¡CUÁNTOS CRIMINALES ANIDAN

EN LA INTELECTUALIDAD CUBANA!

José Martí:

No hay espectáculo, en verdad, más odioso que el de los talentos serviles”.

El 19 de abril de 2013 murió Alfredo Guevara,

el mayor comisario político del cine cubano.

Creó el aparato de propaganda

más poderoso del castrismo.

Herencia y estafa de Alfredo Guevara

Alejandro Armengol

8 de julio de 2013

 

No es seremos como el Che. No tiene que ver con consignas sino con dinero y secretos. La noticia se divulgó primero en los blogs y redes sociales y para mediados de la semana pasada había llegado al Washington Post: el gobierno cubano y los herederos de Alfredo Guevara están en disputa. Por una parte, el régimen ha dejado claro que tendrá la última palabra tanto en cualquier papel que se encuentre como en los cuadros que cuelgan de las paredes. Por la otra, los parientes reclaman que se cumpla la voluntad del finado, como si se tratara de cualquier magnate y no de un comisario político por largos años.

 

El otro Guevara fue más consecuente: “Que no dejo a mis hijos y mi mujer nada material y no me apena: me alegra que así sea. Que no pido nada para ellos pues el Estado les dará lo suficiente para vivir y educarse”. Eran otros tiempos. En cualquier caso, ni uno ni otro se salvan de la infamia, y no hay para ello que emborronar cuartillas.

 

La bronca por las “pertenencias” de Alfredo Guevara acaba de comenzar. El destape de lo ocurrido tiene de inicio una característica de violencia brusca ajena al actuar de Guevara: la perfidia en la sombra. Policías y agentes del Patrimonio Cultural realizaron un sorpresivo inventario en la casa del fundador del ICAIC.

 

La familia, residente en México, cuestionó la medida y acusó al gobierno de realizar un allanamiento a la vivienda violentando puertas y sin dar explicaciones de lo ocurrido, de acuerdo a un cable de la AP.

 

Hay dos aspectos que vale la pena señalar de inicio.

 

El primero es que Guevara terminó comportándose igual que otros comisarios políticos y culturales, a los que las humillaciones de la edad, el fracaso de la aventura castrista y el fin del mundo comunista acabaron por hacerles rumiar un desenlace en que quizá nunca se atrevieron al arrepentimiento, pero sí al desengaño.

 

No se explica de otra manera ese aparente testamento de quien siempre quiso –y por momentos logró– ser zar de la cultura en Cuba, para terminar convertido en una especie de terrateniente repartiendo bienes a una familia putativa y tardía.

 

El segundo aspecto tiene que ver con la realidad cubana actual, donde la ideología y el dinero se mezclan y confunden.

 

De acuerdo a un decreto gubernamental, cualquier forma de utilización, difusión y promoción de los bienes de Guevara debe ser tramitado con el Consejo Nacional de Patrimonio Cultural (CNPC).

 

El decreto es tanto una forma de censura como una muestra de temor ante la remota posibilidad de que Guevara escribiera algo no conveniente al poder en Cuba. Ese algo, es evidente que solo puede ser algún documento, chisme o secreto relacionado con los hermanos Castro. Guevara tenía un conocimiento de primera mano de la época estudiantil de Fidel Castro.

 

¿Fue capaz de escribir algo que pudiera resultar “inconveniente” a los hermanos Castro o al régimen en que tanto participó, del que se aprovechó en todo momento y al que siempre aparentó lealtad absoluta? Difícil imaginarlo. Más aún de ser cierta la cobardía que siempre se le atribuyó. Pero no hay que olvidar que la desconfianza es la esencia del totalitarismo.

 

A todo esto se une un dato que no se debe pasar por alto: el origen del botín.

 

No hay que olvidar que Alfredo Guevara no fue un simple coleccionista privado de pintura cubana. Durante décadas, fue un traficante ilegal de obras de arte, algunas de ellas expoliadas y muchas obtenidas gracias a su posición encumbrada dentro del régimen.

 

Las paredes de las oficinas y pasillos del ICAIC estaban llenas de obras de artistas cubanos. En muchos casos el regalarle un cuadro a Alfredo Guevara no fue una burda compra de favores, pero sí un acto destinado a lograr una mirada amable o un gesto protector. Para un funcionario de su jerarquía, la distinción entre la pared de su oficina y la de la sala o una habitación de su apartamento era inexistente. Desde el punto de vista moral, admitir un carácter privado en el origen y la ampliación de esta colección se puede impugnar de forma similar a cualquier otro acto de expolio artístico.

 

Alfredo Guevara no fue un millonario –o al menos no se le conoce una fortuna de esas dimensiones– ni un productor de cine famoso ni el presidente de una gran compañía cinematográfica. Aunque disfrutó de un buen número de los privilegios inherentes a esas posiciones. Fue un funcionario estatal de un gobierno comunista. Pero al igual que otros de su tipo, se sirvió del Estado no solo para explotarlo, sino también para explotar a los demás. Si es cierto que existe un testamento en que deja esa colección de arte a su “familia”, el documento constituye su última estafa a los cubanos.

 

 

Vulgar rebatiña

Alejandro Ríos

8 de julio de 2013

 

Pensé, tal vez con alguna ingenuidad, que el caso Alfredo Guevara había terminado con la lluvia que arrastró sus cenizas hacia la cercana alcantarilla, luego de ser esparcidas en la escalinata de la Universidad de la Habana. Ceremonia ciertamente morbosa y hasta algo kitsch, de alguien que se vanagloriaba de tener muy buen gusto.

 

El socialismo, sin embargo, tiene la mala costumbre de no dejar descansar a sus muertos. Algunas veces para venerarlos y en otras para denigrarlos, como ahora parece ser el caso.

 

El sitio Café Fuerte ha dado cuenta del allanamiento a que ha sido sometida la vivienda de quien fuera fundador y presidente del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), en el Vedado, justamente a un costado del Ministerio de Cultura, desde donde solía atender lo que le restaba de su reducido poder político, la presidencia del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano. Allí siguió cometiendo desmanes e intrigando en los márgenes de la nomenclatura.

