libro vivían, aunque estuve con varios de ellos muchas veces, conversando sobre la Revolución, y convencido que todos estaban contentos y entusiasmados con el rumbo que aquella tomaba, sin sospechar siquiera que algunos, o acaso todos, disimulaban, representaban, y, debajo de su entusiasmo, había simplemente miedo. Antoni Munné, que, al igual que los dos libros póstumos anteriores, ha preparado esta edición con desvelo, ha puesto al final una Guía de Nombres, que da cuenta de lo ocurrido luego con los personajes que Cabrera Infante compartió estos cuatro meses; es una información muy instructiva para saber quiénes cayeron efectivamente en desgracia y sufrieron aislamiento y cárcel, o se reintegraron al régimen, o se exiliaron o suicidaron.

 

Ha hecho bien Antoni Munné en dejar el texto tal como fue escrito, sin corregir sus faltas, algo que sin duda Cabrera Infante se propuso hacer alguna vez y no le alcanzó el tiempo, o, simplemente, no tuvo el ánimo suficiente para volver a enfrascarse en semejante pesadilla. Así como está, un borrador escrito con total espontaneidad, sin el menor adorno, en un lenguaje directo, de crónica periodística, conmueve mucho más que si hubiera sido revisado, embellecido, transformado en literatura. No lo es. Es un testimonio descarnado y atroz, sobre lo que significa también una Revolución, cuando la euforia y la alegría del triunfo cesan, y se convierte en poder supremo, ese Saturno que tarde o temprano devora a sus hijos, empezando por los que tiene más cerca, que suelen ser los mejores.

 

 

Homofobia y Lacras Sociales

Juan Goytisolo

14 de diciembre de 2013

 

Cabrera Infante retrató la deriva del castrismo que le obligó a expatriarse

 

Decir que he leído de un tirón, con apasionamiento, Mapa dibujado por un espía, de Guillermo Cabrera Infante, publicado por Galaxia Gutenberg en una cuidada edición a cargo de Antoni Munné, es quedarme corto. La inmersión en sus páginas ha sido para mí retroceder en el tiempo, un salto vertiginoso de medio siglo para vivir entre personajes que fueron mis amigos y otros muchos que frecuenté u oí hablar de ellos durante mis dos viajes de “turista revolucionario” a una Cuba que parecía encarnar la utopía de una sociedad libre, justa e igualitaria. Mi librito Pueblo en marcha, publicado en París en 1962, da buena cuenta de ello.

 

Durante mi segunda estancia en La Habana, en plena crisis de los cohetes, con miras a un guion de cine para Tomás Gutiérrez Alea que nunca se llevó a cabo, Cabrera Infante no estaba en Cuba. Había sido nombrado agregado cultural de la embajada de su país en Bruselas y allí residía cuando en junio de 1965 recibió la noticia de la grave enfermedad de su madre y llegó a La Habana justo para asistir a su entierro. Tras unos días de duelo, cuando se disponía a coger el avión de regreso, una llamada telefónica del ministro de Asuntos Exteriores se lo impidió. Raúl Roa quería hablar con él y no pudo embarcarse con los demás pasajeros.

 

Mapa dibujado por un espía abarca el periodo de cuatro meses entre esta salida frustrada y su costosa autorización para dejar la isla con destino a España en donde su novela Tres tristes tigres había sido galardonada con el premio Biblioteca Breve de la editorial Seix Barral: un periodo lleno de tensiones e incidentes que desembocaron en su decisión de expatriarse con la amarga verificación de que Cuba ya no era Cuba y de que aquel país no era su país.

 

Ante el rumbo inquietante de la revolución hacia un sistema totalitario que alarmaba incluso a viejos militantes comunistas como el poeta Nicolás Guillén a quien Fidel Castro había tildado de “haragán” en una charla con los estudiantes (“¡Este tipo es peor que Stalin! Por lo menos Stalin está muerto pero este va a vivir 50 años más y nos va a enterrar a todos”, dijo Guillén a Cabrera Infante), los escritores cubanos llamados al orden desde el famoso encuentro con Fidel en 1961 y el cierre posterior del magacín Lunes de Revolución dirigido por Guillermo, se habían dividido entre quienes se atrevían a criticar abiertamente la deriva autoritaria del régimen como Walterio Carbonell y Martha Frayde, los críticos cautos como Carlos Franqui y Gutiérrez Alea (cuyo filme Fresa y chocolate fue un prudente ejercicio de disidencia) y los que se doblegaron a los imperativos doctrinales del “socialismo real” en el que, como dijo un libertario de Mayo del 68, todo era real excepto el socialismo.

 

Dada la imposibilidad de resumir aquí la pleamar represiva que afectaba a intelectuales, escritores y artistas reflejada en el libro, me detendré en uno de los elementos más significativos de lo que se conoce hoy como la Década Ominosa: la obsesión enfermiza del régimen contra los culpables o sospechosos de homosexualismo, calificados de “delincuentes sexuales”, obsesión que desembocó en el envío de decenas de millares de ellos a los campos de trabajo de las UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción) poco después de la salida de Cabrera Infante de la isla.

 

La creación de un departamento del Ministerio del Interior, el de Lacras Sociales, era el vértice de una vasta pirámide de espionaje y control que a partir de los Comités de Defensa de cada barrio elaboraba casa por casa un censo de los sospechosos de desviación. Obviamente, los medios literarios y artísticos se convirtieron en el punto de mira de los celadores del orden y las buenas costumbres impuestos por la Revolución. El Teatro Estudio, el grupo cultural El Puente, los círculos intelectuales marginados por la línea oficial comenzaron a sufrir las consecuencias de esa manía persecutoria. El director de la revista Casa de las Américas, Antón Arrufat, había sido destituido de su cargo por haber publicado un poema de José Triana con alusiones homoeróticas e invitado a Cuba al icono de la Beat Generation Allen Ginsberg. En cuanto a Virgilio Piñera, detenido ya en 1961 en la primera redada organizada por los guardianes de la ortodoxia a ultranza y liberado gracias a la intervención de Carlos Franqui, vivía aterrorizado y con esa valentía suya que brotaba del miedo había discutido con sus amigos la idea de una manifestación ante el palacio presidencial para denunciar el acoso que sufrían por parte de Lacras Sociales y su jauría de malsines. Dicha manifestación que anticipaba la de los actuales activista gais en regímenes autoritarios y que en el contexto cubano de 1965 era inútilmente suicida no se realizó y el ministro del Interior, el comandante Ramiro Valdés y su adjunto Manuel Piñeiro siguieron con las suyas contra las “desviaciones y extravagancias” tanto de la santería africana de los lucumíes y abakuás como de los estigmatizados sodomitas.

 

El episodio más revelador de esa atmósfera paranoica que refleja el libro es tal vez el referido al autor por Tomás Gutiérrez Alea, mi amigo Titón: el del “juicio” al que asistió casualmente con dos colegas en la Federación de Estudiantes Universitarios contra dos alumnos acusados de contrarrevolucionarios, sentados en un estrado con el juez y sus acusadores ante una asamblea vociferante que no les concedía la palabra y exigía su expulsión. Las víctimas de aquella siniestra farsa eran un muchacho motejado de “raro” y una chica, de “egoísta y exquisita”. Los dos jóvenes y un asistente al acto que no alzó el brazo como los demás (“¡ojo, aquí hay uno que no votó!”) fueron excluidos de la universidad y después de aquel linchamiento purificador el raro, un alumno eminente de la escuela de Arquitectura, se arrojó del último piso del edificio en el que vivía. La epidemia de suicidios que diezmó las filas de la intelectualidad y la clase política cubanas durante aquellos años, epidemia analizada por Cabrera Infante en su obra Mea Cuba, se cobró una víctima más.

 

No quiero concluir estas líneas sin mencionar la digna y eficaz intervención de Lezama Lima para quitar hierro a las palabras de Walterio Carbonell ante un grupo de empresarios franceses salvándole así momentáneamente de la máquina represiva que se abatiría sobre él dos años más tarde acusado de fomentar un Poder Negro en la isla y el ostracismo y castigo de algunos fieles de Che Guevara como el embajador de Cuba en Bruselas Alberto Mora a quien su excompañero de lucha antibatistiana Ramiro Valdés visitaría más tarde en su celda de La Cabaña exhortándole a que confesara sus imaginarios crímenes contrarrevolucionarios, y Enrique Oltuski, enviado cuatro meses al penal de Isla de Pinos por haber pronosticado con acierto el fracaso de uno de los grandiosos planes agrícolas de Fidel.

 

La transformación del “desviacionismo” sexual en político y de ambos en una forma inicua de delincuencia constituye una de las páginas más sombrías de una Revolución que Cabrera Infante, como la inmensa mayoría de intelectuales cubanos, acogió con entusiasmo hasta que las sucesivas experiencias recogidas en el libro sobre su última estancia en la isla le convirtieron en este gran escritor de dentro desde fuera de Cuba que todos sus lectores admiramos.

 

 

Un Infante en crudo

Jorge Ferrer

29 de noviembre de 2013

 

Las publicaciones póstumas de un autor sirven, fundamentalmente, para alimentar por igual a sus lectores devotos y a los académicos. Al cierre de una obra por circunstancia tan rotunda como la muerte se añaden esas adherencias póstumas que rara vez consiguen modificar el corpus ya concluso, salvo excepciones: libros mayúsculos secuestrados por la censura, manuscritos extraviados o engavetados u otros accidentes en el camino que llevan unas páginas a la disciplina de la letra de imprenta. Vasili Grossman o Roberto Bolaño, en claves distintas, son dos de esas excepciones.

 

Estos días ha llegado a mi mesa ‘Mapa dibujado por un espía’, la tercera entrega de la edición de los libros póstumos de Guillermo Cabrera Infante que emprendió Galaxia Gutenberg en 2008.

 

‘Mapa’ no es un libro acabado, pero es uno que cuenta una historia. Una buena historia, aunque no sea una historia buena. Un diplomático cubano regresa a La Habana a enterrar a su madre a mediados del año 1965. La suerte de Cuba ha dado un vuelco seis años y medio antes. La visita, que imaginaba episodio de unos pocos días antes de regresar a retomar sus funciones, se alarga cuatro meses en los que se ve despojado de su dignidad diplomática y asiste al desmoronamiento de la ciudad que conocía, al envilecimiento de sus habitantes, al trabajo minucioso de los siniestros muñidores de un estado totalitario. Nuestro diplomático, que fue antes director de la más entusiasta de las publicaciones culturales “revolucionarias”, vive esos meses en La Habana en ascuas. El paraíso de antaño se ha convertido en un infierno por venir. Sus amigos homosexuales son los primeros en padecerlo; él mismo se vio obligado a abandonar su carrera de activista cultural en favor de un exilio dorado en la cancillería cubana en Bruselas. Comprende que tiene que escapar de allí a toda costa y el libro es hoja de ruta in progress de quien busca la puerta de salida. Pero, ay, una joven de piel dorada y labios disparejos lo enamora. Un tercio del libro narra ese enamoramiento que transcurre en paisaje sórdido. Conocemos el final desde el principio, porque el autor tiene biografía que nos es más próxima que cualquiera otra del exilio cubano: Cabrera Infante escapará de la tiranía y de la muchacha que encontró allí por azar.

 

‘Mapa dibujado por un espía’ no habría sido una novela menor en la obra de GCI. De hecho, pudo haber sido la ‘novela de la revolución’ que nunca escribió, centrada como estuvo su obra en La Habana prerrevolucionaria que convirtió en un monumento a la vida y la lengua. De haber llevado a término lo que este manuscrito esboza en clave notarial, ¿quién sabe qué efecto habría producido ‘Mapa’ en el eje de su obra? Sin dudas, se habría insertado en la serie de novelas del desencanto del comunismo, junto a Koestler, Milosz, Orwell, Gide…, una serie de ‘renegados’ que él mismo recorre en el que acaso sea el más importante de todos los textos que dedicó al afán totalitario en la Cuba castrista: sus respuestas a la entrevista que le hiciera Tomás Eloy Martínez para Primera Plana que significaron su ruptura pública con el régimen cubano.

 

Aquel “Yo acuso”, escrito y publicado en 1968, tres años después de su último paso por La Habana, contiene los mimbres del ‘Mapa’ en magnífica y demoledora síntesis. Todos ellos, menos los secretos de alcoba, y este manuscrito publicado ahora parece una nota al pie de él. Nota notable, no obstante. Pero nota que no impide que uno lea este manuscrito más con la sensación de pérdida que con la de ganancia.

 

Su lectura nos aboca a pregunta insoslayable, al por qué Cabrera Infante no acabó de dibujar este ‘Mapa’ e insertarlo en el catálogo cartográfico de Cuba que es toda su obra. Su condición póstuma nos obliga a dejar esa feroz incógnita en vilo, mientras paseamos los ojos, igualmente en vilo, por este ‘mapa’ de la desazón y la renuncia.

 

 

Una temporada en el limbo: Cuba, 1965

Diego A. Manrique

23 de noviembre de 2013

 

Ya saben de la última perla hallada en el océano de textos dejados por Guillermo Cabrera Infante en su casa londinense. Mapa dibujado por un espía (Galaxia Gutenberg) es la crónica de un período de callado dramatismo en la peripecia del autor cubano. GCI ha creído alejarse del fragor caribeño, de las luchas intestinas de la Revolución, al instalarse en Bruselas, donde ejerce de agregado cultural (*). En Bélgica está Miriam Gómez, su esposa, también empleada de la Embajada de Cuba. Hasta que retorna a Cuba para el entierro de su madre.

 

Al píe del avión que le llevaría de vuelta a Europa, en compañía de sus dos niñas, fruto de su primer matrimonio, le ordenan permanecer en la isla. Lo que sigue es una pesadilla: cuatro meses varado en La Habana, temiendo un zarpazo del castrismo, que le considera un disidente, aunque Cabrera Infante sea públicamente el más prudente de sus amigos. Tiempo suficiente para apreciar la pobreza general, el surgimiento de las jineteras, la degradación urbana y, sobre todo, el miedo que atenaza a los círculos artísticos e intelectuales.

 

Crece la tensión. Si le niegan el pasaporte, pocos le van a echar de menos: todavía no ha salido su magno Tres tristes tigres, que le universalizará. El autor sabe que se le acaba el tiempo: su hermano Sabá, destacado en Madrid, va a solicitar el asilo político. Y también surgen razones para no moverse: entre sus abundantes lances eróticos, se enamora de una jovencita llamada Silvia. Pero, signo de los tiempos, llega a temer que esta sea una agente de Manuel Piñeiro, alías Barbarroja, gran señor de los servicios secretos, que desconfía de los hermanos Cabrera Infante, aunque sean hijos de comunistas.         

 

Mapa dibujado por un espía es un texto inacabado. No fue reelaborado literariamente por el autor, lo que seguramente impidió que se colaran valoraciones a posteriori, anatemas para tantos amigos que se quedaron y se envilecieron. Hay seudónimos y nombres dejados en blanco: Cabrera Infante no va a ejercer de chivato. Lo que encontramos aquí es el día a día, las frustrantes minucias, los encuentros en distancias cortas.

 

Vemos a un Nicolas Guillén indignado de que Fidel Castro haya usado una visita a la Universidad para atacarlo -”¡ese es un haragán!”- y afirmar su preferencia por Alejo Carpentier. Un Guillén seguramente intimidado: el poder de Fidel es total, sin necesidad de juicios. Puede castigar a un colaborador que llega tarde: encierra al tardón en una caseta durante dos semanas; ninguna broma en un clima tropical.

 

Una Haydée Santamaría, de alguna manera beatificada tras su suicidio en 1980, aparece aquí mucho menos risueña de lo que nos cuentan. Y luego está la variación bolchevique del fan fatal: Enrique Oltuski, guevarista, preso tras confirmarse un desastre agrícola sobre el que ya había avisado, o Walterio Carbonell, caído en desgracia por sugerir un black power a la caribeña. Ambos resistirán en la Isla Grande, incapacitados para romper con la Revolución, demasiado cubanos para aceptar la posibilidad de exiliarse.

 

Arropado por familia y amigos, Cabrera Infante va comprendiendo la profundidad de la represión. Vean la portada de una revista de 1965: el perro Pucho, mascota de la Revolución, pisotea a homosexuales, intelectuales, melenudos. Guillermo se entera de las penalidades del chaval de 18 años al que están haciendo la vida imposible en el servicio militar al saberse que escucha música pop; expresamente prohibida en la radio o en la TV, también está mal vista su audición privada. Igual que hicieron los stilyagi (“modernos”) en la Unión Soviética, los aficionados cubanos aprenden a fabricar discos caseros con las placas de rayos X. Gracias a la cercanía con La Florida, es posible captar emisoras estadounidenses y grabar en cinta las últimas novedades.

 

Para el régimen cubano, la música pop en inglés es intolerable: contaminación ideológica. Hay diferentes grados, es cierto: está un poco mejor visto el pop británico que el estadounidense (hasta que ambos son vetados).

 

Con su habitual cintura, Castro da el visto bueno al pop español, que resulta inmensamente popular a través de Nocturno, un programa de Radio Progreso. Entran en tromba Los Brincos, Juan & Junior, Los Mustang, Los Bravos, Fórmula V, Los Diablos (hasta tiempos recientes, algunos de estos conjuntos se reunían regularmente para actuar en Miami, ante públicos de exiliados cubanos atacados de nostalgias nocturnas).

 

También está mal considerado el jazz. Preparando su huida, Guillermo pone en venta sus discos y alguien le encuentra comprador. Felizmente, esquiva una invitación para conocer al nuevo propietario y su amplia colección. Esa misma noche, entra la policía y pillan al jazzero fumando marihuana: le ha denunciado su mujer. Cuatro años de cárcel.

 

Cabrera Infante aprende que urge cortarse el pelo y evitar los pantalones estrechos. La disidencia estética es señal de desafecto política, lo que puede significar un billete de ida para los trabajos forzados en las Unidades Militares de Ayuda a la Producción, las brutales UMAP. La revolución ha desarrollado un machismo-leninismo muy estridente, que persigue con saña “la mariconería”. Es la obsesión de Lacras Sociales, una sección de la policía política empeñada en cazar homosexuales o, al menos, tenerlos fichados para cuando sea necesario actuar contra ellos. 

 

Gran paranoia. Un héroe de la Revolución sermonea a los universitarios: “les había dado consejos de no andar con un libro bajo el brazo y vestir a la moda y calzarse con sandalias. Esas tres características, según Chomón, conducían a lo peor: a la mariconería y por tanto a la contrarrevolución”. Se lo cuentan a Cabrera Infante y puede estar exagerado pero da idea del clima moral que se impone.

 

El autor también se desencanta con la música cubana de la Revolución. Da un aprobado raspado a Los Zafiros: “aunque estaban atrasados con respecto a la música que se oía en Europa Occidental, tenían buenas voces y se agrupaban, a veces al unísono, otras en contrapunto, con bastante buen gusto”. Por el contrario deplora el ritmo mozambique, propugnado por Pello El Afrokán y su conjunto, que “hacían un ruido infernal sin jamás organizarlo en música”.

 

Su mejor experiencia ocurre en una reunión en casa del compositor Harold Gramatges, donde canta Ela O'Farrill y toca Frank Emilio: “canciones de la época del feeling, muy anteriores a la Revolución; exceptuando los himnos, no había una canción revolucionaria que valiera la pena”.

 

Al final, esos meses de purgatorio quedan identificados musicalmente con el jazz. El de Dave Brubeck, que acompaña las sesiones amorosas con Silvia. Y el elepé Lady in satin, de Billie Holiday, un favorito igualmente de Silvia. Fatalmente, se pierde: lo dejan en un taxi, camino de una fiesta. Un aviso de Eleggua: es la hora de partir.

 

(*) No se crean que la Embajada de Cuba en Bélgica era una balsa de aceite. El primer secretario, Juan José Díaz del Real, sacaba la pistola cuando se sentía ofendido. Y sabía usarla: siendo embajador en la República Dominicana, asesinó a un exiliado cubano. Por el edificio de la embajada rondaba también Aldama, un seguroso encargado de informar a La Habana sobre “actividades de los contrarrevolucionarios”.

 

 

Entrevista a la viuda de Guillermo Cabrera Infante

Borja Bergareche

11 de noviembre de 2013

 

«Los Castro son unos gánsteres que han destruido el alma cubana»

 

La viuda de Cabrera Infante, Miriam Gómez, habla sobre «Mapa dibujado por un espía», la novela póstuma del escritor cubano que se presentará este miércoles en Madrid

 

El baúl de los recuerdos. El cajón de las pesadillas. La caja de Pandora. La psicología humana recurre a menudo a las metáforas mobiliarias para describir los lados oscuros de esa máscara que llamamos persona. En el caso de Miriam Gómez, la joven y bella actriz cubana con la que el escritor Guillermo Cabrera Infante se casó en 1961, el horror -un libro- se escondía en un lugar bien físico. Un armario blanco, al que señala sin mirar, situado en el salón del piso que la inseparable pareja compartió durante décadas en el centro de Londres. «Yo le tenía mucho miedo a este libro», explica en el rincón prestado a los sofás en una estancia poblada por libros, películas y estanterías. «Guillermo lo escribió, me lo dio para que lo metiera en un sobre y se olvidó de él para siempre; yo lo metí en el fondo de ese armario y lo olvidé también porque era una caja de Pandora que no queríamos abrir».

 

La viuda, confesora, lectora y editora del escritor cubano se refiere así a «Mapa dibujado por un espía», la novela póstuma desempolvada del abismo personal de la pareja para las obras completas de Cabrera Infante que edita Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. Gómez, de 74 años, presentará la obra, una crónica desgarradora del desengaño del escritor con la revolución cubana, este miércoles en Madrid.

 

«En Mapa vamos a descubrir un Guillermo distinto, es una persona que descubre el horror y que se enfrenta con dolor y valentía a algo en lo que había colaborado y que ya no podía seguir apoyando», nos explica, mientras sirve unas tacitas de sake japonés que le ayudarán a lo largo de la entrevista a pasar el trago de haber liberado al genio malo de Cabrera Infante, el autor de obras como «Tres tristes tigres» y Premio Cervantes en 1997, fallecido en febrero de 2005.

 

«Lo que le ha pasado a una nación es más importante que lo que me pueda pasar a mí»

 

Miriam Gómez era siempre la primera persona en leer las obras de su marido. En «La Habana para un infante difunto» le obligó, a costa de una fuerte bronca conyugal, a eliminar un centenar de páginas. Pero este libro era diferente. En enero pidió al editor, Antoni Munné, que lo leyera primero. Dos días después, este volvió con su veredicto. «Va a ser terrible para ti», le dijo. Miriam lee y trabaja a menudo en la cama. «Me metí en la cama y lo leí en un día y medio, y me quedé vacía». Aún así, autorizó su publicación intacta. «Lo que le ha pasado a una nación es más importante que lo que me pueda pasar a mi», dice.

 

Los demonios de la revolución castrista

 

En «Mapa dibujado por un espía» su marido se enfrenta a los demonios de la revolución castrista, pero también aborda por primera vez sus propios problemas mentales, heredados por vía genética de un abuelo canario esquizofrénico. Lo que más le dolió a su viuda, sin embargo, fue mirar de frente por primera vez a los amoríos y relaciones de Cabrera Infante con otras mujeres. «Me contó que había tenido romances, pero nunca la profundidad con la que se había enamorado de otras», explica . «Guillermo era un loco de las mujeres, se aferraba a ellas como otros se agarran al alcohol o las drogas... ahora pienso que en cierta forma le salvaron la vida en situaciones extremas».

 

Acaba de emerger de dos semanas en cama rehaciendo una mala traducción al inglés de «Cuerpos divinos», las memorias noveladas de Cabrera Infante. «Y me he dado cuenta de que en sus viajes con Fidel, mientras anotaba los horrores que veía, perseguía a las mujeres como una vía de escape». Cuando el escritor sufrió un ataque al corazón, poco antes de morir de una septicemia contraída en el Chelsea and Westminster Hospital de Londres, se sinceró con su mujer. «Pasamos una noche maravillosa en la que me dio las gracias y me dijo todo lo que yo había sido para él; yo sé que para el fui el amor total, la única cosa que nunca le falló», recuerda, con lágrimas en los ojos y sake en los labios.

 

En 1965, cuando ya había obtenido el premio Biblioteca Breve por «Tres tristes tigres» y trabajaba como agregado cultural de Cuba en Bruselas, Cabrera Infante recibió la noticia de que su madre, Zoila Infante, estaba a punto de morir. Apartado a un discreto puesto diplomático en Europa por su libertad de criterio como responsable de Lunes de Revolución, el suplemento literario del diario «Revolución» (actual Granma), el escritor viajó a La Habana para despedirse. «Para él, su madre era un ser superior, el amor que Guillermo siente por las mujeres se entiende desde ese amor a la madre», explica Miriam. Zoila murió mientras su hijo volaba hacia la isla. Allí, a la tristeza por la pérdida se sumaron las vejaciones y atropellos de un régimen envenenado ya por el virus del totalitarismo, según describe minuciosamente en el nuevo libro.

 

«El problema de Cuba es que han destruido su alma»

 

«La destrucción física de un país tiene remedio, un árbol caído se puede sembrar, pero el problema de Cuba es que han destruido su alma, y eso no se puede reconstruir, a los cubanos les han destruido el alma, el idioma, les han convertido en esclavos, y eso era lo que más le dolía a Guillermo», recuerda su viuda. Al igual que señala el armario blanco de los horrores sin mirar, Miriam Gómez se refiere a los Castro sin nombrarles. «Son el doctor Jekyll y mister Hyde, como decía Guillermo, es una familia de zoquetes y gángsteres que ha usurpado el poder, como Gadafi y sus hijos hicieron en Libia», defiende. «El de ahora [Raúl] es un mierdita creado por el otro [Fidel]», dice.

 

De La Habana a Londres

 

Entre su viaje a Cuba en 1965 y la detención en 1971 del poeta cubano Herberto Padilla por «contrarrevolucionario» -el caso generó una conmoción internacional en el mundo de las Letras-, Cabrera Infante completa su proceso de ruptura total con la dictadura cubana. Era hijo de comunistas patanegra. Los miembros del partido le llamaban «Guillermito». Muchos eran sus amigos. Pero no podía digerirlo y, tras el caso Padilla, hizo público su divorcio en una célebre entrevista con Tomás Eloy Martínez. «El se opuso en el peor momento, cuando todo el mundo iba con el librito rojo debajo del brazo», recuerda Miriam.

 

Como ocurre a muchos cubanos, se negó a solicitar asilo político por no perjudicar a sus amigos. Aterrizaron primero en España. «Yo en Madrid pude haber trabajado como actriz», dice Miriam. Pero el escritor había publicado a demasiados escritores republicanos para el estómago del franquismo. La pareja llegó así a Londres sin un duro, y con las dos hijas del primer matrimonio del escritor a cuestas. En pleno «Swinging London», sin patria ni dinero, Cabrera Infante se sumergió en su misión vital y literaria de cronista habanero desde el exilio. Escribía bajo el foco de la cocina. «Le gustaba que yo estuviera cerca porque con los electro-shocks con los que le trataron perdió mucha memoria», cuenta.

 

«Empezaba vestido, con su traje, y entonces se quitaba los zapatos, luego los calcetines, y al rato se quitaba el pantalón, y la camisa, y se quedaba en cueros delante de la página», recuerda divertida. «Yo pensaba, ¡qué estará soltando!». Un escritor que «era su propia materia». Y unas páginas que fueron siempre «una reconstrucción de La Habana que han destruido».

 

«La Habana tenía 134 salas de cine, ahora ven películas pirata en teles enviadas desde Miami»

 

Miriam Gómez cautiva a la grabadora con su voz y al fotógrafo con su elegancia. Actriz y modelo de joven, vive en Londres «gozando cada día; de Cuba solo tengo buenos recuerdos, pero no tengo nostalgia de nada». Acaba de devorar la filmografía entera de Akira Kurosawa y ha comprado en Amazon montañas de películas del director coreano Lee Chang-Dong y de los actores japoneses Tsutomu Yamazaki («Despedidas») y de Tadanobu Asano. Recuerda con rabia que «La Habana era la ciudad con más cines del mundo, tenía 134 salas maravillosas». Ahora, dice, «en Cuba tienen que ver películas piratas en una habitación con una tele que les han enviado familiares de Miami, y encima se lo prohíben». En la vida de la pareja hubo mucho cine. Como una fiesta de Robert Duvall en 1993 tras rodar en Florida «Vaya par de amigos», un homenaje a Hemingway. Cabrera Infante reconoció allí a «El jacobino», un furibundo castrista que intentaba ahora diluir su identidad en el exilio.

 

«La gente de Miami ha borrado su pasado», dice Miriam. En los 60, la pareja viajó a España desde Bégica en un Fiat 600 cargado de gasolina. «Vi un lugar lleno de luz y de gente alegre, pero yo nunca había visto tanta pobreza». En Peñíscola, la Guardia Civil le impidió bañarse en bikini. Cuando regresaron a Valencia en los 90, ya no quedaba playa. Lo que vio fue «unas alemanas gordas en top-less con unos senos hasta el suelo que eran para que la Guardia Civil se las llevara por obscenas».

 

 

 

El realismo como régimen

Rafael Rojas

17 de octubre de 2013

 

El más reciente reportaje de Jon Lee Anderson, en The New Yorker, “A Crime Writer Surveys a Changing Cuba”, tiene el acierto de abultar visiones sobre la nueva Cuba del siglo XXI en la esfera pública de Nueva York. Como en las notas de Vicky Burnett para The New York Times, en los dos últimos años, asistimos al retrato de una ciudad y un país del Caribe, que ya dejaron atrás el “periodo especial” o el momento post soviético, y que se internan en la terrible normalidad del capitalismo subdesarrollado. Hay un acto de desilusión, de abandono de toda fantasía reparadora, en esa mirada newyorkina hacia Cuba, que afina el juicio.

 

Pero el artículo de Anderson tiene la dificultad de que no sólo trata sobre lo que, abusando del tópico, podríamos llamar el “caso Padura”. El periodista se propuso algo más: describir, a través de ese “caso”, el “estado” de la literatura cubana. No es raro que en el subtítulo que anuncia la portada del New Yorker se junten dos conceptos que rebasan su significado político más preciso: “on realism and the regime”. Anderson, en efecto, no sólo intentó explicar a sus lectores de Manhattan el enrevesado asunto de que un escritor interesado en su autonomía, que ha criticado y critica abiertamente aspectos fundamentales del sistema político cubano, sea premiado por el Estado. Al fin y al cabo, en cualquier país del mundo, eso es lo más común.


La mayor dificultad comienza cuando Anderson hace del caso Padura un fenómeno estético y entiende su soledad -dice, por ejemplo, que el escritor se “ha quedado sin pares en la isla”- en clave literaria. Cuando es bien sabido que el tipo de realismo de Padura no es tan raro en la literatura cubana contemporánea y no proviene de Carpentier, mucho menos de Eliseo Alberto, a quien en algún momento se menciona como antecedente, sino de escritores realistas de los 60, 70 y 80, como Lisandro Otero o Jesús Díaz y, específicamente, de escritores del género policiaco como Daniel Chavarría y Luis Rogelio Nogueras. A contrapelo de lo que afirma Anderson podría decirse que Padura no está nada solo, estéticamente hablando. Casi toda la narrativa que se publica en Cuba sigue siendo realista.


Anderson privilegia, además, la interlocución de Padura con Pedro Juan Gutiérrez y Wendy Guerra, dos escritores con los que sus novelas, sobre todo las mayores, La novela de mi vida y El hombre que amaba los perros, no dialogan. El equívoco no sólo tiene que ver con el hecho de que se trata de tres de los pocos escritores de la isla, de los últimos años, traducidos al inglés, y con posiciones públicas similares, de autonomía negociada, sino con algo más problemático aún: escritores en los que la literatura norteamericana puede encontrar ecos o epigonías de sus propios modelos. Padura es el “Chandler cubano”, Gutiérrez, el “Bukowski habanero”. Por suerte no puede decirse que Guerra sea la “Anaïs Nin cubana”, porque Anaïs Nin era cubana.


En las mismas páginas del New Yorker, cuando algún crítico literario norteamericano, como James Wood por ejemplo, reseña novelas o reflexiona sobre el “estado” de la literatura de Estados Unidos, jamás se detiene en los best sellers que describen la vida cotidiana de los estadounidenses, “tal cual es”. Wood prefiere comentar a escritores jóvenes, cosmopolitas y de vanguardia, como Elena Ferrante, Rachel Kushners o Caleb Crain, que enfrentan en sus ficciones dilemas globales. Wood mismo es defensor del realismo o de un tipo de realismo crítico, abierto a la experimentación, pero en sus reseñas cuestiona la colonización de la literatura por el periodismo.


Me pregunto si no habría que discutir, en honor a esa patria de la discusión que es Nueva York, la idea colonial de la literatura, en la que convergen el mercado, los medios, la academia y, a estas alturas, el Estado, y que asume que la tarea del escritor cubano es narrar la precariedad de su vida cotidiana. Hay ahí una hegemonía del patrón periodístico de la literatura, que canoniza el realismo de un modo muy similar a como, no hace mucho, lo canonizaba Moscú. Habría que discutir esa idea de la literatura, para empezar, porque borra la historia cultural cubana de los últimos veinte años. Si “la literatura cubana” es eso, entonces Cabrera Infante, Sarduy o Kozer, el arte de los 80, Paideia, Naranja Dulce, Diásporas, Encuentro y la diáspora de los 90 no tuvieron lugar. 

 

 

La biblioteca como fantasma

Armando Valdés-Zamora

4 de agosto de 2013

 

Durante los años noventa viajé en tren por toda Cuba en busca de libros que después vendía en dólares a turistas en la Plaza de Armas. Llevaba un bolso gigantesco de esos que en La Habana llamamos gusano, por la forma alargada que recuerda al animal, y la procedencia: vienen cargados de pacotilla desde Miami. El mío lo había heredado del último viaje de mi padre.

 

         -Te dejo esto que me trajeron de Miami, me dijo como si se tratara de legar un patrimonio, mientras se secaba el copioso sudor de su frente; no me hace falta para un viaje de ida sin regreso.

 

Las costuras del gusano heredado resistían (bajo el fogaje, las lluvias, los empujones y la suciedad de los trenes), el peso de diccionarios, enciclopedias, atlas, y todo tipo de libros que yo compraba en provincia, muy baratos, a familias desesperadas por comer, o por pagarse alguna visa, o una buena balsa que les permitiera fugarse allende los mares, como mi padre.

 

Me doy cuenta ahora, caminando por la calle Obispo, que mi memoria asocia los libros que tuve en Cuba con aquellos viajes de supervivencia en tren, y no con la nostalgia infantil de la evasión imaginaria hacia otros mundos. Por supuesto que existió esa época (cuando a los doce años mi padrastro Joaquín me construyó mi primera biblioteca) de lecturas de Julio Verne y Agatha Christie, pero los perniles de jamón y los quesos comprados de contrabando gracias a los libros hallados en provincia, tienen más consistencia en mi recuerdo que las tiernas imágenes juveniles.

 

Y fue con los dólares de la Plaza de Armas que me pagué mi viaje real a París. Un soleado día de primavera Eusebio Leal, el Historiador oficial de una ciudad en ruinas, y cuya parte colonial él ha reconstruido para los turistas con el dinero de la UNESCO, aceptó comprarme las Ordenanzas Reales de Castilla de 1779, recopiladas por un tal Alonso Díaz de Montalvo, y que yo había comprado en 5 dólares a un vendedor de maní de Santa Clara. El conocido Eusebio me ofreció 350 dólares: el dinero que faltaba para completar los gastos de mi partida a Francia.

 

En aquellos años de Período Especial salía de viaje varias veces al mes de la estación de trenes de La Habana. Además del gusano llevaba conmigo una lista de títulos de libros preciosos (por venderse caros) que con el tiempo aprendería de memoria: El libro de los ingenios, La Isla de Cuba Pintoresca (en los cuales aparecen grabados y litografías de los franceses Laplante y Miahlé), La guía de forasteros de la siempre fiel isla de Cuba, desde la primera de 1781 hasta cualquiera del siglo XIX, la Historia de Cuba de Pezuela, el Libro del capitolio, Los instrumentos de la música afrocubana de Fernando Ortiz, y mapas o colecciones que tuvieran pájaros o plantas ilustrados con láminas de época, entre otros muchos, sin contar, claro, la posibilidad de tropezarme un día de suerte con algún incunable.

 

Como se puede suponer, no sólo trocaba por comida libros que por el peso y las correas del gusano marcaban de moratones mis hombros sudorosos, sino que, además, al leerlos, no me ayudaban a evadirme hacia otras geografías. Eran libros que ilustraban para coleccionistas, curiosos o revendedores, la misma pintoresca isla que yo creía a la vez detestar y conocer de memoria.

 

La biblioteca se convirtió en mi fantasma. Las portadas de sus libros invisibles me despertaban como las picadas de mosquitos en medio de las madrugadas asfixiantes y sin electricidad. Me distraían durante el pedaleo bajo el sol de mi bicicleta china Forever en la que hacía todos los días el trayecto de ida y vuelta de Marianao a La Habana Vieja. Dar con la biblioteca y los títulos que se jactaban poseer los más prósperos libreros de la Plaza de Armas, me salvaría para siempre del hambre.

 

Hallar en cualquier sitio de la isla maldecida una biblioteca ideal que yo en otras circunstancias me juraba no habría elegido, incitaba la urgencia y el delirio de mis ajetreos cotidianos. El desasosiego, el tema de conversación con mi familia y mis amigos, la desesperación al entrar en las casas de donde me llamaban para que fuera a comprar los libros empolvados de olvido en los estantes, se debían a la imagen de aquella biblioteca fugitiva, como un espectro, que debía esperarme en algún sitio de la isla.

 

Tiene que haber sido por venganza la razón por la cual me deleitaba entonces con la lectura de páginas mordaces dedicadas a condenar, a lamentarse o a reírse de las miserias humanas de nuestro espíritu nacional como en la Memorias sobre la vagancia en Cuba de Saco, Cuba y su evolución colonial (1907) de Francisco Figueras, Entre cubanos de Fernando Ortiz, Indagación del choteo de Jorge Mañach, u otros más recientes como Antes que anochezca de Reinaldo Arenas o el Mea Cuba de Guillermo Cabrera Infante. Leyendo estos libros aprendía más de la cultura y la historia de Cuba. Al menos de sus demonios. Pero eso lo puse en su lugar más tarde. Se trataba más bien de un acto de exorcismo: en aquella época el regocijo consistía en compartir con esos letrados desaparecidos o exilados, la desgracia de haber nacido todos en la misma isla.

 

El calor obligaba a saltar al tren con ligereza de ropa: en short, camiseta y sandalias, y en la mano una botella de limonada congelada que fungía como acuático reloj de un viaje de 10 y 12 horas: a medida que se derretía el hielo me alejaba de La Habana. Leía el único libro que llevaba para ganar espacio y fuerzas en el viaje de vuelta que exigía duplicar las dosis de paciencia estoica. Porque retornaba con el vientre del gusano abarrotado, en el mismo tren oxidado de la ida, con asientos que de tan desnudos de cojines eran ya de madera, y con los cristales de las ventanillas rotos quizás por la asfixia de los viajeros o de los animales que estos escondían en sus equipajes.

 

El regreso en tren a La Habana era de esta manera la ruidosa travesía de un zoológico ambulante. Cacareaban gallinas, patos y gallos, rugían los cerdos amarrados a los asientos, y el hedor de pescados, mariscos, carnes y quesos a punto de podrirse, atraían a moscas que disputaban a otros insectos el espacio aéreo irrespirable de los vagones, donde no había instalaciones de agua potable, y el hedor de los excrementos de los baños se confundía con el de los animales.

 

Es temprano y La Moderna Poesía aún no ha abierto. Camino por el centro de Obispo, como dejaron para la tradición escritores y pintores cubanos desde Jorge Mañach y Lezama Lima hasta. Están ya instalados los vendedores de artesanías, de ropa barata, y de comida: pizzas, sándwiches de no sé qué, brebajes de colores diversos que deben ser refrescos, etc. Un olor a aceite quemado se respira en el aire que a esas horas todavía no lleva de un lado a otro el polvo negruzco del humo de los carros. Algunos improvisados camareros se abalanzan sobre mí y me proponen direcciones y menús para un restaurante en dólares cada vez más barato que el otro. Me apresuro a llegar a la Plaza de Armas que ya exhibe los anaqueles de libros castigados por el sol.