 

Poco antes de la intervención abrupta en la casa, luego desmentida por un testaferro, el gobierno emitió un inesperado decreto, donde todas sus pertenencias serían consideradas patrimonio cultural. Con esta medida se impedía que la familia adoptiva del comisario pudiera entrar en posesión de sus bienes, al parecer cumpliendo un testamento asentado al efecto.

 

Recuerdo cuánta obra de arte colgaba en las paredes del insigne edificio del ICAIC y, sobre todo, en el séptimo piso donde el presidente Guevara reinara durante tantos años de manera despótica y vanidosa. Aquel inmueble de gélido aire acondicionado, donde se servía un buen café cubano en tazas de porcelana a los críticos que veríamos los filmes de estreno semanal en una acogedora sala de proyecciones, dicen que hoy es un cuchitril de mala muerte, donde falta el agua, los elevadores no funcionan y las pinturas, de Servando Cabrera por poner un caso, han desaparecido.

 

En las entrevistas que Guevara concediera en las postrimerías de su vida desde su casa del Vedado podía verse, en el trasfondo, mucha obra de pintores cubanos colgadas en las paredes y arrinconadas por doquier. Desde siempre, tuvo una especial fascinación por los artistas criollos quienes, en no pocas ocasiones, recurrieron a su, por entonces, poderosa influencia para tratar de solucionar un entuerto político o buscar la salida del país.

 

Ahora se especula que, dada su amistad temprana con Fidel y Raúl Castro, a quienes acompañó en correrías políticas internacionales, tal vez tuviera en sus archivos algún documento o testimonio comprometedores sobre esos comienzos, o que le hubiera dado por redactar alguna carta de despedida donde confesara su desencanto con la dictadura que de manera tan prolija ayudó a consolidar.

 

Creo que le están dispensando, otra vez, la importancia que nunca tuvo ni tendrá en el devenir histórico de la maltrecha isla. Los agentes del Ministerio del Interior que entraron en su morada, algo que no se atrevieron hacer en vida del anciano, buscan la obra acumulada que hoy mismo hace olas de ganancias en las casas de subasta de Nueva York o Londres, antes de que otros pícaros den con ella y la comercien en ciudades como Miami, de manera festinada.

 

La parentela adoptiva trina desde la barrera de otro país porque conoce muy bien la naturaleza de la bestia y saben que han perdido la partida. El ladrón en jefe actuó con más apremio donde ninguna reclamación internacional tiene jurisdicción.

 

Los acontecimientos se precipitan como el final de una mala película, el cine cubano oficial se desmantela, mientras el legado de su otrora fundador se hunde en el barro de una vulgar rebatiña.

Chef Leal

Alejandro Ríos

29 de noviembre de 2013

 

Cierta vez, camino a mi trabajo en el Palacio del Segundo Cabo de la Habana Vieja, pude ver cómo Eusebio Leal le arrebataba una escoba a una barrendera pública para indicarle que necesitaba hacer su labor con más ahínco. El Historiador de la Ciudad dio unos enérgicos cepillazos contra la calle y le devolvió el apero de limpieza a la señora, abochornada públicamente.

 

Durante la Feria del Libro de Guadalajara dedicada a Cuba en el 2003 me tropecé con un exfuncionario del Instituto Cubano del Libro, que en ese momento se ocupada de una editorial fundada por Leal, y me quiso convencer de cuanto hacía el personaje por derribar las barreras que dividían a la familia cubana.

 

Eusebio Leal, siempre de uniforme gris “Mao”, se proyecta, austero, como un proletario de culterano humanismo. No lo puedo distanciar, sin embargo, de su apego lisonjero a los dictadores cubanos, quienes, por cierto, de vez en cuando le enseñan los instrumentos de tortura para que no se pase de listo en su agitada vida empresarial.

 

La pasada semana disertó ante los trabajadores de la Compañía Turística Habaguanex S.A., donde funge como uno de sus ejecutivos, para hablar de las reformas y su perorata en defensa de la comida tradicional cubana queda como un clásico de la procacidad.

 

A la par de sus jefes máximos habló, por supuesto, de tiempos difíciles. Afirmó, en tono admonitorio y en clave eclesiástica, como suele hacerlo, de las grandes tradiciones culinarias nacionales porque a los visitantes extranjeros les interesa saber “cómo y de qué manera comen los cubanos”.

 

Dijo que unos turistas chilenos se habían sentido gratamente satisfechos con los tostones fritos. Luego lamentó que muchas comidas cubanas auténticas habían desaparecido de la mesa de los hogares y de los restaurantes de la isla, sin mencionar, por supuesto, el nombre de los “magos” que hicieron tan difícil y minucioso acto de prestidigitación.

 

Eusebio preguntó ante sus impávidos chefs: “¿En qué restaurante está el majarete, dónde el atole, el guiso de maíz, la harina con cangrejo o con cerdo?”

 

Todo parece indicar que en su más reciente viaje a los Estados Unidos sólo estuvo en Washington, donde fuera agasajado como un gran personaje, pero no le alcanzó el tiempo para volar de incógnito a Miami y averiguar a dónde habían ido a parar los elusivos alimentos que menciona.

 

Como si estuviera pensando en lo que Miami ha resguardado para deleite del futuro paladar cubano, el historiador tuvo un arranque de nostalgia, y refirió una lista de ensueño en medio de la precariedad nacional: las mejores papas rellenas eran de Guanabacoa, la butifarra del pueblo de El Congo, los batidos de plátano de Artemisa, las torticas de Morón, las cremitas de leche de Cascorro y el panqué de Jamaica.

 

Será que su conocida incontinencia verbal lo hace desvariar como aquella viejecita del chiste que le pedía punta de filete y otros cortes al carnicero de la revolución y este le ripostaba: “No es que no exista hace años lo que usted me pide, sino que me asombra la buena memoria que tiene todavía”.

 

En un país donde cada ciudadano recibe un maltrecho y peor horneado pan diario por la libreta de racionamiento, Leal ha pedido que reformulen su hechura a semejanza del que siempre comieron sus compatriotas. Por otra parte, exigió el rescate de recetarios perdidos de pollos, arroces y dulces criollos, con ese fervor que caracteriza su verbo.

 

A estas alturas de su disquisición, lo veo como Nitza Villapol, tratando de convencer a su público que la tortilla de yogurt era algo posible.

 

 

Cinismo a toda prueba

Félix Luis Viera

27 de noviembre de 2013

 

¿Sabrá Eusebio Leal cómo realmente comen los cubanos de a pie en la Isla?

 

Con el cinismo y la verborrea barbitúrica que lo caracterizan, Eusebio Leal, Historiador de la Ciudad de la Habana y ejecutivo empresarial de la estatal cubana Habaguanex, ha declarado en una conferencia dictada para los trabajadores de esta empresa que “Ha llegado el momento en que lo que no dé resultados económicos tiene que ser cerrado sin compasión ninguna”. No se entusiasmen, no se refiere el magnate estatal a que al fin el capitalismo ha sido declarado en la Isla. No: el principesco, el bitongón mayor alude a la competencia entre ellos o para ellos: los que regentean para su acumulación de riquezas personales las empresas “estatales” cubanas, creadas sobre el lomo de la población toda, incluidos los verdaderos revolucionarios traicionados, los afectos y desafectos al castrismo, los hombres humildes, los militares, policías y bomberos honestos, etcétera.

 

El actual jefe de los traidores, Raúl Castro, ¿le habrá dado permiso para exclamar semejante ambigüedad? Seguro que sí. Los lambiscones de segunda línea, con esos ánimos de burguesía-aristocrática, no hacen nada sin consultar con su rey; de lo contrario podrían quedarse sin su asiento entre los cortesanos y así perder sus prebendas.

 

Un grupo de élite de la culinaria y la administración de Habaguanex componía en mayor medida la audiencia del mayestático Leal en esta conferencia el pasado miércoles, donde el ciceroncito se atrevió a abogar para que se rescaten los elementos esenciales de la comida cubana que tiene “grandes tradiciones culinarias” puesto que “a los visitantes foráneos les interesa saber cómo y de qué manera comen los cubanos”. No es un chiste, así dijo Leal: “cómo y de qué manera comen los cubanos”. ¿Lo sabrá él? ¿No sobra linaje para decir en público semejante desvergüenza?

 

Asimismo, se quejó su Alteza real de que “El maíz desapareció de tal manera que no hay ningún lugar donde se diga: ´estamos en la temporada alta del maíz vamos a disfrutar con todas sus potencialidades. En qué restaurante está el majarete, dónde el atole, el guiso de maíz, la harina con cangrejo o con cerdo”. Un ser sin decoro: no se atreve a decir por qué no hay nada de lo que menciona.

 

Y convoca el ruiseñor antillano a “reformular el pan, para elaborar ese que siempre comieron los cubanos”, y “a rescatar el recetario nacional, donde existen incontables recetas de pollo y de arroces, así como increíbles dulces cubanos”, a ir en pos de “la natilla cubana o habanera y el buen arroz con leche, cocinado de tal manera que nunca se sienta el corazón del arroz, sino todo el tiempo el dulce”. ¿No debemos pensar que, tanta erudición culinaria, obedece precisamente a que en su mesa de burgués del siglo XXI están presentes todos estos productos por los que clama? No tengo pruebas para así afirmarlo, pero tampoco para negarlo, y sí para inferirlo. Lo que sí podemos asegurar es que todo este “rescate” de los placeres perdidos no los reclama el Egregio para la ciudadanía, para el sufrido cubano de a pie, claro, sino para que los extranjeros se remansen en una culinaria hace décadas prohibitiva para el pueblo de Cuba, que lamentablemente, sin medios libres de comunicación, no tiene conocimiento de afrentas como esta.

 

Quejumbroso, el barón habanero añora “las butifarras del poblado del Congo”, “los batidos de plátano de Artemisa”, “las torticas de Morón”, “las cremitas de lecha de Cascorro” o “las papas rellenas de Guanabacoa”. ¿Tendremos que contestarle al Cortesano políglota quién o quienes son los culpables de que todo esto haya desparecido?

 

Al saber de inmundicias como las que hemos citado, dichas por el señor Eusebio Leal, nos lamentamos de que no haya en nuestro idioma un adjetivo capaz de calificar algo que se halla más allá de la infamia.

 

 

La construcción del mito

Roberto Madrigal

13 de septiembre de 2013  

 

La participación de los intelectuales cubanos fue uno de los elementos fundamentales en la construcción del mito revolucionario. No solamente adoptaron y ajustaron su discurso y su lenguaje, sino que además se prestaron a servir de propagandistas y promotores de ilusión, trabajando en la captación de escritores y artistas extranjeros. Estuvieron entre los cómplices estrella de la manufacturación de la época épica, de los años de la utopía.

 

En 1970, el poeta y sacerdote nicaragüense Ernesto Cardenal viajó a Cuba para participar como jurado del concurso literario Casa de las Américas. Su experiencia en la isla fue luego reflejada en su libro En Cuba, publicado en 1972 por la editorial argentina Lohlé y que hasta donde tengo noticia, no ha sido jamás reditado. El libro circuló en Cuba de una manera tan clandestina y vigilada como Tres Tristes Tigres. Es curioso que un libro que está hecho con el propósito de cantar loas al gobierno revolucionario, nunca se editó, ni se vendió, ni se divulgó en Cuba. Lo cierto es que a pesar del propio Cardenal, si uno lee un poco entre líneas y con una sana suspicacia (y los censores leen entre líneas, entre letras, entre comas y entre comillas), en el texto se narran cosas que eran inaceptables entonces en Cuba (y muchas lo siguen siendo). A Cardenal se acercó mucha gente. Se la pasó rodeado de intelectuales, agentes de la seguridad y unos cuantos atrevidos que fueron a decirle lo que pensaban sobre la revolución.