 

Me asombra que ante mis ojos todo parezca fijo en el tiempo desde aquella mañana en que vendí las Ordenanzas Reales, pero, a la vez, nadie parece saber quién soy en esta plaza.

 

Me hago el turista y hojeo los libros de los estantes. “Todavía tienen aquí esto”, se me escapa a manera de asombro o de pregunta, al ver un ejemplar de Cuba a pluma y lápiz de Samuel Hazard. El librero viene a exponer argumentos para tratar de vendérmelo, y le replico que sí, que gracias, que lo conozco, que trabajé aquí mismo hace mucho tiempo, antes de irme de Cuba, y busco, además, a un colega suyo llamado Ricardo. Traigo una lista para él de libros que quiero comprar.

 

Los libros que se muestran a la venta son todavía los mismos: los que compran despistados turistas de paso; los del Che Guevara, discursos de Castro, los de José Martí, historias del tabaco... Los buenos se negocian aparte, me dice un muchacho. Aunque no. Veo también, achicharrados por el sol, los libros de escritores exilados. A la vista de todos. Pregunto por ese detalle y me dicen que no, que no hay problemas en vender eso aquí, que si quiero llevarme alguno…son baratos.

 

Compro en 15 cuc un afiche de la película Soy Cuba ilustrado por René Portocarrero. Y dudo entre la consternación y el entusiasmo al ver tantas ediciones nuevas de Virgilio Piñera. Sé que puedo comprarlas en pesos cubanos en otros sitios, y me limito a hojear las cartas hasta entonces inéditas del otrora escritor proscrito, ahora homenajeado por su centenario.

 

En mi recorrido veo pasar el tiempo de mi ausencia en los rostros de algunos libreros que, seguramente por la misma causa, no reconocen al antiguo colega de vista. Al final sí. Insisto con algunos, les explico quién soy. ¿El que venía con libros desde Santa Clara y se fue con una francesa? Y hacemos la lista de los que se escaparon como yo: Armando Añel y Vázquez Portal están en Miami, les respondo.

 

Como Ricardo no aparece vuelvo sobre mis pasos para visitar dos librerías de Obispo: la Fayad Jamís y La moderna poesía. En ambas veo de todo, pero de escritores nacionales, casi nada existe del extranjero. En la Fayad Jamís abundan los libros premiados en concursos. Compro algunos por instinto porque no los conozco. Como era de esperar, al pagarlos en la caja, veo el contraste entre la abundancia de títulos y lo irrisorio de los precios.

 

En La Moderna Poesía es un poco distinto: los libros están separados y casi todos son en dólares. Veo una gran cantidad de los escritos por connotados burócratas locales y, algún que otro de amigos que se quedaron, me da mucha alegría, e imagino, al estar sus libros en los anaqueles de área dólar, que son ahora famosos. Termino por comprar un libro sobre la fauna de Cuba, y lo tacho de la lista que le llevaba a Ricardo.

 

Cruzo la calle y me voy al lugar donde compré una vez, con los 7 dólares que me quedaban, un ensayo sobre el vagabundeo del Rimbaud traficante de armas por los desiertos de Abisinia. Ya no es una librería, es una tienda de boberías para turistas. Pero le tomo a G. una sombrilla ilustrada con cuadros de Sosa Bravo para proteger su piel del sol tropical.

 

Desde que vi que el apartamento que alquilamos G. y yo estaba muy cerca de la Biblioteca Nacional, se despertó mi viejo instinto de bibliotecario. Consultaré allí algunos libros que no podré comprar, le dije. La biblioteca está cerrada al público desde hace años, me dice un señor que debe ser el portero; lleva una camisa a cuadros y habla con un cigarro encendido en la boca. Para modernizarla, me explica con ese entusiasmo que los optimistas allí siempre ubican en el futuro. Ni eso funciona aquí y se quedará siglos cerrada hasta que se pudran los libros viejos esos, me comenta una señora vendedora de pizzas de la estación de ómnibus, con ese nihilismo agresivo que conozco, y que caracteriza a los pesimistas en Cuba.

 

Donde más libros compro es en provincia. Libros cubanos, claro. La biblioteca cubana ahora vuelve a ser un fantasma, pero al revés. El deseo de poseerla invierte sus motivos. Ya las hambres de mi estómago están satisfechas, y el pasaporte francés en el bolsillo es la prueba de que me he ido. Pero la ausencia me ha hecho añorar los mismos libros que antes vendía, y ahora quiero verlos en mi incompleta biblioteca cubana de París.

 

No hay libros ya en casa de mi madre. No veo mi biblioteca, le comento mientras tomamos café dándonos sillón. En un ángulo de mi cuarto he visto una pequeña pila que por sus títulos no me interesan.

 

-Vendí los que quedaban un día que no había qué comer, me responde. Los otros (me recuerda) los mandaste a pedir poco a poco con franceses que venían de parte tuya, chico.

 

En la librería de mi infancia, la Pepe Medina, del Parque Vidal de Santa Clara, se produce un hallazgo inesperado: dos libros publicados en Cuba hablan de mí.

 

En el prólogo a la edición de Letras Cubanas de la novela Los baños de canela de mi amigo Juan Arcocha, Mirta Yañez me da las gracias por haber facilitado esa publicación pocos días antes la muerte de su autor. En otro Enrique Ubieta, uno de los blogueros oficiales del gobierno, critica un supuesto elogio mío a la frivolidad que aparece en mi post Notas sobre la libertad y la esclavitud aceptada. En el primer caso sólo hice cumplir la voluntad final de un amigo, en el segundo tratar de explicarle a mi razón el momento justo en que decidí largarme del lugar donde nací, para buscar la libertad del gesto de una muchacha argentina al encender un Malboro en el hotel Riviera.

 

Y están abiertas las bibliotecas de Santa Clara y Cienfuegos. Quiero llevar a G. a la de Santa Clara con la emoción melodramática del sitio donde pasé años de mi adolescencia. Pero no me dejan instalar mi ordenador portátil. Le digo al portero que lo tengo precisamente para trabajar en bibliotecas. Le pido ver a la directora. No se encuentra, me responde. Y salgo del lugar apenas unos minutos después de haber llegado.

 

En la de Cienfuegos quiero que sea diferente. He dirigido aquí la sala de literatura antes que el acoso de la policía política me hiciera huir a La Habana. La casa donde G. y yo alquilamos una habitación se encuentra a unas cuadras de la biblioteca. Entro. Me preguntan en la puerta. Explico. La recepcionista no me conoce, claro. Cuando uno está de vuelta las visiones se cruzan, se alternan, al mirar, los ciegos y los tuertos, y los diálogos de sordos se multiplican como ecos incomprensibles para un testigo.

 

Poco a poco voy recorriendo los pasillos, me detengo a mirar las colecciones, subo las amplias escaleras de mármol de lo que fuera un día el espléndido liceo de la ciudad. Creo ver entrar menos luz por los vitrales. No hay lectores en las salas de arriba. Al fin aparecen los empleados que ya no se ven obligados a llevar un ridículo uniforme como antes. Después de unos minutos me reconocen los que sobreviven. Otros, como yo, se han ido, los menos no han venido a trabajar ese día. Les dejo un ejemplar del poemario escrito durante mis años de exilio, y les prometo, aunque sé que miento, que pasaré mañana a verlos una vez más antes de irme.

 

-¿Qué lleva usted en su equipaje?, me pregunta en el aeropuerto José Martí el aduanero, al tiempo que tantea el gusano que me llevo a Francia.

 

(Tal y como estaba previsto G. se ha ido de vuelta una semana antes con mi ordenador, el cuaderno de apuntes, y nuestras maletas. Heme aquí entonces saliendo de Cuba con un viejo gusano encontrado en un rincón de casa de mi madre).

 

-Son libros, sólo libros, soy profesor, le respondo al empleado que me mira con asombro.

 

-¿Libros?, pregunta, cuando en realidad no debía hacerlo, porque ya tiene abierto el gusano y los libros se desparraman a su vista.

 

- Yo sólo he leído un libro en mi vida, El diablo cojuelo, me confiesa, con una sonrisa que creo orgullosa.

 

-Es un libro clásico ése, le digo disimulando el nerviosismo que me produce el tener algún problema para irme. Y le comento para ganar tiempo y pensando en la novela homónima de Alain-René Lesage, que los franceses copiaron ese libro e hicieron uno parecido, antes de preguntarle algo absurdo: ¿Y le gustó el libro?

 

Tuteándome, al ver que soy cubano, en vez de responderme qué piensa del travieso Diablo, me hace a su vez una pregunta que no viene al caso: ¿Y dónde vives tú ahora?

 

Le respondo.

 

-¿En París? Como las cigüeñas…dice sin terminar la frase…Como las cigüeñas, repite, mirando, creo, hacia el techo, desde el que supongo que el fantasma de un Diablo Cojuelo se divierte haciendo temblar mis piernas ante la demora de este control para mí infinito.

 

Ya en el avión me impongo no mirar abajo la lenta desaparición de la silueta de la isla en el mar. Y me sorprende el entusiasmo con que empiezo a imaginar la forma que tendrá en casa, con los libros que G. y yo compramos en Cuba, mi biblioteca de libros cubanos.

 

 

Notas sobre la libertad y la esclavitud aceptada

Armando Valdés-Zamora

28 de marzo de 2011

 

Nunca olvidaré el momento en que mi razón supo en La Habana que yo no conocía la libertad.

 

Fue cuando una argentina (se llamaba Doris y era de Misiones) encendió un cigarro Malboro.

 

La manera de encenderlo y después de llevarlo al aire con las primeras volutas saliendo de sus dedos entrecruzados, describió en el vestíbulo del hotel Riviera la forma visual de mi vergüenza.

 

“Yo quiero poseer ese gesto”, me dije con descubridor entusiasmo de esclavo.

 

Me di cuenta, también, que no entendía la libertad, por desconocida, pero el Malboro ardiendo me mostró que podía verla y hasta suponerla.

 

Entonces no había leído ese pasaje en el cual Reinaldo Arenas, viajando en tren por los Estados Unidos, relata cómo vio un gesto para él inimitable. El de un muchacho americano lanzando un balón a un cesto.

 

La conclusión de Arenas era descorazonadora: quien ha nacido y crecido en el totalitarismo nunca podrá lanzar un balón con tanta ignorada indiferencia.

 

Es decir que ni los que aceptan o se quedan, ni los que nos rebelamos con los pies del totalitarismo, podremos disfrutar de esa normalidad congénita. Algo nos iguala en nuestro desencanto: el haber crecido sabiendo que nos vigilan y nos prohíben todo.

 

Pero quiero suponer que algo nos diferencia; los matices de nuestra resignación, las opciones de nuestra réplica. Y esto me ha obligado a tratar de responder a esta pregunta:

 

¿Qué origen tiene la servidumbre voluntaria? O lo que es lo mismo: ¿por qué ciertos pueblos dan la apariencia de aceptar con resignación y como destino el poder omnipresente de un tirano?

 

En un libro escrito a los 18 años y publicado en 1576, Étienne de La Boétie, el gran amigo de Montaigne, dice no poder comprender, anoto, por qué razón tantos hombres, ciudades y países soportan a un tirano cuyo único poder depende precisamente de ellos, de su resignación o de su rebeldía: “Los tiranos son grandes porque nosotros estamos de rodillas”, escribe La Boétie.

 

El amigo de Montaigne parte de un principio: “El poder no es divino, viene de la servidumbre de los hombres”. La falta de libertad es antinatural y logra imponerse, entreteniendo al pueblo, dando algunas gratuidades, honorando a los adulones cortesanos, imponiendo en fin, la tiranía… por la costumbre.

 

La primera razón de la servidumbre voluntaria es la costumbre”, escribe La Boétie, “uno no añora nunca lo que nunca ha conocido”, concluye.

 

La voluntad acostumbrada a obedecer, no cuestiona a la rutina, no desafía al tirano.

 

Más que precursor de una concepción revolucionaria, el Discurso sobre la servidumbre voluntaria puede considerarse un antecedente de la desobediencia civil, que siglos después desarrollaran Henry David Thoreau y Gandhi, entre otros.

 

Y fue Santo Tomás de Aquino en su Suma Teológica quien resolvió el dilema de la eterna obediencia divina: la ley injusta no es ley, la desobediencia no puede en esos casos producir efectos negativos superiores a la propia ley. Es decir, que lo injusto justifica la rebelión o, al menos, el desacuerdo.

 

El mes de enero del 2011 no es el comienzo de una década, sino también de una ola de protestas contra las tiranías de varios países árabes. Primero en Túnez y después en Egipto. Y cada vez que alguien decide saber cómo hacer para encender un cigarro como lo hizo aquella argentina para mí en el hotel Riviera de la Habana de los 90, me vuelvo politólogo y leo, reflexiono y asocio. Trato más bien de explicarme tres cosas: el cómo y por qué ocurrió, y su posible relación, por supuesto, con el caso de Cuba.

 

Desde Timothy Garton Ash, hasta Moisés Naim, Mark Thompson, Thomas L. Friedman, Manuel Castels y Mario Vargas Llosa, por sólo citar algunos, todo el mundo coincide en lo inédito del carácter y la manifestación de estas protestas.

 

Estamos en presencia, parece ser, de un nuevo tipo de revolución.

 

Los políticos y respetados pensadores e intelectuales, autores de graves discursos y gruesos tratados, y directores de institutos y academias… una vez más se equivocaron.

 

Y se equivocaron por dos razones: primero, por subestimar la rabia contenida y los deseos de modernidad de los jóvenes árabes (que por supuesto son como todos los humanos), y segundo, también por la falta de modelo de referencia al cual agarrarse.

 

Nos damos cuenta ahora que el apoyo de los EE UU y de Occidente a tiranos corruptos como Ben Ali y Moubarak para frenar al fundamentalismo islámico, terminó siendo un error que obvió a quienes nacidos o crecidos en plena globalización, aspiran a las ventajas y a la dignidad de ser libres.

 

Ahí están los teléfonos móviles, Internet, Facebook y Twiter citándose como soportes de la comunicación inmediata, de una sociabilidad que se trasmite de manera instantánea y global.

 

Y aunque la palabra revolución es la que menos me excita de todo el diccionario, hay que reconocer que estas revoluciones de los países árabes son sumamente atractivas, como el jazmín, o el humo que salía de las manos de la argentina: no están estructuradas alrededor de una personalidad, una ideología, ni un partido, no gritan consignas militantes ni contra el Occidente, no matan aún cuando mueren los manifestantes, no destruyen…

 

Un principio parece coincidir en estas nuevas rebeldías: la libertad de sus espíritus. Ser libres, así de simple, decir NO sin violencia física. Un único objetivo une a estas personas durante 18 días en una plaza pública: echar fuera al tirano.

 

Cabe preguntarse entonces, ¿qué ha cambiado desde Étienne de La Boétie y la turista argentina en el hotel habanero? Quiero pensar que en lo esencial nada: ser libre es natural, y acostumbrarse a no serlo es una silenciosa aberración que un buen día se interrumpe por la ira.

 

¿Y por qué no en Cuba?, me preguntan siempre, estudiantes, amigos, desconocidos, malintencionados y enemigos. En estos días más, claro, cuando dos tiranos han salido corriendo. Y la respuesta, me decía antes de leer a La Boétie, necesita la escritura de un mamotreto.

 

La respuesta a la pregunta de por qué en Cuba no sucede lo mismo que en Túnez y en Egipto se complica, creo, en sus detalles, pero no en lo esencial: no hemos aprendido a decir BASTA al mismo tiempo y en múltiples espacios.

 

La manera en que los cubanos tratamos de ser libres no ha perturbado lo suficiente la siesta de la corte. Acatamos por pereza e indiferencia, o por sobrestimar el poder de la represión. Disentimos en espacios reducidos. O nos vamos a otro país, como yo, a tratar de encender un cigarro como lo hizo aquella argentina (se llamaba Doris y era de Misiones), un atardecer de enero en el vestíbulo del hotel Riviera de La Habana.

Reinaldo Arenas, 70 años de su nacimiento

Carlos Olivares Baró

2 de agosto de 2013

 

Reinaldo Arenas es una sombra que da luz a la novelística cubana

 

Leer a un autor como Reinaldo Arenas Fuentes (Aguas Claras, Holguín, Cuba, 16 de julio de 1943 - Nueva York, 7 de diciembre de 1990) es siempre un desafío. Penetrar su mundo poblado de significados múltiples que reverberan en ambientaciones desgarradoras, festivas y alucinantes es sin duda, una de las experiencias más reveladoras para cualquier lector que se acerque con ojo crítico, a la narrativa cubana de los últimos cincuenta años. Arenas es un escritor que exige complicidad: su retórica discursiva se proyecta a partir de una prosodia que grita la rabia y el desespero de toda una generación. Desde su primera novela Celestino antes del alba (1967) hasta la póstuma autobiografía novelada Antes que anochezca (1992), un prodigioso despliegue de mutaciones sígnicas ha inquietado y asombrado a más de un lector.

 

El corpus de la narrativa cubana de los años 60 del siglo pasado, acorrala al joven narrador: el jurado del Premio Nacional de Novela “Cirilo Villaverde” del Concurso Anual de UNEAC en el año 1965 no sabe qué hacer, frente a semejante furia prosística y le concede la primera mención por Celestino antes del Alba: cualquiera que lea la novela premiada en esa convocatoria (Vivir en Candonga, de Ezequiel Vieta), notará la diferencia: mientras Arenas rompe con la estructura de la novela tradicional, el texto premiado no presenta un discurso narrativo novedoso, pronto los lectores lo olvidan.

 

Reinaldo Arenas es una sombra que da luz a la novelística cubana: imposible soslayarlo. Qué lástima que sus textos no se puedan leer hoy en Cuba. Con él nace la “herejía” en el discurso narrativo cubano. Carpentier no lo había hecho a pesar de su prestigio. Arenas, un joven de origen campesino, irrumpe en el panorama de la literatura cubana con impetuoso ánimo renovador y proposiciones heterodoxas que el poder ve como algo peligroso. Yo que lo conocí, que supe de sus manos sudadas en el teclado de su vieja máquina Remington, que lo vi tantas veces en el mar, desafiándolo siempre: sé que no está muerto. La muerte nunca podrá con él. Demasiada rabia y violencia verbal: demasiado furor desgarrado para que la muerte se lleve la victoria.

 

Lo primero que sorprende en la arenga (prefiero usar este término en vez de discurso) de Reinaldo Arenas son los gestos. La actitud del autor se multiplica y se proyecta infinitamente: más que una disposición para contar una historia, la postura de Arenas opera sin agazapamiento sobre la tradición y estruja, incita y azuza una nueva manera, casi esperpéntica, en el idiolecto, para estructurar una curiosa red de sintagmas que deviene en una de las más irreverentes hablas de la narrativa latinoamericana de los últimos 50 años. Basta recordar el inicio de El mundo alucinante (primera mención del Premio Nacional de Novela “Cirilo Villaverde” de la UNEAC del año 1966; nunca publicada en Cuba y editada en México por Editorial Diógenes gracias a las gestiones de Emmanuel Carballo en 1969) para darnos cuenta que Arenas asume otro fraseo, otras inflexiones rítmicas: “Venimos del corojal. No venimos del corojal. Yo y las dos Josefas venimos del corojal. Vengo solo del corojal y ya casi se está haciendo de noche. Aquí se hace de noche antes de que amanezca. En todo Monterrey pasa así: se levanta uno y cuando viene a ver ya está oscureciendo. Por eso lo mejor es no levantarse”.

 

La herencia faulkneriana es evidente; pero, sólo se percibe en pequeñas líneas tonales: el eco logrado es singular, las repeticiones y paradojas son novedosas: un sintagma niega al otro, y así sucesivamente: “Pero yo ahora vengo del corojal y ya es de día. Y todo el sol raja las piedras. Y entonces: ya bien rajaditas yo las cojo y se las tiro en la cabeza a mis hermanas iguales. A mis hermanas. A mis hermanas. A mi her”.

 

Si en Celestino... la voz del niño-narrador se convertía en un habla mítica deformadora de la realidad, en El mundo alucinante, Fray Servando-niño es, desde la iridiscencia discursiva que propone el autor, una especie de palpitación sinuosa que se descubre por el singular modulación acompasada y por las ambigüedades de la alocución en azagaya. Estas intensidades inflexivas se van a repetir con frecuencia en las novelas del cubano. En El palacio de las blanquísimas mofetas (1980) leemos: “La muerte está ahí en el patio, jugando con el aro de una bicicleta. En un tiempo esa bicicleta fue mía. En un tiempo eso que ahora no es más que un aro sin llanta fue una bicicleta nueva”

 

Pulsaciones robadas en los terrenos de la poesía e incorporadas con naturalidad ingeniosa, a las alocuciones de la narrativa. Como bien señala Adriana Méndez Rodena, en La economía de lo simbólico en la narrativa de Reinaldo Arenas, el lenguaje de sus relatos no se puede someter al esquema saussureano del signo: hay en esa prosa, nerviosa y destellante, una volatización de la dicotomía significante-significado: “reflejo alucinatorio”, como apunta Méndez Rodena, que tiene su origen en el continuum de lo poético y donde los valores, más que trascendencias son cancelaciones y mudanzas que giran en la disolución y apuntan a un juego desafiante entre la forma de la expresión y la forma del contenido: “El infierno es saber que este ahora es siempre. El infierno es haber experimentado ya todos los cambios para saber que todo es igual. Corres, y al final te descubres en el sitio de la huida. ¿Dices final? Digo el momento de las comprobaciones. El infierno es la gran claridad en la cual miro tu rostro, siempre mirándome. Igual que el tuyo. El infierno es tu rostro. El infierno es tu rostro. El infierno somos nosotros mirándonos. El infierno somos nosotros mirando siempre el horror sin podernos entregar a él y sin poder ser devorados por él” (El mundo alucinante).

 

Aquí, el evidente recurso de la letanía no es más que una “intromisión” de la forma de la expresión en los dominios de la forma del contenido. La algarabía, el grito y la movilidad son los reversos simbólicos que reiteran las posibles marcas semánticas: florecimiento de múltiples semas insertados en infinitas redes de unidades culturales: “Y no puedes llorar. Y no puedes clamar. Y no poder aullar. Y no poder rezar. Y no poder palpar. Y no poder confiar. Y no poder renunciar. Y no poder fundirnos en un abrazo de furia, y perecer” ( El Palacio de las blanquísima mofetas).

 

Repeticiones que configuran una retórica de lo agónico y un viaje al centro del lenguaje como posible salvación. Arenas, lector de Isidore Ducasse, Huidobro, Mallarmé, Cortázar y Lezama, lo sabe e insiste en ello. El Canto VII de Altazor no basta: si el poema “es una cosa que nunca es, pero que debería ser”, para el autor de Necesidad de libertad la novela es una cosa que será y que puede ser.

 

Uno de los poemas mexicanos que mejor se inscribe dentro de la herencia del poeta cubano José Lezama Lima comienza: “El mundo es una mancha en el espejo”. Cuando David Huerta en esa soflama que se llama Incurable nos reitera que “El mundo es una mancha sobre el mar del espejo” tal parecería que está escribiendo Arenas. Paradíso (1967), de Lezama, fue determinante para el autor holguinero así como lo fue, para toda una generación de escritores cubanos. “Deseoso es aquel que huye de su madre”, escribe el fundador de Orígenes: si David Huerta es recolector de reflejos desde un “descanso órfico en el deseo”, Arenas será el portador de conjugaciones que derraman horror: “Yo tenía dos años. Estaba desnudo, de pie; me inclinaba sobre el suelo y pasaba la lengua por la tierra. El primer sabor que recuerdo es el sabor de la tierra” (Antes que anochezca).

 

Aterradora obertura en el que el canto fluye desde la mirada infantil y desemboca en la memoria como elección. Arenas se ve niño comiendo tierra y construye esa visión desde las aproximaciones fulgurantes e inesperadas que nos regalan los sueños. No es casual el hermoso inicio del poema de David Huerta, como tampoco es fortuito que desde el pozo del recuerdo Arenas se vea y se sueñe lamiendo la tierra: la escritura es una mancha en la memoria: aguacero en el espejo. Uno de los recursos más curiosos en los artificios discursivos de Arenas se centra en un montaje que se sostiene desde las presencias y las pausas hasta lograr disyunciones narrativas que se niegan y se confirman por la agobiante desmesura de un habla especulativa que interroga y se desplaza insomne por las puertas sucesivas de la reminiscencia como representaciones e invenciones: dibujo en los azogues y traspaso al otro lado del mercurio: “el mundo es una mancha”: el deseo tiene luces sombrías que parpadean devorándose y negándose. El abismo se ha llenado de agua para convertirse en mar desafiante que reclama criaturas. Reinaldo Arenas sitúa a sus personajes en los bordes: éstos se miran y disfrazan las diferencias: la pretensión es el puente: la vida una mácula en las aguas.

 

A través de estas paradojas estilísticas y temáticas aparece, en varios de sus libros, el personaje de la Madre. Invención obsesiva y, más que todo, recreación que nace en las orillas del desamparo y de la ironía. Si en Celestino antes del alba la madre es dominante y cariñosa, en El palacio de las blanquísimas mofetas ésta es relatada como la provocadora de pensamientos incestuosos perturbadores desde una erótica que se hace progresiva en la novela. Fortunato, el protagonista, hijo sin padre, y Onérica, la madre, una especie de símbolo que se asoma como objeto del deseo en la masturbación del hijo: la madre es el sueño y también un sentimiento de pérdida, de frustración, de angustia e incluso de terror.

 

Planteamiento muy singular de los mecanismos que mueven los sentimientos antagónicos de amor y odio. Madre amorosa, asimismo, madre odiada. Es, precisamente, en Celestino antes del alba donde se hace evidente esta contraposición: la madre es araña devoradora, culebra y también pájaro gigantesco, tierno y amenazador: “creo que voy a tener que matarte”, dice este espectro volador al hijo en uno de los cuentos de Termina el desfile. Fantasías zoomórficas que son, más que todo, irradiaciones del deseo infantil en el afán de destruir los objetos eróticos que impiden la posesión de la Madre, y, a la vez, un reflejo del temor por el abandono: los niños, o el personaje niño, en la obra de Arenas, siempre están situados en los extremos del desamparo: sueñan huyendo, más que todo, por orfandad y por falta de cariño/ternura.

 

En Termina el desfile (libro de cuentos publicado por Arenas en 1981 y de manera definitiva en la Editorial Seix Barral) aparecen dos narraciones que ejemplifican y evidencian la obsesiva presencia de la Madre como foco semántico desde una exagerada conexión simbólica en afán letánico: “La vieja Rosa” y “El hijo y la madre”. “La vieja Rosa” (cuento largo escrito en 1966) constituye una de sus narraciones más perfectas y merece, por supuesto, más espacio para su análisis: la presencia del personaje de la Madre desemboca en tragedia y espasmos resplandecientes de los mejor de la literatura cubana. Me gustaría detenerme en el relato breve “El hijo y la madre” que es quizás uno de los textos de Arenas más intensos desde la perspectiva de la relación Madre-Hijo y de la configuración del personaje de la Madre. Un hijo espera a un amigo, la madre prepara la comida. Ambos viven asfixiados en un pequeño apartamento. La vista del amigo es un atrevimiento. La madre da “salticos como un ratón mojado”. Arenas construye una atmósfera claustrofóbica y desesperante, el tiempo se multiplica y se anula en vértigos y relampagueos.

 

La espera del amigo es una intromisión. La madre está muerta, pero su fantasma deambula por la habitación. Llega el amigo y la presencia de la madre es de acoso, aparece caminando por un costado del cielo, a grandes zancos. Aquí el narrador cubano construye uno de los relatos más sorprendentes de la literatura cubana: dentro de la tradición de Felisberto Hernández, el autor mitifica el personaje de la madre y, desde las resonancias de Quiroga, hace un retrato certero de la relación madre-hijo. Incesto, homosexualidad, represión y condena en elocuencia y tino sorprendentes.

 

Es, sin embargo, en el texto “Adiós a mamá” donde Arenas apunta sus armas y —retomando algunos elementos de “La vieja Rosa” y “El hijo y la madre”—, construye uno de los relatos más profundamente trágicos, irónicos y profanadores de la narrativa cubana. Si en “El hijo y la madre” el personaje de la Madre es presencia fantasmal, en “Adiós a mamá” el cadáver de la madre es presencia nauseabunda que provoca la catarsis; el hijo huye (“Deseoso es aquel que huye de la madre”: Lezama) y se va al mar. El sacrificio de las hermanas no es compartido por él, y lo mejor es huir. El cadáver de la madre: despojos de la represión. “Adiós a mamá” es uno de los cuentos más alusivos de la situación política en Cuba. La madre represora es la revolución femenina dadora pero limitadora. Recordar que la Revolución de 1959, como bien apunta el ensayista Emilio Ichikawa, no cumple el esquema de movimiento parricida: Batista es todo lo contrario a un padre. La revolución del 59 se levanta y se configura no sobre un padre muerto, sino en torno a un salvador que llega de las montañas; primero hijo que después se asume a sí mismo como padre redentor y representante de su revolución (Madre). Hijo y hacedor de la revolución y padre redentor/líder. Incesto y represión. El cuento de Arenas es sugerente y certero.

 

En la novela-poema Otra vez el mar (1982), Arenas reestructura las variantes temporales haciendo un juego de simetrías que se desplazan hasta los personajes: tiempo histórico tiempo poético; presente de instantes pasado reciente; mujer esposa; Héctor poeta; Héctor el adolescente; Madre ausente Madre presente: eje simétrico, el mar. Hay muchos elementos que descubren estos azares desde los espejos en la narrativa de Arenas: recordar los intentos de la madre en Celestino antes del alba de lanzarse al pozo (el agua como espejo). En la carta prólogo dirigida a Servando en El mundo alucinante el novelista dice “tú y yo somos la misma persona”: en Otra vez el mar, Héctor se inmola cuando se destruye el adolescente (recordar la escena de Héctor masturbándose frente al espejo): en El palacio de las blanquísimas mofetas la estructura misma del texto nos hace sentir que hemos entrado a un laberinto donde los espejos multiplican los silencios y los ecos: así el guirindán de la fábrica de dulce de guayaba se repite y se repite: “Guirindán, guirindán, guirindán. Díganme ustedes si no es para volverse loca”, exclama uno de los personajes.

 

Figuraciones que disuelven las posibles denotaciones para dar paso a una red de obstinados imaginarios del lenguaje que se desplazan, se bambolean en el columpio del habla. Agonía y fiesta. Burla y soledad. Indiferencia y conmiseración. Desespero y huida. Humor que se sostiene en lo parabólico. Sátiras que se bañan en el carnaval, en el choteo, pero que desembocan en lo trágico: las criaturas del autor de El mundo alucinante gritan desde el silencio y destruyen lo real desde el aislamiento. Si Juan Rulfo nos lleva de la mano al desierto de los muertos, Arenas, sin embargo, nos transporta a los terrenos de la avidez y las agonías: allí donde todos están muertos en vida o mejor donde la miseria de la vida roza los bordes de la muerte.

 

Quizás una de las novelas más desgarradoras de Reinaldo Arenas sea Antes que anochezca. Su obra póstuma y su canto desde el desconsuelo. Cuánto desenfado para contar sus aproximaciones a la muerte. Cuánto sarcasmo para involucrarnos a todos. ¿Ajuste de cuentas? Es posible. Con esa novela se burló de todos sus amigos: el “ángel de la jiribilla” lo impulsaba. Pero cuánta desolación en esas páginas. Intentar atrapar la luz para que la escritura pondere los anhelos: la palabra persigue al aire y algo punza desde el bosque invitando al viaje (esta novela fue escrita en parte mientras el autor se refugiaba, huyendo de la policía cubana, en el Parque de recreación Lenin, situado en un bosque de las afueras de La Habana): vagabundo y feroz, consciente de que ya no hay resurrección, el poeta gime y ríe desde las ondulaciones de sus furias. Antes que anochezca es una de las novelas más conmovedoras, divertidas y terribles de la literatura cubana.

 

La intertextualidad será otro de los recursos que, si bien Arenas había explotado en El mundo..., se nota como algo predominante en las estructuras de textos como La loma delÁngel (1987), Mona (1990), El color del verano (1991), Viaje a La Habana (1991) y El Cometa Halley (1991).

 

En La loma del Ángel, versión desde la óptica de Arenas de Cecilia Valdés (1882), de Cirilo Villaverde, pone a los personajes de tú a tú con sus creadores: así Leonardo Gamboa, uno de los protagonistas, llama al mismo Arena “sifilítico y degenerado” y a Villaverde “viejo cretino quien tampoco dio pie con bola en lo que refiere a mi carácter, ni en nada”. En Mona será utilizada una variante del mismo método: Ramoncito Fernández, un “marielito” que ha intentado destruir La Gioconda, de Leonardo da Vinci, en el Museo Metropolitano de Nueva York, ha dejado a un tal Daniel Sakuntala, un manuscrito donde revela su inocencia. Sakuntala decide ir a ver a Reinaldo Arenas para la posibilidad de su publicación en la revista Mariel que éste dirige, pero “Arenas con su proverbial frivolidad, a pesar de estar ya gravemente enfermo de SIDA” se niega y se ríe de los propósitos de Sakuntala. En “El Cometa Halley”: Adela Martirio, Amelia, Magdalena y Angustias, las hijas de Bernarda Alba, escapan de los rigores maternos: terminan, años después, como matronas de un burdel en el pueblito de Cárdenas, en Cuba. El mismo García Lorca perece a manos de Pepe el Romano: “ese gigante con algo de centauro que respiraba como si fuera un león”, y “sin siquiera primero satisfacerlo (hambre cruelísimo), le cortó la garganta”. Todas estas “travesuras intertextuales” nos hacen recordar a Cervantes, al Augusto Pérez de Unamuno en Niebla, al Diderot de Jacques el fatalista, Pirandello, a Virginia Woolf con su Orlando, a Severo Sarduy y a Cabrera Infante. Pero en Arenas el juego se violenta. Las burlas son metástasis corrosivas y desgarradoras: las intertextualidades más que evocar, son profanaciones. El escritor vulnera la línea clave de los textos originales y los personajes desandan como equilibristas transidos que se han escapado de un circo y se aventuran alegres en los segmentos del texto hereje: metamorfosis, más que simple transcripción: transferencia de imaginarios.

 

Reinaldo Arenas pudo publicar en su país una sola novela, Celestino antes del alba. Lo demás es, quizás, una de las crónicas más terrible y tristes de la literatura cubana. Arenas anduvo de cárcel en cárcel: su delito ser escritor y homosexual. Sus irreverencias: miradas cómplices desde los arquetipos, incidentes procaces, cruces fantasmagóricos, divertimentos y transgresiones lo condenaron para siempre en Cuba. Cumpliría por estos días 70 años. Su desenfado fue siempre una bofetada frente a tanta hipocresía y simulación. Su valentía una preocupación constante para el régimen de Castro. Los lectores cubanos pronto le harán justicia. Sus textos, legado de todos los terrores posibles y de toda la congoja que agobia al hombre desde siempre.

 

(Fragmento de la ponencia leída en la Feria del Libro de la Universidad Autónoma de México en el “Homenaje por los 70 años de Reinaldo Arenas”. México, DF, febrero, 2013)

Breviario cubano de podredumbre

José Prats Sariol

8 de julio de 2013

 

Una fiesta en Miami Beach, un ‘intrépido intelectual cubano’ y un exilio de terciopelo

 

Una sonrisa irónica hubiera cruzado la cara de Emil Michel Cioran —desde su Breviario de podredumbre— si hubiera asistido a un cumpleaños en Miami Beach, donde coincidí hace una semana con un profesional cubano residente en La Habana, que no deja de ser un intelectual (se interesa en la filosofía, la política…), aunque no sea escritor, artista, graduado de alguna disciplina humanística.

 

El filósofo rumano exiliado en Francia —lengua que adoptó—, quizás hubiera disfrutado —con sorna— la expresión “disidencia de terciopelo”, o simplemente “blanda”, similar a la de ciertos cubanos residentes fuera del país, que entran, aplauden y salen, como algunos de los allí presentes.

 

Porque seamos precisos: el servilismo y la cobardía tienen muchos matices. No siempre obvios, como “la banalidad del mal”, que brillantemente retratara Hannah Arendt. La docilidad suele disfrazarse. Sobre todo cuando desesperadamente se busca una máscara de pensamiento independiente, autónomo, sin mandato. Es decir, una justificación para que el espejo mágico le diga que no tiene miedo.

 

Aunque no se excluye —por supuesto— una franca intención oportunista, de cara al futuro. Un futuro que se supone implacable con los oficialistas, militantes, abyectos… Y que desde ahora mismo hay que sembrar de actos que permitan ser evocados como hazañas, peligrosas proezas frente a la dictadura, arriesgadas declaraciones discrepantes, fundación de una “nueva izquierda”…

 

De ahí la burla que profesionales como este provoca en los verdaderos disidentes que día a día se enfrentan con el mono, sufren las Brigadas de Respuesta Rápida, salen en manifestaciones como las Damas de Blanco, les caen a pedradas, mantienen huelgas de hambre, van a la cárcel entre golpizas y juicios amañados…

 

Mientras, este “valiente”, “intrépido” intelectual, contaba tranquilamente que pide —en las asambleas de su empresa— menos secretismo al Partido Comunista, más participación de las personas comunes en las decisiones del Gobierno que por unanimidad aprueba la Asamblea Nacional del Poder Popular, rebaja en los impuestos y mejoras en servicios básicos como la higiene en los hospitales…

 

El personaje —que ahora puede permanecer hasta dos años por aquí— nos quiso convencer de que se hizo el “bravo”, en un coloquio convocado por la revista católica Espacio Laical, donde hubo un caluroso homenaje a Cantiflas; delante del crucifijo, sin pensar en lo que representa.

 

El problema clave —dije allí, con absoluta cortesía— es que tales disquisiciones huelen a bolitas de naftalina. En 2013 resultan anacronismos. Tan obsoletos como no acostumbrarnos a que cada día abundará más este tipo de “actitud” o “personaje”. Pero argüí con las olas, como un verso de Eliseo Diego.

 

Mejor hubiera sido que el intelectual de visita hubiera confesado —con todo derecho— que no le interesa Cuba, la política, quién gobierne, la filosofía social… O sencillamente que expresara su pesimismo ante el mucho maquillaje que se ha puesto la anciana maquinaria de los exguerrilleros. Por muchas “aperturas”, más dictadas por la sobrevivencia que por una inverosímil voluntad de romper candados, desgarrar mordazas.

 

Temas más candentes fueron ignorados en el cumpleaños, como la discutible idea de que la gira concedida a los disidentes no sea dictada por la presión internacional sino por un audaz y astuto plan para desgastarlos.

 

Cinismo o escepticismo son preferibles —me parece— a posiciones reformistas. En las dos décadas que precedieron al fin del “socialismo real”, antes del éxodo de los balseros, muchos allá dentro éramos reformistas. Pensábamos, equivocadamente, que el “sistema” podía soltar sus defectos, transitar hacia un Estado de derecho, a un socialismo democrático estilo Suecia, según delirábamos... Pronto la testaruda realidad se encargó de bajarnos de esa nube desiderativa, ignorante del Poder.

 

La brutal primavera del 2003 —que sufrimos acompañados del silencio, entre otros, de la jerarquía católica y de los mismos intelectuales que hoy “critican” apaciblemente— parece una prueba irrefutable. No excluible de repetirse, si el Poder viera que sus “lineamientos” del VI Congreso del PCC, no callan el descontento a base de frijoles liberados, abulia, viajes desgastadores, compraventas de casas y autos antiguos, cooperativas supervisadas, picaresca de arañar pesetas robándole al Estado… roletazos a la segunda base en un juego que ha implantado un vergonzoso record mundial de ponches.

 

No. Recuerdo por si acaso la conversación. Le pregunto a un amigo y por ningún lado. Ni la más osada frase del “valeroso” aludió a que el sistema comunista, calcado de la Unión Soviética y la NEP leninista a partir del fracaso de la Zafra de los 10 millones, fue peor para la soberanía cubana que la Enmienda Platt, como puede leerse en la Constitución Socialista de 1976, antes de que fuera modificada, y aún sufrirse en muchos entramados legales.