 

Personalmente solo tuve un contacto muy indirecto con Cardenal durante un episodio que ya he contado en otra parte, en el cual mi amigo Roberto Yanes lo imprecó y lo emplazó a que explicara como conciliaba marxismo con catolicismo. Fue durante una charla pública y mi amigo fue inmediatamente retirado del acto por dos amables compañeros de la seguridad del estado. Otros dos amigos míos sí se acercaron a Cardenal y fueron mencionados en las páginas de En Cuba. Eran los poetas Rogelio Fabio Hurtado, quien aún reside en la isla, y el difunto Joaquinito Ordoqui. Por diferentes razones, ninguno tenía miedo. A través de uno de ellos me llegó prestado el libro y lo leí entonces con mucho interés. Aunque está disponible en muchas bibliotecas americanas, no he vuelto a ver esa obra en los últimos 40 años.

 

Revisando el segundo volumen de la autobiografía de Cardenal, titulado Las ínsulas extrañas, noto que dedica un capítulo a resumir lo que narró en En Cuba a la vez que añade algunos hechos y revela algunos nombres. No hay ninguna confesión que haga temblar la tierra, pero al leer sobre esta visita tantos años después uno ve la bajeza y el fariseísmo de algunos escritores.

 

Según cuenta el propio poeta, este viaje, que fue para él como una “segunda conversión”, lo hizo, tras dudarlo mucho, invitado por Roberto Fernández Retamar y Haydée Santamaría. La razón de su reticencia anterior (Retamar lo había invitado varias veces), fue que como sacerdote católico, no pensaba que podía acercarse al comunismo. Quien lo convenció fue el poeta Cintio Vitier. Cuenta que “años antes le había escrito a Cintio Vitier…, preguntándole si mi visita a Cuba no sería utilizada para propaganda del régimen y, me contestó que evidentemente la utilizarían. Pero ahora él me había recomendado que fuera”. Más adelante, sin intención, subraya el penoso mimetismo de Vitier, cuando apunta: “Hablé con Cintio a solas… Me contó Cintio que ahora él estaba completamente con la revolución…” y que lo que finalmente lo había convencido era “la ida a cortar caña…esto terminó de identificarlo con el pueblo y con la revolución…se había hecho miliciano…firmaba todos los manifiestos”. El poeta como vocero.

 

Más adelante, cuando pregunta por qué las vidrieras de las tiendas están vacías, Cintio le dice que en Cuba “…todo el mundo tiene más dinero que el que puede gastar”, un argumento que apuntala el poeta uruguayo Mario Benedetti dando una de las explicaciones más puerilmente absurdas sobre las diferencias entre capitalismo y socialismo. Según Benedetti, a quien cita Cardenal: “En Uruguay hacen 1000 carteras de señoras y son carísimas y nadie las puede comprar y por eso las tiendas de mi país están llenas de carteras. Aquí… tienen que hacer 40.000 y todo mundo las compra y por eso no hay carteras”. El nicaragüense, quien luego fuera Ministro de Cultura del primer gobierno sandinista, tiene mucho de ingenuo y de creyente que insiste en ver la realidad a través de sus ideas. También tiene mucho de cómplice que quiere defender un proceso en el cual quiere creer. De otra forma no se explica su pasiva aceptación de esos disparates. Esas razones también explican los problemas en los cuales se metió con los sandinistas, cómo fue manipulado por los dirigentes más aliados a los cubanos, como Carlos Fonseca y Tomás Borge y finalmente su expulsión del sandinismo, cuyos dirigentes lo han perseguido por años con afán de venganza.

 

Un dirigente católico, el ya fallecido Raúl Gómez Treto, quien fuera uno de los redactores de la primera constitución castrista, le resume que al triunfo de la revolución solamente “los obreros acomodados reaccionaron contra la revolución más fuertemente que la aristocracia…los altos obreros con deseos de ser ricos”. Después suelta la andanada de cifras y excusas que nadie puede confirmar (porque son mayormente falsas), “calculo que hubo 800 o 1000 fusilamientos, lo cual me parece que no es mucho” (claro a él no lo fusilaron), ya que “hay que tomar en cuenta que en la época de Batista hubo 20.000 asesinatos”. Otro cliché repetido hasta el cansancio y que ya se sabe fue inventado como consigna por Miguel Ángel Quevedo, entonces director de Bohemia, de quien se cuenta que luego en el exilio vivió agobiado por esa mentira.

 

El arzobispo Oves, al enterarse de que como jurado del premio Casa viajará a Isla de Pinos, con mucha diplomacia le informa de los católicos que fueron enviados a la UMAP, le dice que trate de ver “a unos seminaristas que estaban allí en una unidad de lacra social, con marihuanos, homosexuales y delincuentes”. Resulta tragicómico como luego al pedir Cardenal reunirse con los seminaristas, tras insistir varias veces sin recibir respuesta, le informan que llamó “el teniente Rabasa. No se puede visitar a los seminaristas porque están en prácticas militares”. Cardenal insiste y le dicen que vaya y espere en La Habana, pero “nunca me volvieron a mencionar el asunto, y yo no insistí más”. Luego se encuentra con uno de esos seminaristas quien le dice: “Si le dijeron que estábamos en prácticas militares fue que no quisieron que los viera… esa unidad nunca ha hecho prácticas militares”.

 

También narra cómo se le acercaron varios jóvenes, quienes se le presentaban como revolucionarios (no había otra forma de acercarse al poeta, entre ellos estaban mis amigos) pero que querían informarle de la otra realidad de Cuba. Le hablan de la represión por llevar el pelo largo, escuchar jazz o vestirse a la moda hippie, de la UMAP, le cuentan que las noticias son suprimidas diciéndole: ¿Está bien que los dirigentes reciban diariamente un boletín con todos los cables y el pueblo no? …lo que quieren es que uno escriba ciencia ficción en vez de la realidad… mitología y no realidad es lo que vamos a hacer”. Le añade con certeza que cuando les dicen que no es tiempo de criticar porque no es oportuno se cuestiona: “¿Será dentro de veinte años, cuando ya todo haya pasado y ya no haya necesidad de criticarlo?” Por su parte, sobre el mismo tema Cintio se vuelve esquivo.

 

Hay mucho otros ejemplos en los que otros personajes se esmeran en crear un laberinto de espejos alrededor de Cardenal, pero la cosa llega a sus niveles más ridículos cuando Cardenal le pregunta a Cintio si habrá puerco el 26 de julio, porque ha oído hablar que la cena de Navidad se celebra ahora en esa fecha y el cubano le contesta: “Si hay para todos los cubanos, lo darán. Si no hay para todos, no.” Quisiera poder imaginar la expresión facial con la cual Cintio acompañó su discurso. Pero no se detiene ahí, sino que agrega que “una de las cosas más bellas de la Revolución es que todos comemos lo mismo”, algo que una visita a cualquier casa de protocolo o a la de algún dirigente, desmentía de inmediato. Sin embargo, para contrarrestar estas declaraciones de Cintio, voy a utilizar un poema, que no aparece en este libro, que leí un par de veces en el parque de la funeraria Rivero y que mantengo en la memoria. Lo escribió un personaje a quien conocí como Rudi, quien me cuentan que ahora vive por estas playas. Hace por lo menos cuarenta años que no veo a Rudi y ni sé si es su verdadero nombre, pero él mismo contaba que se le apareció a Cardenal con sus poemas para que lo antologara junto a Cintio, Retamar, Padilla y Eliseo Diego si algún día se decidía a reunir a poetas cubanos y le leyó el siguiente poema, cuya ortografía creo respetar en mi memoria. Se titulaba “El verbo espaguetizar”, era de cuando por un tiempo en Cuba lo único que se conseguía para comer eran espaguetis:

 

    Yo espaguetizo

    Tú espaguetizas

    EL, NO espaguetiza

 

    Nosotros espaguetizamos

    Vosotros espaguetizáis

    ELLOS, NO espaguetizan.

 

Cuentan que Cardenal quedó estupefacto y no pudo dar respuesta. Se limitó a tomar en sus manos una copia del poema y a despedir cortésmente a su autor. No sé qué explicación le dio Cintio.

Operación Alfredo Guevara

o la “dolce vita” de un viejo comisario

Manuel Zayas*

5 de julio de 2013

 

Cuando murió, en abril pasado, la revista The New Yorker lo apodó “el padrino del cine cubano”. Ahora, el nombre de Alfredo Guevara (1925-2013) aparece vinculado a una operación policial: el fin de semana el régimen cubano se empleó en un minucioso registro de la casa del viejo comisario cultural, que se practicó sin la autorización expresa de sus herederos legales, residentes en el extranjero.

 

En el obituario que le escribiera el periodista estadounidense Jon Lee Anderson en esa publicación neoyorquina, están adelantadas las claves ocultas de la aparatosa requisa policial que violentó la mañana de los cuidadores de la mansión habanera de Il Capo de la cinematografía cubana, el pasado sábado.

 

“En la última década, Guevara pasó regularmente tiempo en España, donde un hijo adoptivo suyo había establecido residencia y con la ayuda del padre, abierto un restaurante”, escribió Lee Anderson, confirmando toda suerte de privilegios que le están asegurados a los dirigentes cubanos y a sus familias.

 

En esa frase están contenidos dos de los derechos fundamentales negados durante décadas al pueblo cubano: la libertad de viajar y de prosperar. ¿Quién pagaba esos frecuentes viajes de Guevara a España? ¿Y con qué finanzas pudo ayudar un funcionario, que ganaba un exiguo salario en pesos cubanos, a que un hijo adoptivo abriera un restaurante en la capital española? ¿Cuál pudo ser la fuente de esas finanzas en divisas, si no la corrupción en toda regla?

 

Dirigentes excepcionales, medidas excepcionales

 

A propósito de la requisa policial, en una reciente entrevista a Gladys Collazo, presidenta del Consejo Nacional de Patrimonio Cultural (CNPC), la funcionaria citó la ley vigente y en especial el apartado que habla de que “toda persona natural o jurídica, tenedora de cualquier bien patrimonial, está obligada a declararlos ante el Registro Nacional de Bienes Culturales, sin que ello implique modificación de título por el que se posee”.

 

Y a seguidas, Collazo confirmó que en el proceso de inventario “hemos detectado que faltan, por el momento, tres obras de maestros de la vanguardia cubana. Esta pérdida se constató al cotejar la solicitud que habían hecho los herederos al Registro para extraer algunos bienes del país, con las obras que se están inventariando”.

La funcionaria ha puesto de relieve la falta de rigor en la aplicación de ley, pues por un lado habla de la obligatoriedad de todo poseedor de un bien patrimonial en registrarlo y por otro, que se ha constatado la ausencia de “tres obras de maestros de la vanguardia cubana”, mencionadas en una solicitud previa de los herederos.

 

En resumen, Collazo ha venido a confirmar que Alfredo Guevara era poseedor de obras de maestros de la pintura cubana, y que contra la propia ley, no las había inscrito reglamentariamente.

 

Ese vacío en la aplicación de la ley parece ser lo que más ha facilitado el tráfico de bienes patrimoniales cubanos, que se ha practicado la mayoría de las veces con anuencia de funcionarios locales, incluido el propio Alfredo Guevara. Es conocido el hecho de la detención de un amigo suyo y empleado del Instituto de Cine (ICAIC) en el aeropuerto habanero en los años 90 mientras trasportaba ilegalmente obras de arte. Cuando fue detenido, ese funcionario pidió que telefonearan a Guevara, quien intercedió por su liberación y se le permitió transportar esas obras fuera del país.