 

Rebusco a ver si se me escapó un juicio crítico sobre la prohibición a que haya varios partidos políticos, a elecciones directas del presidente y de la Asamblea Nacional, a tener acceso normal a internet o a que haya una prensa autónoma, a despolitizar los libros de textos o a que el examen de ingreso a las universidades no incluya una Historia de Cuba que parece comenzar con el asalto al cuartel Moncada… Infructuosa búsqueda. Silencio abismal, apenas el ruido de las copas.

 

Ni una leve mención a que Raúl Castro, Machado Ventura y su pelotón han demostrado durante medio siglo solo ser aptos para mantenerse en el poder y rapiñar —casi la mitad, entre CUC inflados y precios exorbitantes— las remesas familiares; además de explotar al chavismo. Ni un octavo de palabra acerca de que los Díaz-Canel, cachorros de sus amos, parecen bien entrenados en despachar más de lo mismo… Para colmo —aquí con razón— con un atroz miedo al truene.

 

El Comandante en Jefe, por su parte, nunca apareció en la boca del invitado. Nunca tuvo un coto para cazar venados al suroeste de La Habana, mientras descuartizaba las familias con las escuelas en el campo y la economía con la estatalización. “Mejor no molestar al viejito agricultor”, pudo haber dicho, como un alma caritativa, entre resbaladizas frases.

 

Nada de nada. Apenas un reformismo devaluado. Otra forma de dilación, sin excluir la delación: el temor a que alguno de los invitados fuera informante de la Seguridad. Con un extra para sí mismo —apenas advertido—: la culpa ajena. Se siente un inocente, sobre todo un iluso (“utópico”, se confiesa), que paga o pasa por ingenuo. Y cambia el tema, pica un dado de queso con jamón, me pregunta por el clima desértico de Arizona…

 

Es que el de Cioran fue un Breviario. Mientras cubanos como este espécimen necesitan, tal vez, varios volúmenes, agotar un disco duro. O más fácil: solicitar que podredumbre desaparezca del diccionario.

La literatura cubana en Francia

Armando Valdés-Zamora

(Guía para un lector exigente)

30 de junio de 2013


Los clásicos

En 1956 el escritor cubano Alejo Carpentier gana el Premio al Mejor libro extranjero publicado en Francia con su novela Los pasos perdidos. Carpentier se convierte así, para los lectores y críticos franceses, en el emblema de la literatura de lo real maravilloso latinoamericano, y del escritor cubano cosmopolita.

 La novela cuenta la tentativa frustrada del regreso a sus orígenes de un músico latino residente en París. La confrontación de dos universos culturales (el protagonista viaja acompañado de su mujer francesa), y sobre todo la exaltación de un paisaje y de una naturaleza que por su exuberancia se consideran fantásticos, sientan las bases de una escritura canonizada por los medios académicos franceses, y que se convierte en referencia obligada de los intelectuales interesados por la cultura latinoamericana en Francia.

Corresponde en 1971 al escritor Severo Sarduy dar a conocer al lector francés a José Lezama Lima, otro de los escritores cubanos clásicos, con una reseña sobre su novela Paradiso  publicada en Le magazine littéraire. La denominación de “Proust del Caribe” que utiliza Sarduy para describir la obra de Lezama, simplificará en lo adelante la complejidad y la extrañeza de su estilo. El barroquismo de su lenguaje al narrar la historia de una familia cubana desde principios del siglo XX,  y la acumulación de referencias culturales que se relacionan entre sí sin respetar límites temporales ni espaciales; son las marcas distintivas de un libro summa de toda la obra de este poeta, narrador y ensayista.

De alguna manera las apreciaciones sobre estas dos escrituras, sientan las bases de la recepción en Francia de la literatura  cubana contemporánea. Al menos de su versión culta apreciada por los medios universitarios. Carpentier representaría así al escritor cubano cosmopolita y comprometido, al creador por el lenguaje de una versión fantástica de la historia del continente americano que contradice y altera por la imaginación una visión colonialista  del Nuevo Mundo. Lezama Lima encarnaría por su parte al escritor barroco autóctono e inmóvil en una Habana en la cual él había sido el líder del más importante movimiento literario de la isla, el grupo Orígenes, y director de su revista homónima, considerada por el mexicano Octavio Paz como la mejor de la lengua en su época.

Virgilio Piñera, otro de los grandes clásicos cubanos del siglo XX ha sido poco traducido y  publicado en Francia, a pesar de ser un escritor de culto en Cuba, como lo demuestran las recientes festividades por su centenario. La escritura de Piñera no responde a los modelos de representatividad que el lector francés y, sobre todo la academia francesa, esperan de un escritor latinoamericano.

En las antípodas del barroco, de una identificación con la naturaleza y con la afirmación eufórica y excesiva de una identidad, Piñera es asociado en Francia a ciertas estéticas, precisamente europeas, por quienes, por su extrañeza y curiosidad, se acercan a su obra. Véase, a manera de ejemplo, la nota de contraportada con la cual la editorial Métailié promueve en 1999 una redición de sus Cuentos Fríos:

Hay, en estos silogismos helados, una burla cercana a la de Buster Keaton, o, para citar  uno de los amigos y cómplices de Piñera, un reír negro y solapado próximo al de Gombrowick. Paradójicamente se puede decir que este cubano pertenece a una gran corriente sarcástica y desesperada que, de Kafka a Schulz, ha marcado la literatura europea del este en este siglo.


Los hijos rebeldes de la revolución

            Tres escritores que publican en Cuba en los primeros años de la revolución y después salen al exilio, irrumpen en la década de los sesenta, con visiones estéticas diferentes, en el panorama editorial de la literatura latinoamericana en Francia: Guillermo Cabrera Infante que vivió hasta su muerte en Londres, Reinaldo Arenas que se suicida en Nueva York en diciembre de 1990, y el propio Severo Sarduy, exilado en París donde fallece de sida en 1993.

            En 1970 la traducción de Tres tristes tigres de Cabrera Infante obtiene en Francia el Premio al Mejor Libro extranjero. La escritura de Infante, en las antípodas de Alejo Carpentier, retoma el habla popular cubana y recrea La Habana desaparecida de los años 50 que precedieron a la revolución encabezada por Fidel Castro de quien, además, él se declara un ferviente opositor. Infante establece así un paradigma que contradice la visión predominante de cierta crítica que identificaba con comodidad esta literatura nacional con el barroco, y que hasta entonces no se veía confrontada a un autor devenido portavoz de la disidencia a Castro.

Por su parte Reinaldo Arenas publica en 1969 en París la novela El mundo alucinante  principal razón de su encarcelamiento por el régimen comunista, que prohíbe en esa época a los escritores cubanos la publicación en el extranjero sin autorización del estado. En la novela de Arenas se narra la biografía imaginaria de un fraile mejicano obligado a exiliarse y a una penosa errancia por Europa. Si bien Arenas acepta que la historia es uno de los temas primordiales de su literatura, él elige recrear en sus libros la vida de personajes víctimas de sus circunstancias y en confrontación con el poder. Sus memorias Antes que anochezca escritas poco antes de morir y publicadas primero en Francia y después en España, narran su vida como homosexual  bajo el totalitarismo, su exilio en Nueva York, así como las secuelas del Sida que lo llevan al suicidio. La versión cinematográfica de este libro Before Night Falls dirigida por Julian Schnabel es nominada a los Oscar en el año 2001.

Las novelas y los ensayos sobre el neobarroco de Severo Sarduy lo convierten en una de las referencias más importantes de la literatura cubana en Francia. Con su novela Cobra Sarduy obtiene el Premio Médicis en 1972 y se consolida como miembro del grupo Tel quel cuya influencia es evidente en su poética. A su vez Sarduy se reclama heredero de la estética lezamiana y trata de universalizar los atributos clásicos de la identidad cubana (la música, el habla popular, las creencias religiosas) a través de historias que llevan sus personajes a los escenarios y culturas más diversas. No es la historia quien juega un rol determinante en la representación y los conflictos de los personajes de Sarduy, sino el lenguaje y el cuerpo como zona de inscripción del deseo y de los excesos de la sociedad contemporánea.

Con una deslumbrante novela (El barranco) publicada primero en Francia en 1958 y después en Cuba, la poetisa Nivaria Tejera se da a conocer como novelista. Su libro siguiente, Sonámbulo del sol gana el prestigioso Premio de Biblioteca Breve en 1971, pero la polémica que lo promueve (el concurso era para libros inéditos y sin embargo la traducción francesa ya se había publicado en 1970), afecta su repercusión. Un apego excesivo a la estética del nouveau roman y la dificultad de su lectura por una escritura más propicia a la poesía que a la narrativa, explican quizás la poca repercusión de una novela enigmática como Huir la espiral (1987).


En los últimos tiempos

            El éxito editorial de la literatura cubana en los años noventa, que tiene su ejemplo más notable en Zoe Valdés, y en cierta medida incluye algunos libros de Eduardo Manet como L’île di lézard verd, Premio Goncourt de lycéens en 1992; representa una de sus dos tendencias predominantes en Francia hasta nuestros días. En esa misma década aparecen las traducciones de otros autores que ganan el favor de la crítica e integran una segunda tendencia más heterogénea.

La obtención del Premio al Mejor libro extranjero publicado en Francia en el año 2000 por su novela Tuyo es el reino hace de Abilio Estévez el representante más significativo de una escritura que adopta los emblemas tradicionales de la representación de lo cubano. Estévez recrea sus historias en escenarios y ambientes de la época republicana que precedió a la dictadura de Castro, y hace de la añoranza de este pasado, de la espera impaciente de una catástrofe anunciada, y del deseo de escapar de la isla, los motivos principales a partir de los cuales se estructura su imaginario.

Dos escritores residentes en Miami, y cercanos a Reinaldo Arenas, describen los contrastes de la vida de un exilado cubano en esa ciudad. Guillermo Rosales, antes de suicidarse, cuenta en su alucinante Boarding Home la vida cotidiana de un mendigo demente en un manicomio. Mientras que Carlos Victoria, amigo de Rosales, con su libro Puente en la oscuridad, como lo indica el título, sugiere la imposibilidad de remediar la cisura del exilio, a través de la historia de la búsqueda frustrante de un hermano acabado de llegar de Cuba.

Dos escritores cubanos Leonardo Padura, que vive en La Habana y José Manuel Prieto, exilado en Nueva York después de haber vivido en Siberia y en México, cuentan en sus libros más recientes historias que no tienen una relación directa con Cuba.

Padura obtiene el Premio Caillois en 2011 con su novela El hombre que amaba los perros que cuenta la vida del asesino de Troski. Autor de novelas policiales de éxito, Padura recrea de manera parabólica en esta biografía imaginaria algunas de las inhibiciones y paranoias que provocan en el hombre las imposiciones de un sistema totalitario.

 José Manuel Prieto en dos exquisitas novelas (Livadia y Rex ) narra curiosas experiencias intelectuales de un exilado; la de un narrador al cual la caída del comunismo ha sorprendido en la antigua Unión Soviética y trata de sobrevivir en una Europa por la cual se desplaza

En el primero de estos dos libros (saludado por elogiosas críticas en New York Time, Le Monde y Libération  y premiado en Alemania) el narrador busca por encargo una rara especie de mariposa al mismo tiempo que rinde un sutil homenaje a la literatura clásica y a la cultura rusa. En Rex un preceptor, tomando como único libro de referencia En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, imparte clases en Marbella al hijo de una pareja de rusos fabricantes de falsos diamantes. Más que un homenaje al escritor francés, el libro puede leerse como la tentativa imposible de alcanzar lo absoluto por medio de la escritura.

La traducción de un libro al francés suele interpretarse entre los escritores latinoamericanos como un signo de reconocimiento internacional a sus obras. En este sentido, y a pesar de las diferencias de Cuba, por razones históricas y políticas, con el resto del continente americano; ocurre lo mismo con los escritores cubanos.

Es necesario señalar que los libros más importantes de la literatura cubana han sido traducidos y publicados sistemáticamente en Francia. Sirva este breve panorama para discernir la abundante literatura comercial que reproduce engañosos clichés de lo cubano de los libros que mejor representan el imaginario de la isla; como guía para un lector exigente.

Después de Sarduy

Rafael Rojas

29 de junio de 2013

 

Aunque la literatura cubana siga pegada a la ideología, le toca abrirse al futuro

 

Hace veinte años, cuando el monstruo de las cuatro letras se llevó lo que quedaba de su vida, era difícil imaginar un después de Severo Sarduy. Me refiero a un después de Sarduy en la literatura cubana, institución que parecía pulverizada desde la novela De donde son los cantantes (1967) y los ensayos de Escrito sobre un cuerpo (1968). La obra de Sarduy posterior a esos dos libros —las novelas Cobra, Maitreya, Colibrí, Cocuyo, Pájaros de la playa, los poemarios Flamenco, Mood Indigo, Overdose, Big Bang, Daiqurí, los ensayos Barroco, La simulación, El Cristo de la Rue Jacob, Nueva inestabiidad— fue un cuestionamiento radical de lo que hasta mediados del siglo XX se entendió por literatura cubana.

 

El profesor de la Universidad de Yale, Roberto González Echevarría, lo advirtió desde su temprano estudio La ruta de Severo Sarduy (1987). En De donde son los cantantes (1967), el escritor camagüeyano había dado con una manera personal de narrar, basada en la lengua neobarroca, y había esbozado un proyecto literario que desestabilizaba el nacionalismo literario cubano. En aquella novela y en los ensayos de Escrito sobre un cuerpo, Sarduy polemizaba de manera explícita con las tesis de Cintio Vitier en Lo cubano en la poesía (1958) y de manera implícita con otro clásico de la ensayística cubana: Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (1940) de Fernando Ortiz.

 

Frente a la idea de una “cubanidad” cifrada en una serie de “esencias poéticas”, propuesta por el primero, Sarduy llamaba a no pensar tanto en “lo cubano en la literatura” como en una “literatura en cubano”. Al igual que Guillermo Cabrera Infante, afirmaba que si lo cubano existía bajo cualquier forma de identidad, ésta debía manifestarse en un modo singular de hablar y escribir el idioma castellano. Sólo que a diferencia del autor Tres tristes tigres, Sarduy proponía que esa personalidad lingüística se estilizara, a partir de Góngora y Lezama, por medio de la escritura neobarroca.

 

Sarduy cuestionaba también la idea de que el concepto de “transculturación”, propuesto por Fernando Ortiz en su conocido ensayo, fuera entendido como sinónimo de mestizaje. No era éste el sentido que Ortiz daba a dicho concepto en el Contrapunteo, pero algunos textos posteriores suyos, como el volumen El engaño de las razas (1946), en que proponía reemplazar la noción de raza por la de cultura, y destacaba la “impureza” racial de la humanidad, permitían una interpretación de ese tipo. Sarduy, por el contrario, pensaba que la cultura cubana no debía ser pensada a partir de ninguna ideología postétnica —el republicanismo martiano o el nacionalismo revolucionario— sino por medio de un reconocimiento de las diferencias culturales constitutivas de la nación, incluyendo las raciales.

 

La tesis aparece claramente expuesta en aquellos dos libros, De donde son los cantantes y Escrito sobre un cuerpo: en Cuba, como en cualquier otra nación, no se produce una síntesis o confluencia de elementos culurales —el español, el africano, el chino— sino una supersposición o yuxtaposición, siempre conflictiva, de los mismos. A esos tres elementos, el escritor cubano agregó un cuarto, que llamó “la Pelona Innombrable”, teorizada por el “lechosito de la Selva Negra”, en alusión a la idea del “ser para la muerte” de Martin Heidegger. Esta adición era otra manera de universalizar la experiencia cubana, asociándola al problema básico de cualquier cultura: la muerte.

 

No es raro que aquel cuestioamiento de Sarduy al nacionalismo cubano diera lugar a una obra ostensiblemente cosmopolita. En un reciente homenaje a veinte años de su muerte, en París, organizado por Gustavo Guerrero y Catalina Quesada, y al que asistieron el filósofo francés Francois Wahl, pareja del cubano por casi tres décadas, y su amigo, el escritor Juan Goytisolo, se hizo evidente el carácter expansivo de la poética de Sarduy. Postestructuralismo, barroco, budismo, psicoanálisis, cosmología, ciencia, pintura, radio, México, la India… son territorios sin los que resulta imposible comprender el proyecto literario sarduyano.

 

El cosmopolitismo, la vanguardia y la proximidad con las ideas del 68, articuladas por las revistas Tel Quel y La Quinzaine Littéraire, en las que coloboró asiduamente, hicieron de Sarduy un exiliado sui géneris. No cabe duda de que el autor de Un testigo fugaz y disfrazado fue un crítico del régimen cubano, especialmente, del aliento que el mismo dio a la homofobia, el machismo, la intolerancia y la censura, pero, como evocan Wahl y Goytisolo, la política no fue central en la obra de Sarduy. Las páginas de sus libros contendrían, en todo caso, otras políticas menores, tan o más críticas que las que entrañan las formas hegemónicas de entender lo político.

 

Decíamos que, hace veinte años, era dífícil imaginar un después de Sarduy en la literatura cubana. Hoy lo sigue siendo, toda vez que advertimos que la institución de esa literatura continúa operando con ideologías, como el el nacionalismo revolucionario o el marxismo-leninismo, que persisten en clasificar binariamente a los escritores en cubanos y anticubanos, amigos y enemigos. Sin embargo, aquel después de Sarduy ya llegó y debe ser mirado de frente. Un después que habría que leer en los muchos escritores de la isla y el exilio —Pedro de Jesús y Jorge Ferrer, Ena Lucía Portela y Gerardo Fernández Fe, Margarita Mateo y Alberto Garrandés— que dialogan con él, a pesar del desconocimiento institucional de su obra.

 

 

Todos nosotros

Duanel Díaz Infante

29 de junio de 2013

 

Cubanidad, hombre nuevo, revolución con pachanga: ¿Cómo ha sido entendida la idiosincrasia cubana a partir de 1959? Un repaso desde Sartre y Benítez Rojo hasta Pedro Juan Gutiérrez y Ena Lucía Portela

 

En 1973 el fotógrafo José A. Figueroa expuso en la galería Vedado un conjunto de instantáneas publicadas durante varios años en la revista Cuba, en las que ensayaba un “estudio tipológico del 'cubano'“. “Concebida originalmente con el título de Todos nosotros, —cuenta Cristina Vives en su ensayo “Fotografía cubana: una historia… personal” (Shifting Tides. Cuban Photography After the Revolution)— fue manipulada inconsultamente por la institución bajo el nuevo nombre de Rostros del presente, mañana, unida a un texto sin firma que adjudicaba a la exposición un sentido apologético —del que carecía— hacia los sectores obreros que “construían la nueva sociedad”.

 

He aquí, quintaesenciados, nuestros años 70; otro ejemplo de aquella doxa que, oficialmente establecida en el Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, dominó toda esa década y buena parte de la siguiente. El celo inquisitorial por atajar cualquier atisbo de heterodoxia se dirigía, en este caso, a la propia identidad nacional.

No es casualidad que la canonización de Guillén por la crítica marxista-leninista de esos años destacara el elemento revolucionario sobre el afrocubano: “si Nicolás Guillén, además del más alto, es el más cubano de nuestros poetas, eso no se debe a sus sones, aunque sus sones cuenten: lo es porque, además del más alto, ha sido el de mejor poesía revolucionaria: antimperialista, internacionalista, socialista”, afirmaba Mirta Aguirre en 1974.

 

Para los comunistas, no era el haber dado expresión a la Cuba mestiza lo que convertía a Guillén en el “poeta nacional”, sino la dimensión socialista de su obra, que anunciaba ya, en el desierto de la “república neocolonial”, la época de la amistad cubano-soviética. Por muy adelantado que fuese, todo eso que alcanza a resumir la noción de “transculturación” no sobrepasaba el límite de la ideología burguesa; la doctora Aguirre no dejaba lugar a dudas: “Cuba no es fundamentalmente, como no lo es ningún país, su composición étnica […] es, sobre todo […] la contienda entre explotados y explotadores”[i].  

 

“Todos nosotros” es un concepto inclusivo, pero estático —la identidad, aunque sea lábil, implica siempre cierta fijeza, una persistencia del ser. El título que impuso la institución a la muestra de Figueroa apuntaba, en cambio, al “desenvolvimiento revolucionario” que informa la doctrina del realismo socialista; a lo que se añadía el énfasis, en las palabras introductorias citadas por Vives, por distinguir la clase obrera de la nación en su conjunto. Ambas rectificaciones son, desde luego, complementarias. Si, como señala Merleau-Ponty en Humanismo y terror, “Ser revolucionario es juzgar lo que existe en nombre de lo que todavía no existe, tomándolo como más real que lo real”, ese juicio comporta necesariamente la discriminación entre los factores “progresistas” y los “reaccionarios”, aquellos que en el presente prefiguran el futuro de esos otros que, como plomo en los bolsillos, entorpecen la marcha hacia ese radiante mañana.

 

A propósito de la narrativa de lo que llama “novela de la Revolución Cubana”, Ambrosio Fornet apunta: “pero el pasado sobrevive en el presente no solo a través de sus elementos dinámicos, sino también de los estáticos, que tienden a reproducir los valores del individualismo y las sutiles coartadas de la 'naturaleza humana'“ (“Las máscaras del tiempo en la novela de la Revolución cubana”). En artículos, prólogos y notas suyas de contraportada —como aquella de Winesburg, Ohio (Colección Cocuyo, 1977) donde se advertía a los lectores que Sherwood Anderson “no pensó que la frustración de sus personajes era inherente al régimen capitalista, y que su remedio era un ordenamiento social más justo, no el refugio en el misticismo y la irracionalidad”— se repetía esa idea medular: la naturaleza humana no existe, es un invento de la ideología burguesa. Desde tan radical punto de vista, tampoco la cubanidad existía propiamente.

 

‘Desdichada descripción del carácter cubano’

 

Al respecto, los escritos de Sartre y Beauvoir a raíz de su visita a Cuba en 1960 habían sido pioneros: la Revolución Cubana, decía ella, venía a demostrar que “la condición de los hombres no está absolutamente cerrada y definida”; lo cual equivalía, por cierto, a confirmar la tesis central de El pensamiento político de la derecha, ensayo publicado por la propia Beauvoir en 1954.

 

Sartre desarrolló, por su parte, la idea de que la revolución manifestaba “los límites del pesimismo burgués” en la medida en que se basaba en la subversión de una ideología fatalista que por décadas había aherrojado a los cubanos al círculo vicioso de la industria azucarera y la corrupción política. La naturaleza humana era un mito; la cubanidad era otro; aquella era la base del capitalismo, esta del neocolonialismo. Así como, para la ortodoxia marxista, la literatura moderna —existencialista, nihilista, expresionista, naturalista…— no hablaba del hombre como tal sino más bien del crepúsculo capitalista, los discursos pesimistas sobre el país —”A Cuba no la arregla ni el médico chino. Los cubanos están podridos, sin remedio”, dice un personaje de Bertillón 166— no reflejaban ninguna realidad cubana, sino la propia ideología burguesa con su fundamental falacia: en ellos, al decir de Sartre, “se insinuaba, en la sombra, una teoría de la naturaleza humana que convertía vuestras miserias en un destino inmutable”.

 

El filósofo anunciaba, así, la crisis de las nociones tradicionales de la cubanidad, e incluso de la idea misma de la cubanidad, que domina la historia intelectual de Cuba en las décadas del 60 y del 70. En los primeros años de la revolución, esta noción crítica convive, sin embargo, con otro discurso de corte nacionalista, chovinista incluso. Frente a aquella tradición letrada de estirpe autonomista que describía al pueblo cubano como incapaz y defectuoso, la Revolución venía ser una nueva “vindicación de Cuba”.

 

“¿Por qué se pudo alcanzar la victoria?” —preguntó Fidel a un año del triunfo revolucionario, durante una cena conmemorando el nacimiento de Martí. “¿Por qué avanza la revolución? Se logró todo porque había virtudes en nuestro pueblo y esas virtudes fueron el fruto de las semillas que sembraron los fundadores de nuestra república; de la semilla, de la abundante semilla que sembró nuestro Apóstol, José Martí” (Edmundo Desnoes, Punto de vista).

 

Si había una idiosincrasia cubana, esta era desde luego positiva: no el cubaneo de la “isla de corcho”, asociado a lo que ahora comenzaba a llamarse despectivamente “seudorrepública” (tal como en el período fascista se llamó “Italietta” a la Italia de Giolitti), sino la cubanidad fundacional del siglo XIX, recobrada por la gesta de los rebeldes y el subsiguiente renacimiento nacional.

 

En fecha tan temprana como enero de 1959, Raimundo Fernández Bonilla cuestionaba en el diario Revolución la “desdichada descripción del carácter cubano” que Vitier había ofrecido en Lo cubano en la poesía: ligereza, incapacidad para tomar nada en serio, bucolismo; todo ello había sido desmentido por “la experiencia poética de origen, la experiencia de la Sierra”.

 

“Las viejas aseveraciones que daban de nuestras gentes una estampa frívola, capaz de ceder al influjo del mejor postor, se han derrumbado ante la realidad de una conciencia revolucionaria cada día más alerta y más lúcida”, señalaba, por su parte, Heberto Padilla en su crónica del 2 de enero de 1961. (Lunes de Revolución, “Un día de reafirmación revolucionaria”)

 

Debemos, desde luego, a Lezama la versión más conocida, poética y barroca de esta idea: “Se decía del cubano que era un ser desabusé”, pero “el 26 de Julio ha roto los hechizos infernales” (“El 26 de Julio: imagen y posibilidad”). Este artículo se publica en el año crucial de 1968; ya para entonces la influencia creciente del marxismo desacreditaba no solo las celebraciones metafísicas, idealistas, de la cubanidad al estilo de Lezama sino también las investigaciones más positivistas de psicología social, toda vez que las mismas contribuían a escamotear la realidad de la lucha de clases con ideologemas nacionalistas. Así como la imagen no constituía ninguna “causa secreta de la historia”, la identidad no era un enigma por descifrar, sino más bien una trampa de la ideología burguesa; la pregunta misma por “lo cubano” ya no tenía sentido.[ii]

 

Recordemos aquella significativa frase de Guevara, claramente en las antípodas de las aseveraciones de Castro citadas arriba, según la cual “No es que este pueblo haya hecho la revolución porque sea así, es así porque hizo la revolución”. La revolución, desde esta perspectiva, tenía poco de nacional; las virtudes que exhibía el pueblo —ese conjunto de valores socialistas que el propio Guevara epitomizaba: compañerismo, laboriosidad, intransigencia revolucionaria— eran consecuencia de haber “entrado en revolución”, no al revés. Era el fuego purificador de la guerra revolucionaria, y su continuación en la diaria batalla por la “construcción del socialismo”, no la educación como recomendaba la tradición de los letrados republicanos, lo que había regenerado al pueblo cubano.  

 

El elemento nacional, idiosincrásico, es crucial, sin embargo, en el imaginario romántico de la Revolución cubana a lo largo de los años 60. Si el de las democracias populares, dominado por la burocracia y el dogmatismo, era, en palabras de Sartre, “le socialisme qui venait du froid”, este era uno que venía del chaud: “Los hombres que han combatido durante dos años en la Sierra como leones, apenas sienten una música, el ritmo afrocubano, comienzan a estremecerse como hojas cuando se alza el viento, y todo aquello que puedan tener bajo la mano, se transforma en tambor”, escribía Cesare Zavattini en un periódico italiano, a su regreso de Cuba. (“Cuba 1960”, Ese diamantino corazón de la verdad).

 

Películas documentales como Cuba si (1961), de Chris Marker, y Salut les cubains (1964), de Agnès Varda, reproducían una mitología fundamental del castrismo: no ya que los cubanos fueran alegres, sino que esa idiosincrasia constituía un anticuerpo contra los virus de la burocracia y del militarismo.

 

‘Revolución con pachanga’

 

Playa Girón y la Crisis de Octubre vinieron a ser la prueba de fuego de esa alegría cubana que tanto maravillaba a los observadores extranjeros. En su crónica “De la invasión”, firmada en noviembre de 1960, el argentino John William Cooke señalaba: “La revolución, al convertir los problemas nacionales en quehacer de todo el pueblo, determina que los episodios de la política interna y externa se traduzcan en música. 'Pero la reforma agraria va', 'Venceremos', 'Con OEA o sin OEA', 'los yankis son guanajos (pavos)', son algunas de las composiciones que se corean y a cuyo compás bailan las parejas. Pues bien, nada de eso ha cambiado ante el peligro de la invasión, respecto a cuya inmanencia nadie abriga dudas.”

 

“La gente —acabo de regresar de una vuelta por la calle— se mueve y habla como si la guerra fuera un juego”, apunta el protagonista de Memorias del subdesarrollo, en medio de la Crisis de Octubre.

 

Estas observaciones recuerdan, por cierto, aquel pasaje memorable de La isla que se repite donde Benítez Rojo cuenta cómo la “cierta manera” en que dos negras viejas caminaban bajo su balcón le dio la certeza de que no se produciría la catástrofe nuclear. “Solo diré que había un polvillo dorado y antiguo entre sus piernas nudosas, un olor de albahaca y hierbabuena en sus vestidos, una sabiduría simbólica, ritual, en sus gestos y en su chachareo.” En aquellos días de octubre de 1962, la levedad de ese andar despreocupado representaba una atávica resistencia a la súbita grandilocuencia de la historia: frente a los misiles soviéticos, absoluta extrañeza plantada en suelo cubano, ellas encarnaban una cierta ancestralidad caribeña. Así, con esa gracia, con esa ingenuidad, habían caminado, posiblemente, otras tantas mujeres negras en los duros tiempos de la plantación. Acaso la propia Cecilia Valdés, chancleteando por las sucias calles habaneras que las señoras blancas, siempre enfundadas en sus corsets y subidas en sus quitrines, no pisaban jamás. Así, a pesar de todo.

 

La Crisis de Octubre, deduce Benítez Rojo, no la ganó Kennedy ni Jruschov, “la ganó la cultura del Caribe junto con la pérdida que implica toda ganancia”. Surge, enseguida, sin embargo, la objeción posible: ¿cómo es que, si “el Caribe no es un mundo apocalíptico”, se llegó a aquella situación en que la tercera guerra mundial parecía a la vuelta de esquina? Significativamente, la Revolución haitiana, ahora tan de moda en el contexto académico donde se gestó La isla que se repite, es una ausencia notable en el libro; ¿sería también ella parte de la historia de violencia y apocalipsis que la cultura caribeña busca conjurar mediante el ritmo y la performance, o más bien parte orgánica de esa misma cultura? Ciertamente, el elemento carnavalesco del evento revolucionario queda impensando o desapercibido en la celebración de la cultura caribeña que ofrece Benítez Rojo.

 

Este elemento fue, sin embargo, decisivo en los dos o tres años que siguieron a la caída de Batista, los de la “revolución con pachanga”[iii]. “La Revolución ha podido transformar la estructura del país sin grandes obstáculos de tradición, costumbres y estilo de vida, esto se debe a que el pueblo cubano ha asimilado importantes aspectos de la psicología africana. La cultura africana ha ablandado y debilitado la estructura reaccionaria de la familia española. Por algo se dice 'Revolución y pachanga' en lugar de 'Revolución y Santiago' (Cómo surgió la cultural nacional, Walterio Carbonell).

 

Este costado carnavalesco, negro, de la Revolución es destacado una y otra vez en las crónicas y apuntes de los turistas revolucionarios de los sesenta. Desde La fête cubaine (1962), reportaje de la periodista francesa Annia Francos, a comienzos de la década, hasta Enero en Cuba (1969), diario de Max Aub, y “Some Thoughts on The Right Way (For Us) To Love the Cuban Revolution” (1969), ensayo de Susan Sontag, ya en los pródromos del desencanto, esas dos actividades fundamentales de la construcción del socialismo que son la “preparación militar” y el “trabajo productivo” aparecen como suavizadas por la ligereza tropical, estilizadas en graciosa estampa que, por así decir, “atenizaba” lo espartano de la movilización revolucionaria.

 

Dos negras en un campo de fresas

 

Curiosamente, en las notas que tomó Michel Leiris durante su visita a la isla en 1967 aparecen también dos mujeres negras; dos mujeres negras que, como las de Benítez Rojo, representan algo precioso, poético, difícil de describir con palabras. Pero estas observadas por Leiris son jóvenes, y no caminan por la calle sino que trabajan en un campo de fresas —seguramente, en las alturas de Banao, donde se había inaugurado en 1965 uno de los tres “planes piloto”, focos comunistas que en las rurales entrañas de la Isla irían acelerando la transición al “reino de la libertad”.

 

Vestidas con sencillas blusas y pantalones verde botella, las muchachas se las arreglan para dar a su atuendo y su peinado cierta elegancia, un toque de moda o distinción. La más delgada y vivaracha —anota Leiris— había puesto en su sombrero de pajilla una pequeña pluma, lo cual, unido a las botas y los guantes de trabajo, le otorgaba un cierto parecido con aquellas coquetas heroínas que en las comedias de Shakespeare aparecen travestidas como caballeritos.

 

Este cuadro representa, desde luego, las maneras libres, originales, que el socialismo adoptaba en Cuba. “N’est-ce pas dans ce style sans lourdeur —le seul qui reflète ses buts— que la révolution devrait toujours être menée: comme on aime, comme on danse, comme on s’adonne sportivement à un dur exercice et comme s’il importait, pour le résultat futur aussi bien qu’en soi, d’accomplir en beauté ce qui doit être accompli de pénible ou de périlleux, quant on a jeté son gant à a la face du Mauvais Ange?”

 

Se diría que estas jóvenes realizan el ideal guevarista del trabajo como arte, esa utopía compartida en los 60 por pensadores tan influyentes como Marcuse. Si, según aquel poema de León Felipe que Guevara gustaba citar, a lo largo de la historia humana nadie había “cavado al ritmo del sol, cortado una espiga con amor y con gracia”, Leiris venía a dar testimonio de que en Cuba se estaba produciendo el milagro. 

 

Y ello no solo por haber erradicado la propiedad privada —fuente de la alienación—, pues después de todo eso había ocurrido en los países soviéticos, sino también gracias al peculiar modo de ser de los cubanos. La idiosincrasia no significa, en la visión de Leiris, resistencia al socialismo en sí, sino a su congelación estalinista. Si para Benítez Rojo las ancianas negras eran portadoras de una tradición encarnada en esas formas más o menos rituales de sublimación de la violencia de la historia colonial que son la música y la danza, en las jóvenes estudiantes de Leiris la idiosincrasia, lejos de resistir, más bien colabora con esa historia de renovación humana que es la revolución; su modo de ser de algún modo anuncia, al tiempo que va realizando ya, ese final del camino donde no existirá la violencia y el trabajo no será más una pesada carga. Como si el comunismo viniera a reintegrar, en los nuevos cañaverales y campos de cultivo, la rigurosa plantación y los toques de tambor de las tardes dominicales, el futuro prefigurado en los jóvenes trabajadores voluntarios y la memoria ancestral del cuerpo caribeño.

 

Benítez Rojo es “negrista”; su celebración del ritmo y el carnavalcomo subversión de la razón occidental —a la que subyace, mucho más que las ideas “posmodernas” de Lyotard o Deleuze mencionadas en su libro, la teoría carpenteriana de lo “real maravilloso” americano— corre el riesgo del exotismo al revés, esto es, de reproducir la mirada europea, reificando lo propio como “otro” irracional, mágico, auténtico… También Leiris, quien era etnógrafo además de surrealista, corre ese riesgo. “Cuba, la rosa de los trópicos y de la revolución”, escribió en el mural colectivo realizado en el Pabellón Cuba en ocasión del Salón de Mayo de 1967. Las dos extrañezas, la del trópico y la de la revolución, se confunden una y otra vez en su percepción de Cuba: “Impresión de exaltación y entusiasmo que se debe tal vez a la asombrosa convergencia de la América Latina, de las Antillas, de España y de la Revolución; este tipo de Revolución que quizás solo se podía dar aquí”.  

 

Pero no había que ser surrealista ni tampoco extranjero para escribir cosas así; mucho contribuyeron los escritores cubanos a aquella imagen “tropicalista” de la revolución. En su crónica del desfile por el segundo aniversario del triunfo revolucionario, Cabrera Infante apuntaba, por ejemplo: “Hay una gran alegría y la frase Revolución con pachanga […] se vuelve verdadera, porque hay una gran alegría dondequiera: esa increíble alegría cubana que llena de fiesta la ocasión más solemne”. Y un poco más adelante: “en Cuba se está creando ante los ojos del mundo un hombre diferente, una mujer diferente, y es esto lo que hace que Cuba sea tan diferente a España o a Francia o a Checoslovaquia o a Alemania, cualquiera de las dos Alemanias, o a la misma Unión Soviética y no sé si también a China, pero sé que es diferente y fascinante y casi única” (“La marcha de los hombres”).

 

Aquí, nuevamente, las dos mitologías fundamentales del castrismo —la “revolución con pachanga” y el “hombre nuevo”— se hacían una: la alegría de la que hablaba Cabrera Infante era la tradicional “alegría cubana”, no la alegría internacionalista de los trabajadores soviéticos pintados en los cuadros del realismo socialista, ni tampoco la “verdadera alegría” que una década después Ernesto Cardenal distinguiría de la “alegría burguesa”. La revolución en Cuba era singular, y a esa originalidad no era en absoluto extraña la idiosincrasia nacional.

 

Y vuelta a la cubanidad

 

Es justo cuando el colorido del régimen castrista se destiñe, en esos años grises en que la Isla apenas suscita para los intelectuales extranjeros más interés que la anodina Bulgaria o la fría Polonia, que la diferencia de lo nacional y lo socialista se acentúa, imponiéndose el canon que determinó el cambio de “Todos nosotros” a “Rostros del presente, mañana”.   

 

La coda de esta historia es bien conocida: en los 90 la crisis del marxismo-leninismo trajo consigo el regreso de la identidad nacional. Ahora, el título original de aquella serie fotográfica de Figueroa podría ser la consigna misma del oficialismo. Se habla cada vez menos de “obreros” y más de “mambises”: “el futuro de nuestra patria será un eterno Baraguá” (1990), “Declaración de los mambises del siglo XX” (1997).

 

Relegada la lucha de clases, lo cubano resurge en su dimensión más mitológica: utopía, resistencia, posibilidad… Desde otro registro, mucho menos elevado y patriótico, el tema musical más popular de la década insiste, curiosamente, en la cuestión de la identidad. “Somos lo que hay, lo que se vende como pan caliente […] Somos lo máximo”. “Lo que hay”: pura existencia donde caben todos, pues falta el juicio revolucionario; “lo máximo”: reivindicación nacionalista que no es, sin embargo, una solemne “vindicación de Cuba”.

 

Significativamente, Pedro Juan Gutiérrez toma estas frases como epígrafe de Un rey en La Habana, obra donde, al igual que en los cuentos de la Trilogía sucia, se da buena cuenta del retorno de la Cuba tropical, imprevisiva, sobrevividora. Si en su ensayo “La imagen fotográfica del subdesarrollo” (1965), reivindicando la nueva imagen de la Isla en revolución —no ya un país para consumo de los turistas del primer mundo, sino uno enfrascado en la gran aventura del hombre moderno—, Desnoes afirmaba que el “cuerpo es lo único que tienen los pobres”, la Trilogía sucia de La Habana bien podría llevar esa frase como epígrafe. “La miseria destruía todo y destruía a todos, por dentro y por fuera. […] Así que al carajo la piedad y todo eso.”

 

Esta pobreza no tiene nada de irradiante; nada de franciscana, nada de espiritual: los pobres no tienen más que cuerpo, como el propio Rey. El cubano, no solo en la narrativa de Pedro Juan Gutiérrez sino en buena parte de la literatura del “período especial”, aparece como un ser no ya desabusé —desengañado—, sino más bien desamparado. No por gusto la obra tutelar de la década es La isla en peso, ese gran poema cubano de la intemperie, reverso no solo de los amables interiores del criollismo origenista sino también del bucolismo nativista de un Víctor Manuel.

 

A las aguas mansas y los acogedores framboyanes de la serie de paisajes cubanos pintados por este en los años 30, Piñera parece replicar con una pregunta retórica —”¿Quién desdeña ahogarse en la indefinible llamarada del flamboyán?”—, convirtiendo la arcadia en pesadilla, Gauguin en Munch. La sombra de los árboles, la placidez del entorno y suave brisa que se respira en los cuadros de Víctor Manuel invitan a la siesta; la insularidad, en el poema de Piñera, condena al insomnio.

 

El framboyán —se diría— ya no da cobijo; es elemento, angustia, desastre.[iv] Aludiendo al famoso eslogan del Partido Auténtico que presidiera la campaña electoral de Grau San Martín, Ena Lucía Portela ha escrito en su novela La sombra del caminante (2001): “¿por qué no decirlo? ¿verdaderamente por qué no decirlo?, la cubanidad es amor. Por ello nuestro desamparo es enmascarado, perverso, hipócrita, menos obvio que el de otros en otras capitales. Infamias, abusos, crueldades, abandonos, heridas, quemaduras, sufrimientos y soledades se ocultan entre los pliegues del gran amor nacional”. La cubanidad es de nuevo coartada, problema, campo de batalla. 

 

[i] Hay muchos otros ejemplos en la cultura oficial de los setenta. La “cubanía”, afirmaba por ejemplo Alga Marina Elizagaray, no es solo el costumbrismo externo sino “la capacidad de combate de este pueblo alegre y dicharachero que fue capaz de luchar cien años por su libertad, y capaz de establecer en una isla diminuta, a noventa millas del imperialismo más poderoso del mundo, la primera república socialista en América” (El poder de la literatura para niños y jóvenes).

 

[ii] Significativamente, en el periódico Revolución y su magazine literario conviven esos dos discursos; se los encuentra, incluso, en un mismo autor, como es el caso de Calvert Casey. La conocida crónica “El centinela del Cristo” estaba más bien del lado nacionalista de Castro y Lezama: “Era como si la esencia de la nacionalidad […] hubiera estado oculta y ahora reapareciera”. En el prólogo a Cuba. Transformación del hombre, uno de los primeros volúmenes editados por la Casa de las Américas, el escritor se acercaba, empero, a la concepción marxista de Sartre: “una práctica lúcida ha cambiado en Cuba la noción misma de ser humano; […] Todas las teorías sobre la inmutabilidad de la naturaleza humana son falsas”.

 

[iii] “Françoise Sagan, no sé si irónicamente o no, llamó a la nueva situación de Cuba revolución con pachanga. Se equivocó en la conjunción que une los dos sustantivos. Más justa es la expresión revolución y pachanga, pues en Cuba se baila y se canta, sí, como antes, mejor que antes, pero se trabaja denodadamente, al mismo tiempo, por realizar el sueño de la sociedad industrial y autosuficiente.” (Sebastián Salazar Bondy, Cuba, nuestra revolución, 1962) También Cabrera Infante, en “La marcha de los hombres”, atribuye a Françoise Sagan lo de la “revolución con pachanga”. En los dos artículos sobre Cuba publicados por la escritora francesa en L’Express en agosto de 1960 (recogidos en Maisons Louées, L’Herne, 2008), no aparece sin embargo la frase.

 

[iv] Reinaldo Arenas: “lo cubano es la intemperie, lo tenue, lo leve, lo ingrávido, lo desamparado, desgarrado, desolado y cambiante. El arbusto, no el árbol; la arboleda, no el bosque; el monte, no la selva” (“El mar es nuestra selva y nuestra esperanza”).

Un texto imprescindible, una omisión imperdonable

Roberto Madrigal

26 de junio de 2013

 

Tras publicar el primer trabajo investigativo realizado en Cuba sobre la figura de Guillermo Cabrera Infante con su premiado libro Sobre los pasos del cronista (Ediciones Unión, La Habana 2010), sus autores, Carlos Velazco y Elizabeth Mirabal, han vuelto a la carga de infantería con su nuevo texto Buscando a Caín.

 

Ambos títulos se inscriben dentro de la nueva política de rescates culturales de asesinados exquisitos, que fueron eliminados por décadas de la memoria literaria colectiva, por una política que ha sido parte del proyecto social del castrismo y que ahora son resucitados de forma incompleta y progresiva, adecuadamente maquillados.

 

Más allá de los propósitos y despropósitos de sus autores, los libros deben analizarse como lo que son, lo que tocan, lo que implican y lo que eluden. No se les puede exigir que aborden temas que están ajenos a sus metas ni criticarlos por ello. Con sus virtudes y sus defectos, Sobre los pasos del cronista es un libro que reúne una gran cantidad de información que hasta ese momento se encontraba dispersa o inédita. Es una valiosa contribución al estudio de la figura de Guillermo Cabrera Infante.

 

Buscando a Caín consiste exclusivamente en una compilación de entrevistas con escritores, cineastas, periodistas y personas importantes en la vida de Cabrera Infante. El libro no editorializa, deja a cada entrevistado decir lo que tenga que decir. Las entrevistas están ordenadas en una cronología hecha según cada autor entra en contacto con Cabrera Infante o este con ellos y hay una segunda sub-agrupación que consiste en el oficio de los entrevistados. El único que aparece un poco desubicado, aparentemente a propósito, es Edmundo Pérez Desnoes, cuya entrevista cierra el libro. Las secciones en que los autores han dividido el texto están introducidas por fragmentos de textos de Cabrera Infante, o cartas a la redacción de la revista Carteles o de Lunes de Revolución, otras notas periodísticas y cosas por el estilo, muy bien encajadas.

 

Aunque no lo dicen por ninguna parte, me da la impresión de que estas son muchas (o todas) de las entrevistas en las cuales los autores se basaron para obtener parte de la información que utilizaron en su libro anterior y decidieron armar un texto con ellas. Es obvio que los entrevistados están respondiendo a un limitado número de preguntas. Entre los entrevistados se encuentran autores que habitan las dos orillas de la cubanidad, algunos murieron antes de que saliera la obra.

 

Es muy difícil entrevistar a los intelectuales y a veces más espinoso aún leerlos. En muchos casos, estos se dedican a hablar de si mismos más que de la figura del sujeto de la encuesta y muchos, sobre todo los de la orilla de allá que apoyaron de alguna manera el asesinato cultural de Caín, se envuelven en justificaciones muy defensivas de sus actitudes “de entonces”. Hay demasiada pose en todo esto. Es el caso de Edith García Buchaca, Ambrosio Fornet y Graziella Pogolotti. Hay testimonios informativos e interesantes, que se quedan un poco a medio camino de lo que quieren decir, como son los de Antón Arrufat, César López, Pablo Armando Fernández y Enrique Pineda Barnet. Hay otros muy honestos y liberados, que expresan sus experiencias con humor y sin tapujos, como son los de Luis Agúero y Ernesto Fernández. Y hay unos, específicamente los de Harold Gramatges y Edmundo Pérez Desnoes, que destilan bilis, envidia y frustración y que casualmente son los que abren y cierran el libro.

 

Todos los testimonios son interesantes y de alguna manera aportan algo, si no al mejor entendimiento de la figura de Caín, al menos al ambiente de la política cultural en la que se desempeñó. Para mí el más atrevido, desenfadado y sincero (a pesar de que estoy seguro que tiene mucho de ficción, lo cual lo hace más verídico) es el de Ingrid González.

 

El libro cierra con unas treinta fotos de Cabrera Infante antes, cuando y después de Caín, algunas hechas por Néstor Almendros, Korda y Jesse Fernández, y la mayoría de ellas hasta ahora inéditas.

 

El texto, en su conjunto arroja mucha información sobre las guerras culturales que se llevaron a cabo en la década del cincuenta y hasta mediados de la década del sesenta. Las primeras principalmente entre agrupaciones culturales e individuos y las últimas en plena lucha por el posicionamiento en el poder político, cuando la cultura fue manipulada como instrumento de supremacía. Una figura queda muy mal parada en todo esto y es la del recientemente fallecido Alfredo Guevara, a quien se presenta prácticamente como un artista frustrado, sin talento, que decidió establecerse como el zar del cine y eliminar sin compasión a todo quien se le interpusiera. Es una conclusión inevitable cuando uno cierra el libro.

 

De Cabrera Infante resultan muchas versiones, probablemente todas son aspectos de su compleja personalidad y sobresalen más allá de las intenciones de algunos de los entrevistados, que como impostados segismundos, intentan psicoanalizar al personaje y tratan así de matizar su testimonio. Para unos resultó un hombre generoso y solidario, para otros un pedante altanero y despectivo, para todos un hombre de extraordinario talento, egocéntrico, pero muy consciente de sus objetivos.

 

Si bien el texto es interesante e imprescindible, hay una omisión que no puedo dejar de mencionar. Al libro lo recorre el hecho de que Caín y Cabrera Infante fueron una ausencia criminal en la cultura cubana de este último medio siglo, pero nadie se atreve a decir con precisión a que se debió. No hay mención ni consideración sobre la política cultural del gobierno ni sobre lo orgánico que esta censura resultaba al proyecto. No soy ingenuo y sé que evitar ese tema debe ser parte del “pacto” por lo cual los organismos que rigen la cultura y la censura en Cuba permitieron la publicación de estos materiales. Velazco, como funcionario él mismo, ya que es el jefe de redacción de la revista Unión debe saberlo muy bien y también conoce los trucos para vadear esos obstáculos. Pero un libro que comienza con la “Advertencia”: La posibilidad latente de que se pierda el pasado, la muerte de los lugares, los objetos, las personas, no hace descabellada la suposición de que todo esto que nos contaron y lo que prefirieron callar, por muy verídico y apegado a la realidad que haya querido ser, algún día podrá leerse como una ficción, hace más obvia esa omisión. Cuando algo o alguien se rescata, se debe ser consecuente y decir de dónde se rescata.

 

Peor aún en este caso me parece la introducción de Abilio Estévez, titulada “Testimonio en/desde la ficción”, en la cual este asunto ni se esboza. Me sorprende esto en un escritor que hace tiempo vive en el exilio y que ha expresado posiciones muy interesantes y valientes. ¿Para qué se prestó a escribir esta introducción si conocía de las limitaciones que se le imponían? O es que se las impuso a sí mismo quizá para recuperar su voz y su sitio en el panteón de la literatura cubana oficializada y no tener que esperar a la muerte para que se le rescate. En realidad, Estévez perdió una gran oportunidad de decir lo que ha dicho muchas veces, o de simplemente negarse a participar. Su introducción no aporta nada al texto y solamente resulta en un apoyo a un proyecto que va más allá de su control y probablemente del de los autores del libro.

 

Buscando a Caín. Entrevistas compiladas y editadas por Carlos Velazco y Elizabeth Mirabal. Ediciones ICAIC 2012. La Habana. 287 páginas.

Para eso son los amigos

Enrique Del Risco

26 de junio de 2013

 

Palabras de presentación del libro de memorias Siempre nos quedará Madrid que leyera Tersites Domilo el sabado pasado. Quien tiene un amigo tiene un central de los de antes, de los que producían azúcar y no estadísticas:

 

   El 17 de enero de 1871 publicó el New York Times una entrevista con Anita Quesada de Céspedes, la esposa del Padre de la Patria, hecha unos días mientras estaba detenida antes en La Habana. La Sra. Quesada había sido capturada por los españoles al intentar salir clandestinamente de Cuba. En su entrevista, la Sra. Quesada pondera la caballerosidad de los soldados españoles que la habían apresado en las costas de Camagüey. Cuenta que el general Chinchila esperó bajo un aguacero mientras la primera dama de la República en Armas se reponía de los rigores de la manigua en la tienda de campaña del oficial. Incluso, cuenta la Sra. Quesada, los españoles tuvieron la amabilidad de llevar lejos de su tienda a los prisioneros que iban a fusilar, para así ahorrarle escuchar el estertor de muerte de los condenados.

 

   Ese mismo día, por cierto, el Times informaba que Ana de Quesada acababa de llegar a New York en el vapor Ciudad de Mérida. Salía así de la prisión y de la guerra de Cuba para entrar en la guerra sorda que sostendría aquí con la infatigable Emilia Casanova, esposa de Cirilo Villaverde.

 

   Menos suerte tendría el poeta Juan Clemente Zenea, capturado con ella y fusilado siete meses más tarde en el Foso de los Laureles de La Cabaña. Cuenta Enrique Piñeyro que en el momento de enfrentar las balas, Zenea se quitó sus gafas de miope irredento y las depositó en el piso a su lado. Quería que los cristales con los que miraba el mundo llegaran intactos a las manos de la mujer que veinticinco segundos después de ese gesto sería su viuda. No es improbable que Zenea tuviese una opinión diferente de la de Anita de Quesada sobre la bondad de los soldados ibéricos. Y no se trataba simplemente del color del cristal con que los miraba.

 

   La anécdota, en fin, resume varios destinos típicos de los cubanos que sueñan con probar nuevos aires: la cárcel, la muerte, Nueva York, las rencillas entre emigrados…

 

   Enrique Del Risco y su esposa “Cleo”, como Zenea y Anita de Quesada, también cayeron en manos de los españoles tras un intento de salida de Cuba, aunque este resultara más exitoso que el de aquellos patriotas. Siempre nos quedará Madrid es el recuento de su salida azarosa y su vida de exiliados ilegales en la Madrid de mediados de los noventa. Su experiencia —y los recuerdos de su aventura— parecen estar entre esos dos extremos que representarían Zenea y la Sra. Quesada.

 

   Este relato es la crónica de una vivencia que comparten dos millones de cubanos. Y es un intento de explicar(se) los sinsabores y las sorpresas de quien decide largarse del lugar donde ha nacido. El libro —la vida de Enrique y su esposa en Madrid— se va poblando poco a poco de una fauna que parece destinada a ilustrar el retablo de los milagros. La generosidad entusiasta que se transforma luego en recelos y malentendidos, la convivencia con gente con la que nunca se le hubiera a uno ocurrido vivir en su sano juicio o en su país de origen, la esperanza sin brújula pero sin muerte del emigrante, la bondad que sorprende a la vuelta de una esquina como un atracador: esos son los elementos del ajiaco/fabada que Del Risco va cocinando en estas páginas.

 

   Desde esa descripción del Madrid de los años noventa, Del Risco —que es miope como Zenea— describe también a Cuba y describe sobre todo los cristales que le tocaron para mirar al mundo. Cada quien es miope a su estilo, pero el asunto es saber exactamente qué graduación necesitamos. La vida cubana es la graduación del cristal con que el autor mira a Madrid, y ese es uno de los ejes de su relato. Del Risco pesa cada experiencia madrileña —ir al cine, entrar en un bar, celebrar la Navidad o su cumpleaños— a partir de la aridez habanera de su vida anterior.

 

   Es ahí donde el libro alcanza su mayor intensidad. Estas son las memorias de dos jóvenes que llegan a España y pasan quince meses pagando la imprudencia, pero que cada día se sienten dichosos de haber logrado largarse de su país. Como he dicho antes, esa dicha no es un síntoma de desarraigo, sino el resumen de una experiencia vital que pasó de la fe a la desesperación después de visitar el desengaño y llegar al aburrimiento. Del Risco dibuja —como no he visto hacer a nadie hasta ahora— una nueva relación con Cuba que no encaja en los arquetipos usuales. La Cuba que Del Risco asume como suya no es la República, que no conoció, ni es el país del “socialismo real” en el que creció, y que se le fue haciendo cada vez menos real y tolerable. En los puntos de comunicación y distanciamiento que el autor describe o sugiere en su libro se define una nueva relación con un archipiélago del que cada cual elige los islotes que considera más amigables. El destierro para Del Risco y su generación no es el distanciamiento físico de un país, sino el extrañamiento —a veces voluntario— de ciertas zonas de la cubanidad irremediablemente envenenadas por la historia.

 

   Del Risco viene a recordarnos que el dolor del exilio a ratos es proporcional a la hospitalidad de la tierra natal. Cuando el aire patrio se enrarece lo suficiente, exilio puede ser un sinónimo de alivio; porque la distancia permite saborear la cubanidad con la cucharita del té, y ponerla bajo llave cuando se salga del plato. Uno lee un libro que nos revela cosas absolutamente nuevas o que nos hace ver lo conocido con nuevos ojos, porque el autor tiene una mirada mucho más fina que la nuestra. Mirado así, este será un libro excelente para dos tipos de cubanos: los que se han ido del Cuba o el que planifica irse. O para cualquiera que pretenda entenderlos.

 

   Siempre nos quedará Madrid es un libro escrito con una buena dosis de ironía. Y la primera víctima de esa navaja es el propio autor, que nos describe en detalle su casi absoluta incapacidad de sobrevivir en un país normal o de conseguir un trabajo que no consista en hablar o escribir. Pero el desfile de personaje incluye hombres crónicamente infieles, músicos aluciados por el humo de impuros cigarros, mujeres celosas hasta el crimen o el suicidio, matones cobardes, tacaños incondicionales y estafadores devotos.

 

   Sin embargo, hay también en el relato una filigrana más pura: el cultivo de la amistad y la decisión de rescatar ciertas cosas esenciales son las tablas de salvación a las que recurren los protagonistas en un momento de sus vidas en que todo parece ir a la deriva. Los españoles que le tocaron en suerte a Del Risco no le cedieron la tienda de campaña como el caballeroso general Chinchila haría con Anita de Céspedes, pero tampoco lo llevaron a pasear junto a los laureles como al pobre Zenea. Su destino madrileño fue más común, más como el nuestro. Pero su relato tiene la lucidez y el humor que permite al lector repasar su propia experiencia con una mirada más aguda y más amable. Y eso basta para darle a Enrique Del Risco las gracias.

Cero, no ser, diría Shakespeare

(Dardos para Octavio Armand)

Johan Gotera

18 de junio de 2013

 

¿Lezama o Guillén? ¿Sarduy o Arenas? ¿República o Revolución? ¿Ventana o Pasillo? El poeta y ensayista Octavio Armand responde a unas buenas disyuntivas

 

A Reina María

 

¿Dionisio o Apolo?

 

Apolo, siempre y cuando no falte el vino. Contemplación y éxtasis. En las seis caras del dado ruedan en plural y singular las seis personas del verbo. Todas conjugan el azar boca abajo o boca arriba. No puede faltar, en el tú, el yo. Dionisio y Apolo son un diálogo. Como luz y sombra. O allá y aquí.

 

¿Lezama o Guillén?

 

En la pregunta anterior la disyuntiva obligaba a optar entre dioses. En esta la disyuntiva es falsa, pues hay un dios a la izquierda y un ministril a la derecha. Me quedo con el dios, por supuesto. 

 

Aquí soy izquierdista, zurdo, siniestro: Lezama.

 

¿Sancho o Don Quijote?

 

Apuesto, con Kafka, que Sancho es el autor de El Quijote. Sancho puede soñar con el Quijote pero el Quijote no logra soñar ni despertar con Sancho. La realidad crea ilusiones; las ilusiones crean realidades que algunos llaman locuras. Alonso Quijano, o Quesada, o Quijana, se sueña Quijote pero despierta Quijano, o Quesada, o Quijana. Sancho se sueña otro a través de don Quijote, pero despierta Sancho. Es la noche que sueña al día, para revivirlo algo menos terrestre, menos prensil. Digamos que ensancha a la noche en el día. Que es capaz de soñar despierto y despertar en un sueño.

 

¿República o Revolución?

 

El interregno: Cuba en el exilio y el desembarco; Cuba en la manigua: Martí en su Diario de campaña, cargas al machete de Gómez o Moncada, Maceo bajo los mangos de Baraguá; los jóvenes en la clandestinidad, el ataque a Palacio, los rebeldes en la Sierra; el camino hacia el 20 de mayo y el 1 de enero. La lucha contra la tiranía, contra el poder, detenida a tiempo, antes de convertirse en tiranía y poder. Ser ciudadano de esa Cuba que está a punto de ser, que aún no es. La que una y otra vez los nonatos abortamos. 

 

¿Pulpo o Caracol?

 

El pulpo por los tres corazones; el caracol porque es un solo corazón, duro y enrollado. El pulpo por los tentáculos; el caracol por las espirales. Uno porque se esconde en chorros de tinta; el otro, porque desaparece en el rumor del mar, la oscura y retorcida profundidad del vacío. Uno porque se asusta del tú y el otro porque se cansa del yo. El pulpo porque es blando; el caracol porque endurece hasta a su sombra. El pulpo porque calla y no aprende a hablar; el caracol porque tampoco es un loro: suena para enseñarnos el hechizo de una sílaba. El pulpo porque con él podemos contar hasta ocho; el caracol porque nos arrastra del cero al infinito. Uno porque nos abraza por fuera; el otro porque nos abraza por dentro. El pulpo porque sabe crear un poco de noche; el caracol porque la lleva encerrada en su caja fuerte. El caracol porque sí y el pulpo también. Etc.

 

¿Severo Sarduy o Reinaldo Arenas?

 

La SS cubana, capaz del tatuaje y la máscara, del disfraz y el travestismo, pero absolutamente ajena al uniforme. El Cristo en La Habana o en la rue Jacob, sin cruz ni clavos.

 

¿Cuba o la noche?

 

“La noche me enamora más que el día pero mi corazón nunca se sacia.” La letra del polo margariteño me permite responder por las veinticuatro horas, por la luz y la oscuridad. Como Martí, tengo esas dos patrias: Cuba y la noche. Inseparables, diría, porque Cuba es una isla rodeada de noche por todas partes. He llegado a pensar que en realidad son una sola. Haber vivido en Cuba desde Nueva York, o desde Caracas, o desde Kamchatka, sentir lo cercano en la lejanía, es como adivinar las formas en un sueño. Cuba es una sombra; la iluminamos por un instante con el cocuyo de un recuerdo o la añoranza de un sabor, pero vuelve a sumirse en la vastedad del desamparo, del exilio. Es la tierra de los desterrados. El sueño del espacio propio en un tiempo ajeno o del tiempo propio en el espacio ajeno. Una guerra civil entre historia y geografía. Un paisaje que se reduce a su propio punto de fuga.

 

¿Patria o muerte?

 

En los cementerios nadie se plantea esta terrible disyuntiva. Nadie se hace esta pregunta. La patria tantas veces se nos ha convertido en muerte, en cuestión de matar o morir, que quizá nos convenga reclamar nuestro derecho a la vivienda en un campo santo. Exigir una tumba a cambio de himnos y juramentos a la bandera, o dedicarnos de una buena vez al arte funerario. Épica de sepultureros, la nuestra. Nunca dejaremos de matar a nuestros muertos. Por eso nunca los dejamos morir. Quiero una patria del hoy, del presente, del indicativo. Una patria sin tantos vivos en la tarima ni tantos muertos en la ignorancia y la enfermedad, en el exilio o la cárcel.

 

 ¿Dentro o fuera?

 

La historia cubana es una cinta de Moebio: se puede estar dentro por fuera y fuera por dentro.

 

¿Ser o saber?

 

Elige lo que eres, no lo que sabes. Eres más de lo que sabes. Eres la suma siempre inexacta de lo que sabes y lo que ignoras, de lo que recuerdas y lo que olvidas. La tensión entre esas dos vertientes te permite el asombro. Asombrarse y asombrar, co-nacer al conocer, son encrucijadas, no vías paralelas.  

 

¿Lo bello o lo feo?

 

En la generalizada fealdad que nos acecha, lo bello es excepción. Una isla a pique en un mar picado. Acaso como castigo por el pecado nada original de nacer para no ser, los dioses van convirtiendo todo en espejo. Los sistemas políticos que nos complacen como un bolero, mintiéndonos más; la calle que desemboca en callejones sin salida, fauces de león y colmillos de caimán; la tercera epístola a los corintios, no de Pablo sino nuestra, letra muerta de un espíritu enterrado; la propaganda y las consignas que son el canto gregoriano de nuestros días, todo parece estar azogado para multiplicarnos en desconcierto y zozobra. Si nadie se ahoga es porque a nadie lo seduce su propia imagen. Pero la solución está en camino. Pronto estrenaremos el narcisismo de la fealdad. Para eso contamos con medios de comunicación, universidades y museos.

 

¿Tenochtitlan o Atenas?

 

Como americano siento que son ruinas siamesas. El ADN de nuestra cultura se remonta a ambas, aunque —lamentablemente— vivamos la orfandad de una de ellas. Nuestro diálogo tiene sus raíces en Atenas; nuestro monólogo en Tenochtitlan. La escritura es de aquella orilla; las plumas —águila o quetzal—, de esta. Con Sócrates, la verdad y la belleza razonadas: con Nezahualcóyotl, las corazonadas y las dudas que nos sobrecogen. Sospechar, por ejemplo, que no es verdad que vivimos, y no por ello perder los bríos para lo fiero o lo delicado.

 

¿Nueva York o Guantánamo?

 

Nueva York es una gran aldea; Guantánamo, una pequeña megalópolis. En Nueva York conocí los intersticios de la arquitectura monumental, cielos geométricos entre rascacielos también geométricos, mucho mejor que los contabilizados pisos del Empire State o de las Torres Gemelas; las estalagmitas de Guantánamo me dan otro sentido de la verticalidad: la iglesia del Parque Martí es una campanada que cae en el cielo y lo llena de infinitos círculos concéntricos, como una piedrezuela que riza las tranquilas aguas del Guaso; los postes del cableado eléctrico son enormes cruces, en cada uno se crucifica a la noche en una estrella que es un bombillo.

 

En el recuerdo, todavía, siento que en una orilla del Puente Negro pisaba la vida y en la otra podía dar traspiés en la muerte; que recorrerlo es un desafío mucho mayor que atravesar el Puente de Brooklyn. Había un más acá y un más allá en pocos metros. También, entre los travesaños de madera había travesaños de abismo. Aunque se tratara de un pequeño horizonte improvisado para cruzar el río sin mojarse, sentía —y siento todavía— el vértigo de aquel eje horizontal con más intensidad que la levitación provocada por los intersticios de los rascacielos neoyorquinos.

 

Mi tarea de exilio consistió en reducir lo enorme y conservar en buena dimensión lo pequeño. Hacer horizontal la tremenda verticalidad de Nueva York y darle aguja de catedral a la horizontalidad guantanamera. Por eso cuando cayeron las Torres Gemelas sentí que un trozo de cielo se desplomaba hacia los lados y se perdía en la vastedad que antes cabía perfectamente, como un paisaje enmarcado, entre las pirámides del siglo XX. En Nueva York subo hacia abajo; en Guantánamo caigo hacia arriba.

 

¿Voz o escritura?

 

La escritura es voz visible, legible. Puede haber voz sin escritura, no escritura sin voz. El jeroglífico suena; el grafiti, también. Aun el lenguaje de los sordomudos es voz visible, escritura en señas. Cuando al fin se descifre el disco de Festo, esa piedra hablará, cantará. Las pirámides son una escritura del desierto. En sus pasillos enterrados suena el desierto. Aprende a ser pirámide y cada grano de arena será una sílaba.

 

¿”Yo” o “nadie”?

 

Pregúntaselo a Ulises.

 

 ¿Antes o después?

 

Mientras. Pero solo mientras no mientas.

 

Ensayo y luciérnaga.

 

Recuerdo un bombillo más asombroso que el de Edison, aunque de menor voltaje: la botella prendida con electricidad de cocuyo. Una invención taína del guajiro cubano. La botella de cerveza vacía se volvía a llenar de espuma con cocuyos, se la tapaba como a la güira fiestera que en su salón redondo recibía semillas o municiones, y lograbas el milagro: una maraca de luces para amortiguar la noche. El ensayo, para mí, se debe más al vuelo del cocuyo que a la fijeza del bombillo que aspira a ser mediodía, sol a plomo. El vuelo libre, penetrando en la vastedad de la noche; o el vuelo que al buscar la noche tropieza con el vidrio impenetrable. La luz intermitente, zigzagueante, súbita en sus encendidos y apagones, que no pretende destruir a la oscuridad sino enaltecerla, prestándole, aquí abajo, improvisadas constelaciones. Azar humilde de luces verdes que nos permiten cruzar la noche como una calle. Hojas que en vez de caer, flotan su otoño. O lo suben.

 

¿Seppuku o LSD?

 

Si quieres ser pulcro, el LSD; no así si quieres sepulcro. El seppuku es oriental y visceral; el LSD, occidental y mental. Con uno te das la espada; con otro, la espalda. Abrir el cuerpo de un tajo, calientes las vísceras y el chorro de sangre, es como la salida del sol; el LSD es un ocaso químico.

 

¿Ética o estética?

 

Lo bueno, el bien, suele tener dos raíces: la verdad y la belleza. La vida también. El organismo –biológico o cultural– es diploide. Hasta la fecundación in vitro requiere el par XX y XY. Cuando el juego de cromosomas sufre mutaciones, las consecuencias pueden ser desastrosas. Una aberración estética, como la que caricaturiza al arte conceptual, por ejemplo, puede degenerar en estítica.

 

¿Darío o Whitman?

 

“Aquí, junto al mar latino,/ digo la verdad.” Son los primeros versos de un poema cuyo título, “Eheu”, pertenece a Darío y a Horacio. Una exclamación horaciana de Darío. La fugacidad del tiempo sentida y vuelta a sentir por dos poetas frente a un mismo espacio pero con unos dos mil años de por medio. Darío reivindica su raíz latina. Siente muy viva, en solidez de roca, y en las milenarias tradiciones del aceite y el vino, esa raíz que le permite compartir un título con Horacio; y que le permite además, al exclamar con él sin necesidad de traducir ni el vocablo ni la emoción, unirse al coro de la vasta cultura heredada, celebrada. Aquí siente su antigüedad en la claridad latina, como la siente, aun más antigua, por griega, en “Friso”, magnífico altar barroco que levanta para dioses y mitos paganos.

 

Junto al mar latino dice la verdad. Seguramente la dice también junto al Egeo. ¿Por qué? Tremendos, los primeros versos de “Eheu” entrañan una confesión de doble filo. ¿No nos dice acaso que allá —su aquí del poema— dice la verdad que acá —junto al mar Caribe, digamos—, no puede o no quiere decir? Apoyado en una roca de aquella costa distante y en cuatro letras de una lengua pétrea, fosilizada, Darío dice la verdad. Esa verdad tan suya, tan erizada en su carne viva, es antigua, cosa de ruina y lengua muerta. La puede compartir con los muertos en quienes cree y quienes son capaces de comprenderla. Y de comprenderlo. ¿Qué nos deja a nosotros? ¿Acaso no merecemos la verdad?

 

Whitman no tiene que callar su verdad; puede decirla en su propia orilla, frente al Puente de Brooklyn o en cualquier calle de Manhattan. Se para firme en el presente, en lo inmediato, y lo abraza en su totalidad, sólido en su crudeza y su belleza, conjugándolo con su yo nada exento de contradicciones. Puede hacerlo porque no está rodeado de mentiras y promesas engañosas. Cree en su país, en su declaración de independencia, su constitución, en la gente que lo rodea. Puede creer en su América, moderna, democrática, pujante, y en sí mismo. Cree en América como Horacio creyó en Roma. Darío no podía. A pesar de su “Oda a Roosevelt”, para cuadrarse en nuestra América tenía que apoyarse en Roma, Atenas, Corinto, Troya y el León Español. 

 

¿San Agustín o Rousseau?

 

Confío más en el “Dios hazme casto, pero todavía no” del africano que en las bambalinas del ginebrino. Firmo contratos con Agustín, no con Jean Jacques.

 

¿Historia o poesía?

 

¿La poesía es la historia del tiempo? ¿Del instante en la eternidad? No me hago ilusiones acerca de la historia, ni del tiempo, ni de la poesía. Pero si acaso el tiempo tiene futuro, o tuvo pasado, ese pasado y ese futuro serán descubiertos por la poesía. El descubrimiento no necesariamente se deberá a un poeta o a un poema. Podrá deberse a la poesía de la prosa, de las matemáticas, del azar. Hay poesía en la intuición del futuro y del pasado, del tú que todos somos, hemos sido, seremos.

 

¿Pasillo o ventana?

 

La ventana es un pasillo que linda con el infinito, con la noche, con el vacío. Muestra las tentaciones de la vida y la muerte.

 

¿Son con todo o Son de ausencia?

 

Ni Son con todo ni Sóngoro cosongo: Son de ausencia.

 

¿“Tú” o “yo”?

 

Tú eres el yo del poema si lo escribes: yo soy el tú del poema si lo leo. O al revés.

 

¿Martí o Zequeira?

 

Liturgias de ausencia, lecciones de desaparición: el suicidio de Martí y la locura de Zequeira. El Diario de campaña de Martí es prosa hechizada. Prosa de acuarelista y de taquígrafo, electrocardiograma del paisaje y del propio Martí como epicentro del paisaje estremecido. Es la naturaleza como manigua, como escenario de la épica criolla. El asombro de un cronista del siglo XVI con las urgencias de quien, en el paisaje, como catedral, quiere levantar una república.

 

Zequeira desaparecía al tocarse. Tocado —en el doble sentido de la palabra— desaparecía. Su invisibilidad siempre ha apartado mis párpados para el paisaje invisible, abriéndolos desde la repetida lejanía del exilio como si la distancia fuera una ventana.

 

Los versos sencillos de Martí y las décimas de Zequeira son compases muy cubanos. Contradanzas, danzones, sones de la página en blanco criolla. Las retorcidas y disparatadas décimas de Zequeira, olmos que no solo dan peras, sino también manzanas, zaguanes, caimitos, o colmillos de jabalí, me parecen más acordes con el caracol cubano que a mí me ha tocado habitar, armando sus espirales como un rompecabezas de piezas que faltan. Más acordes con mi distorsionada experiencia, y aunque resulte disonante, más sencillas, esas graciosas sonoridades de lo invisible, que los versos sencillos del Apóstol.

 

 Sin patria pero sin amo...

 

Hace unas cuantas semanas, cuando era joven, le ponía una g a esta frase para sacudirla con brío de punto g. Era un punto g cubanísimo, muy irreverente, por supuesto, pero que en algo compensaba la desazón del destierro. Sin patria pero con esa g de frecuencia polígama intercalada entre la preposición de carencia y el yugo del amo negado, dinamizaba el inaceptable sustantivo y lo ejercía a todo dar como verbo. Cuento de nunca acabar este amo de amar sin amo pero con g. ¿Quieres que te lo cuente otra vez?

 

¿La ola o la piedra?

 

Surf en la piedra y tallas en la ola. Lo efímero duradero. El abrazo de la ola y la piedra. La rima del encuentro. La espuma.

 

¿Espiral o ceniza?

 

La respuesta: fumar. Hacia arriba, escritura del fuego: espirales de humo; apenas un poco más resistente al viento, hacia abajo, escultura del mismo fuego: ceniza. La ascensión y la caída: adioses. Catedrales de humo y torres de ceniza: espejos. Al aspirar, el vacío es nuestro; al espirar, somos del vacío. Respirar es acostumbrarse al vacío. Cero, no ser, diría Shakespeare.

 

¿El viento o la piel?

 

El viento para sentir la piel. La piel para sentir el viento. Piel menos mía.

 

¿Mármol u olvido?

 

La escritura es una forma de olvido. El mármol también. Saldamos con mármol la deuda con los padres de la patria para no tener que seguir su ejemplo, para que la vida ciudadana nunca se transforme en el verdadero mármol que merecen. Les cantamos himnos, acuñamos nuestras monedas con sus perfiles, les dedicamos calles, avenidas, plazas, museos, hacemos cualquier cosa para negarlos con una redundancia implacable. Exorcizada la culpa, si acaso se llegara a sentir, queda el pulido del mármol y el brillo de las monedas, no el ejemplo, que por lo visto resulta fastidioso y de escaso provecho. El mármol útil no es una roca metamórfica caliza o dolomítica, sino tejido vivo, funcional, con axones y dendritas.

 

¿Profeta o protesta?

 

En ambos términos, como si se tratase de matrioshkas, está el poeta. Por algo será ¿no?

 

¿Conocer o conacer?

 

Para el tipo de saber que a mí me interesa, se trata de sinónimos.

 

¿Mapa o tesoro?

 

El mapa hasta llegar al tesoro; luego el tesoro, para enterrarlo en el mapa.

 

¿Tirano Aguirre o Rey de España?

 

La carta del Tirano Aguirre a Felipe II fue nuestra primera acta de independencia. El caso amerita reflexión. Algo tiene de parábola y mucho de profecía. La independencia, como de forma tan descarnada lo revela la voluntad de Aguirre, fue apenas la sustitución de una tiranía por otra. Lograda a medias la república, muchos han querido ser reyes. Lamentablemente para ellos solo han llegado a tiranos; afortunadamente para nosotros, ninguno ha tenido la talla —escalofriante, soberbia— de Aguirre, el Peregrino. 

 

¿Verdadero o falso?

 

Los políticos suelen mentir hasta con verdades; a veces los artistas no engañan ni con mentiras.

 

¿Amo o esclavo?

 

¿Amo de mi silencio y esclavo de mi palabra, para evadir la respuesta con Séneca? Desvincularse de los supuestos quizá sea una manera de colocarse al margen del poder, o de ejercerlo como sustantivo, no como verbo: soy amo de amar. Conjugar en la escasa libertad que nos queda al amo sin esclavo y al esclavo sin amo. Anularse en ambos, abrazándolos.

Una mujer que se pierde

Alejandro Armengol

14 de junio de 2013

 

Guillermo Cabrera Infante y el mito de Orfeo

 

“De los cuentos, prefiero a todos a En el gran ecbó. Después me gustan Josefina, atiende a los señores y Abril es el mes más cruel. Las viñetas me gustan todas por igual. Con la misma fuerza detesto a La mosca en el vaso de leche”. Con estas palabras cierra Guillermo Cabrera Infante el breve prólogo de su primer libro de cuentos, publicado en septiembre de 1960 en Cuba.

 

Mantendrá siempre esa alta estima por Enel gran ecbó. Lo catalogará de “cuento perfecto” y volverá a incluirlo en otro libro de relatos: Delito por bailar el chachachá. No le va mal tampoco a Josefina, atiende a los señores, que reaparece en la selección Todo está hecho con espejos.

 

Abril es el mes más cruel tiene un destino más modesto: el autor lo despoja de una tercera parte de su contenido cuando se publica en la antología de la española Rosa María Pereda, aparentemente con la intención de que gane en ambigüedad.

 

Pocos recuerdan —o conocen— que el relato fue adaptado para la televisión. Dirigido por el autor, fotografiado por Orlando Jiménez Leal y con Miriam Gómez de protagonista femenina.

 

El cuento es breve. Describe una atmósfera. Ofrece al lector una situación presente y lo deja imaginar otra futura. En su versión original, una pareja de recién casados está de luna de miel. La mujer le hace prometer al hombre que nunca retratará a otra en esa playa. Poco después se arroja por un acantilado.

 

En estilo, Abril es el mes más cruel está demasiado cercano al Hemingway de Colinas como elefantes blancos (al igual que Un nido de gorriones en un toldo, otro cuento de ese primer libro, parodia a El gato bajo la lluvia). El cuento recuerda a Salinger y al budismo zen, pero sobre todo transmite un sentimiento. Si bien se trata de una narración menor dentro de la obra de Cabrera Infante, gira alrededor de un tema al que volverá una y otra vez su autor. También una obsesión que lo perseguirá siempre: el miedo a la pérdida y la traición.

 

Si En el gran ecbó vuelve a aparecer en Delito por bailar el chachachá, otro cuento de ese libro, Una mujer que se ahoga, es Abril es el mes más cruel por medios literarios más felices. Nueva vuelta a la tuerca del amor perdido.

 

En busca del amor perdido. Así titula G. Caín su crónica sobre Vértigo, la cinta de Alfred Hitchcock que luego incluirá entre sus favoritas.

 

Considera a la película una visión americana del mito de Orfeo. Una pareja que parece nacida para amarse. Un hombre que se niega a ver los signos de la destrucción y las señales trágicas, con una estupidez que Orfeo ya había pagado caro muchos siglos antes que Sócrates.

 

Desempleado tras el cierre de Lunes de Revolución, en 1962, Cabrera Infante realiza un ciclo de conferencias en el Palacio de Bellas Artes de La Habana sobre una serie de directores norteamericanos, entre ellos Hitchcock. Serán recogidas en un libro años más tarde: Arcadia todas las noches.

 

En un subcapítulo de Arcadia de la sección dedicada a Hitchcock, titulado Ars Amatoria, el autor nos narra como mientras caminaba por una calle habanera ve venir a “una muchacha, trigueña, linda, con la que me hubiera casado”.

 

Luego agrega: “Ahí no terminó todo, porque detrás venía una rubia, aún más linda, con la que también me habría casado si lo hubiera permitido la primera muchacha o si la poligamia existiera entre nosotros”.

 

La descripción de mujeres casaderas sigue en forma similar a la que figura en el cuento que da título al libro mencionado. Culmina el desfile con una nube de fumigación que envuelve a su “novia”.

 

“Al disiparse el humo, la muchacha había desaparecido”, dice Cabrera Infante. Este es precisamente el tema-advertencia sobre el que está construido el relato Una mujer que seahoga.