 

A sabiendas de que no han sido las únicas obras perdidas, muchas pinturas cubanas que adornaban los salones y pasillos del ICAIC fueron desapareciendo de la vista de todos. Esas pérdidas son inversamente proporcionales al tren de vida que pudo asegurarle Guevara a su familia en el extranjero.

 

Para documentar la facilidad con que se violaba esa ley figura el propio testimonio de Alfredo Guevara de cuando Fidel Castro regaló una vajilla de porcelana de Sèvres a la mismísima Danielle Miterrand, vajilla que antes había sido saqueada a alguna familia de la burguesía cubana y que, sin mayor trámite, el dictador regaló a la primera dama francesa para satisfacer algún repentino antojo.

 

Maravillas del Vedado

 

“Maravillas del Vedado” fue el nombre de un pequeño restaurante de comida cubana abierto en Madrid por el hijo adoptivo de Alfredo Guevara, Antonio Guevara González, y su esposa, Janet Cueto Parrondo, quienes figuraron como administradores. El negocio se constituyó el 7 de diciembre de 2005 y tenía su local en la calle Concepción Arenal No. 6, cerca de la céntrica Plaza de Callao de la capital española.

 

A raíz de la crisis que comenzó a afectar a España, tres años después el negocio cambió de domicilio social y empezó a ser explotado como empresa de catering.

 

Jonathan Gincoff, novio de Claudia Guevara, en la casa de Guevara junto a un cuadro del pintor Servando Cabrera Moreno, en el 2012.

 

Fuentes documentales señalan que Janet Cueto Parrondo figuró también como dueña de otra empresa similar en el balneario de Marbella y coadministró la Boutique Hogar y Riambau, entre 2003 y 2008, en Mijas, ambos negocios en Andalucía (sur de España). Personas allegadas aseguran que todos los negocios explotados por el matrimonio Guevara González y Cueto Parrondo fueron un fracaso y que acabaron causando deudas que asumió el propio Alfredo Guevara.

 

En el 2009, el Boletín Oficial de la Comunidad de Madrid publicó un edicto donde se notificaba del embargo de las cuentas bancarias de Antonio Guevara González y Janet Cueto Parrondo por deudas no saldadas con la Seguridad Social española.

 

A raíz de la crisis financiera, al matrimonio con sus dos hijos, nacionalizados todos españoles, se les vio con mayor frecuencia en la capital cubana. A comienzos del 2012, la familia se reunió por última vez con Alfredo Guevara. Poco tiempo después se trasladaron a México, donde se estableció la nieta, Claudia Guevara Cueto, modelo de profesión, mientras los demás viajaron hasta Miami con el presunto objetivo de acogerse a la Ley de Ajuste Cubano.

 

Según fuentes cercanas, en Miami han invertido en dos residencias y en automóviles. Una de las propiedades fue comprada en agosto del 2012 por Antonio Guevara González por un valor de $220 mil dólares y se corresponde con una casa de cuatro dormitorios y dos baños, ubicada en el South West de Miami, de acuerdo al registro público de propiedad del condado Miami-Dade.

 

Contactada por CaféFuerte en relación con este artículo, Janet Cueto dijo que la información presentada sobre la familia de Guevara distorsionaba la verdad, aunque declinó comentar sobre el tema.

 

“¿Qué se pretende con esta desinformación? ¿Acaso apoyar el acto injusto que se ha cometido?”, se cuestionó Cueto. “Sabemos quiénes somos y cómo hemos actuado; estamos tranquilos”.

 

La familia ha denunciado que el allanamiento de la vivienda se hizo sin que se les avisara previamente y sin motivo alguno, y es violatorio del testamento de Alfredo Guevara, quien dejó a Antonio Guevara González, Janet Cueto Parrondo, y los dos hijos del matrimonio, Claudia y Alfredo, como únicos herederos de sus bienes.

 

Muerte de un jerarca

 

Alfredo Guevara murió el pasado 19 de abril en la Clínica de 43, un hospital exclusivo para altos jerarcas del régimen, en donde algunos de sus amigos no pudieron entrar.

 

Murió vigilado más por la policía que por su familia: solamente su nieta Claudia Guevara Cueto, quien se trasladó desde México, pudo verlo en sus momentos finales. Días después ella esparcía sus cenizas en la escalinata de la Universidad de la Habana, siguiendo la última voluntad del fallecido.


A la semana del deceso, el Ministerio de Cultura declaraba su papelería patrimonio nacional y a los dos meses irrumpía en la vivienda en busca de documentos, memorias y obras de arte. Medió la denuncia oportuna de un vecino anónimo, realizada el jueves 27 de junio. Y mientras tanto, una funcionaria nos aclara que faltan solo “tres obras de maestros de la vanguardia cubana”, sin especificar qué obras y de qué maestros, elementos claves para seguir el rastro de todo bien patrimonial expoliado o robado.

 

Tratándose de un régimen totalitario que todo lo sabe, ¿hasta qué punto estaría dispuesto a admitir la corrupción de uno de sus acólitos más serviles?

 

*Cineasta y periodista cubano. Reside en Nueva York.

 

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LEE ENRIQUE CUETO, SUEGRO DE ANTONIO GUEVARA:

Ladrón de Guevara

Alejandro Armengol

1 de julio de 2013

 

¿Fue capaz Alfredo Guevara de escribir algo que pudiera resultar “inconveniente” a los hermanos Castro o al régimen en que tanto participó?

 

La bronca por las “pertenencias” de Alfredo Guevara acaba de comenzar. Ahora vendrán las interpretaciones diversas sobre el interés del difunto, el colocarse de un lado o el otro y ese interés en las circunstancias del momento —típico del periodismo— que por lo general omite, esconde e incluso tergiversa mucho del pasado.

 

El destape de lo ocurrido tiene de inicio una característica de violencia brusca que es por completo ajena a la táctica de Guevara: la perfidia en la sombra.