 

En 1979 se publica otra de las obras mayores de Cabrera Infante: La Habana para un Infante Difunto. Aquí la experimentación con la forma cede ante una estructura narrativa fragmentada en capítulos, que siguen un orden cronológico, aunque se mantiene el elemento lúdico, el cual desborda en un final donde la fantasía desplaza a la enumeración de encuentros sexuales.

 

Si bien con su novela anterior, Tres Tristes Tigres (1967), Cabrera Infante abre nuevas vías a la literatura cubana, La Habana es una obra de perfección, donde el interés fundamental es desarrollar al máximo los recursos que su autor domina.

 

En la descripción del encuentro entre el narrador de La Habana y Violeta del Valle, en el cine Duplex, se menciona la piel trigueña de ésta y “el tono del traje verde claro, con algo de gris”, que estaba evidentemente escogido para realzar sus ojos “tanto como su boca escarlata”.

 

John Fergurson —el detective retirado protagonista de Vértigo— encuentra a Madeleine en un restaurante tapizado de rojo. Ella es una criatura pálida que viene vestida de negro y verde. El verde del recuerdo, el rojo pasional. “Verde que te quiero Hitch”. El color preferido del cineasta inglés.

 

“La Venus de los ojos verdes”. Así llama Cabrera Infante a Violeta del Valle, quien también es Margarita del Campo. La mujer que se marcha con otra mujer (nueva referencia a Hemingway) y deja al narrador recordando la primera visión deslumbrante y la larga persecución por los años y por las calles de La Habana.

 

Es entonces que el narrador acude al edificio donde por un tiempo había vivido su amante, cerca del cementerio de Espada. Un apartamento con los sillones forrados de “nylon verde chartreuse”, para terminar acostarse con la hermana de quien lo había abandonado.

 

Una noche de desesperación que culmina con el narrador junto a alguien de una extraña belleza, que le recordaba a Margarita y al mismo tiempo la hacía olvidar. Una mujer que apenas conoce y de la que apenas sabe que es viuda, porque su marido había sido asesinado en una “estúpida reyerta callejera”.

 

Es en esta escena de amor cerca de un cementerio —a la que el narrador acude no en búsqueda de su amada entre los muertos, sino con la esperanza de olvidar que la ha perdido— donde Cabrera Infante retoma el mito de Orfeo, que en su momento destacó en la crónica sobre Vértigo (un tema estudiado a profundidad por el profesor Eduardo González en su libro Cuba and theTempest: Literature and Cinema in the Time of Diaspor).

 

Amor, locura y pérdida. Una riqueza emocional que no es posible sin que dominen las pasiones. Pasiones que en la obra de Cabrera Infante muchas veces se ocultan en un juego verbal, que se parodian hasta el cansancio.

 

El sentimiento trágico de la vida convertido en el sentimiento cómico de la vida. Siempre empecinado en ocultar la verdad. María Cristina me quiere gobernar. ¿Me quiere gobernar? Me gobierna. Lo que pasa es que no quiero que lo digan. Que lo sepan. Hay que dejarla que se crea que me gobierna. Temor de que se vaya. Miedo a perderla. Sobre una tumba una rumba. Pero un golpe de tumbadora jamás abolirá al azar.

 

Demasiadas pérdidas en una sola vida: amigos, mujeres, una época, un país y una esperanza: la ciudad perdida, el título del guión que culmina un oficio y la película que ve cerca del final y la última que comenta.

 

La traición que se espera y la que sorprende: política y literaria. La traición como motivo de la escritura y la escritura que denuncia la traición.

 

Una literatura que siempre aspiró a la música popular cubana, pero que a veces termina con “una balada de amor y de muerte”, como escribe Cabrera Infante al final de su crónica sobre Wind across the Everglades. O mejor todavía, con María Teresa Vera cantando Boda Negra. La parodia no acaba. La vida sí. El mito no muere. La distancia nunca es el olvido.

María Zambrano-José Lezama Lima: exiliada e insiliado

José Prats Sariol

10 de junio de 2013

 

Una de las más intensas amistades entre dos escritores de diferentes sexos en el turbulento siglo XX.

 

Aquel domingo de octubre de 1936, cuando se conocen en el banquete habanero que le brinda José María Chacón y Calvo a la recién llegada, María Zambrano es una joven malagueña, precoz y sobre todo observadora, sugestiva y culta, casada con su más reciente novio y de paso a Chile en el buque frutero Santa Rita. Lezama tiene 26 años, ella 32. La foto en el restaurante y las de ellos de aquella época, muestran un Lezama apuesto y aún delgado; a una María sílfide o náyade.

 

Sin excluir chispazos de atracción física, propios de la química inefable, Lezama ya había leído en Revista de Occidente y quizás en Cruz y Raya, ensayos de la discípula rebelde de Ortega y Gasset, de la que en unas décadas sería la voz más nítida y tal vez lúcida del pensamiento filosófico de habla hispana. María ni sabía quién era aquel sagaz interlocutor, que ya presumía de erudiciones y sobre todo de metáforas gongorinas.

 

Estas líneas pretenden algo hoy muy exótico: invitarlos a observar una amistad como confluencia de ideas, mutuas resonancias, fricciones filosóficas que en el poeta se convierten en su poética y en la filósofa en su “razón poética” para entenderse entre ellos y entender la otredad. O quizás sea mejor decir las otredades.

 

Hermoso signo contra obtusos fanatismos, seguir aquellas señales no es un acto de arqueología intelectual sino un desafío al presente histórico, a la historia que Hegel equivocadamente vio como construcción, futuro. La correspondencia entre ellos, los textos que ambos se intercambiaron hasta después de la muerte de Lezama el 9 de agosto de 1976, y algunas informaciones y anécdotas bien verificadas, permiten armar un punto de vista que enaltece a los dos grandes escritores, con Cuba —para bien y para mal— en el centro. Mi cercanía a la conocida como Escuela de Ginebra enlaza texto y contexto, considera útil tanto la valoración estilística de una sinécdoque en Muerte de Narciso, como las informaciones sobre un librero de la calle O’Reilly llamado Veloso, apodado el Gallego, sobrino del dueño de la entonces mejor librería habanera, La Moderna Poesía, que le permitía a Lezama pagar los libros a plazo y al que María le encargaba libros recién publicados en Ciudad de México, Buenos Aires, París...

 

 ‘¿Cómo decirle cómo?’

 

En la libreta de apuntes del Curso Délfico correspondiente a los primeros meses de 1975, aparece el viernes 28 de marzo que Lezama esa noche nos leyó el poema que acababa de escribirle a su querida María. Él se lo adjuntaría a la carta enviada el 7 de abril (Correspondencia, Carta XXXIII, 179); tal vez con las modificaciones que solía hacer al pasarlo a máquina o dictárselo a su esposa María Luisa Bautista.

 

El poema no resume sino lanza flechas. No es síntesis sino símbolos, imágenes, resonancias de cariño y admiración. Lezama, como otros poetas-ensayistas —Borges, Paz…—, asedia motivos temáticos desde diferentes opciones en diversas épocas. En este caso desde sus recuerdos de paseos, lectura de ensayos y libros de ella, asistencia a conferencias en el Ateneo, veladas en el Palacio Orbón, cenas en Bauta y cartas a Italia y Francia. En otros poemas —según puede comprobarse— mediante la escritura de un ensayo, como sucede con Julián del Casal o con los misterios del orfismo que siempre lo fascinaron. Sólo un leitmotiv recurrente es capaz de provocar escrituras disímiles a lo largo de períodos de tiempo más o menos dilatados.

 

Aquí tenemos el que quizás sea el axis de la amistad que los engrandeció, digna de estudiarse por algún nuevo Maurice Blanchot (Pour l’amitié, L’amitié). Dice:

 

María Zambrano

 

María se nos ha vuelto tan transparente

que la vemos al mismo tiempo

en Suiza, en Roma o en La Habana.

Acompañada de Araceli

no le teme al fuego ni al hielo.

Tiene los gatos frígidos

y los gatos térmicos,

aquellos fantasmas elásticos de Baudelaire

la miran tan despaciosamente

que María temerosa comienza a escribir.

La he oído conversar desde Platón hasta Husserl

en días alternos y opuestos por el vértice,

y terminar cantando un corrido mexicano.

Las olitas jónicas del Mediterráneo,

los gatos que utilizaban la palabra como

que según los egipcios unía todas las cosas

como una metáfora inmutable,

le hablaban al oído,

mientras Araceli trazaba un círculo mágico

con doce gatos zodiacales,

y cada uno esperaba su momento

para salmodiar El libro de los muertos.

María es ya para mí

como una sibila

a la cual tenuemente nos acercamos,

creyendo oír el centro de la tierra

y el cielo del empíreo,

que está más allá del cielo visible.

Vivirla, sentirla llegar como una nube,

es como tomar una copa de vino

y hundirnos en su légamo.

Ella todavía puede despedirse

abrazada con Araceli,

pero siempre retorna como una luz temblorosa.

 

Marzo y 1975

 

“¿Cómo decirle cómo?” —le pregunta y contesta María el 3 de junio (Correspondencia, Carta XXXIV, 182). La preciosa carta es digna del poema, entre La Habana que la añora y el caserío de La Piece, en las faldas de El Jura, donde la filósofa sobrevive porque su pobreza —no hay “pobreza irradiante”, Lezama se equivoca— no le permite regresar a Roma o irse a París; donde su dignidad e ideario republicano todavía no la dejan regresar a España —Francisco Franco no morirá hasta el 20 de noviembre de ese mismo 1975.

 

Tal vez esa carta sea la mejor invitación a leer la correspondencia entre ellos. Comienza diciéndole a su par, al poeta cuyo saber analógico razona mejor que cualquier método causalista: “Le escribo en este viejo papel arrugado, pero de hermoso color porque lo he encontrado entre unos papeles míos de La Habana. O lo compré allí o allí llegó de Italia. Allí ha estado y se quedó suelto como en espera de dedicación. ¿Cómo decirle cómo? Me tranquiliza el saber que en esta transparencia en que estamos como vivientes la palabra comunicativa va dejando lugar y blancura a la palabra de comunión. Hace ya tiempo o siempre en lo que usted escribe sucede, va sucediendo sin anuncio, anuncio ella misma y su cumplimiento, identidad de promesa y ser, tal como lo vi en su persona —en su presencia— en la hora de conocernos aquella noche”...

 

Más adelante recuerda: “Me dijo Ud. una tarde en el jardincillo a la puerta del Liceo, a la salida de una de mis innumerables conferencias: María, se le han puesto los ojos azules al hablar. Y Ud. no podía saber que toda mi vida quise tener los ojos azules. Y solamente usted los vio aquella tarde”.

 

Termina con la gratitud: “Y gracias por su vino y por el légamo. Tuvo Ud. siempre la virtud de que los ínferos, lo de abajo, lo que queda, aparezca salvado sin dejar su ser. Dios se lo pague” (Correspondencia, Carta XXXIV, 182-4).

 

Una de las más intensas amistades entre dos escritores de diferentes sexos en el turbulento siglo XX, tiene en esta relación poema-carta no solo la gracia de las miradas que se entrecruzan sin distancias físicas, sino los implícitos posibles cuando los referentes son casi los mismos, cuando las lecturas y reflexiones coinciden, cuando la filósofa sabe que el poeta sabe y coincide en la palabra como soplo, tributo al Espíritu Santo, a la heterodoxa catolicidad —sin beaterías ni sacristanes— donde navegan con el san Agustín de las Confesiones, con la zona no aristotélica de santo Tomás de Aquino —genio y erudito cuya cultura incluía los cauces neoplatónicos y el tránsito enriquecedor de la patrística a la escolástica—; con Dante en su ascenso hacia la Luz, pero tras el Infierno y el Purgatorio, es decir, tras la vida como experiencia compleja y contradictoria, pecaminosa.

 

La transparencia que el poema elogia en su destinataria no es la fría limpieza, casi siempre con su cuota de hipocresía, que suele pintarse en odas y ditirambos. Obsérvese que el como egipcio exalta el axioma esencial donde María Zambrano funda su sesgadura filosófica, para distanciarse de su maestro José Ortega y Gasset. La analogía como principio del Verbo señala el mejor elogio a su interlocutora porque es el suyo propio. Es el modo de la metáfora y del lenguaje que leyeron y probablemente conversaron entre ellos, en la Scienza nuova (1725-44) de Giambattista Vico, libro que Lezama incluiría entre las lecturas clave de nuestro Curso Délfico.

 

Lezama reconoce en sus versos libres que María Zambrano ha sido su sibila, vino y légamo: profetisa de su quehacer poético. La sibila de Delfos desde la roca en que habita acaricia los gatos a los que la hermana de María, Araceli, y ella misma, eran tan aficionadas, hasta el punto de que dos o tres embarcaron con ellas en el carguero donde parten de La Habana hacia Roma, hasta haber causado casi que las desalojaran en Roma del departamento que alquilaban en la Piazza del Populo.

 

Son los gatos del Egipto clásico, los zodiacales y los que siguen el Ka, en El libro de los muertos, texto también clave entre los que Editabunda aconseja en Oppiano Licario. Las referencias tributan al recorrer como a chispazos de nostalgia la vida de ella en La Habana, sobre todo entre los años finales de la década del 40 y 1954, cuando parte sin saber que no volvería a regresar.

 

Baudelaire y su famoso soneto (Poema LXVI, Las flores del mal, 1857) los enlaza Lezama con las conferencias —que ella socráticamente llamaba “conversaciones”— sobre Husserl y Platón, entre la fenomenología que aprendiera de Ortega y Gasset y las preocupaciones existenciales que estudiara en Ser y tiempo de Martin Heidegger, tema del existencialismo no agnóstico que compartiera con su amigo José Gaos, traductor del filósofo alemán (El ser y el tiempo, México, 1951), que también estuviera en La Habana por aquellos años, de visita como conferenciante, procedente de México, donde se había transterrado, donde alguna vez quiso, con la ayuda de Alfonso Reyes, que María se asentara.

 

El último verso del poema precisa cómo ambos creen en el eterno retorno, al igual que en los misterios eleusinos que conducen al cristianismo, “más allá del cielo visible”. La ve retornar siempre —por supuesto que no solo a Cuba, sino a la patria de la amistad que fundaron— “como una luz temblorosa”. La luz de los místicos, que precede a la “nada”. Y el “temblor” de la humildad, de lo frágil de la existencia cuya conciencia fortalece, convierte en roca sibilina el cada día al arrinconar las vanidades, ir al amor, a lo que ella llamase “razones del corazón”.

 

Cuarenta años de amistad

 

Esencial para los deslindes de la poética del grupo Orígenes, los años cubanos de María Zambrano dan el eco no solo de los poetas católicos de la más importante constelación de escritores cubanos en la historia literaria del país, sino también —en el permisivo y plural ambiente que entonces forjaron— de aquellas voces que establecieron indivisiblemente el contrapunto, la disidencia, el amor-odio, como encarna genialmente Virgilio Piñera respecto de su indispensable y querido Lezama, según puede leerse —por ejemplo— en el poema que le dedicara a su muerte: “El hechizado” (La Isla en peso, 189). O desde la otra esquina, siempre permisiva, en los elogios que María Zambrano le otorga a los poemas de Virgilio en “La Cuba secreta”, (Orígenes, 20, 1948. Correspondencia, 286-7).

 

Dos infiernos rechazaron siempre María y Lezama: el de las inquisiciones, totalitarismos y discriminaciones, que María padeció primero como exiliada de la destrozada República española; que ambos compartirían en los años estalinistas (1971-1976) de la vida de Lezama y que los dos rechazaban en su trato diario con personas de ideas diferentes a las suyas. Y el infierno de la temporalidad como más fuerte que cualquier pérdida o carencia, sobre todo cuando lo proyectaban hacia el casi herético catolicismo que profesaban. De ahí la imago como fijeza, modo de detener el transcurrir, cristalizarlo, evitar la caída, como los pasos del mulo en el abismo. De ahí que María en “La Cuba secreta” elogie mucho el poema autobiográfico “Rapsodia para el mulo”, de Lezama (Orígenes, 2, 1948. Correspondencia, 286).

 

Aún en los años en que solo podemos conjeturar por qué interrumpieron el intercambio epistolar, entre 1959 y 1967, cuando la visita a Cuba del poeta y ensayista José Ángel Valente facilita la reanudación del diálogo, es fácil observar que se mantuvo la comunidad de ideales, como testifican las cartas que a partir de entonces se cruzan. Son coincidencias éticas y estéticas, filosóficas y religiosas, sin orden de importancia porque forman un todo encantado por la simpatía, la mutua atracción. Ella lo confesó sin falso pudor, sin imposturas sonrojadas: “La misma tarde que por primera vez puse el pie en La Habana, camino de Santiago de Chile y tras un largo y accidentadísimo periplo entre la vida y la muerte, encontré a José Lezama Lima, el año de 1936. Habíamos entrado en la ciudad por un mar que allí se hacía río, al pie de las casas, algunas espléndidas, nacidas del agua, y que luego se extendía en la inmensa bahía”.

 

Y cuenta entonces el encuentro: “Fue en una cena de acogida, más bien nacida que organizada, ofrecida por un grupo de intelectuales solidarios de nuestra causa en la guerra civil española. Se sentó a mi lado, a la derecha” —¡recuerda medio siglo después!—, “un joven de grande aplomo y ¿por qué no decirlo? De una comedida belleza, que había leído algo de lo por mí publicado en la Revista de Occidente. No es cosa de transcribir aquí mi estado de ánimo en aquel momento. En esta sierpe de recuerdos, larga y apretada en mi memoria” —María escribe esto cuando tenía 83 años—, “surge aquel joven con tal fuerza que por momentos lo nadifica todo. Era José Lezama Lima. Su mirada, la intensidad de su presencia, su capacidad de atención, su honda cordialidad y medida, quiero decir comedimiento, se sobrepusieron a mi zozobra; su presencia, tan seriamente alegre, tan audazmente asentada en su propio destino, quizás me contagió” (“Breve testimonio de un encuentro inacabable”, liminar a la edición crítica de Paradiso, Madrid, Archivum, 1988. Correspondencia. 308).

 

La contagió para siempre, podríamos decir ahora que recreamos su ejemplar amistad, la conexión —rapport—  que establecen, donde lo intuitivo, como en el acto poético sobre el cual Lezama escribiera más páginas que cualquier otro poeta de habla hispana en el pasado siglo, entroniza su forma de conocimiento como visión, milagro, relación de El hombre y lo divino, para homologar el breviario de ella que publicara el Fondo de Cultura Económica de México en 1955, cuyo ejemplar dedicado —quizás hoy perdido en los saqueados fondos de la Biblioteca Nacional José Martí—- Lezama me prestó en 1969.

 

La sacralización de la memoria, incluyendo la afectiva que tanto admiraron al leer a Proust, se proyectaba lógicamente hacia los poetas místicos, en especial hacia san Juan de la Cruz y el Cántico espiritual. Debe recordarse que en el salón de actos del Ateneo de La Habana, sentado discretamente pero con mayor atención que la mayoría, Lezama participó de la conferencia impartida por María, bajo el título “La mística realización de la vida personal”, el 28 de mayo de 1948. También asistió a las dos siguientes: “San Juan de la Cruz: vida y camino, la noche oscura”, el 4 de junio; y a la tercera: “San Juan de la Cruz: el Cántico espiritual, dictada el 12 de junio; como consignara Rafael Marquina en el diario Información (1 de junio de 1948, El grupo Orígenes… 10).


La amorosa admiración de los dos al genial poeta también es estudiada por Jorge Luis Arcos en su introducción a la antología de textos de María sobre Cuba (La Cubasecreta…), entre otras referencias que comprueban la comunión con el místico, las lecturas de santa Teresa de Jesús por el grupo católico de Orígenes, entre el alba y la aurora —como diría Fina García Marruz. El sanjuanismo es decisivo en la poética de Lezama,  a él siempre vuelve a través del eros cognoscente, hacia el eros ascendente de la Luz divina. Sin que ello significara —salvo para burdas caricaturas de críticos maniqueos— subestimar una conferencia de ella sobre Plotino, por solo citar un ejemplo de la heterodoxia filosófica que los caracterizaba.


Cuarenta años de amistad se asentaron en los principios que ella expuso, parece que en 1940, cuando dicta un curso sobre los orígenes de la ética en el mismo Ateneo que años después la invitaría a hablar de la mística española. El destino de María y Lezama —como el de Antígona—, nunca pierde los fulgores órficos que se mueven del nacimiento hasta la destrucción, pero que no dejan de respirar hacia la resurrección en la que creen. Javier Fornieles señala con lucidez, refiriéndose a ambos escritores, que “La voz de Antígona o Job es la voz patética y ética del sentir original, una voz que se funde en el sentimiento de lo trágico y el goce de lo sublime” (Correspondencia, 59). Muy bien medita María la frase “católico órfico” en su liminar a Paradiso (Correspondencia, 310).

 

Tenían que ser los dos de recia estirpe para resistir, inquebrantables, las paulatinas certezas sobre sus respectivos países, los escepticismos ante los cambios sociales engañosamente luminosos y que no pasaron de ser fraudes. En una carta que me parece se cita y comenta por primera vez, porque a algunos les conviene mantener a Lezama en su casillero de la teleología insular y el culto ciego a José Martí, Lezama le confiesa a la exiliada su recelo ante los prontuarios sociales de entonces, que después él mismo padecería como insiliado, cuando la dictadura lo condena al ostracismo.

 

Está fechada en febrero de 1954 y no puede ser más premonitoria de lo que le ocurriría, de ahí —me permito ser enfático— el silencio que la ha rodeado. Dice: “A veces tengo la vivencia de su soledad. Otras, me parece adivinar que Ud. tendrá siempre los mejores amigos. De todos modos, su postura nos place: a falta de España, Roma o Cuba. Tres países a los cuales hay que ver con muchas reservas, pues no parece que en ellos se obligue o favorezca que el hombre alcance su plenitud, ofrezca la total alegría de su obra. El precisar por qué esos países se han ido convirtiendo en vivero de frustraciones, en impedimentos, en opacidades, en zonas muy difíciles para el tratamiento del hombre. Roma, por una invasión total de lo histórico, su sustancia ha sido totalmente ocupada por su aliento; España, por una no interpretación del azar concurrente, de esa gracia que lo histórico brinda para ser acogida por el sujeto creador. ¿Y nuestro país? Usted lo ha conocido y sufrido como pocos. No parece alzarse nunca a la recta interpretación, a la veracidad, todo para fruto de escamoteos, de sustituciones. Si los profetas le llamaban a Babilonia la gran prostituta, ¿cómo no llamarle a nuestra querida isla, la gran mentira? Se corrompe la palabra por un proceso de la humedad filtrándose, se corrompen las palabras apenas saltan de la voz al espacio entreabierto” (Correspondencia, 108).

 

Muy curioso resulta —nada es casual— que la visión amarga y lúcida de Lezama coincida con la que ofreciera antes el más culturalmente representativo de los poemas cubanos del siglo XX, quizás hasta hoy: “La isla en peso” (1943), de Virgilio Piñera: “Las eternas historias de estas tierras paridoras de bufones y cotorras” (La isla en peso, 33). Los dos sufrirían el insilio, se sentirían extranjeros en su propia tierra, como María hasta su regreso a España, donde al menos tuvo la alegría, tardía, del reconocimiento, del Premio Cervantes en 1988 y de la Fundación que lleva su nombre en Málaga; tributos que Lezama y Virgilio no recibirían —astutamente manipulados por el oficialismo oportunista— hasta después de muertos.


La eticidad trágica paga un enorme precio por existir, como leyó María Zambrano en Spinoza, su tesis de doctorado que nunca terminó. En “La Cuba secreta”, ella lo había entrevisto: “La palabra poética es acción que libera al par las formas encerradas en el sueño de la materia y el soplo dormido en el corazón del hombre. No despierta el hombre en soledad, sino cuando su palabra despierta también la parcela de realidad que le ha sido concedida a su alma como patria” (Correspondencia, 285).


Esas parcelas de realidad —únicas patrias tangibles— unieron a María Zambrano con José Lezama Lima. Los unieron para siempre jamás en la palabra poética.

 

Bibliografía citada

Fornieles, Javier. Correspondencia. José Lezama Lima-María Zambrano. María Zambrano-María Luisa Bautista. (Espuela de Plata, Sevilla, 2006).

Gutiérrez Coto, Amauri. El Grupo Orígenes de Lezama Lima o el infierno de la trascendencia. (Legados, España, 2012).

Piñera, Virgilio. Obras completas. La isla en peso. Notas prologales de Antón Arrufat. (Edición del Centenario, Unión, La Habana, Primera edición 1998) Cito por la de 2011.

Zambrano, María. La Cubasecreta y otros ensayos. (Introducción y selección de Jorge Luis Arcos, Endymión, Madrid, 1996).

Zambrano, María. El hombre y lo divino (FCE, México, 1955).

Ernesto Lecuona murió en el exilio. En su última voluntad ordenó que sus restos no fuesen repatriados hasta que la tiranía castrista hubiese terminado.

Atentamente tuyo, Ernesto Lecuona

Carlos Espinosa Domínguez

7 de junio de 2013

 

Un libro en dos volúmenes recoge parte de la correspondencia, escrita entre 1929 y 1960, por quien es ampliamente reconocido como nuestro principal compositor

 

Luego de muchos años en el infierno de censura y olvido al cual se condenaba oficialmente a los artistas que optaban por el camino del exilio, la figura y la obra de Ernesto Lecuona (Guanabacoa, 1895-Santa Cruz de Tenerife, 1963) han sido recuperadas en la Isla. Al igual que en el de muchos otros artistas, en su caso no cabe hablar de una recuperación para la cultura cubana, porque nunca ha dejado de pertenecer a la misma quien es ampliamente reconocido como nuestro principal compositor, además de ser el que más ha contribuido a la difusión internacional de nuestra música.

 

Justo cuando se va a cumplir el medio siglo de su fallecimiento, ha visto la luz Ernesto Lecuona: Cartas (Ediciones Boloña, La Habana, 2012). Se trata de una obra en dos tomos, que suma en total 676 páginas. Su compilación se debe al periodista e investigador Ramón Fajardo Estrada (Bayamo, 1951). Durante cinco años, este se dedicó a rastrear y recopilar la correspondencia del creador de Siboney. Tras una paciente y laboriosa búsqueda, logró reunir 193 cartas, fechadas entre 1929 y principios de 1960. Para ello, como él precisa, acudió a varias fuentes. Algunas misivas forman parte de los fondos Gonzalo Roig y Ernesto Lecuona del Archivo Nacional de la Música, así como del Archivo Nacional. Las de este último sitio formaban parte de la documentación que se hallaba en El Chico Country Club, la última morada habanera del compositor. Asimismo Fajardo Estrada pudo acceder a cartas que estaban en posesión de personas como María de los Ángeles Santana, Hortensia Coalla y Pedrito Fernández, aparte de otras que Lecuona envió a diarios habaneros.

 

Desafortunadamente, hay una parte del epistolario del músico que se ha perdido para siempre. Cuando este partió definitivamente para Estados Unidos, el 6 de enero de 1960, se llevó consigo su archivo. Sin embargo, no era todo, como comenta Fajardo Estrada: “Partituras, fotografías y otros documentos de su propiedad, entre estos un gran número de epístolas, quedaron entonces bajo el cuidado de Elisa Lecuona, pero lamentablemente, casi la totalidad del archivo de ella -así como la papelería que dejó su hermano- fue lanzado a la calle por los ocupantes de la vivienda de la también pianista y compositora, tras su fallecimiento. La ignorancia acerca del significado de esos materiales indujo tal proceder, que privó a los musicógrafos de la Isla de páginas de inestimable trascendencia”.

 

El rescate de este epistolario, al que de otro modo no tendríamos acceso, constituye por tanto una valiosa contribución de Fajardo Estrada. El mérito de su trabajo es, sin embargo, doble, pues ha preparado lo que, en propiedad, es un epistolario crítico. Cada carta va acompañada de numerosas notas e introducciones, que revelan intenciones y significados oscuros para el lector de hoy. Este dispone así de una completa documentación adicional, que incluye la identificación de personas, fechas, datos. Asimismo más de la mitad de las páginas del segundo tomo la ocupan las notas biográficas de personalidades mencionadas, otro aspecto que resulta esencial para la mejor comprensión de esos textos. La edición incluye además 200 fotografías, que por lo general se relacionan con el contenido de las cartas en donde aparecen. En resumen, todo lo que resulta imprescindible para poder sacar el mayor provecho de la lectura de esas cartas.

 

Quienes emprendan la lectura del libro, han de quedar gratamente sorprendidos al descubrir a un Ernesto Lecuona que hasta ahora desconocíamos. Me refiero al hombre que tenía una verdadera afición a escribir cartas, tanto a familiares y amigos, como a artistas, escritores, periodistas, empresarios, directores de casas discográficas y admiradores. Fajardo Estrada anota que, de acuerdo a los recuerdos de personas allegadas a él, “el maestro dedicaba horas de su descanso cotidiano a atender una vasta correspondencia, aunque estuviera inmerso en el complejo proceso de creación, o atareado por ensayos, estrenos de sus obras o preparativos de viajes a naciones de Europa y América. El cansancio nunca le impidió responder -muchas veces a altas horas de la noche- las múltiples misivas recibidas ni redactar las enviadas por él a tanta gente con la que se relacionó dentro y fuera de Cuba”.

 

Esas cartas demuestran que a Lecuona no solo que le encantaba escribir cartas, sino también que sabía escribir bien. No es casual que unas cuantas de las mismas se reprodujeran en la prensa de la época. En ellas, el compositor, además de hablar de sus propias experiencias, hace un pormenorizado recuento de todo lo que veía en los países visitados por él en sus giras. Por ejemplo, en octubre de 1931 escribió a Francisco Moreno Plá, periodista del diario El Mundo. Allí plasma sus impresiones sobre Hollywood y autoriza a su amigo a que las dé a conocer, “con un poco de arreglos”. A continuación, copio un fragmento:

 

“Empezaré por decirte, que Hollywood no me hizo ninguna impresión, pues sin conocerlo, ya me lo había imaginado como es: un pueblo, o un barrio, mejor dicho, de Los Ángeles, que quiere ser europeo, sin dejar de ser yankee. Tiene cosas muy bonitas, pero son las menos.// Los Ángeles, en cambio, es una ciudad muy linda en su aspecto yankee. La fama de Los Ángeles como ciudad europea o latina, no se la veo por ninguna parte. Sin embargo, es una ciudad linda.// Respecto a los estudios, siempre pensé lo que he podido comprobar aquí: mucha fantasía y más nada.// Esa fantasía, en que la gente eminentemente cinematográfica cree a ojos cerrados de esos estudios, de los artistas de cine, de Hollywood, etc., es eso: fantasía echada al aire por las revistas y periódicos…// Los artistas de cine, son como otros artistas… Los hay para todos los gustos… En lo único que se diferencian de los otros es en los sueldos que ganan semanalmente cuando hacen películas”.

 

Generoso y solidario con sus colegas

 

Naturalmente, Lecuona se refiere en muchas cartas a sus exitosas presentaciones en el extranjero. En mayo de 1936, se hallaba en Buenos Aires, donde debutó en Radio El Mundo. Envió entonces una carta a Mario Lescano Abella, que este reprodujo en el diario habanero El Avance Criollo. De la misma, es este fragmento: “Después de mi debut en la radio, se recibieron más de cinco mil cartas… todas llenas de felicitaciones, y pidiendo repeticiones de algunos números, entre ellos, Malagueña, y fotografías… autógrafos… etcétera. Mis audiciones, las más caras de Buenos Aires, las compra, las tres por semana, Boccanegra (el aceite de oliva más popular de este país). En los conciertos de los domingos, me presento con una orquesta de 50 profesores; en los de los lunes y jueves, con otra orquesta, de 30 profesores, además de Ernestina y Esther, y los jueves, el tenor Arvizu. La Coalla actuará conmigo en esas audiciones… y todos los elementos que vengan para la compañía cubana, serán invitados por El Mundo para actuar en su «estupendo broadcasting»”.

 

A Lescano Abella, Lecuona le vuelve a escribir en julio y le comenta: “Debo comunicarte que la Damisela encantadora ha batido todos los récords, pues además de ser ya del dominio público en todo Buenos Aires, se han vendido más de 5.000 ejemplares en cuarenta días. ¡Algo espantoso…! Dicen los editores que no se recuerda otro caso desde La cumparsita… Aquí un éxito de venta, amigo Mario, pasa de 80.000 ejemplares, llegando, en algunos casos, hasta 120.000 ejemplares… Todos esperan que esta «damisela» llegue a esa cifra… Para Vigo me voy sigue el mismo camino”.

 

En marzo de 1942, el periodista Augusto Ferrer de Couto convocó a un homenaje al compositor y director Rodrigo Prats Llorens. Se dirigió a Miguel de Grandy y a Carlos Fonts, empresario y dueño del Teatro Martí, respectivamente, para que cedieran ese popular coliseo. De Grandy rehusó, alegando que eso perjudicaría las ganancias económicas de la temporada. Al enterarse, Lecuona envió a Ferrer de Couto la siguiente misiva: “Querido Augusto:// Antes que empresario, soy artista.// Puedes contar con el teatro de la Comedia para celebrar tu anunciado homenaje a Rodrigo Prats, que estimo merecido por todos conceptos.// Al propio tiempo me complazco en brindarte mi actuación personal para esa fiesta que, como todas las organizadas por ti, ha de obtener un éxito digno de Rodrigo Prats y de su organizador.// Atentamente tuyo”. Lecuona fue siempre muy generoso y solidario con sus colegas de profesión, y en numerosas ocasiones les brindó su apoyo. De esa noble actitud suya hay varios ejemplos en el epistolario.

 

En una misiva de julio de 1924, le expresa a Gonzalo Roig: “Haces perfectamente en laborar patrióticamente, pues ese es el trabajo más noble y más honroso que podéis hacer. Hay que pensar siempre en Cuba, y laborar para Cuba… ¡Este ha sido mi lema!”. Y luego escribe: “Hasta en mis canciones lo he demostrado, que he procurado siempre lleven poesías de cubanos… Es un dolor, que habiendo tan grandes poetas en nuestra tierra, haya señores que recurren a los poetas extranjeros… ¿no lo crees tú así? Eso no es hacer labor nacionalista… Es el colmo, que hasta en las obras de canto, tengan por sus versos que arroparse con vestidos ajenos para darles más valor a ellas. Esto siempre lo he combatido, y me parece un error gravísimo, que nos desmerita ante los mismos extranjeros. Yo tengo dos canciones, versificadas por extranjeros, accidentalmente, pero el resto, que es de una mayoría aplastante, llevan poesías de cubanos. Y con la orquesta, debes hacer lo mismo, y acabar de una vez con ese extranjerismo que nos empequeñece, y nos está aniquilando”.

 

Concluyo esta mínima antología, espigada de Ernesto Lecuona: Cartas, con una fechada en abril de 1962, cuando ya el compositor residía en Tampa. Se la dirigió a Emilia Suárez Solar Hernández, madrina de su amigo Pedrito Hernández. En ella, le da las gracias por prender con frecuencia velas a una imagen de la virgen de la Caridad del Cobre que perteneció a él. He aquí el texto:

 

“Querida Cuca:

 

“Unas líneas para agradecerle sus frases cariñosas que me envía con el ahijado. Estoy bastante bien. Deseando verlos pronto. Yo creo que pronto, para mayo, estaré con Pedrito en España, pues ya le habrá dicho que se va a estrenar Lola Cruz.

 

“Quiero dejarle aquí mi agradecimiento por esa luz que usted le pone a mi virgen de la Caridad… Ella se lo agradecerá mucho… Esa virgencita mía es muy milagrosa. A mí me ha concedido casi todo lo humano que le he pedido. Yo casi podría decirle que TODO… Si yo le dijera a usted los milagros que me ha hecho esa virgencita, se quedaría usted asombrada. Pedrito sabe de algunos de esos milagros.

 

“¡Siga encendiendo esa luz!... ¡Y muchas gracias por ello!

 

“Que siga bien… ¡No suba y baje muchas veces esos tres pisos!... ¡No es saludable!

 

“Nos veremos después de mi viaje a España.

 

“Un abrazo para usted,

 

“Ernesto Lecuona”.

El exilio de Calibán

Alejandro Armengol

7 de junio de 2013

 

La vieja idea imperialista de que todo esfuerzo cultural fuera de la metrópolis es solo un apéndice condenado a girar de acuerdo al poder colonial dominante

 

El canon o modelo cultural que por años ha tratado de imponer la cultura oficial cubana a la literatura exiliada parte de una definición: el centro de la literatura cubana está en la Isla.

 

Esta especie de camisa de fuerza tuvo su formulación más conocida en el concepto del Aleph literario cubano, expresado por Ambrosio Fornet.

 

Según Fornet, el Aleph de la cultura cubana se encuentra en la Isla. La afirmación fue hecha como un afán para establecer un lugar ideal, donde radica la totalidad de las posibilidades de los creadores, las que confluyen sin confundirse y son vistas desde todos los ángulos; el sitio en que converge y se almacena íntegra la diversidad artística; el universo que contiene todos los bordes y fronteras y cuyo centro no es un punto sino una circunferencia infinita.

 

Esa letra —que más que un alfabeto es una enciclopedia— está en una nación que siempre ha escapado a las definiciones: una nebulosa en vez de una esfera; un país pequeño y limitado por aguas profundas en busca de la otra costa; una imagen que aspira a ser un concepto y no termina de definirse. Apenas una idea.

 

El Aleph fue un recurso de urgencia, que buscó apoderarse del argumento de un cuento del argentino Jorge Luis Borges, para al igual que en la narración intentar encerrar el universo en un sótano y permitir decir al que lo poseyera: “No soy el dueño del mundo, ni soy una parte ajena o cercana de ese mundo: soy el dueño del centro al que confluye el mundo”.

 

De esta forma, se trató de aplicar, en el plano literario, un reduccionismo que no era más que una justificación de un proceso que, desde su nacimiento, pretendió ir más allá de sus fronteras. Primero geográficamente, con la definición colegial de un libro de texto —la Geografía de Cuba, de Antonio Núñez Jiménez— donde se afirmó que no bastaba hablar de la Isla de Cuba, ya que lo correcto era referirse al Archipiélago Cubano. Luego en su vertiente guerrillera, con la conversión en un foco de irradiación de la violencia. Después imperialista, con el empleo de las fuerzas armadas transformadas en un instrumento de guerra extraterritorial en África. Globalizadora por último, con la exportación de médicos, maestros y técnicos a diversas naciones.

 

Un reduccionismo fundamentado en una vieja idea colonialista: todo esfuerzo literario, gráfico y musical fuera de la metrópolis no es más que un apéndice —a veces válido pero secundario— condenado a girar de acuerdo al poder dominante. La gravitación no como una fuerza de atracción recíproca sino como una relación de causa y efecto.

 

En Cuba este reduccionismo —disfrazado con el ropaje de un plan abarcador— ha tratado de sortear el egocentrismo bajo el disfraz de la asimilación cultural: reconocer la existencia de una literatura del exilio, una plástica internacional y una música caribeña que trascienden las fronteras del país, pero que no dejan de ser limitadas en sus logros y dependientes de la raíz. La nación no como fuente nutritiva sino como campana bajo la cual respirar.

 

El concepto estereotipado de la patria como madre, agrandado al endiosamiento del Estado —padre para los residentes en la Isla, padrastro para quienes viven en el exterior— todopoderoso, vigilante y ceñudo.

 

Así, y desde hace años, las instituciones del régimen se han otorgado el privilegio de ser las depositarias de toda actividad creadora —incluso las desarrolladas en las antípodas del espectro ideológico— al considerarse investidas de la autoridad necesaria para decretar lo que vale y brilla —o lo que no vale y no brilla— en la cultura cubana, dentro y fuera de la Isla.

 

Al fracaso del intento de edificar un canon revolucionario siguió la voluntad de adopción de criterios más amplios, que permitieran el reconocimiento de los logros estéticos de lo que hasta entonces se consideraba la cultura del enemigo, pero a partir de una definición que mantenía inalterable el centro del poder. De ese canon revolucionario, que por décadas midió, a la literatura cubana, se pasó a un canon patriótico y nacionalista.

 

Mencionar a Borges se convirtió en la exhibición más colorida de ese ideal de rectificación: un abandono de la intransigencia salvaje y la ferocidad de Calibán en favor de una incorporación de la habilidad y la brillantez de Ariel.