 

Agentes policiales irrumpieron este sábado en la vivienda de quien fuera figura tenebrosa de la cultura cubana y detuvieron a personas encargadas de cuidar la papelería y otras pertenencias del muerto. Esto es de acuerdo a la información publicada en CaféFuerte, que por supuesto omite la adjetivación y el tono altisonante que aquí se le otorga al párrafo: hasta lo cursi es útil a la hora del rencor y la venganza.

 

“Familiares de Guevara residentes en México denunciaron el violento operativo policial desplegado con 22 agentes en la casa de Guevara, ubicada en la Calle 11, entre 2 y 4. en el barrio habanero del Vedado, desde el amanecer del sábado”, añade CaféFuerte.

 

“Siguen dentro del domicilio, con las líneas telefónicas cortadas, rompiendo puertas en rigurosas requisas y reteniendo a las personas encargadas del cuidado de los bienes particulares de la familia”, dijo Jonathan Gincoff desde Ciudad de México, agrega la información. Gincoff es novio de la modelo Claudia Guevara Cueto, nieta adoptiva del excomisario cultural fallecido el pasado abril.

 

Hay dos aspectos que vale la pena señalar de inicio, aunque no son los más importantes.

 

Guevara al parecer terminó comportándose igual que otros comisarios políticos y culturales, a los que las humillaciones de la edad, el fracaso de la aventura castrista y el fin del mundo comunista —probablemente una mezcla de todo ello con la bilis acumulada por tanto comportamiento hijo de puta— acabaron por hacerles rumiar un desenlace en que quizá nunca se atrevieron al arrepentimiento, pero sí al desengaño.

 

No se explica de otra manera ese aparente testamento de quien siempre aspiró —y por momentos lo obtuvo— ser zar de la cultura en Cuba, para terminar convertido en una especie de terrateniente repartiendo bienes a una familia putativa y tardía.

 

“Nosotros somos los herederos legales de todo, incluyendo, como lo dejó escrito en su testamento, de papeles, documentos, bienes y obras de arte”, dijo Antonio Guevara, ese hijo adoptivo de la madurez, en declaraciones a CaféFuerte.

 

El segundo aspecto tiene que ver la realidad cubana actual, donde la ideología y el dinero se mezclan y confunden.

 

Primero se declaró “patrimonio cultural de la nación” a los documentos relacionados con la vida y obra de Guevara. La resolución fue dictada por el Ministerio de Cultura (MINCULT) el 25 de abril, apenas una semana después de la muerte de Guevara.

 

De acuerdo al decreto gubernamental, cualquier forma de utilización, difusión y promoción de los bienes de Guevara debe ser tramitado con el Consejo Nacional de Patrimonio Cultural (CNPC).

 

El decreto es tanto una forma de censura como una sorprendente muestra de temor, ante la remota posibilidad de que Guevara escribiera algo no conveniente al poder en Cuba. Ese algo, es evidente que solo puede ser algún documento, chisme o secreto relacionado con los hermanos Castro. Las rencillas entre intelectuales desde hace unos años salen al aire en Cuba con mayor o menor transparencia. Pero en el caso de Guevara hubo algo más: un conocimiento de primera mano de la época estudiantil de Fidel Castro y una participación por muchos años en gran parte del entramado del proceso cubano.

 

¿Fue capaz Guevara de escribir algo que pudiera resultar “inconveniente” a los hermanos Castro o al régimen en que tanto participó, del se aprovechó en todo momento y al que siempre aparentó lealtad absoluta? Difícil imaginarlo. Más aún de ser cierta la cobardía que siempre se le atribuyó.

 

Por otra parte, de existir una papelería crítica o indiscreta, lo más probable es que un taimado como él desde hace rato la habría mantenido a buen recaudo de miradas indiscretas o profesionales de la persecución.

 

Nada de ello, sin embargo, cuenta bajo la óptica de una maquinaria inquisidora. Durante sus últimos años, bajo vigilancia y aislado, Nikita Khrushchev daba la impresión de ser un viejo medio idiota, siempre acompañado de un radio portátil. Pero a las pocas horas de su muerte su habitación estaba completamente sellada, para impedir la salida de cualquier hoja de papel mínima. No es que las precauciones estuvieran convertidas en razones de Estado, lo que es natural también en las naciones democráticas, sino que la desconfianza es la esencia del totalitarismo.

 

¿Cuál aspecto queda entonces, que resulte más importante que el allanamiento y la fuerza, la paranoia y el secreto, al momento de comentar el destino y las tropelías en torno a la herencia guevariana? Uno muy simple: el origen del botín.

 

No hay que olvidar que Alfredo Guevara no fue un simple coleccionista privado de pintura cubana. Durante décadas, fue un traficante ilegal de obras de arte, algunas de ellas expoliadas y muchas obtenidas gracias a su posición encumbrada dentro del régimen.

 

Tras el primero de enero de 1959, muchas viviendas y colecciones de miembros de la alta burguesía cubana o figuras del antiguo régimen fueron confiscadas o simplemente quedaron en manos del Gobierno al abandonar el país sus dueños. No todas las piezas pasaron a las bóvedas del Estado, las salas de los museos y las paredes de las dependencias gubernamentales. Con los años se produjeron adquisiciones y abundaron los donativos. Las paredes de las oficinas y pasillos del ICAIC estaban llenas de obras de artistas cubanos. En muchos casos el regalarle un cuadro a Alfredo Guevara no fue una burda compra de favores, pero sí un acto destinado a lograr una mirada amable o un gesto protector. Para un funcionario de su jerarquía, la distinción entre la pared de su oficina y la de la sala o una habitación de su apartamento era inexistente. Desde el punto de vista moral, admitir un carácter privado en el origen y la ampliación de esta colección se puede impugnar de forma similar a cualquier otro acto de expolio artístico.

 

Alfredo Guevara no fue un millonario —o al menos no se le conoce una fortuna de esas dimensiones— ni un productor de cine famoso ni el presidente de una gran compañía cinematográfica. Aunque disfrutó de buen número de los privilegios inherentes a esas posiciones. Fue un funcionario estatal de un gobierno comunista. Pero al igual que otros de su tipo, se sirvió del Estado no solo para explotarlo, sino también para explotar a los demás. Si es cierto que existe un testamento en que deja esa colección de arte a su “familia”, el documento constituye su última estafa a los cubanos.