 

La emoción de la rebeldía fue —más que un disfraz de la envidia— la justificación del envidioso durante la etapa “calibanesca”. Luego predominó un Calibán más refinado, pero que no había abandonado por completo ese sentimiento original, porque por mucho tiempo formó parte de su existencia.

 

El problema actual en Cuba es que se ha desmoronando ese edificio que sustentaba la prepotencia imperial, y lo que impera es una sobrevivencia entre escombros. Uno de los problemas del exilio es que, paradójicamente, algunos insisten en mantener vivo ese espíritu imperial.

 

Por supuesto que la realidad es mucho más compleja. Durante mucho tiempo, el escritor, pintor y músico exiliado se vio privado de sus principales lectores o espectadores, lo que justificaba el planteamiento de un público primordial en la Isla. Lo que imperaba —y aún se intenta— era la utilización de ese eje con fines ideológicos, en una tergiversación de la verdadera función de protección cultural de un Estado.

 

Sin embargo, el concepto de lector y literatura nacional avanza hacia la extinción —o al menos hacia una redefinición tan amplia que deja fuera el nacionalismo cultural. Los organismos del Gobierno cubano aún practican criterios políticos como puntos de definición a la hora de catalogar a los intelectuales y artistas que viven en el exterior. Es en el rechazo de esta actitud donde deben coincidir los autores que viven en Cuba y en el exilio.

Las razones múltiples para un premio

Matías Montes Huidobro

7 de junio de 2013

 

Palabras de la entrega del premio René Ariza 2013 a Lesbia Orta Varona, por Matías Montes Huidobro, presidente del Instituto Cultural René Ariza

 

Cuando asumí la presidencia del Instituto Cultural René Ariza, a partir de una invitación de la directiva, aproximadamente a mediados del año 2011, en que el Premio René Ariza le fue otorgado a tres figuras representativas del teatro cubano, Manuel Reguera Saumell, Iván Acosta y Miriam Lezcano, mi primera consideración fue la siguiente: “¿Qué podía hacer yo para mantener vigente el legado teatral de la dramaturgia del exilio y que dejara sus huellas en el teatro cubano como una actividad patrocinada por el Instituto Cultural René Ariza?” La coincidencia de que en el año 2013 se celebrara el centenario del nacimiento de quien fuera la figura cimera del teatro cubano del siglo XX, maestro de toda una dramaturgia, me llevó a concebir el Congreso “Teoría y práctica del teatro cubano del exilio” bajo el lema de “Celebrando a Virgilio”, y lo que es más, con el propósito específico de que fuéramos nosotros como representantes del teatro del exilio, aquellos que nos hemos esforzados en mantener en pie el teatro cubano de la diáspora, y específicamente, el Instituto Cultural René Ariza, afincado en la memoria del propio Ariza, un exiliado arquetípico de todas las vicisitudes que representa hacer teatro fuera de Cuba, los que lleváramos adelante un evento internacional de este tipo, que quedaría como documento, no de mi trabajo, sino de la voluntad colectiva del teatro que, con tanto esfuerzo, ha seguido vigente desde esta orilla. Después se celebraron actividades inclusive mayor resonancia, tanto aquí como en Cuba, pero queda como hecho fundamental que el ICRA estuvo a la vanguardia de las mismas.

 

Por otra parte, un planteamiento adicional se imponía: dejar constancia de la vigencia de nuestro movimiento teatral, razón de ser del ICRA, mediante la exposición teórica de nuestra apabullada dramaturgia de la diáspora y la divulgación del trabajo realizado por sus autores, así como lecturas dramáticas que quedaran como ejemplo palpable, no sólo del trabajo de los dramaturgos, sino del talento y la pujanza de nuestros directores e intérpretes, su vitalidad y su amor al teatro. Por consiguiente, durante 2012, el ICRA patrocinó, con la colaboración de diversas agrupaciones teatrales (Havanafama, Prometeo, Akuara Teatro, Miami Teatro Estudio, y otros grupos teatrales independientes) lecturas dramáticas, casi a nivel de montaje, de Julio Matas, José Corrales, Raúl de Cárdenas, y tres textos de Virgilio Pinera, gracias el esfuerzo y el sacrificio de actrices, actores y directores, que no menciono para evitar omisiones y no extenderme, siempre dispuestos a darlo todo por el teatro y siguiendo una tradición ya establecida desde hacía años por el ICRA.

 

Con la colaboración de escritores, académicos y profesionales teatrales, el ICRA, dentro del contexto mencionado de “Celebrando a Virgilio”, patrocinó una muestra sin precedente de 22 conferencias sobre Piñera, un panel sobre Una caja de zapatos vacía, 4 conferencias sobre José Triana, además de la presentación de sus Obras Completas y 4 ensayos, y 22 conferencias sobre la dramaturgia del exilio y sus autores más sobresalientes, rindiéndole homenaje a José Corrales, Julio Matas, Pepe Escarpanter, Herberto Dumé, Francisco Morín, Nattacha Amador, Teresa María Rojas y muy en particular a José Triana, que fue el dramaturgo invitado. Y como muestra de todo ello quedan los dos tomos de Celebrando a Virgilio Piñera (de venta en Amazon), en los cuales se deja prueba explícita de que el Instituto Cultural René Ariza está en perfecto estado de salud y cumpliendo con su compromiso teatral e histórico.

 

Quiero dejar bien aclarado, que nada de esto lo hice yo, que “Celebrando a Virgilio” y todas las actividades expuestas, son el producto de aquellos que participaron en las mismas y los que apoyaron el esfuerzo, la obra de todos ustedes como representantes del teatro cubano, y que yo me limité a hacer mi trabajo y planificarlo, de acuerdo con la responsabilidad por mí asumida como Presidente del ICRA, en las cuales me preceden manos más competentes que las mías y pasan a otras que mantendrán en pie los objetivos de esta institución, con nuevas ideas y renovada dinámica. Esto explica que, a partir de esta noche, ceso en mis funciones come Presidente del ICRA, pidiéndoles disculpas por cualquier falla que hubiera podido cometer, pero asegurándoles que todo mi trabajo se ha basado en una voluntad de servir al teatro del exilio en particular y al teatro cubano en general.

 

En el proceso democrático nacional (y en estos momentos me refiero a los Estados Unidos) estas posiciones no son vitalicias, y cada cual imprime su sello, lo que sirve para crear una dinámica móvil, diversificada, alterna, y al mismo tiempo permanente. Es por eso que mucho me honra, darles a conocer que la Presidencia del ICRA pasa a manos de Mario García Joya, internacionalmente reconocido, director de fotografía de más de noventa películas cubanas, incluyendo La última cena, Cartas desde el parque y Fresa y Chocolate, con subsiguientes trabajos fotográficos en los Estados Unidos; becado de la John Simon Guggenheim Memorial Foundation, honor particularmente prestigioso que con modestia proverbial rara vez menciona; el cual, además, dejando a un lado su brillante trayectoria en las artes gráfica y la fotografía en Cuba, es persona excepcional, amigo verdadero de muchos años, de una modestia absoluta, que pasará a mantener vigente la razón de ser del Instituto Cultural René Ariza Es para todos nosotros un privilegio que García Joya asuma la Presidencia del ICRA.

 

Finalmente, el hecho de que la entrega del Premio René Ariza del año 2013 se haga, específicamente, el día en el cual se conmemora el fallecimiento del Dr. José Escarpanter, en el Día Internacional de Teatro al cual se le diera su nombre, y a quien el ICRA le otorgó el Primer Premio Anual de 2006, por tratarse de una vida dedicada al teatro merecedora de los mayores reconocimientos; otorgado además por una institución realmente sin fines lucrativos, de fondos muy escasos, casi nulos, que ni siquiera conlleva costos para los “taxpayers”; en un contexto como el Teatro Akuara, Sala Avellaneda, que se edificó y ha subsistido, mano a mano y golpe a golpe, por la voluntad de ser teatral de Mario García Joya e Yvonne López Arenal; hace de este acto, la más auténtica, menos pomposa, y más legítima celebración del día Internacional del Teatro Cubano en honor de Escarpanter, en medio de este difícil mundo teatral y del exilio donde, precisamente, se nada entre tiburones. Como si no fuera poco, a esto hay que agregar que esta velada teatral haya sido coordinada en conjunción con la Fundación Cuatrogatos, con la presentación de diez monólogos escritos por diez autores, cinco actrices, un director y varios colaboradores, que forman parte legítimamente integral de la dramaturgia cubana del exilio.

 

Sólo me resta, para cerrar mi última intervención como Presidente del ICRA, honrar a una persona que bien se lo merece, la bibliotecaria Lesbia Varona, entregándole el Premio René Ariza del año 2013. Cabría preguntarse: ¿qué motivos ha podido llevar al Instituto Cultural René Arriza a otorgarle un premio “de teatro” a una bibliotecaria que a primera vista pudiera parecer distanciada del quehacer teatral? Las razones son múltiples, algunas de las cuales aparecen detalladas en las páginas de “Celebrando a Virgilio Piñera”, por su constante apoyo dentro del contexto del Cuban Heritage Collection de la Universidad de Miami a múltiples actos del ICRA y sus actividades como bibliotecaria al preservar y enriquecer el patrimonio teatral cubano y el carácter simbólico que hay detrás de este hecho, porque a pesar de la importancia del teatro como espectáculo en vivo, la permanencia histórica del mismo, dentro del acervo cultural de la nación, sólo puede estar vigente a través del texto escrito, como documento, como archivo histórico, que permita ir una y otra vez al punto de partida del quehacer escénico. Pero, sobre todo esto, la peculiaridad que tiene el Premio René Ariza 2013, es que no se le otorga ni a una actriz, ni a un actor, ni a ningún dramaturgo o dramaturga, director o crítico, sino que se transfiere en carne y hueso a una persona que, por su amor al teatro, transfiere la óptica del premio del escenario a la platea, y se va del que crea el espectáculo al que lo apoya y lo aplaude, volviendo a Lesbia Varona en una figura arquetípica del público sin el cual el todo del ser teatral no existe. Pocas veces el eterno teatral que va del libro al escenario ha sido tan perfecta y metafóricamente graduado como en esta ocasión.

El Período Especial

Carta abierta a Leonardo Padura

Félix Luis Viera

3 de junio de 2013

 

Leonardo Padura

La Habana

Cuba

 

Estimado:

 

Estas líneas para referirme a tus declaraciones del pasado 30 de mayo en La Habana, durante una charla en la Embajada de España en aquella ciudad. O bueno, para comentar con toda sinceridad algunas de tus expresiones de entonces.

 

Afirmaste en la charla en cuestión que aquello que Fidel Castro, más allá de todos los cinismos sabidos, llamó Período Especial tuvo “un efecto traumático [en la Isla], pero produjo un efecto beneficioso” para la literatura cubana. En eso tienes razón: no ha habido desgracia en la tierra que no haya traído notables resultados para el arte y la literatura. Solo que me preocupa que algunas personas vayan a tomar esta verdad tuya como un atenuante —de parte tuya y con toda intención—, para así rebajar en alguna medida el funesto efecto de la crisis moral y material más intensa que ha vivido la sociedad cubana. Estemos atentos al respecto.

 

Y otro detalle que se me ocurre: creo que aún no debemos hablar del Período Especial en pasado. Ojalá que el Período Especial no agarre un segundo aire, ojalá; todo depende de que los bolivarianos logren al fin imponerse por las malas en Venezuela y así los hogares y las industrias cubanas puedan seguir funcionando. (Qué triste es ser hijo de un país al que sus gobernantes han convertido en paria, mendigo internacional.)

 

Agregas asimismo que con el Período Especial “se produce una especie de boom en la narrativa cubana, que obligó a las editoriales cubanas a una nueva mirada: la realidad que todos estábamos viviendo”. Esto yo no lo entiendo bien: ¿cómo sería posible “una especie de boom en la narrativa cubana” por parte de “las editoriales cubanas” si en aquel país, y por no poco tiempo, cerraron entonces todas o casi todas las editoriales? O será que aludes a un boom de creación, no de publicaciones. Debe ser. Por otro lado, esa “nueva mirada” de “las editoriales cubanas” a “la realidad que todos estábamos viviendo” (las cursivas son mías), ¿qué logró? ¿Acaso en verdad fueron a la imprenta cuentos y novelas de diversos autores cubanos, noveles, establecidos o no, contestatarios del régimen en sus obras?

 

Declaras además que con el Período Especial te beneficiaste: “me beneficié yo, pues todos mis libros han sido publicados (en Cuba y en el exterior) y se ha ganado un espacio suficiente para que casi todo sea publicado” en la Isla.

 

Bueno, yo lo veo así: para que un libro relativamente discrepante del régimen se publique en Cuba, es menester que en el contenido, como se suele decir, se “juegue con la cadena, no con el mono”. Los que por razones, estrictamente estéticas, vale aclarar, hemos jugado con el mono —es decir, con Fidel Castro— estamos jodidos, maestro. Parafraseándote: “Cada vez que terminamos una novela”, estamos seguros de que “ésta no se va a publicar”. Claro, hasta un día.

 

Pues eso es todo. Nada, aquí seguimos.

 

Mi admiración de siempre por tu talento y por tu obra.

 

Félix Luis Viera

 

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Nota de Manuel Castro Rodríguez: Cuando pensaba que ya nada podía asombrarme de Leonardo Padura, este señor declara que el Período Especial tuvo “un efecto traumático [en Cuba], pero produjo un efecto beneficioso” para la literatura cubana.

 

Para el extranjero que no conozca qué fue el Período Especial -nombre con el que Fidel Castro eufemísticamente bautizó a los años de la década del noventa en que el cubano de a pie pasó hambre literalmente hablando, por lo que decenas de miles de cubanos padecieron de enfermedades carenciales nunca antes vistas en Occidente, provocando que miles de cubanos quedasen ciegos, inválidos o con limitaciones para el resto de su vida-, tal aseveración de Padura puede pasar desapercibida, pero no así para los millones de cubanos que lo sufrimos. Para evitar padecer de lo mismo, yo recogía las cáscaras de huevos que los vecinos iban a botar, las cuales hervía y trituraba para comérmelas como una vía para obtener calcio, ya que no había leche a ningún precio en moneda nacional. Lo mismo hacía con las espinas de pescado de aquellos vecinos que lo obtenían.

 

Se ve que a Leonardo Padura no se le ha muerto un familiar en sus brazos, por no tener medicamento ni un vehículo en qué transportarlo desde la Virgen del Camino –una zona céntrica de La Habana- al hospital Miguel Enrique (La Benéfica), situado en Luyanó, a unos cinco minutos de la casa donde se encontraba mi tía diabética. Esa es una experiencia que nadie puede imaginarse cómo puede afectar.

 

Se ve que Leonardo Padura no tuvo un familiar cercano pasando hambre literalmente hablando –agua con azúcar y un pedacito de pan era lo único que el cubano de a pie tenía posibilidad de comer. Cuando veía lo desnutrido que estaba mi padre -era una copia exacta de aquellos desdichados que estuvieron en los campos de concentración nazi-, se me salían las lagrimas.

 

Si nos guiamos por el razonamiento de Leonardo Padura, los judíos tienen que estarle agradecido a Hitler, ya que gracias al régimen de oprobio que estableció, la humanidad tiene El Diario de Ana Frank.

 

Hace casi un año, el 2 de julio de 2012, el académico marxista Haroldo Dilla Alfonso publicó un artículo que desenmascara a Leonardo Padura.

 

Padura: indolente, mirando para abajo

Haroldo Dilla Alfonso

2 de julio de 2012

 

Padura es unilateral en su juicio. Habría que reconocer que el Cardenal no ha sido una víctima inocente del “fuego cruzado de los extremistas”, sino uno de los fusileros

 

Casi no conozco personalmente a Leonardo Padura. Nuestro único contacto personal fue un saludo de iniciación en el antiguo Cuartel de Ballajá en el Viejo San Juan. Pero soy un lector regular de su obra, que siempre admiro. Toda ella anuncia a una persona trabajadora, talentosa, sencilla y sincera.

 

Son cualidades envidiables. Pero al parecer no son suficientes para decir cosas políticamente equilibradas, aunque confieso que esta es una cualidad difícil en nuestro escenario polarizado de políticas pasionales. Y Padura nos lo acaba de demostrar hace unas semanas con su artículo sobre el cardenal Ortega que ha sido publicado en dos de los órganos de prensa que el proyecto de la llamada “transición ordenada (mucho orden y muy poca transición) tiene a su disposición para la difusión de sus argumentos políticos: Espacio Laical y Progreso Semanal.

 

Huelga anotar que coincido con Padura en el reconocimiento del derecho que tiene la Iglesia a impulsar un proyecto político propio, en que hay datos positivos de su gestión social y política reciente y en el repudio a los ataques personales y difamatorios contra el Cardenal. Y si no abundo en ello, es porque ya expliqué mis puntos de vista al respecto en un artículo varias semanas atrás en este mismo diario, y probablemente a los mismos lectores que ahora leen esto. Por eso me detengo con más esmero en la parte en que creo que Padura se ha sumado a una línea argumental parcializada y trillada y donde se ha colocado por debajo de su propia leyenda intelectual.

 

Padura es unilateral en su juicio. Si somos absolutamente fieles a los hechos, habría que reconocer que el Cardenal no ha sido una víctima inocente del “fuego cruzado de los extremistas”, sino uno de los fusileros. No olvidemos que esta historia se inflama cuando el Cardenal hizo una “devaluación ofensiva” de las personas que ocuparon una iglesia en los umbrales de la visita de Ratzinger, y que lo hizo en un lugar tan céntrico como la Universidad de Harvard. Y aunque el siempre dinámico Orlando Márquez hizo todo lo posible por demostrar que no dijo lo que dijo, en realidad solo pudo confirmar que lo dijo. Y hasta el momento el Cardenal no se ha excusado, lo que en realidad hubiera sido algo superior. Y hubiera desinflado toda esta campaña en su contra.

 

Pero todo esto sería intrascendente —parte de ese pasado que ya está pasando, diría Lichi— si no fuera porque el propio Padura también se ha convertido en fusilero. Si leemos su texto, encontramos que todo lo que resulta fundamentalmente crítico (no de detalles críticos como se autoproclama el novelista, sino fundamentalmente crítico) queda encerrado en el mismo dilema binario que arropa a los detractores del Cardenal. Así, habla con insistencia de “extremistas de afuera y de adentro” alimentados de “odios enconados”, seres sumergidos en “la confrontación y el odio”, “ingratitud y posturas extremistas” que “solo sirven para exhibir protagonismos personales o, en el peor de los casos, para que nada cambie”.

 

Otra vez volvemos a lo mismo, a buenos y malos, a virtuosos y pecadores, a amorosos y odiosos. A toda la dicotomía maniquea que efectivamente nos llevará a ese futuro de “odio y resentimiento” que Padura quiere evitar ensalzando unilateralmente al Cardenal.

 

Otra cuestión que me parece muy poco edificante es la indolencia del escritor. Padura sabe escudriñar la realidad social, y por eso escribe cosas memorables. Y por eso sabe que, como decía Boff, todo punto de vista es la vista desde un punto.

 

Y el punto desde el que mira Padura a la realidad cubana es muy diferente al que disponen los “odiosos extremistas. Y por eso no es extraño que vea cosas diferentes. Padura es —con méritos sobrados— un miembro de la élite cultural cubana. No tengo nada en contra de esa élite, a la que yo, desde el modesto balcón de las ciencias sociales, pertenecí. Y esa élite se beneficia de una serie de derechos delegados —yo me beneficié— que los “ingratos” no tienen. No es culpa de la élite, sino del sistema, y de esa selectividad de la memoria que siempre retoza con el olvido y llega a relegar hasta “…los momentos que no pueden ser olvidados”. Y que creo que Padura, indolente, y mirando para abajo, llega a olvidar.

 

Recordemos algunas cosas para entender porqué hay tantos “odiosos y extremistas” y por qué los integrantes de la élite cultural no tienen necesidad de serlo. Así, en virtud del pacto castrante de la UNEAC con el PCC, ellos pueden viajar, salir y entrar de la Isla sin mayores dificultades, vivir un tiempo afuera si lo requirieran, y en ocasiones hacerlo con sus familias. Pueden hacer críticas lights que incluso pueden ser publicadas en Cuba. Pueden hacer dinero y gastarlo como mejor les convenga. Muchos de ellos están en la lista de los que pueden comprar un auto nuevo, y tienen acceso a Internet. Y para mayor regocijo algunos son comensales frecuentes de los espacios de “diálogo, reflexión, crítica y presencia social” que se han abierto desde la Iglesia. Y donde se conforma un nuevo bloque ideológico aliado de la apertura pro-mercado que implementan los militares.

 

A nivel mundial eso no es gran cosa. Son derechos que los cubanos emigrados gozan en sus respectivas patrias adoptivas sin necesidad de hacer ninguna concesión política. Pero en Cuba se trata de un estatus que muy pocos elegidos disfrutan. Y que por supuesto no disfrutan los “extremistas odiosos y enconados”.

 

Para los “extremistas” no hay espacios de debates, y cuando tratan de organizarlos los acosan y los meten presos. Las acusaciones vertidas contra el pasado Festival CLIC son un ejemplo. Muchos de ellos estuvieron en prisión por muchos años sencillamente por expresar sus ideas. Ahora se les detiene por horas, donde los amenazan, maltratan e intimidan. Es decir, no los encarcelan por años, sino varias veces en el año, lo cual algunos voceros del nuevo bloque ideológico aplauden como pasos hacia la liberalización.

 

Varios “extremistas han muerto en huelgas de hambre. Y otros son bloqueados y apabullados en sus casas por turbas organizadas por el Gobierno. A Reinaldo Escobar —un intelectual— lo arrastraron por la calle en uno de los hechos más perturbadores y miserables que yo haya visto. Se les acusa —a los “odiosos”— de agentes del imperialismo yanqui, pero muy pocos tienen a su haber acciones que denoten complicidad alguna con el Gobierno estadounidense. Y los hay, tan reprimidos como todos, que nunca han pisado la oficina gringa de intereses y se oponen al bloqueo/embargo.

 

En Cuba no existe el derecho al libre tránsito, por lo que varios “enconados han obtenido visas para asistir a eventos internacionales, y el Gobierno les niega el derecho a salir del país. Creo que Yoani Sánchez va por unas 22 negativas, por lo que solo le quedan 4 hojas disponibles y aún no ha pisado el aeropuerto. Y al economista Espinosa Chepe no solo le niegan la salida, sino que de paso el Presidente de la misma UNEAC que garantiza los derechos a la élite cultural, le tilda en público de mercenario. Solo les darían el permiso de salida si aceptaran una expatriación definitiva y la expropiación de sus derechos ciudadanos.

 

Y es conocido que si una persona emigrada adopta una posición crítica es muy probable que se le niegue el regreso, siquiera de visita, a su país. Conozco muchos casos de cubanos a los que se ha negado el permiso para despedirse de un familiar moribundo, y han tenido que velar en la lejanía los últimos momentos de padres y madres. O que solo ven a sus hijos crecer en fotos y videos, distanciados por una política gubernamental que usa a los familiares como rehenes. Y finalmente mueren solos —lejos de su gente y de sus lugares— en esto que para algunos es exilio, emigración para otros y destierro para todos. Querer que esta gente se estremezca de emoción ante “los intentos de comprensión” del Cardenal me parece demasiado ambicioso.

 

No critico a Padura por participar en el muy restringido proceso de “diálogo, reflexión, crítica y presencia social” que la Iglesia católica organiza en el país. Según veo es un proceso que atrae de todo, desde gente de primera hasta todo tipo de oportunistas. Y con seguridad Padura está en la primera categoría y solo le aconsejo que se aparte de los caminos trillados y lleve a esas concertaciones su mensaje avanzado sobre la vida que he tenido la oportunidad de leer y disfrutar.

 

Solo le pediría que no sea indolente.

 

Tal y como el mismo Padura definía indolencia en uno de sus excelentes ensayos: como “insensibilidad de un individuo hacia la suerte de los otros”, como “imposibilidad de sentir dolor por el destino de los demás”.

La infinita crisis de la cultura

Pedro Juan Gutiérrez

30 de mayo de 2013

 

Un escritor tiene que correr riesgos, tiene que lanzarse y escribir lo que cree que debe escribir

 

Quiero comenzar con una cita de Umberto Eco, tomada de una entrevista que le hizo el diario español El País el pasado 23 de mayo. Dice Eco: “La cultura es una crisis continua. La cultura no está en crisis, es una crisis continua. La crisis es condición necesaria para su desarrollo”.

 

Si acogemos esta idea de la cultura como crisis permanente, cualquier análisis que hagamos se transforma en explorar dentro de un proceso dinámico de cambios y altibajos sucesivos e inevitables, lo cual ayuda a despejar esquizofrenia y paranoia, miedo y terror, en estos inventarios retrospectivos.

 

Por ejemplo, nos podríamos remitir a la Biblia y a La Odiseao a otros miles de títulos donde el desarrollo dramatúrgico se origina en una generación incesante de vórtices caóticos en movimiento y no en una estructura cerrada y estática.

 

Esos vórtices caóticos son los que ayudan a crear el maravilloso efecto, en las lecturas de la Biblia, de que siempre estamos con un pie en el Infierno y el otro intentando plantarse en el Paraíso y la Salvación Eterna. Lo cual es completamente cierto. La eterna lucha entre el Diablo y el Iluminado que habita dentro de nosotros. Pero además, expresado con habilidad de escritor con buen oficio. Por el mismo motivo Odiseo nos mantiene en vilo luchando siempre con sucesivos y extraordinarios obstáculos, aunque sabemos que tiene que salvarse por su condición de héroe. Es decir, ha nacido con las características del héroe: astucia, talento, valor, perseverancia, disciplina, y sobre todo, tiene un atractivo toque de estoicismo y frugalidad. También tiene el gran defecto de los héroes: está hecho de una sola pieza. No tiene un lado oscuro y oculto, que siempre es tan atractivo.

 

Después de Odiseo vienen todos los otros héroes que ya conocemos de sobra, hasta que en algún momento se nos agota el ideal, como siempre sucede con todos los ideales utópicos en esta vida.

 

Entonces surge el antihéroe para hacer cierta la idea de la crisis permanente como condición ad infinitum de la cultura.

 

Quizás los primeros antihéroes de la literatura surgen en España. El Quijote y la novela picaresca son un primer toque de modernidad. Irreverencia, marginalidad, ir a la contra. El Lazarillo de Tormes. Después esto se extiende y ya casi todos los grandes escritores franceses del siglo XVII en adelante dan el primer grito de rebeldía y escriben obras abiertamente pornográficas, en pequeñas tiradas, para consumo reducido y selecto. En España la Inquisición logró meter tanto miedo a los escritores que no hay erotismo en la literatura española hasta la segunda mitad del siglo XX. Yo achaco a esta situación inquisitorial española el arrastre antisexual y moralista pacato que lastra a una buena parte de la literatura latinoamericana todavía hoy en día. Un empaque burgués, pretencioso, aburrido, provinciano, y desconectado de nuestras realidades más profundas. Al que le interese el tema puede leer algunos ensayos de Jean Claude Carrière.

 

Y finalmente, en el siglo XX se produce una verdadera explosión de muerte y destrucción. La Segunda Guerra Mundial costó más de 60 millones de muertes según los más recientes cálculos. En sólo seis años. A razón de diez millones por año. Más todos los muertos y la destrucción de la Primera Guerra Mundial, Corea, Vietnam, y un largo etcétera.

 

Así que, es inevitable, la cultura se impregna después de 1945 de este espíritu de caos, violencia, confusión, pérdida, evolución, trastorno de los valores morales tradicionales. Lo cual afianza más, en el terreno de la creación, lo que ya habían iniciado en la primera mitad del siglo las llamadas vanguardias artísticas europeas. Así que se desborda, ya sin marcha atrás, un ansia insaciable de experimentación, de originalidad y de rompimiento de cánones, búsqueda de lenguajes diferentes que permitieran expresar con más eficacia la maraña y el caos imprevisible en que se había convertido la vida.

 

Para enfocar con más precisión nuestro objetivo esencial esta tarde, es decir, la literatura cubana, debemos recordar que este espíritu caótico y sanguinario de la época ingresa en nuestra literatura de un modo brutal, sorpresivo, estremecedor, exactamente en 1938, con la publicación de la novela Hombres Sin Mujer, de Carlos Montenegro.

 

Creo que esa novela es la estación inicial de una línea underground en la literatura cubana. Fue tan rechazada —aunque ganó un concurso presidido por José Zacarías Tallet— que la primera edición es mexicana y creo que la primera edición cubana data de veinte años después.

 

Esa línea de literatura antiheroica, sucia, oscura, marginal, de los bajos fondos, y por supuesto, nada ejemplar, continúa con unos pocos libros más: Tres Tristes Tigres, de Cabrera Infante. Boarding Home, de Guillermo Rosales. Antes Que Anochezca, de Reinaldo Arenas, Los Hijos Que Nadie Quiso, de Angel Santiesteban, Todos Se Van, de Wendy Guerra. Y perdonen que me incluya pero la modestia siempre es inconveniente, así que menciono también Trilogía Sucia de La Habana y El Rey de La Habana, aunque creo que casi todos mis libros forman parte de esta línea underground de la literatura cubana.

 

Es decir, el cuerpo literario cubano, uno de los cuatro grandes en América Latina, junto a Argentina, México y Brasil, se enriquece de este modo, digamos inusual. Es un fenómeno que no se registra en aquellos países con pequeños cuerpos literarios.

 

Así que tenemos por encima toda la gran literatura cubana, luminosa, bien estudiada, bien publicada y premiada: Carpentier, Lezama, Padura, Retamar, Eliseo Diego, etc. Nuestros maravillosos escritores.

 

Y por debajo, en oscuros túneles de los bajos fondos, una literatura “conflictiva”. Son libros difíciles o imposibles de encontrar. Poco atendidos por los estudiosos y los editores, apenas conocidos por unos pocos lectores, conseguidos de trasmano, y convenientemente colocados en anaqueles misteriosos e inaccesibles en alguna biblioteca pública. Cuando existen, porque, claro, con tanto misterio a su alrededor se convierten en codiciados objetivos de los ladrones de libros y de los revendedores inescrupulosos.

 

Incluso sucede algo paradójico: Boarding Home, de Guillermo Rosales, se escribió en Miami y obtuvo un premio en un concurso presidido por Octavio Paz. Se publicó en una pequeña tirada y poco después fue ignorado. Rosales se suicidó ocho años después y ya ha caído en el olvido. ¿Qué sucedió? Lo de siempre: es una novela autobiográfica que empaña demasiado el lustre y el brillo de un grupo social. En este caso el “American Dream” en Miami. Así que el olvido es una forma de censura sobre algo inconveniente para la dorada aureola de la buena vida en Miami.

 

Los boarding homes son asilos donde en condiciones infrahumanas sobreviven a duras penas locos, viejos pobres, alcohólicos, drogadictos, gente con sida, en fin, gente desesperada que desea acabar de morir para terminar sus angustias. Rosales lo cuenta con una crudeza y una efectividad tan perfectas que leer su libro se convierte en una experiencia trascendente. Y, como sucede con toda obra de arte, rebasa por completo, el pequeño mundo de Miami para convertirse en literatura universal que trasciende el lugar y el momento en que se escribe.

 

Pero este fenómeno de censurar la literatura caótica y oscura, la literatura inconveniente, sucede en todas partes y en todas las épocas. Hay toda una historia secreta de la literatura que se refiere a este tema. Vladimir Nabokov, por ejemplo, tuvo que ir a un tribunal en Estados Unidos en los años 50 para que un juez autorizara a su editor a vender la novela Lolita, que ya había triunfado definitivamente en Europa, sobre todo en Francia.

 

El juez, con una actitud infantil e imbécil, obligó a Nabokov a jurar, con su mano sobre una Biblia, que él jamás había tenido relaciones sexuales con una adolescente y que todo era producto de su imaginación.

 

Un caso terrible de censura, en este caso colectiva, se produjo en Alemania cuando dos años después de la Segunda Guerra Mundial se publicó un libro muy crudo —en forma de diario real y nada ficticio— de una mujer que sufrió las violaciones masivas y continuas y las vejaciones y humillaciones de todo tipo de los soldados soviéticos del Ejército Rojo, al invadir Berlín en abril y mayo de 1945. El libro se titula Una Mujer en Berlín. Es una memoria implacable y detallada sobre lo que ella tuvo que soportar.

 

Pues bien, al publicarse el libro el escándalo fue mayúsculo. Los alemanes querían olvidar. Les convenía olvidar. Y esta mujer les restregaba en las narices hasta donde llegó la humillación de la derrota. La calificaron inmediatamente de prostituta, inmoral y mentirosa. Por suerte, ella se había mantenido en el anonimato. El gran ensayista y escritor Hans Magnus Enzerberger lo acaba de publicar hace poco, con un prólogo esclarecedor. Tuvo que esperar a que la autora falleciera. Y aún así se mantiene en el anonimato. Aterrada ante el acoso de sus compatriotas. Una Mujer en Berlín es el testimonio más verídico, realista y efectivo sobre y contra la guerra jamás escrito en Europa. Y ya vemos el pago que obtuvo su autora.

 

Y así pudiéramos seguir durante horas y horas hablando de sonados casos de censura sobre los libros que confirman la idea de que la cultura necesita de la crisis para su propio desarrollo. Si no hay crisis la cultura se estanca. Son los obstáculos, el antagonismo y los conflictos los que disparan el pensamiento de choque.

 

Europa en este momento está inmersa en un período excesivamente prolongado de estancamiento y parálisis en su literatura. Es como un motor diesel funcionando en baja. Ronronea pero se mantiene al ralentí. No hay estremecimientos, no hay locura, no hay rompimientos, no hay originalidad, no hay nada que merezca la pena. Casi la totalidad de los escritores europeos de hoy en día padecen de parálisis total y aburrimiento. No tienen nada que decir. El Estado de Bienestar les ha acomodado. Escriben sobre vidas grises, aburridas y monótonas. Se han salvado sólo unos pocos escritores que siguen escribiendo duro y con la profundidad y rigor necesarios para hacer algo fuerte.

 

Ahora, con la crisis social, económica y política, que se agudiza en algunos países es de esperar que se registre una repercusión en el arte y en la cultura en general. Creo que así será porque la ley de causa/efecto se cumple siempre de un modo inexorable en el Universo.

 

Precisamente esa ley de causa/efecto se cumplió en mi escritura cuando en septiembre de 1994 comencé a escribir la Trilogía Sucia de La Habana. Estuve tres años escribiendo sistemáticamente lo que sucedía en mi vida cotidiana. Hay muy poca ficción en ese libro. Lo escribí entre 1994 y 1997, años de hambre, miseria atroz y desmoralización general que prefiero no recordar, para cuidar mi salud mental y mi buen humor.

 

Yo sé que es un libro brutal y sin concesiones. Lo sé y lo asumo. No soy inocente. Ningún escritor es inocente.

 

Ese libro estuvo meses sobre la mesa de trabajo de los editores en una conocida editorial de Santiago de Cuba. Al parecer se disgustaron tanto que prefirieron no contestarme jamás ni tener el más mínimo saludo hacia mí. Así que el libro solito se encaminó hacia España. Se publicó en octubre de 1998 en Anagrama y tuvo un gran éxito. Registró once ediciones sucesivas en tapa dura, tres ediciones de bolsillo con numerosas tiradas. Hoy en día está publicado en 23 países, traducido a 22 lenguas, es lectura de programas de estudio en más de 50 universidades de todo el mundo, y además está clasificado entre los Mil libros que usted debe leer antes de morir, junto a títulos de otros tres autores cubanos: Carpentier, Lezama y Cabrera Infante.

 

Sin embargo, en casa del herrero cuchillo de palo. En enero de 1999 la revista Bohemia prescindió de mis servicios como periodista después de 26 años de trabajo. Me echaron a la calle sin hablar conmigo, sin preguntar, sin discutir. Para que fuera más patético: quienes tomaron esa absurda y desesperada decisión no habían leído el libro. Se guiaban sólo por los comentarios de los periódicos españoles. Lo cual ya es el colmo del ridículo y la ignorancia.

 

Por suerte en la UNEAC (Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba) conté con el apoyo de compañeros honrados, cultos y responsables, que me apoyaron con decisión y honestidad ante aquel atropello. Y hasta me aconsejaron: “Alégrate. Ahora estás libre para seguir escribiendo mucho más”.

 

Y eso hice. Fueron años difíciles hasta que finalmente pasó el tiempo y la editorial de la UNEAC publicó Melancolía de los Leones. Y así, poco a poco, se han ido publicando mis libros en mi país. En este momento preparamos la edición cubana de El Nido de la Serpiente. De un total de 17 títulos que integran mi obra —diez de prosa y siete de poesía— aquí se han publicado siete, es decir cinco de prosa y dos de poesía.

 

Ahora que han pasado algunos años comprendo que escribí Trilogía Sucia de la Habana como un acto de exorcismo ante el periodismo superficial, insulso, aburrido y autocensurado que tenía que escribir cada día.

 

Pero si vives en Centro Habana en una situación de miseria extrema, y no quiero entrar en detalles desagradables, no puedes escribir “decentemente”. Son las circunstancias y el momento que vives los que determinan tu escritura. Sobre todo si entiendes que la literatura es ante todo una herramienta de pensamiento y reflexión sobre tu experiencia personal y nunca un medio para difundir y propagar ideas religiosas, políticas o de otro tipo. La literatura es exploración, no pedagogía. La literatura está construida con preguntas, incertidumbre, fragilidad y dudas. No con respuestas y certidumbre sólida. Lo que late en mi corazón es un poeta vulnerable y no un matemático arrogante.

 

Así que hay que arriesgarse y ser consecuente con la época y las circunstancias que le tocan a uno. Creo que cuando pasen los años los historiadores que intenten conocer qué sucedió en Cuba en la década de los 90, es decir, en los últimos diez años del siglo y del milenio, no encontrarán información en la prensa de la época. O encontrarán muy poca y muy tamizada. Demasiado filtrada. Encontrarán quizás información más valiosa en los libros que se publicaron sobre aquellos años.

 

Lo decía Marx. Aprendía más sobre el capitalismo en las novelas de Balzac que en los libros de historia.

 

Así que a la larga un artista, un escritor, tiene que correr riesgos, tiene que lanzarse y escribir lo que cree que debe escribir. Y hacerlo en el momento. No esperar a que lleguen “tiempos mejores”. Porque los “tiempos mejores” ya tendrán su propia literatura.

 

Creo que una de las funciones del arte y la literatura es ayudarnos a pensar. Si además nos entretiene, pues muy bien. Un libro entretenido se agradece. Pero esa no es la función esencial de la literatura. La función esencial es contribuir al proceso civilizatorio ayudando en los mecanismos de reflexión y pensamiento del momento en que se vive.

 

Es muy fácil y muy conveniente escribir libros entretenidos. Lo difícil es escribir libros efectivos y que funcionen como una carga de profundidad detonando la cáscara de las apariencias y de las conveniencias sociales y políticas.

 

Hay que arriesgar. Ahí están nuestros grandes escritores del siglo XIX: Martí, Heredia, Cirilo Villaverde, y unos cuantos más que tuvieron que irse al exilio por escribir textos incómodos. No por alzarse en armas contra la colonia española. No. Sólo por tener el coraje de exponer sus ideas en blanco y negro.

 

Así que sufrimos una larga historia de intolerancia que arranca desde los tiempos de la colonia española. Intolerancia que es consustancial a la naturaleza humana. El que censura generalmente no es un monstruo. Es una persona normal que se defiende. Es una persona con poder de decisión, aterrada ante un libro o una obra de arte que puede dañar su statu quo y reacciona con violencia sobre el escritor.

 

Así que siempre tendremos censura y censuradores. Mientras existan seres humanos tendremos intolerancia. El censurador asume el papel de verdugo de la Inquisición y atemoriza, con el látigo en la mano. El censurado no puede asumir su papel de víctima. No puede correr ni dar la espalda. Tiene que luchar y protestar. Luchar y denunciar y nunca aceptar pasivamente el castigo del verdugo.

 

Por suerte las aguas tarde o temprano toman su nivel. Así que hay que ser fuerte y resistir la inundación. Agarrarse a algo que flote y mantener la cabeza fuera del agua. No dejar que la inundación nos arrastre y nos ahogue. La cabeza fuera del agua. Respirando. Siempre.

 

Conferencia ofrecida en la Embajada de España en La Habana. Jueves 30 de mayo de 2013.

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Comentarios que le hicieron

   Roberto Madrigal: ¿Pero está delirando Pedro Juan? Dice que Rosales fue enviado al olvido que es una forma de censura porque fue incomodo al exilio.

   Todo buen escritor tiene que ser incomodo. Por otra parte, ¿de qué olvido habla? Rosales recibió un premio, se le editó su obra, se reeditó, luego se tradujo al inglés, se analiza su novela en las universidades americanas, hay decenas de artículos dedicados a Boarding Home, de hecho, considerando lo breve de su obra, se le ha dedicado más atención que al propio Pedro Juan. Solo dice eso para establecer equivalencia (falsa) entre la censura de allá y la “de aqui”. Parece que es el precio que tiene que pagar para decir las otras cosas. Rosales no es Paol Coelho ni Dan Brown, ni es una vedette, a Dios gracias. Es un gran escritor lleno de demonios y reconocido donde cuenta. Nunca ha sido olvidado.

 

Manuel Ballagas: Sí, pero los censuradores actuales se jactan de ser paladines del progreso y la ilustración, y cuentan no sólo con el simple expediente de ignorar, soslayar y marginar, sino con todo el poder del Estado para aplastar y hacer añicos cualquier asomo de trasgresión literaria. No hay comparación entre lo que pasó con Hombres sin mujer -un libro que tantos años después no hay forma de obviar, pese a todos los prejuicios morales- y lo que ha pasado con la obra de tantos autores cubanos en las últimas décadas, algunas de las cuales jamás se conocerán. De Boarding Home se puede hablar porque el autor, aunque se suicidó, publicó su novela en el exilio. ¿Quién sabe qué hubiera sido de Guillermo Rosales en Cuba? Lo más probable es que ni supiéramos quién es.

La banalización de la censura

Alejandro Armengol

11 de marzo de 2013

 

No se trata de confundir la labor del escritor con la del político, pero ahora más que nunca es necesario que los intelectuales cubanos asuman el papel de críticos sociales

 

El gobierno cubano lleva años practicando una banalización de la censura, con actos y gestos tardíos: conciertos de rock y rap, una estatua de John Lennon, la aparición de obras prohibidas y la publicación de autores fallecidos en el exilio. El acto se conoce por lo repetitivo: acudir a los sepultureros de turno y comenzar a desempolvar libros censurados, canciones prohibidas y películas enterradas en bóvedas.

 

Divulgar en la isla la obra de un escritor censurado no deja de ser meritorio, por encima de la mediocridad del recordatorio oportunista. Pero hay que deslindar entre la ilusión de un pasado enterrado —una esperanza destruida brutalmente por la realidad de la detención temporal de cientos de ciudadanos, empeñados en divulgar la verdad y protestar pacíficamente, que se repite mes tras mes— y una actitud ante la vida que se limite a mirar hacia otro lado mientras se cometen injusticias.

 

Ahora más que nunca es necesario que los intelectuales cubanos asuman su papel. No se trata de confundir la labor del escritor con la del político, un peligro siempre presente en un país donde uno de sus mejores escritores fue a la vez el héroe independentista elevado a la santidad nacional.

 

Responder a esta urgencia hace indispensable plantearse varias preguntas que no tienen una respuesta fácil.

 

La primera es hasta qué punto el creador debe sacrificar la realización de su obra frente a una situación transitoria.

 

De nuevo el ejemplo de Martí puede resultar contraproducente. La famosa frase del arte a la hoguera no hay que seguirla al pie de la letra. De ser así Cuba sería un páramo cultural, porque siempre han existido razones para el fuego.

 

El grupo Orígenes, tan fructífero en martianos, no siguió las palabras del “Apóstol”: más bien hizo todo lo contrario durante toda la tiranía de Batista y en algunos casos y situaciones también tras el primero de enero de 1959: se alejó lo más posible de las llamas.

 

Otra cuestión es el peligro de la manipulación en cualquier sentido. El argumento, no pocas veces usado como justificación, de que los fines políticos de ambos bandos no dejan de ser eso: fines políticos, medios para alcanzar el poder.

 

A todo esto se añade que la cultura la hacen los miembros de una comunidad o un país, no un gobierno. Hay que diferenciar entre las acciones individuales y las de un Estado.

 

Apoyar a los mediadores culturales del régimen es otra forma de apoyar al régimen, pero rechazar en bloque a todos los creadores es menospreciar la cultura.

 

Aquí están presenten las dos principales reacciones ante los artistas e intelectuales procedentes de Cuba, manifestadas en Miami.

 

La primera es de franco rechazo, de oposición abierta, de desprecio y odio. La segunda es la búsqueda pasiva de un espacio abierto que permita el encuentro. Ambas han mostrado su ineficacia. Bajo los términos intercambiables de tolerancia e intolerancia no se ha logrado alcanzar la necesaria delimitación de linderos: el rechazo lleva a la pérdida de la confrontación, por la que a veces vale la pena pasar por alto las trampas del enemigo. Juntos pero no revueltos.

 

Queda también la urgencia de debatir una situación que no resulta fácil de comprender fuera de Cuba, y cuya capacidad de asimilación comienza a alejarse desde el día en que uno sale de la Isla: el ambiente de encierro, frustración y desesperanza en que viven quienes no abandonan el país.

 

Las respuestas para algunas de estas preguntas vienen forzadas por las mismas condiciones imperantes en Cuba en la actualidad. Resulta muy difícil, por no decir imposible, la creación de una obra sólida dando la espalda a la realidad nacional. Al menos para un escritor. Nadie puede librarse del acecho de “algún poema peligroso”. El intelectual cubano está obligado a tomar partido.

 

Que el intelectual cubno haya visto relegado su papel en los aspectos políticos no tiene necesariamente consecuencias negativas. Quizá todo lo contrario. Sobre todo a partir de reconocer que esa supuesta función de “intelectual orgánico” fue sumisión y acomodo en los mejores casos, simple desempeño de trabajo burocrático con disfraz de artista o escritor en otros, y desempeño represivo o labor de censor en muchos ejemplos.

 

Más allá de la función de conciencia crítica, inherente al acto de creación, la participación de los escritores y artistas en los medios de gobierno —aun limitada a los aspectos de orientación— no solo había resultado en muchas ocasiones errónea, sino incluso contraproducente y hasta peligrosa.

 

Resultaba entonces saludable pensar que lo mejor que hacían los escritores y artistas en Cuba era dedicarse sus libros, películas, composiciones musicales y de artes plásticas, y no “perder su tiempo” en otros asuntos, salvo por razones de subsistencia.

 

Pareció adecuado entonces mantenerse en la ribera. Cuba continuaba siendo una excepción, pero incluso en este caso se alzaban voces que intentaban propiciar un acercamiento en que el debate político —si no podía quedar completamente excluido— fuera al menos relegado a un segundo plano.

 

Las intenciones resultaron claras en pocas ocasiones y torcidas la mayoría de las veces, aunque la posibilidad del aislamiento intelectual no debe despreciarse simplemente con un rechazo, tampoco excluye el reproche. Si bien este aislamiento intelectual no invalida una obra, no necesariamente salva a un autor de un aspecto negativo al considerar su persona. Aunque el intelectual no debe sentirse obligado a opinar, sobre todo lo que pasó y ocurre, tampoco puede librarse de la maldición que arrastra todo creador: dar a conocer su punto de vista e incluso participar de alguna forma en la vida social y política.

 

No se trata de una característica universal. En Estados Unidos, muchos escritores optan por alejarse cada vez más del acontecer diario. No siempre ha sido así y tampoco es una actitud generalizada. Pero en Europa, y especialmente en España, esto no ocurre. Por tradición y cultura, los intelectuales cubanos siempre han estado más inclinados a la opinión —incluso a veces en exceso— que a la indiferencia.

 

Más allá de las tímidas reformas políticas y los cambios que sin duda experimenta la sociedad cubana, hay una constante de arrestos temporales, intimidaciones y presiones de todo tipo que no cesa. Ante ella es imposible la indiferencia, o esa forma mezquina de alejarse de la costa que es la justificación ante lo injustificable. La denuncia de la represión en la isla debe servir también para cuestionarse la farsa de borrón y cuenta nueva con que el régimen de La Habana viene intentando diluir la necesidad de una orientación moral y cívica del país. No se trata de dictar normas desde la comodidad del exilio. Es negarse a la complicidad del silencio. No importa que lo que se considera erróneo, inadecuado o injusto ocurra en La Habana, Madrid o Miami. Es la necesidad primordial de opinar, ante la que no es válido retroceder.

El discurso de Padura

Ernesto Hernández Busto

19 de febrero de 2013

 

En su discurso del pasado domingo, al recibir el Premio Nacional de Literatura en Cuba, Leonardo Padura ha invocado el espaldarazo de otro escritor de su generación, Abilio Estévez. Gesto curioso, porque Estévez hace una literatura muy diferente a la suya, y vive desde hace años en el exilio.

 

Sin embargo, hay también en ese mismo discurso algunos molestos asertos que creo conciernen más al deplorable estado actual de nuestra crítica literaria que a la discusión sobre ideología.

 

La cita de André Gide que invoca Abilio Estévez para elogiar a su amigo Padura no encaja demasiado bien en el contexto. Más allá del despropósito mismo de invocar un gran nombre de las letras francesas para aludir a nuestra decrépita República literaria, resulta equívoco usar ese pasaje para defender las virtudes de cierto voluntarismo literario, que Padura comparte con varios escritores de su generación. Gide nunca defendió Paludes como ilustración de la teoría del martillo y el yunque. Más bien, al contrario, al aludir a su trabajo en ella rompía lanzas por la rareza, la excentricidad como prueba de escritura. Un libro que no quería ser “interesante”. Un libro que sólo podía escribir él:

 

“Tiens, tu travailles ? -Je répondis : “J’écris Paludes.” – Qu’est-ce que c’est ? – Un livre. – Pour moi ? – Non. – Trop savant ? – Ennuyeux. – Pourquoi l’écrire alors ? – Sinon qui l’écrirait ?”

 

Hay una gran diferencia entre el elogio de la constancia en el trabajo literario y el elogio de lo excéntrico necesario en la escritura. No tengo nada personal contra Padura, pero como lector hace mucho tomé distancias con lo que escribe. Es más o menos correcto, pero de un registro limitado. Sus últimas incursiones voluntaristas en la novela histórica me parecen una búsqueda de “universalidad” desde un punto de vista demasiado local, como si se llevara el provincianismo en los ojos, y se usara ese “universo” para decir algunas cosas por vía interpuesta. Elogiadas también como libros políticamente valientes (el traslape entre el mundo colonial y el revolucionario en su novela sobre Heredia, La novela de mi vida, o la crítica del stalinismo que se desprende de El hombre que amaba a los perros, resultan fabricaciones premeditadas y sin el vuelo de las grandes novelas históricas. En realidad, lo que me molesta de sus libros es la consideración ramplona de la ficción, que es un tema que comparte con varios de sus compañeros de generación literaria, muchos devenidos (y no es un accidente) comisarios culturales.

 

No tengo nada personal contra Padura, y veo con simpatía su indudable triunfo en el mercado editorial europeo. Pero como lector uno tiene todo el derecho a pedir más a la literatura —y a un Premio Nacional sucesivamente demeritado por politiquerías de todo tipo. La simpatía de la carta de Abilio Estévez que cita Padura en su discurso no oculta el hecho, escandalosamente evidente, de que Abilio merece más ese premio que él. Y es un hermoso gesto de amistad esa exaltada carta de felicitación, pero no es, a mi juicio, un gesto de crítica literaria que pueda colocarse a la misma altura.

 

Hay un dejo incómodo de falsedad en todo ese discurso y una confusión de planos en esa carta: cierto elogio del stajanovismo (Padura como campeón del duro trabajo literario), cuando en realidad se trata de una obra que justamente no trabaja en lo literario, es decir, que no ha conseguido construir desde el estilo una visión del mundo, y en ese sentido la alusión a Paludes, tal vez la obra más singular del corpus de Gide, vuelve a resultar chocante. Gide fue durante toda su carrera un gran voluntarista, pero trabajó sobre la escritura a otros niveles. Y por mucho que un escritor como Padura “golpee el yunque” no producirá alquimias gideanas: su concepción de lo literario es otra, la de un realismo agostado que en sus peores momentos se convierte en provincianismo endémico. Mucha gente descubre en su novela sobre el asesino de Trotski lo que está mucho mejor escrito en toda la bibliografía de no ficción sobre el estalinismo; el efecto de “denuncia” o de “emoción literaria” pasa aquí por la trampa de darle a la novela encargos vicarios. Y en su literatura más o menos de barrio, con policías complejos y dramas insulares hay falta de originalidad, ausencia de reto, y una concepción del mundo extraída de la masticación apresurada de los códigos de la novela negra. Los diálogos y descripciones de Padura (voy a ahorrarme ejemplos) son muchas veces desmañados, torpes, simplones. Y en su dramaturgia novelesca hay demasiado cine negro y frases hechas. Un gran escritor debe aspirar a más, tiene que crear un mundo, no aplicar herramientas vicarias a ese mundo. Y ese “mundo” no es tanto una geografía, sino un estilo.

 

Una literatura se hace con muchos escritores, pero no hay que hacer pasar una cosa por otra. Es fácil tildar de cainitas a los críticos, poniendo el parche antes de que aparezcan en la escena, pero un buen lector sabe que la literatura, la gran literatura, corre por otros cauces, y además del martillo constante existen otras maneras de sacar sus mejores chispas.

 

Hay derecho a pedirle más a Padura y a su literatura —y eso no tiene que ver necesariamente con la envidia, como se deduce de la correspondencia entre Estévez y Padura. Las novelas de Padura son parte legítima de lo literario, pero hay todo el derecho a valorarla, sobre todo cuando se sube al podio de la escena nacional. Porque la literatura cubana ha sido siempre más que las sagas de “mariocondes”.

 

Ver la crítica negativa como puro cainismo es reducir lo literario a una lógica nacionalista-familiar —o a la del club deportivo—, para no pensar realmente en lo que se hace más allá del amiguismo. Da un poco de pena ajena, en serio, toda esa pompa de clan generacional, todas esas palmaditas en la espalda, pero supongo que es una forma fácil de consuelo para no amargarse el triunfo en ese camino definido como “pletórico de escollos” —una frase de Padura que realmente lo deja a uno pensando.

 

Luego está, en otro orden, pero que difícilmente pueda ignorarse, el asunto político. Este es el discurso de un “buena gente”, y no dudo que Padura lo sea; rezuma modestia y nostalgia, y eso siempre queda bien. Pero no deben usarse esas virtudes ni la faible socialidad del “cubaneo” para falsificar en perspectiva una trayectoria. Ese recuento de los 80, presentado un poco como a contracorriente, disfraza un poco el hecho de que Padura siempre ha sido un escritor “integrado” —sobre todo a partir de su “curso de castigo” en el periodismo oficialista. Resulta estimulante que el escritor libre defienda la no pertenencia a capillas, y tenga gestos más o menos valientes como sin duda los ha tenido Padura (compensados, eso sí, con otros de ceguera militante) pero no hay que olvidar que todo esto sale de la boca de un escritor que hasta cierto punto ha consagrado las dudosas virtudes del modelo UNEAC. Que Padura venga a estas alturas a hacer un ditirambo de la editorial UNION, por ejemplo, sólo porque saca todas sus novelas, resultará ofensivo para varias personas. Hay que ser más serio y tener un mínimo de perspectiva histórica: la editorial UNION, que en efecto, saca las novelas de Padura, también ha censurado a troche y moche.

 

En fin, que en la lectura de este discurso con que recibe el Premio Nacional de Literatura se hace evidente un Padura tironeado por la necesidad de confesarse libre y, al mismo tiempo, legitimar una trayectoria y un contexto que durante demasiadas décadas han representado todo lo opuesto de la libertad. Las contradicciones están a la vista, para cainitas, críticos y lectores, presentes y futuros.

Entrevista al escritor cubano Alberto Guerra Naranjo

Silvina Friera

18 de febrero de 2013

 

 “¿Por qué escribo? Creo que es por defensa propia”

 

Es autor de La soledad del tiempo, una novela que después de leerla deja latente la pregunta: qué es ser un escritor negro en Cuba hoy. “Es una necesidad de interpretar la realidad de las cosas sin caer en trampas ni en estereotipos”, señala.

 

Desde La Habana

 

El cubano melancólico camina sin urgencia. Las calles de esta ciudad donde nació son como las páginas de un libro que sabe de memoria. Las horas se ovillan en las nubes del atardecer, como si el cielo de La Habana estuviera lleno de antepasados dormidos. Alberto Guerra Naranjo, autor de La soledad del tiempo, pronto se definirá como un “simple escritor cubano”. Pero antes, en la sede de Casa de las Américas, junto a los integrantes del jurado de novela, derrochará ingenio, gracia, picardía. “¿Por qué escribo? ¿Por qué narro? Creo que es por defensa propia. Tengo un estereotipo que, por mucho que insisto, no da narrador. Da basquetbolista en retiro, boxeador en retiro, integrante de la Charanga Habanera; ¡a veces hasta me confunden con David Calzado! A las mujeres se les hace agua la boca cuando llego a una fiesta y no sé bailar. Por lo tanto, en el plano interno, narro para justificar mi existencia; es como decirles: ‘Existo, tengo otra cualidad por ahí guardadita y me hace falta mostrarla’.” Todos están muertos de risa. Si un cineasta hubiera estado presente, habría filmado la escena de una comedia que se desmadra. El poeta ecuatoriano Fernando Balseca se pone de pie y exclama: “¡Alberto, vas a Quito!”. De pronto, varios se pelean por invitar al cubano melancólico, al basquetbolista o boxeador en retiro, al hombre que se parece al líder de la Charanga, a distintas ferias de libros y festivales literarios. Guerra está en su salsa. Aunque no sepa bailar, se defiende.

 

El personaje Guerra, la figura de un escritor incómodo, no debe confundirse con las criaturas de La soledad del tiempo, tres escritores –M. G., J. L. y Sergio Navarro– que buscan su lugar en el mundo de la literatura cubana, después de la caída del Muro de Berlín y el colapso del campo socialista. Aunque el “mesías” Sergio Navarro, por momentos, parezca su alter ego. “Una buena novela no se hace solamente de hábitos y costumbres –dice Sergio Navarro–. Más que costumbrismo, más que caricatura, necesito alcanzar las esencias. Las historias que pienso escribir no serán nuevos bodrios para las letras nacionales. De tantas malas páginas y de tantos escritores ridículos el lector se cansa. Mi novela debe ser mi sangre y mi paz. Ah, Walter Benjamin, qué claro estabas, no es la forma ni el contenido lo que importa, es la sustancia, sólo la sustancia.” Cuando Alberto comenzó a escribir, lo hizo para tocar los asuntos que no sentía bien tocados o que no lo estaban en el panorama literario de la isla. “Recuerdo que pasaba horas analizando cuentos escritos por colegas y luego los comparaba con los clásicos para arribar a la conclusión de que algo faltaba en muchos. A veces era magia, fantasía, borrar el límite que distancia el mundo mágico del mundo físico, como diría Ernesto Sabato; otras era falta de hondura y riesgo. En fin, que me preocupé de cubrir zonas en donde pensé que podría ser novedoso, apuntalador de un cambio aunque fuera pequeño, aunque sólo lo notara yo mismo. Me veo veinte años atrás de madrugada, leyendo en mi balcón con un blog de notas al alcance de mi mano”, cuenta el narrador cubano en la entrevista con Página/12.

 

–“Escribir para mí es algo más que divertirme”, dice Sergio Navarro en La soledad del tiempo, una novela que después de leerla deja latente un puñado de preguntas: qué es ser un escritor negro en Cuba hoy y qué tipo de intervención implica ese “más” que divertirse.

 

–Infiero que nos has hecho la misma pregunta a los dos: por un lado al Sergio Navarro, personaje de La soledad del tiempo, y por otro a la persona Alberto Guerra Naranjo, autor de esa novela. Pudiera parecer que somos los mismos, pero no somos los mismos. Así que preferiría no responder por Sergio Navarro, sino hacerlo como autor. A Sergio habrá que preguntarle después (risas). Escribir ficciones para mí, además de divertirme y de agobiarme, es un acto de entera responsabilidad, sobre todo cuando noto que con mi escritura interactúo con otras personas, los lectores, quienes me advierten del grado de responsabilidad que representa escribir y publicar mis ficciones, cuando me hacen saber que me han leído y que les ha resultado interesante mi propuesta. Por otra parte, ser un escritor negro en Cuba hoy, a mi juicio, es un hecho doblemente responsable, una necesidad de interpretar la realidad de las cosas sin caer en trampas ni en estereotipos, un compromiso con aquella zona cultural de donde provengo y donde no suelen abundar los escritores negros, ni en Cuba ni en ninguna parte.

 

–Quizá lo más incómodo de la novela reside en colocar en un plano de igualdad absoluta a escritores que intentan ganarse un espacio dentro de la literatura cubana, con pobres diablos o buscavidas, ¿no? Es muy persistente la imagen de Sergio Navarro pedaleando y sudando, contra la corriente, por la ciudad.

 

–Ese Sergio Navarro en constante pedaleo por la ciudad, sudoroso y desafiante, somos todos o casi todos los cubanos, escritores o no, artistas o no, nacidos después de 1959, y con más de veinticinco o treinta años a partir de los años noventa. Al desbancarse el campo socialista, Cuba y los cubanos caímos en una crisis total, justo cuando mi generación literaria salía al ruedo; entonces los trámites que debimos hacer normalmente en guaguas o colectivos, tuvimos que hacerlos en bicicletas. Las comidas que debimos tener en nuestras mesas nunca estuvieron y los sueños coherentes de juventud tuvimos necesidad de forjarlos en condiciones muy difíciles, que son realmente las condiciones en las que mejor se conocen a los seres humanos. La soledad del tiempo como novela relata ese estado de ánimo a través de tres personajes que asumen diferentes determinaciones ante el mismo conflicto: Sergio Navarro prefiere dedicarse en cuerpo y alma a la literatura, debe ser por eso que lo ves pedaleando contra la corriente; J. L. apuesta por el bajo mundo moral, y M. G. elige el mercadeo y la trampa o sea, el mismo bajo mundo moral, pero con cuello blanco.

 

–“Diferenciarse, ésa es la palabra, los jóvenes en todos los tiempos tienen derecho a sentirse el ombligo del mundo, aunque sean su chancleta... Un escritor joven necesita acomodar la historia literaria a su manera”, se lee en La soledad del tiempo. ¿De qué querían diferenciarse Alberto Guerra Naranjo y la generación de “novísimos escritores cubanos”?

 

–En una secuencia de Memorias del subdesarrollo, la excelente película del cubano Tomás Gutiérrez Alea (Titón), en Casa de las Américas, un grupo de intelectuales debate acerca del problema fundamental de nuestra época; algunos dicen que el conflicto central era entre el campo socialista y el capitalista, y otros que entre el imperialismo y las antiguas colonias, pero ninguno excepto el director del film se detiene en el conflicto existencial del hombre contemporáneo. Creo que esa línea trazada por Titón la continuamos nosotros, más de veinte años después, como generación literaria. Los novísimos escritores cubanos, sin obviar aquellos temas catedráticos o académicos o globales, preferimos centrarnos en el hombre concreto y sus conflictos concretos, en la ciudad concreta. Por ahí creo que andaban nuestras diferencias.

 

–En distintas actividades como jurado del Premio Casa de las Américas leyó el capítulo “Un premio literario”, incluso a pedido del público. ¿Cómo explicar el impacto que genera esa parte de la novela en la que Sergio Navarro se entera de que es el ganador del concurso de cuentos? ¿Quizá sea cierta ingenuidad, la ilusión de que puede “salvarse” por un premio?

 

–¡Es que los humanos necesitamos siempre que nos premien! Aún no ha existido quien no necesite de algún elogio, íntimo o colectivo; interactuar generando resonancias es una de las mayores fuentes de motivaciones humanas. La responsabilidad del escritor de ficciones radica, en este caso, en realizar un performance que conecte a cada uno de esos seres humanos presentes en consonancia con los sentimientos de Sergio Navarro, justo en el momento de recibir un premio literario. Un premio literario que salva, ganarlo salva. El participó en el concurso para eso, para ganarlo. Ah, quizá no lo salvó como esperaba, pero como la eternidad es el instante, según San Juan de la Cruz, en el momento de recibir el premio se sintió el más nervioso, pequeño y mayor de todos los humanos, porque fue su momento. Todos alguna vez hemos tenido nuestro momento, aunque luego las aguas retomen su nivel. Así es la condición humana, un tránsito, un largo camino llamado peripecia donde vamos de la desgracia a la felicidad, de la pérdida y el fracaso a la alegría y a los premios. Y viceversa.

 

–Hay un dilema ético notable en La soledad del tiempo: el “chico malo” que critica la “mafia literaria” gana un premio. Y emerge la sospecha o certeza, según cómo se lo mire, de que los concursos pueden domesticar discursos críticos. ¿Cómo vivió este dilema cuando empezó a ganar concursos?

 

–Algo bueno que tienen las escrituras de ficciones es que los personajes no necesariamente tienen que coincidir con sus autores, y esa premisa permite que el autor se coloque y descoloque o se asuma en bocas opuestas y en criterios contradictorios. El chico malo critica a la mafia literaria y cuando pase el tiempo puede convertirse él mismo en algo más de lo que critica; he ahí el riesgo en que nos pone la vida cuando actuamos como jueces y partes. Para eso existen las literaturas, para advertir y advertirnos sobre esos posibles desajustes humanos. Escribir sobre asuntos así me permite anticiparme, corregir el tiro, apoyar a un joven que lo necesite, apoyar a un escritor olvidado y necesario, vivir en pleno cuestionamiento para que los premios y otras variantes favorables no me contaminen el alma y en esencia continúe siendo el mismo tipo que pienso que soy: un simple escritor cubano.

 

–Para ese “simple escritor cubano” no debió ser fácil, como jurado de novela del Premio Literario Casa de las Américas, ver que este año haya quedado desierto cuando se presentaron 172 manuscritos a concurso, ¿no?

 

–Declarar el premio desierto fue la decisión final del jurado, tal como aparece en acta, pero por mayoría, lo que indica que algunos miembros del jurado quisieron premiar alguna de las novelas finalistas. Creo que no violo ninguna cláusula ética si confieso que me encuentro en esa minoría que deseaba premiar a alguno de esos escritores. Pero las cosas no salieron así.

 

–Hay una escena muy bella en la novela cuando Sergio Navarro visita el café Madoka, que frecuentaba Juan Rulfo, y dice que “sólo se debe escribir lo que hace falta y hacer un buen silencio después”. ¿Coincide con este planteo?

 

–Coincido en esto con Sergio Navarro y con Juan Rulfo: “Sólo se debe escribir lo que hace falta”, o sea, vivir para la literatura como principio vital y no vivir de la literatura. Es triste en nuestros días ser testigos del declive de numerosos colegas que optan por la segunda variante y vemos cómo sus talentos se diluyen en una longaniza de novelas prescindibles. De ahí que prefiera demorarme de un proyecto a otro y que prefiera no repetir fórmulas ni comodines con tal de estar al día en las listas. Aunque respeto a quienes lo hacen, no soy de esos escritores, no soy de ese equipo. Juan Rulfo es el modelo de escritor preferido por Sergio Navarro y por mí. Y aunque es favorable vivir de lo que uno escribe, de eso, creo, no nos arrepentimos.

 

–Tal vez el personaje más desagradable sea Emilio Varona, “mentecato principal de las Letras Nacionales”, alguien que triunfa, como M. G., a costa de acumular traiciones. ¿Qué dudas, qué vacilaciones tuvo al escribir esta novela en la que pareciera que no queda “títere con cabeza” en torno de la construcción de la figura del escritor en Cuba?

 

–Imaginé que tendría algunos problemas. Estaba claro que a ciertos grupos o personas no les iba a gustar, pero ese tipo de riesgos estimulan lejos de ponerme nervioso. Al fin y al cabo sólo se trata de una novela, de escritura de ficción, de un mundo inventado, de una ciudad letrada que sólo existe en las páginas y que funciona de manera muy personal y distinta en la mente de cada lector. En mi país, como en tu país, como en cualquier país, existen los Emilios Varonas y también los Sergios Navarros. Mientras unos se disgustan, los otros te lo agradecen.

 

–Hay quienes lo ven como una especie de “cubano melancólico”, pero recientemente se ha puesto el énfasis en la “desfachatez” como característica de su personalidad...

 

–Ah, te refieres al escritor Juan Pablo Villalobos, quien en septiembre nos visitó con el objetivo de realizar un reportaje literario para Gatopardo, “La isla en letras: un viaje literario a La Habana”, donde en mi opinión se coloca como un Dios y mira a sus entrevistados con la vieja lupa de la negatividad. Nos ve muy feos, mal vividos, fracasados. Conmigo actúa como si me hubiera sacado de una mala novela del realismo sucio. En mi caso, no he hecho más que responderle con una carta para que no repita este tipo de acciones, que lo demeritan como persona y como escritor. Es bueno alcanzar fama y es bueno ser leído, pero existen máximas inviolables entre colegas, jamás se debe crecer matando a otros a como dé lugar. ¡Pobre gente! Hechos como estos provocan vergüenza ajena, dan lástima. De esto mismo trata La soledad del tiempo, ¡mira qué coincidencias! Por mi parte, sólo alerto al resto de mis colegas latinoamericanos: tengan cuidado con tipos así.

Conversatorio Tan cerca y tan lejos.

Leonardo Padura, Reynaldo González

y Senel Paz ‘debaten’ en la UNEAC

sobre los escritores cubanos en el exilio

No de nuestra parte

Andrés Reynaldo

 15 de febrero de 2012

 

¿Obedece el cisma cultural cubano a intolerancias de la Isla y del exilio? Así lo afirmó en la UNEAC un panel de escritores.

 

Hace unos días, la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), debatió en un panel con título de bolero, Tan cerca y tan lejos, la posibilidad de publicar en la Isla a creadores del exilio. Aunque escandalosamente tardío y bastante vago en sus términos, el gesto pudiera alentar en algunos la certeza de que Cuba vive un proceso de aceleradas reformas. Bajo la audaz conducción del general Raúl Castro, dirían esperanzados, la nación avanza triunfalmente de la era de Fidel a la era de Jruschov.

 

La iniciativa del panel la llevaron los escritores Senel Paz, Reynaldo González y Leonardo Padura, con una intrépida participación desde las gradas de Ambrosio Fornet, entre otros, quien advirtió que la lengua determina el 94 % de la identidad de una obra. (¿El 6 % restante será de sodio?)

 

La UNEAC es un organismo oficial controlado por la Seguridad del Estado. Lo mismo reúne firmas para saludar una ronda de fusilamientos que organiza eventos para conmemorar el aniversario de Palabras a los intelectuales, la energúmena comparecencia con que Fidel fusiló las libertades de expresión en 1961: “Dentro de la Revolución todo, contra la Revolución nada”. La Revolución, por supuesto, es él. Pistola sobre la mesa. No se trata de un quinquenio gris, sino de medio siglo de oscuridad. A la entrada de la UNEAC debía rezar el comentario del inmortal Virgilio Piñera en aquella infame cita: “Yo tengo mucho miedo”.

 

Nada más loable que abogar por el reencuentro de las dos orillas de la cultura cubana, dividida por la omnímoda voluntad del dictador. Solo que la tarea sobrepasa el marco de la UNEAC. Pertenece, por lógica, al Estado de Derecho. Extirpada la dictadura y restituidas las libertades, desaparece el problema. Por arte de magia. Cada cual escribe, pinta o canta lo que le viene en gana. Cada quien entra y sale de su patria sin necesitar la aprobación de las autoridades. Si los miembros de la UNEAC no pueden o no quieren expresarlo así, sus razones y/o sus miedos tendrán. Pero que no vengan con el repugnante eufemismo de que el cisma ha sido provocado por la intolerancia de parte y parte.

 

Esta tendencia a equiparar a los defensores a ultranza de las libertades con los defensores a ultranza de la dictadura es uno de los capítulos más execrables de la inteligencia oficial. De esta suerte, según ellos, irían de la mano de la culpa el ilustre buenazo de José Lezama Lima con el semianalfabeto canalla de Armando Hart, Reinaldo Arenas con Carlitos Martí, Yoani Sánchez con Lázaro Barredo y, en un caso de morboso y cuántico desdoblamiento espacio-temporal, el Miguel Barnet que fue vetado, humillado y aterrorizado, con el Miguel Barnet que hoy preside la UNEAC y sirve de papagayo en las delirantes presentaciones de Fidel.

 

González, Padura y Paz ejemplifican un género de intelectual cubano que paga su cuota de silencio y ambigüedad con tal de permanecer en el establishment sin llegar a disfrutar, dicho sea en su descargo, de un excesivo favor oficial. De visita en el extranjero, si alguien se interesa por saber de qué lado andan, se retuercen en evasivas convulsiones porque ellos, juran una y otra vez, no son políticos. A esta pícara neutralidad panglossiana, que no se atreven a observar en la Isla (en realidad tienen exhaustivas opiniones políticas sobre todo lo que sea castristamente correcto), agregan la desfachatez de acusar de fundamentalistas atascados en el discurso de la Calle Ocho a quienes levantan su voz desde el exilio, tal como la dictadura acusa de mercenarios a quienes la levantan en Cuba.

 

En un descocado paralelismo, Reynaldo González observa que él no pudiera publicar en Miami una opinión contraria al sentir de los exiliados. Basta una visita a cualquier librería en esta ciudad para encontrar en inglés y español desde la autohagiografía de Fidel transcrita por Ignacio Ramonet hasta la última novela de Padura que, a la UNEAC lo que es de la UNEAC, sí es un hombre de talento.

 

Los escritores seducidos por esta cruzada reconciliatoria, promete González, tendrían abiertas las páginas de su revista La Siempreviva (¡y vaya con los títulos!). Eso sí, debían guardar unas normas de respeto hacia “el sistema”. O sea, que Antonio José Ponte y Raúl Rivero pudieran volver a publicar en Cuba a condición de que se convirtieran, digamos, en Marilyn Bobes.

 

Es muy probable que la franca intención de este esfuerzo sea abrir caminos, romper barreras, arrancarle a la dictadura desde adentro un margen de legitimidad para la creación de la diáspora. Pero estas batallas hay que darlas sin doblez, de cara al toro. De lo contrario, a estas alturas, no pasan de ser unos macabros juegos florales, una performance de onanista transgresión adolescente. A las cosas por sus nombres. Cuba padece la más larga y recalcitrante dictadura en la historia de las Américas, en alianza con una anacrónica y esperpéntica internacional de demagogos, ladrones y terroristas. En ese tren que ruge hacia el abismo no hay asiento para la auténtica creación libre.

 

De cualquier modo, quizá ya la cultura cubana esté irremediable y felizmente dividida. Creo que debe quedar una muy clara memoria de esa trágica fractura. Recordar que hubo escritores y artistas que resistieron el adocenamiento, la mentira, la cobarde trivialidad y la militante complicidad. Algunos, como Piñera y Lezama, callaron con aleccionadora decencia. Otros, como Rivero, sufrieron el escarnio y la prisión. Esos son los héroes del espíritu que honraron su estética con su ética, mientras los otros se hacían las uñas en una desamueblada torre de marfil tambaleándose sobre un charco de estiércol. Lo demás son paneles.    

¿Cómo gestionar desde La Habana

la literatura del exilio?

Antonio José Ponte

17 de febrero de 2012

 

Final del formulario

Debate en la UNEAC sobre la literatura del exilio: hablan desde el centro del mundo.

 

Cuando leí el anuncio de que Reynaldo González, Leonardo Padura y Senel Paz iban a juntarse en un panel titulado “Tan cerca y tan lejos. Literatura cubana de autores residentes fuera del país”, supuse que esos tres escritores hablarían de libros, citarían nombres, ofrecerían (aunque fuese incompleto o inexacto) un panorama de cuanto publican los escritores exiliados. Sin embargo, las filmaciones del panel que he visto desmienten tal suposición. Antes que de literatura, el debate trata de políticas editoriales. Allí se habla, no de la literatura de autores residentes fuera del país, sino de la gestión de esa literatura desde La Habana. “¿Cómo gestionar la literatura del exilio?”, debió ser titulado.

 

González, Padura y Paz, ¿desde dónde hablan? Al parecer, ninguno de ellos figura en la mesa como escritor. Actúan, no como lectores de las obras de colegas lejanos (con toda la generosidad o rispidez que quepa en la lectura entre colegas), sino como posibles editores, censores o impresores de esas obras. Consideran los modos de acercar al lector en Cuba libros de exiliados, advierten lo complicado de la gestión: derechos de autor, billetes de avión, invitaciones… Forman, antes que una mesa de debate, una junta de importadores.

 

González, Padura y Paz son voceros de la política cultural, comisarios culturales. Aunque afirmar que defienden una ejecutoria oficial de más de medio siglo, sería difamarlos. Hablan institucionalmente, sí, pero en nombre de nuevas costumbres, de una política de acercamiento y no de exclusiones. Lo aclara desde el inicio Reynaldo González: “Dentro de Cuba se está viviendo realmente una búsqueda de cambios saludables para el país”. Y puntualiza: “El país implica a todos los cubanos, a la larga”.

 

Padura lo explica mejor: “Es inadmisible desde cualquier punto de vista considerar que la política o la filiación política de un escritor como un invalidante para su pertenencia nacional”. Allí donde González intenta ser esperanzador, Padura se muestra tajante. No admite justificación alguna para las exclusiones, y en un momento del diálogo alude a derechos que están por encima de la actual Constitución. (Senel Paz modera débilmente. Podría aventurarse que hay diferencias entre los de la mesa, aunque ninguno objete al otro, ninguno contradiga abiertamente. El debate arroja, más bien, unanimidades.)

 

“Todos los cubanos que escriban, dondequiera que escriban, con la tendencia política que escriban, son escritores cubanos”, sostiene Padura. La cultura cubana es una sola, se ha dicho desde las oficinas ministeriales. Sin embargo, la fórmula se vuelve problemática a la hora de gestionar esa cultura. Él lo reconoce: “El hecho de su difusión, de su recepción, es lo que ha complicado esta historia y la ha hecho mucho más polémica, mucho más problemática, mucho más dramática”.

 

Las dificultades de administrar una circulación tan esquiva hace que González y Padura recurran a viejos discursos. A viejos discursos falsos. Padura: “Nosotros hemos sido testigo, lamentablemente, de una ruptura política bastante fundamentalista de parte y parte con respecto a la literatura que se ha escrito en los últimos 50 años dentro y fuera de la Isla”. Y más adelante: “Lo más triste de esta historia es que ese fundamentalismo político muchas veces está tanto dentro como fuera de Cuba”.

 

González entra en la anécdota de algunos escritores exiliados a los que ha pedido textos para publicar y “se acogen a una actitud política del gobierno de Estados Unidos”. La de imponer condiciones políticas antes de publicar en Cuba. La de entablar “un discurso Calle Ocho cuando yo estoy hablándole de acercarse a su lector natural, y a un escenario natural más que político-económico”.

 

Padura y González entienden el tema que los convoca —el exilio literario— como si se tratara de una institución. Solo así resultan equiparables la intransigencia de una política oficial y la intransigencia de gente dispersa. Visto así, tiene que haber un Ministerio de Cultura del exilio enfrentado a un Ministerio de Cultura del país, implacables uno y otro. Y ha de existir en el exilio un Ministerio del Interior con tareas no muy distintas a las de su homólogo en la Isla.

 

Reynaldo González encarama a los exiliados de su anécdota en el cajón de bacalao de los mítines republicanos, y los arrima a Washington. Entiende determinadas exigencias de esos escritores como presunciones del gobierno estadounidense sobre la política de la Isla. Pero, ¿acaso el exiliado de una dictadura no tiene, por sí mismo y por descabelladas que éstas sean, reclamaciones pendientes? ¿O son forzosamente mercenarios en sus anhelos, del mismo modo que resultan mercenarios todos los opositores dentro de Cuba?

 

Entender desde la institución a los escritores exiliados conduce a sospecharles un ministerio o un gobierno extranjero detrás. (Una hipótesis tan paranoica es directamente proporcional a la ambición de administrar desde La Habana las escrituras del exilio.) Por ello González resuelve sus tropiezos con exiliados mediante las razones oficiales de La Habana para el embargo estadounidense: pura intromisión de Washington y de Miami. O Padura se acoge a la explicación más neutra del embargo: intransigencia de una y otra parte. Los dos hablan en el lenguaje de la Guerra Fría. En lo que queda de él.

 

Llegado el turno de preguntas, una joven pregunta por qué la Feria del Libro no invita a escritores del exilio. Pregunta para puros gestores, a tono con la mesa. Aunque, a juzgar por la reacción de los tres, se trata de una cuestión embarazosa. El moderador Paz murmura que habría que preguntar a los organizadores de la Feria. González suelta un discurso que ha sido comparado por su torpeza con el de Ricardo Alarcón frente al estudiante Eliécer Ávila, aunque es todavía peor: son los bandazos y perogrulladas del Fidel Castro decrépito encontrables en YouTube.

 

Transcribo a continuación sus palabras, sin ahorrar titubeos y errores de gramática:

 

“No tenemos, eh, yo no recibo gente, eh, algunos han venido, hay cubanos que están en el exterior y vienen. Yo no sé, ah, si-si tuviéramos uno que empezar a invitarlos. No es así, es otra cosa. Hay que mostrar un interés, porque yo-yo tampoco tengo un censo de quiénes son los escritores, además sé que hay muchos. Co-como en todas partes, aquí también hay muchos escritores. No todos sobresalen tanto como para conocerlos. Es muy difícil la tarea de que nosotros tomemos la iniciativa de invitarlos. Nosotros podemos recepcionarlos cuando tengan una-un interés en venir. Es que a veces se-se-se vira la tortilla creyendo, mira, ya sabemos el amor patriótico, ya sabemos el interés, porque la patria es ésta, vamos a ver, el-el-la cepa de la patria es ésta, si usted tiene un interés. Yo conozco de muchos cubanos que tienen interés, pero sé de muchos cubanos que puedan tener interés y no se hacen notar. Eso debe nacer del otro lado. Aquí hay una feria del libro que convoca. Ustedes han visto la cantidad de gente que hay, las editoras que hay, etc. Esas editoras han mostrado interés. Invitarlos, ¿qué significaría? ¿Decirles 'te voy a pagar el pasaje, la estancia'? Yo no entiendo bien. ¿Qué es invitar a aquellas personas que yo no sé que escriben, que no sé que son escritores ? Yo sé de gente que destaca, pero yo de gente que no está, que a lo mejor son buenísimos, quiero decir, que la calidad no es por el destacar. Porque hay gente que escribe toda la vida maravillosamente y no tiene renombre, no destaca, pero yo no puedo ir 'tin, marín de dos pingüé', que eso es muy cubano.”

 

En el centro del mundo

 

Tan objetable como el esquema de enfrentamiento país-exilio es la idea de lo patriótico sagrado que aparece en el fondo del debate. González anuncia, bíblica y vitícolamente que “la cepa de la patria es ésta”. Padura usa frases constitucionalistas: “Nosotros, en tanto sede y espacio de la nación cubana, espacio en el que vive la mayoría de los ciudadanos cubanos, no tenemos derecho a ese fundamentalismo que nos impida a nosotros, como cubanos, tener contacto con una cultura que se esté haciendo en otra parte del mundo, pero que es parte de la cultura cubana”.

 

Reynaldo González habla del cubano como lector natural para los escritores exiliados. ¿Acaso son la escritura y la literatura actos naturales? Puede que exista la mayor de las complicidades entre un escritor y sus lectores coterráneos, pero, tratándose de un sistema editorial como el cubano, en cualquier momento la censura política destroza tanta intimidad. Y se hace necesario entonces recurrir a otros lectores, por artificiales que parezcan.  (La búsqueda del lector natural puede conducir, en algunos casos, a la desnaturalización de la obra. Mi reseña del último libro de Padura intenta hacer ver cómo, con tal de que su novela se publicara dentro de Cuba, el autor prefiere desatender el punto central de la historia que cuenta.)

 

El debate celebrado en la UNEAC menciona apenas las relaciones entre lengua y literatura nacional, a propósito de los cubanos que escriben en inglés. Padura convida entonces a hablar a Ambrosio Fornet, que se encuentra entre el público y asegura conocer el tema. Fornet (a quien va dedicada esta edición de la Feria) lanza la estadística siguiente: “La identidad cultural de la obra está determinada en un 94 % por el idioma en que está escrita”.

 

Cepa de la patria, sede y espacio de la nación cubana, lectores naturales y porcientos de identidad: el debate sobre la literatura del exilio convoca a los guardianes de las esencias. Hablan desde el centro del mundo. Desde el centro de un mundo del cual puede uno alejarse, pero al que tiene que volver si de veras desea alcanzar cumplimiento. Curiosamente, nada se habla en la mesa de aquellos que, viviendo en Cuba, publican únicamente en el extranjero. Claro que eso implicaría aludir a la censura política... (Lástima, porque Ambrosio Fornet podía haber indicado qué porciento de exiliado hay en cada uno de esos escritores.)

 

Cuando Reynaldo González se quejaba de la respuesta politizada (“discurso Calle Ocho”) que recibiera a cambio de ofrecer a cierto autor del exilio una oportunidad de edición, se consideraba a sí mismo apostando por un “escenario cultural, más que político-económico”. En un momento del debate, él confiesa su disgusto por el cariz extremadamente politizado de las publicaciones periódicas cubanas de dentro y de fuera. Advierte que en la revista que dirige no se aceptan textos explícitamente políticos.

 

Pese a tantas cautelas, él y Leonardo Padura y Senel Paz no hacen más que hablar de economía y de política en el debate celebrado en la UNEAC. Nada hay, por supuesto, de reprochable en que lo hagan. Reprochable es que lo disimulen. Reprochable es lo anacrónico de esa política y de esa economía. Porque la primera no alcanza a desprenderse del nacionalismo más supersticioso, y la segunda no existe si no es controlada completamente por las autoridades.

 

Por último, no dudo de que algunos de los que aparecen en estas filmaciones leerán lo anterior como una prueba más del fundamentalismo del exilio, como un acto más de intransigencia y quién sabe si como avanzadilla de un ministerio o un gobierno a la sombra. De entenderlo así, no hacen más que llamar con esos nombres a un derecho poco practicado y muy poco permitido en Cuba: el de la crítica.

Despetalando la margarita

Heriberto Hernández Medina

19 de febrero de 2012

 

¿Necesitan los autores del exilio negociar con el régimen? Sobre el debate celebrado en la UNEAC.

 

He seguido con atención el tema de la “literatura cubana de autores residentes fuera del país”, que de un modo recurrente deja ver las orejas en cuanto medio toca el tema de Cuba. El más reciente capítulo de esta saga, propiciado por el video de un debate en la UNEAC sobre escritores cubanos en el exilio, ha sido comentado aquí por Andrés Reynaldo y Antonio José Ponte, desde puntos de vista que podría suscribir sin dudarlo. En los comentarios del artículo este último, alguien que lamentablemente protege su lucidez bajo un seudónimo, se limita a transcribir esta cita pronunciada en mayo de 1980 por Fidel Castro: “Los que no tienen el coraje, los que no quieren adaptarse al esfuerzo, al heroísmo de la revolución, que se vayan, no los queremos, no los necesitamos”.

 

Aunque la fractura, el cisma, podría fecharse veinte años antes, vale a manera de referencia. Dice el supremo: “no los queremos, no los necesitamos”, y los verbos “querer” y “necesitar” piden a gritos atención. Pero definamos los actores. ¿Tienen autoridad y libre albedrío suficiente los tres nombres que protagonizan el video para poner una mesa en algún lugar de la Isla y decir libremente lo que “quieren” y “necesitan”? ¿Pueden contradecir lo que ya alguien dijo en sus nombres hace cinco décadas y repitió con énfasis en la cita hace tres? Claro que pueden, pero lamentablemente no es el caso. No es su mesa. Es la mesa de la UNEAC. Aclarado esto, no vale la pena mencionar sus nombres.

 

Considerando los interlocutores reales (gobierno cubano/ autores residentes fuera del país), volvamos a las palabras, que como decía Samuel Beckett, “son todo lo que tenemos” para negociar. Dada la naturaleza del régimen cubano, es una verdad de Perogrullo abundar en lo molesto que pueden ser los escritores independientes y por tanto no hay que abrigar muchas ilusiones de que puedan “quererlos”. En cuanto a necesitarlos, el asunto es más complejo. ¿Se ha producido un cambio? ¿Algo es diferente en esta relación? Un “panel” con este tema era inimaginable hace unos años. Un país que “suda sangre” cada año para encontrar a quien darle el Premio Nacional de Literatura, también. Un país con un gran porcentaje de sus escritores exiliados, activos en los medios y haciendo una obra que las nuevas tecnologías no permiten negar o silenciar, tiene por fuerza que reconsiderar la “necesidad” de reconocerse en ellos. De ahí que despetalar la margarita impone otra pregunta y pierde todo su halo romántico, dando paso a otro asunto.

 

¿Precisan, “necesitan” los autores residentes fuera del país negociar con el régimen? Esa es la madre del cordero. Hemos asistido con asombro un largo proceso en que la intelectualidad cubana residente en la Isla (con las conocidas excepciones) ha dado muestras, primero aisladas y en años más recientes escandalosas, de lo que en psicología se conoce como “identificación con el agresor”. Impedidos de competir (por razones lógicas) o escapar (por razones respetables pero incomprensibles) se produce un proceso de identificación que apenas pueden apreciar y les permite sentarse en una mesa a hacer el ridículo de hablar por otros creyendo que lo hacen de motu proprio.

 

¿Nos “quieren”? No lo dudo. ¿Nos “necesitan”? Lo entiendo. De que nosotros los “queremos” hablan la miles de publicaciones que de sus obras hemos propiciado de una manera u otra y la cordialidad generosa con que los hemos recibido en nuestras casas dispersas por el mundo. Pero no tenemos “necesidad” de apresurarnos. Podemos esperar a que nos inviten a conversar sentados en “una mesa nuestra”. Podemos esperar a no tener que pedir permiso a otros para aceptar su invitación.

¿Cómo gestionar desde La Habana la literatura del exilio?

Acércate más

Rafael E. Saumell

20 de febrero de 2012

 

Final del formulario

Como exiliado, me encantaría presentar en La Cabaña mi libro “En Cuba todo el mundo canta”, guiar a los interesados a los fosos en los que se fusiló, a las antiguas celdas de castigo, a las galeras en las que estuve preso.

 

Mientras escuchaba a los tres panelistas del conversatorio “Tan cerca y tan lejos”, auspiciado por la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), recordé la famosa canción del güinero Osvaldo Farrés, fallecido en Nueva Jersey, que lleva el título de este trabajo. También me vino a la mente otra melodía suya, Quizás, quizás, quizás.

 

A esta hora todo el mundo sabe que el objeto de la reunión en la UNEAC consistió en hablar de los escritores cubanos exiliados, de la conveniencia de renunciar a toda forma de fundamentalismo, ya sea en la Plaza de la Revolución o en la Cafetería del restaurante Versailles. Igual me pareció entender que existe la necesidad de reconciliar los desagravios ocurridos en el gremio literario en los últimos cincuenta años.

 

Me parece que quizás, quizás, quizás es un buen comienzo para una tarea que requerirá de la participación no solo de los autores, sino también y en buena medida de los lectores, las instituciones educacionales, las empresas que fomentan la divulgación de libros y revistas, la prensa no especializada y de los monstruos que uno de los panelistas no quería meter en la sopa de letras cocinada o a lo mejor solamente servida en la UNEAC: la maldita circunstancia de la política nacional que controla toda la isla desde el lejano e interminable 1959.

 

Una joven a quien no identifico habló o más bien preguntó por qué no se invitaba a los exiliados a participar en la Feria del Libro de La Habana. Reynaldo González respondió que también se trataba del interés que deben mostrar los escritores afuerinos en formar parte de ese acontecimiento. Debo confesar que, luego de escucharlo, me pregunté: ¿Será que si yo demuestro el deseo de lanzar mi libro En Cuba todo el mundo canta (Madrid: Betania, 2008) ante los lectores naturales, el Ministerio de Cultura me dará un espacio para hacerlo?

 

Tiene razón Reynaldo, es imposible que una sola persona lleve un censo exhaustivo de los escritores cubanos y sus libros publicados en el extranjero donde radican. La respuesta a ese razonamiento legítimo, digo yo, sería la siguiente: ¿A quién hay que dirigirse para hacer una muestra variada de editoriales y autores exiliados interesados en comunicarse con los lectores de Cuba, frente a frente?

 

Yo sí que vendería mis libros en moneda CUC para ayudar a mis hermanos Robertico y María de los Ángeles con los ingresos obtenidos. Así podrían comprar lo que necesiten en las tiendas disponibles. No hay que preocuparse por derechos de autor ni gastos de viaje; trabajo y con mi sueldo me atrevo a asumir los costes. El alojamiento está garantizado, puedo quedarme en el apartamentico de Buenavista (Robertico) o en el de la Villa Panamericana (María).

 

Además, conozco demasiado bien la fortaleza San Carlos de la Cabaña. Allí estuve preso en la Zona 1 por el delito depropaganda enemiga”. Tendría la inmensa oportunidad de comprobar los cambios ocurridos en el lugar, de revisitar mi pasado carcelario, de pararme frente a las galeras donde antes conviví hacinado con otros compañeros, algunos fusilados, por cierto. Sería el sitio perfecto para acercarme a un espacio represivo que ahora, gracias a una política de rectificación, ha sido convertido en la sede de una importante actividad de la cultura nacional.

 

Imagino que, a los asistentes al lanzamiento, podré leerles los párrafos donde menciono a La Cabaña para luego llevarlos, literalmente de las manos, a los fosos, a las antiguas celdas de castigo, a las galeras, a la enfermería donde me salvaron la vida, al techo donde nos sacaban a tomar sol una vez a la semana y por dos horas. Todo eso estoy dispuesto a hacer con tal de acercarme a mis hermanos, a mis colegas de profesión, a los antiguos conocidos y a quienes podré tratar por primera vez.

 

Además, me encantaría regalarle una copia dedicada del libro al ministro Abel Prieto, aficionado como yo a los chistes, a quien empecé a tratar en la época en que había regresado de Isla de Pinos, donde hizo su servicio social. Ambos escuchábamos entonces las grabaciones de Guillermo Álvarez Guedes en mi casa de Marianao, tan cerca de la suya y de la de su hermana Iliana, ex compañera de trabajo en la programación infantil de la TV cubana.

 

Por otro lado, siempre basado en las declaraciones que escuché en el video, propondría que una manera de ponernos al día todos acerca de nuestros trabajos, o sea para resolver el tema del censo, consistiría en que los colegas residentes en la isla pudieran publicar, si lo desearan, en las revistas del exilio, y que la misma oportunidad se concediera a gentes como yo y así tener acceso, solamente basado en términos estrictamente literarios, como diría el fallecido Lisandro Otero, a las publicaciones impresas y digitales del país, digamos desde Granma hasta La Jiribilla.

 

En pocas palabras, que los “interesados” (palabras de Reynaldo) lleguen a los lectores a través de cualquier publicación o medio masivo de difusión controlado por el Estado o sus agencias oficiales y oficiosas. Así, abiertamente, que predominen, de forma exclusiva, en la recepción de colaboraciones y en las decisiones editoriales, los criterios universales de calidad de la escritura, apego a las normas de formato del lugar, responsabilidad por el uso riguroso de los datos y las fuentes utilizadas y por las opiniones vertidas sobre personas y personajes, reales o ficticios.

Finalmente, sugeriría que en cada hogar, escuela, oficina, hotel, cibercafé, etc., los lectores cubanos tuvieran libre acceso a la red mundial de información.

 

¿Es mucho pedir? ¿Es éste un discurso fundamentalista, de calle 8, con una taza de colaíto en la mano? Me gustaría incluso responder a cualquier objeción o inquietud que pudieran generar estas líneas en cualquier espacio nacional o extranjero, institucional y privado. Me da igual.

 

Desde Texas, siempre en Texas, febrero de 2012.

El debate intelectual

Roberto Madrigal

 21 de febrero de 2012

 

El reciente monólogo a tres voces perpetrado durante la 21 Feria Internacional del Libro, por los corifeos Leonardo Padura, Reinaldo González y Senel Paz, melodramática y escamoteadoramente titulado “Tan cerca y tan lejos. Literatura cubana de autores residentes fuera del país”, no sólo ha suscitado numerosas y merecidas respuestas, sino que ha puesto en la palestra, una vez más, el tema de la posibilidad de un debate intelectual entre las mal llamadas “dos orillas” de la cultura cubana.

 

Hay dos dificultades fundamentales que habría que vencer primero para que el debate tuviera sentido. La primera de ellas es que en Cuba, a no ser los disidentes, no hay intelectuales en la definición amplia del término. Stefan Collini ha hecho una de las definiciones más universalmente aceptadas del concepto de intelectual. En primer lugar está el hecho subjetivo: un intelectual es aquel que lee mucho, le interesan las ideas y se dedica a “la vida del pensamiento”. Es a lo que la mayoría de la gente se refiere cuando hablan de un tipo intelectual. El segundo aspecto es el hecho sociológico, que describe a cualquier persona con un título universitario. Es lo que define el diccionario, las personas que se dedican profesionalmente al estudio o a actividades que requieren un empleo prioritario de la inteligencia. Hasta aquí, muchos cumplen con la definición. Pero el tercer aspecto, que es el más importante para los asuntos que nos interesan, es el papel cultural. Dice Collini que un intelectual es alguien que primero obtiene un nivel de logro creativo, analítico o académico y que a partir de ahí usa los medios de difusión para comprometerse con las preocupaciones de un público más amplio, convirtiéndose en una voz reconocida. Es quien se involucra en la discusión pública de los asuntos de política pública. Este aspecto de la definición no la cumple ningún escritor o artista oficial, porque como bien señala en un artículo reciente Antonio José Ponte en Diario de Cuba, “hablan… desde el centro de un mundo del cual uno puede alejarse, pero al que tiene que volver si de veras desea alcanzar cumplimiento”. O sea, hablan desde la institución, a la cual representan.

 

Qué discusión se puede llevar a cabo, con honestidad en una mesa en la cual de una parte participen Haroldo Dilla, Emilio Ichikawa, Ernesto Hernández Busto, Alejandro Armengol, Rafael Rojas, Arturo López-Levy, Iván de la Nuez y el propio Ponte, así como Yoani Sánchez, Dagoberto Valdés y Orlando Luis Pardo Lazo, y de la otra se encuentren Padura, Paz, Miguel Barnet y Reinaldo González. Los primeros no representan más que sus propias opiniones y difieren bastante entre ellos mismos, mientras que los últimos aceptan vender una posición institucional y esa no es otra que la institución del estado, regulado por un partido único con directivas muy precisas.

 

El segundo problema fundamental es la falta de espacio público. En Cuba “la calle es de los revolucionarios”, o sea, los espacios públicos y posibles foros de discusión están controlados por el gobierno y sus instituciones. ¿Por qué hay que esperar a que la UNEAC o el Ministerio de Cultura convoquen a un coloquio? Esa falta de espacio público es la que impide que Yoani, o si quiere el mismísimo Padura por su cuenta, alquilen un local y organicen un evento de discusión de cuestiones de interés político o cultural sin tener que pedirle permiso al gobierno, como sucede en cualquier sociedad democrática. Que una organización no gubernamental patrocine un coloquio en el cual se intercambien ideas libremente, sin que ningún ministro o ningún gendarme cultural tenga que estar presente en las mesas de debate. Que participe como parte del público si lo desea.

 

Desde esta orilla las puertas siempre están abiertas. El espectro de las opiniones es bastante amplio y estas no están apoyadas por una maquinaria represiva. El verdadero debate no radica en que exista un intercambio cultural más igualitario, sino en que las ideas fluyan libremente de un lado a otro. No creo que estos dos grandes escollos sean salvados en un futuro cercano. No son los únicos. Como bien señala Ichikawa, “cuando las autoridades cubanas lanzaron la ‘batalla de las ideas’ dieron el primer paso dentro de la misma, manipulando el nombre del proceso” y es cierto que el debate no es necesariamente el mejor ejercicio para producir obras intelectualmente valiosas, pero de alguna forma hay que responder, aunque sea con el silencio porque como dijo Abraham Heschel, lo opuesto al bien no es el mal, sino la indiferencia.

Los profesionales del odio

Leonardo Padura

2 de marzo de 2012


Ya se sabe que las épocas turbulentas generan pasiones que suelen ser turbulentas. En medio de esas alteraciones, disputas y luchas por la preeminencia individual o la subsistencia de un estatus, la posible focalización del interés público en una determinada coyuntura social o política tiende a propiciar que afloren, con mayor intensidad de lo habitual, las miserias humanas.

 

Una de las más comunes manifestaciones de esas actitudes es la búsqueda de protagonismo y hasta de soñadas dosis de poder y, con ellas, que los individuos traten de colocarse lo más cerca posible de ese reflector alimentado por la energía de la turbulencia, pretendiendo adquirir una corporeidad con la cual jamás habrían podido soñar en épocas y sociedades normales. O, cuando menos, que tales personajes se aprovechan de las circunstancias que, en la atmósfera turbia del temporal, les permiten detentar una cercanía a la luz que en otras condiciones jamás tendrían, una posición desde la cual se erigen fiscales, aunque solo sea para crear sombras sobre quienes tienen mayor posibilidad de brillar.

 

Una de las estrategias más lamentables y socialmente más miserables que suelen practicar esos personajes es la de azuzar el odio desde una supuesta o pretendida pureza propia; la de reclamarle a los otros lo que el reclamante, en igual posición o disyuntiva, jamás se habría atrevido a poner en práctica. Por lo demás, no importa que la denigración sea falsa, injusta, traída por los pelos: lo importante es que la acusación salga al ruedo y circule, generando cuando menos sospecha sobre el denigrado y, de paso –algo muy ansiado- resalte la supuesta integridad del denigrante.

 

De las artes mezquinas y otras historias

 

Los cubanos sabemos mucho de estas artes mezquinas. Una de nuestras historias de odio y envidia más ejemplares ocurrió cuando apenas comenzábamos a ser cubanos. Su clímax se produjo entre los meses finales de 1836 y los primeros días de 1837 (lo cual, para una nación tan joven, constituye muestra de una larga práctica histórica), cuando el poeta romántico José María Heredia, desterrado en México por sus ideas independentistas, pidió un permiso a las autoridades coloniales para realizar la que sería su última visita a Cuba, deseoso de ver a su madre antes de morir.

 

Fue entonces cuando el gran mecenas pero mediocre poeta Domingo del Monte, con quien Heredia había compartido una cercana amistad en los días de la juventud, luego de un fugaz encuentro, se negó a entrevistarse con el bardo llegado del exilio.

 

En una carta enviada a otro de los poetas menores de aquel tiempo, Del Monte exponía las razones de su distanciamiento respecto a Heredia, y con toda intención las revestía de consideraciones de carácter político: nunca, expresaba el muy acaudalado Del Monte, Heredia debió haberse rebajado a pedir una autorización al gobierno colonial para visitar a Cuba. “...Vino a La Habana [decía en aquella misiva] solicitando antes permiso [...] por medio de una carta […] que no me gustó ni ha gustado a ninguna persona de delicadeza; [Con tal acto de sumisión, Heredia] Perdió un prestigio inmenso poético-patriótico, tanto que la juventud esquivaba el verle y tratarle. Él, sin embargo, dice y cree que no ha cometido ninguna acción villana que lo rebaje, y extraña que se lo juzgue con tanta severidad.”

 

Como muchas veces suele ocurrir, el en apariencia vertical Domingo del Monte sería el mismo que unos pocos años después de haber escrito estas cartas, temeroso ante el rumbo tomado por los acontecimientos en Cuba, se vería envuelto en la denuncia de la existencia de un complot inglés para promover la independencia. Según algunos historiadores, su delación (que parece no haber sido la primera) dio lugar a la llamada Conspiración de la Escalera, que costó la vida a cientos de negros cubanos, presuntos confabulados, cruelmente reprimidos.

 

Devaneos y oportunismos políticos

 

Mientras la isla se removía con ejecuciones y encarcelamientos, Del Monte huyó a Europa, a pesar de que nunca fue formalmente acusado como conspirador y de que, en varias ocasiones, se manifestó públicamente contrario a cualquier intento independentista. En Europa vivió como un príncipe, hasta el fin de sus días.

 

En realidad, detrás de aquellas palabras y actitudes de Del Monte se escondían dos poderosas y muy mezquinas razones: la primera, la más peligrosa, era que precisamente Heredia conocía de los pasados devaneos y oportunismos políticos del ahora gran mecenas de la literatura cubana, una historia que provenía de los días lejanos en que Heredia se había enrolado en una conspiración independentista y Del Monte -descubierto aquel complot, ese sí real- se había esfumado del mundo civilizado para ir a esperar el paso de la tormenta en un pueblo todavía hoy remoto, en el casi despoblado confín occidental de la isla.

 

La razón de su actitud de 1836, obviamente, implicaba una estrategia de ocultamiento de pecados propios a través de la exhibición lacerante de posibles deslices ajenos, criticados con acritud en misivas y charlas que, él bien lo sabía, trascenderían al espacio público.  

 

La segunda razón es que José María Heredia era considerado por entonces la más importante voz lírica de Cuba, una de las más notables de América y del ámbito de la lengua española, mientras del Monte solo había llegado a ser un pergeñador de versos mediocres. Esta otra motivación, en aquella época y todavía hoy, se llama envidia y se manifiesta a través del odio y sus múltiples explosiones encaminadas a escamotear la grandeza a la que resulta imposible aspirar por méritos propios: un sentimiento que germina silvestre en los mundillos culturales. Y con especial fertilidad en los cubanos, donde resulta más fácil hallar vituperios que elogios. Dentro y fuera de la isla.

 

Si me detengo en una historia lejana en el tiempo, propia de unas circunstancias ya inexistentes en sus detalles, es porque su contenido humano tiene no solo un carácter ejemplar, sino, sobre todo, permanente. Más aun: espantosamente actual.

 

La estrategia de atacar “al otro” para, con esa cortina de humo, ocultar biografías bochornosas, miedos vividos, valentías nunca mostradas, participaciones que luego resultan molestas dentro de la nueva biografía re-creada, ha sido una práctica a la que han acudido personajillos de las más diversas filiaciones políticas y cataduras morales.

 

El recurso de esgrimir purezas ideológicas, supurar odios viscerales como si se tratase de urgentes actos de justicia, y vomitar toneladas de envidia por el éxito del otro, por la actitud más limpia, por la consecuencia y el valor del riesgo y el sostenimiento de la verdad (siempre del otro), forman parte de una realidad con demasiados representantes dentro y fuera de la isla, profesionales del odio y el ataque artero, al estilo delmontino. Personajes hoy muy abundantes, especializados en el ataque, la difamación y la creación de rumores.  

 

El tiempo de la plaga

 

La “democratización” que ha favorecido la Internet, con los sitios webs y los blogs, han propiciado el florecimiento de una plaga de estos individuos. Cierto es que estos medios, en efecto más democráticos por su accesibilidad (acceso más que complicado y nada democrático dentro de la isla), han propiciado una vía de expresión a personas honestas y valientes que, incluso, en ocasiones han puesto muchas cosas en riesgo por expresar sus opiniones.

 

Pero también es innegable la abundancia de oportunistas de toda laya que, gozando de disímiles protecciones (incluso de grupos de poder), o escondiendo la propia identidad tras seudónimos, se dedican a la denigración de quienes, con su trabajo y obra se les oponen, molestan o ponen en evidencia. O simplemente a aquellos a los que envidian y, peor aun, odian, por razones similares a las que movieron, en su momento, a Domingo del Monte. Esos Del Monte de hoy saben ellos mismos quiénes son y por qué actúan como actúan.

 

Por eso, creo que no debe resultar extraño que en su célebre “Himno del desterrado”, poema que por sí solo bastaría para inmortalizar a su autor, José María Heredia haya debido exclamar, pensando en el destino de su patria y, seguramente, en las actitudes de algunos de sus compatriotas –de ayer y hasta de hoy, lejanos y cercanos:


¡Dulce Cuba! ¡en tu seno se miran
En su grado más alto y profundo,
La belleza del físico mundo,
Los horrores del mundo moral!

Carta abierta a Leonardo Padura

Andrés Reynaldo

3 de marzo de 2012

Final del formulario

 

 

 

 

Estimado Padura:

 

Ha circulado recientemente una nota tuya titulada Los profesionales del odio. Considerando que eres miembro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), un organismo estrictamente controlado por la Seguridad del Estado, que suele apoyar a la dictadura lo mismo para un fusilamiento que para elevar el perfil literario de las energúmenas reflexiones de Fidel Castro, podía pensarse que se trata de una autocrítica.

 

Pero no. La nota concierne aparentemente a quienes desde el exilio hemos comentado tu participación en un panel que conjeturaba la posibilidad de que los escritores de afuera publicaran adentro, siempre que se guardara el debido respeto hacia “el sistema”. Digo “aparentemente” porque en tu nota eludes de manera tan soberana como torpe el tema de la discusión. (Es necesaria una coletilla de editor para situar el contexto.) O sea, que tu nota no contiene un punto de vista sino un punto suspensivo.

 

Puesto que no me gusta hablar a nombre de nadie, voy a lo que me toca, en singular. Estableces una metatránquica parábola entre José María Heredia y Domingo del Monte. Como todos sabemos, Heredia, un gran poeta, fue atacado por haber solicitado permiso a las autoridades coloniales españolas para visitar a su madre enferma en la Isla. Del Monte, un poeta mediocre, fue uno de sus críticos. La Historia ha situado a Heredia en el múltiple panteón de la Patria y la Poesía. Sobre Del Monte todavía recae (según tú y algunos historiadores) la sospecha de haber cometido horrendas delaciones que costaron no pocas vidas, así como crueles represiones.

 

En esa alambicada construcción te adjudicas el papel de Heredia y supongo que a mí (o a otro, o a todos tus críticos) tocan los ropajes del infame Del Monte. Tengo por disciplina ignorar los mensajes sesgados, crípticos e intimidatorios. Yo hablo y escribo con nombres y apellidos. En mi ya larga y fatigosa carrera periodística, he sido acusado de agente de la Seguridad del Estado por la extrema derecha y de agente de la CIA por la extrema izquierda. Pero voy a prestarte atención, en aras del reencuentro nacional. Te pido, a cambio, que me hables claro.

 

Te emplazo a que me digas cómo es que me sirve el sayo de Del Monte, en caso de que haya sido conmigo la pulla parabólica, a fin de despejar esta triple duda: 1) sabes algo de mí que crees que yo no quiero que se sepa, lo cual es una modalidad del chantaje; 2) no sabes nada de mí pero quieres callarme la boca, lo cual es una modalidad de la censura; 3) estás lanzando una cortina de humo sobre la discusión que nos trae hasta aquí, lo cual es una modalidad de la impotencia.

 

Dadas tus circunstancias (al fin y al cabo vives a merced de un dictador que no tiene mucha tabla para estos regodeos literarios) las tres variantes son políticamente prudentes, aunque ética e intelectualmente reprobables.

 

De todos modos, debes tener en cuenta la fragilidad de tu parábola. Aunque yo, o cualquier otro, o todos los que comentamos desde esta orilla sobre el panel de la UNEAC, seamos el mismísimo Del Monte, eso no te convierte en Heredia. Más bien empantana la discusión en la retórica ambigua, escurridiza, bonchista y paranoica del más rancio pensamiento totalitario. Pasamos del debate sobre Cuba a las páginas de Cubadebate.

 

Los otros comentarios escolares sobre la envidia y los intentos de escamotear la grandeza (¿estarás hablando de la tuya, no?) me tienen sin cuidado. Te juro que tú no figuras en la lista de los escritores que envidio. Dicho sea de paso, creo que si leyeras a los escritores que envidio acabarías por escribir un poco mejor. Aun así, reconozco que has hecho una obra de notable mérito en el ámbito de la literatura antillana y que eres (para decirlo con tu imaginería decimonónica) el Príncipe de las Letras Oficiales.

 

Ahora, una reconciliadora exhortación. ¿Por qué no debatimos sobre los problemas del escritor en Cuba? ¿Por qué no hablamos sobre los conflictos de conciencia del escritor trabado en la maquinaria de una execrable dictadura? ¿Puedes hablar de esos temas? ¿Tienes alguna parábola para explicar cómo te las arreglas cuando se muere un preso político en una huelga de hambre? ¿Vas y te quejas en la UNEAC cuando las Brigadas de Respuesta Rápida le caen a patadas a las Damas de Blanco? ¿Cómo te sientes publicando en un país donde a los periodistas independientes se les envía de cabeza a la cárcel o, si tienen suerte, les parten la cabeza a cabillazos?

 

De eso se trata la discusión, amigo Padura. No puede existir, como tú propones, “un acercamiento necesario entre todos los escritores cubanos, por encima de las coyunturas políticas”, porque la coyuntura política de la dictadura es insalvable, a menos que uno pierda la memoria y la vergüenza. Si tú puedes escribir sin estas valiosas herramientas, es tu problema. Como diría Ambrosio Fornet con esdrújulo énfasis (¿puedes creer que le han dado el Premio Nacional de Literatura?): tu intrínseca y autárquica dinámica engarzada en el flujo fenomenológico de tu actualidad.

 

Yo no estoy dictándote una moral. Simplemente acuso recibo de la mía, con el consabido margen de error. Es la práctica habitual del hombre libre. Has tomado como una deleznable presunción de alzarme en juez el cotidiano ejercicio de mi derecho a ser parte. De ahí a ser un profesional del odio hay una larga y envilecida distancia. La puedes medir, minuto a minuto, palmo a palmo, con solo poner la radio, con solo leer un periódico, con solo abrir la ventana, en la triste isla que habitas.

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José Martí: El que se conforma con una situación de villanía, es su cómplice”.

Mi Bandera 

Al volver de distante ribera,

con el alma enlutada y sombría,

afanoso busqué mi bandera

¡y otra he visto además de la mía!

 

¿Dónde está mi bandera cubana,

la bandera más bella que existe?

¡Desde el buque la vi esta mañana,

y no he visto una cosa más triste..!

 

Con la fe de las almas ausentes,

hoy sostengo con honda energía,

que no deben flotar dos banderas

donde basta con una: ¡La mía!

 

En los campos que hoy son un osario

vio a los bravos batiéndose juntos,

y ella ha sido el honroso sudario

de los pobres guerreros difuntos.

 

Orgullosa lució en la pelea,

sin pueril y romántico alarde;

¡al cubano que en ella no crea

se le debe azotar por cobarde!

 

En el fondo de obscuras prisiones

no escuchó ni la queja más leve,

y sus huellas en otras regiones

son letreros de luz en la nieve...

 

¿No la veis? Mi bandera es aquella

que no ha sido jamás mercenaria,

y en la cual resplandece una estrella,

con más luz cuando más solitaria.

 

Del destierro en el alma la traje

entre tantos recuerdos dispersos,

y he sabido rendirle homenaje

al hacerla flotar en mis versos.

 

Aunque lánguida y triste tremola,

mi ambición es que el sol, con su lumbre,

la ilumine a ella sola, ¡a ella sola!

en el llano, en el mar y en la cumbre.

 

Si desecha en menudos pedazos

llega a ser mi bandera algún día...

¡nuestros muertos alzando los brazos

la sabrán defender todavía!...

 

Bonifacio Byrne (1861-1936)

Poeta cubano, nacido y fallecido en la ciudad de Matanzas, provincia de igual nombre, autor de Mi Bandera

José Martí Pérez:

Con todos, y para el bien de todos

José Martí en Tampa
José Martí en Tampa

Es criminal quien sonríe al crimen; quien lo ve y no lo ataca; quien se sienta a la mesa de los que se codean con él o le sacan el sombrero interesado; quienes reciben de él el permiso de vivir.

Escudo de Cuba

Cuando salí de Cuba

Luis Aguilé


Nunca podré morirme,
mi corazón no lo tengo aquí.
Alguien me está esperando,
me está aguardando que vuelva aquí.

Cuando salí de Cuba,
dejé mi vida dejé mi amor.
Cuando salí de Cuba,
dejé enterrado mi corazón.

Late y sigue latiendo
porque la tierra vida le da,
pero llegará un día
en que mi mano te alcanzará.

Cuando salí de Cuba,
dejé mi vida dejé mi amor.
Cuando salí de Cuba,
dejé enterrado mi corazón.

Una triste tormenta
te está azotando sin descansar
pero el sol de tus hijos
pronto la calma te hará alcanzar.

Cuando salí de Cuba,
dejé mi vida dejé mi amor.
Cuando salí de Cuba,
dejé enterrado mi corazón.

La sociedad cerrada que impuso el castrismo se resquebraja ante continuas innovaciones de las comunicaciones digitales, que permiten a activistas cubanos socializar la información a escala local e internacional.


 

Por si acaso no regreso

Celia Cruz


Por si acaso no regreso,

yo me llevo tu bandera;

lamentando que mis ojos,

liberada no te vieran.

 

Porque tuve que marcharme,

todos pueden comprender;

Yo pensé que en cualquer momento

a tu suelo iba a volver.

 

Pero el tiempo va pasando,

y tu sol sigue llorando.

Las cadenas siguen atando,

pero yo sigo esperando,

y al cielo rezando.

 

Y siempre me sentí dichosa,

de haber nacido entre tus brazos.

Y anunque ya no esté,

de mi corazón te dejo un pedazo-

por si acaso,

por si acaso no regreso.

 

Pronto llegará el momento

que se borre el sufrimiento;

guardaremos los rencores - Dios mío,

y compartiremos todos,

un mismo sentimiento.

 

Aunque el tiempo haya pasado,

con orgullo y dignidad,

tu nombre lo he llevado;

a todo mundo entero,

le he contado tu verdad.

 

Pero, tierra ya no sufras,

corazón no te quebrantes;

no hay mal que dure cien años,

ni mi cuerpo que aguante.

 

Y nunca quize abandonarte,

te llevaba en cada paso;

y quedará mi amor,

para siempre como flor de un regazo -

por si acaso,

por si acaso no regreso.

 

Si acaso no regreso,

me matará el dolor;

Y si no vuelvo a mi tierra,

me muero de dolor.

 

Si acaso no regreso

me matará el dolor;

A esa tierra yo la adoro,

con todo el corazón.

 

Si acaso no regreso,

me matará el dolor;

Tierra mía, tierra linda,

te quiero con amor.

 

Si acaso no regreso

me matará el dolor;

Tanto tiempo sin verla,

me duele el corazón.

 

Si acaso no regreso,

cuando me muera,

que en mi tumba pongan mi bandera.

 

Si acaso no regreso,

y que me entierren con la música,

de mi tierra querida.

 

Si acaso no regreso,

si no regreso recuerden,

que la quise con mi vida.

 

Si acaso no regreso,

ay, me muero de dolor;

me estoy muriendo ya.

 

Me matará el dolor;

me matará el dolor.

Me matará el dolor.

 

Ay, ya me está matando ese dolor,

me matará el dolor.

Siempre te quise y te querré;

me matará el dolor.

Me matará el dolor, me matará el dolor.

me matará el dolor.

 

Si no regreso a esa tierra,

me duele el corazón

De las entrañas desgarradas levantemos un amor inextinguible por la patria sin la que ningún hombre vive feliz, ni el bueno, ni el malo. Allí está, de allí nos llama, se la oye gemir, nos la violan y nos la befan y nos la gangrenan a nuestro ojos, nos corrompen y nos despedazan a la madre de nuestro corazón! ¡Pues alcémonos de una vez, de una arremetida última de los corazones, alcémonos de manera que no corra peligro la libertad en el triunfo, por el desorden o por la torpeza o por la impaciencia en prepararla; alcémonos, para la república verdadera, los que por nuestra pasión por el derecho y por nuestro hábito del trabajo sabremos mantenerla; alcémonos para darle tumba a los héroes cuyo espíritu vaga por el mundo avergonzado y solitario; alcémonos para que algún día tengan tumba nuestros hijos! Y pongamos alrededor de la estrella, en la bandera nueva, esta fórmula del amor triunfante: “Con todos, y para el bien de todos”.

Como expresó Oswaldo Payá Sardiñas en el Parlamento Europeo el 17 de diciembre de 2002, con motivo de otorgársele el Premio Sájarov a la Libertad de Conciencia 2002, los cubanos “no podemos, no sabemos y no queremos vivir sin libertad”.