 

Por supuesto que se argumentará —y especialmente desde Miami— que el régimen lo que quiere es apropiarse de esas obras para venderlas o repartirlas entre los actuales herederos de moda. Es muy posible. Pero entonces se trata de un delito de otra índole. Un robo no justifica el siguiente. Un acto de justicia mínima sería el conservar lo más valioso para ser exhibido en un museo o colocado en dependencias públicas. Lo demás —el allanamiento, la lipidia, los chismes— no es más que otra muestra de la decadencia moral y física de la actualidad cubana.

Ahora que ya se fueron los monstruos

Luis Cino

16 de junio de 2013

 

En diciembre de 2006, la aparición en programas de la televisión del exfiscal y exdirector del Instituto Cubano de Radiodifusión, Jorge Serguera, y de Luis Pavón, el draconiano ex jefe del Consejo Nacional de Cultura, provocó la llamada “guerrita de los e-mails”.

 

Aquello pareció un intento de sacar a los represores estalinistas de los años 70 del plan pijama para quitarles el polvo y rehabilitarlos. Muchos artistas e intelectuales que fueron víctimas de las torvas directivas de ambos comisarios y sus esbirros temieron la vuelta de los horrores del Decenio Gris.

 

No fue más que una tormenta en un vaso de agua. Un revuelo de comején en el corral de la cultura. Se aplacó sin disculpas, nada menos que con el recordatorio por el inefable ministro Abel Prieto de las Palabras a los Intelectuales de Fidel Castro en 1961. Toda una señal. Allá quien no la captó.

 

Hipócritas, oportunistas y socarrones, tan abundantes en el medio cultural, se contentaron con fingir que creyeron que Pavón y Serguera fueron un par de monstruos absolutamente culpables de todos los desmanes estalinistas del Decenio Gris y dieron por zanjado el asunto. Si acaso, les quedó solo un poco de reconcomio de tertulia, hasta saludable si es dosificado.

 

En realidad, todos sabemos que Pavón y Serguera sólo fueron los chivos expiatorios con los que el régimen pretendió hacer el exorcismo de una de sus etapas más oscuras. No importa el empeño y entusiasmo que pusieran en la tarea asignada, Luis Pavón y Jorge Serguera no tuvieron el poder de decidir políticas oficiales. Sólo ejecutaron disciplinadamente las órdenes que recibían “de arriba”, del “máximo nivel de dirección”. Los guerreros de los e-mails lo sabían bien. Sólo que fue más fácil y seguro jugar con la cadena y no con el mono.

 

Jorge Serguera murió hace cuatro años. Luis Pavón, hace varias semanas. Se fueron de este mundo odiados, sin panegíricos ni honras militares. Ambos fueron cremados, en ceremonias fúnebres “estrictamente familiares”. Todo muy discreto. Como para no molestar y mucho menos asustar.

 

Lo más seguro es que en sus últimos días estos patéticos ancianos en plan pijama muchas veces se hayan preguntado el por qué de la ingratitud y el olvido de sus jefes, a quienes sirvieron con canina lealtad. ¡Cómo si solo ellos hubiesen cometido errores!

 

Ahora que Pavón y Serguera -que una vez quisieron y casi consiguieron erradicar las palabras intelectual y artista del idioma de la revolución- se fueron al círculo deparado en el infierno para los represores, ¿podrán realmente respirar, disfrutar sus premios y dormir a pierna suelta los defenestrados y parametrados del Decenio Gris? ¿Lograrán convencer a alguien de que todo cambió y de que ya no hay censores ni represores que temer?

 

luicino2012@gmail.com

El Gran Editor

Juan Orlando Pérez

14 de junio de 2013

 

Lo que aflige a la literatura cubana, es el mismo mal que aflige a nuestra política: la verdad, es que no somos demasiado inteligentes. La revolución primero, y luego la crisis y el exilio, fracturaron y dispersaron las clases creativas de Cuba”.

 

Leonardo Padura, el más laborioso de los escritores cubanos, ha dicho recientemente que el “período especial”, ese estado de calamidad nacional en que hemos vivido desde 1990, provocó, además de hambre y 1,3 millones de exiliados, un boom de la literatura cubana. Padura debe saber lo que dice: quizás haya visto, guardadas en las gavetas de sus amigos y sus discípulos, novelas inéditas que, de publicarse, conquistarían para Cuba Nobel y Cervantes. Pero si uno va a La Habana, y recorre las paupérrimas librerías de la capital, no encontrará ninguna de las novelas del supuesto boom cubano.

 

Encontrará raquíticas novelitas locales y poemarios de tono y altura denodadamente provincianos, cubiertos de polvo y aburrimiento. Uno diría que esos volúmenes han sido publicados por un malévolo Gran Editor que hubiera querido cogerse para sí, y no compartir con el público, los libros de más mérito, esas novelas brillantísimas de las que habla Padura, y solo ha dado a los sufridos lectores cubanos los libros que ni él mismo jamás abriría.

 

Si Padura tuviera razón, y tal boom hubiera ocurrido, no sería tan difícil enumerar las mejores novelas cubanas de los últimos veinte años. No es que no haya algunas de mérito e interés literario, escritas en Cuba o en cualquier otro manicomio. Se podrían aquí mencionar títulos, pero ninguno de ellos, ni siquiera los del catálogo del propio Padura, justificaría la idea de que el “período especial”, haciendo excepción con la literatura, destruyó todo lo demás en Cuba, y dejó a nuestros escritores indemnes.

 

Padura parece creer que el éxito comercial y literario de sus recientes novelas, es prueba suficiente de que la literatura cubana “ha ganado un espacio suficiente para que casi todo sea publicado en la Isla”, incluyendo libros como El hombre que amaba los perros, su novela sobre Trotsky, de la que él habla como si fuera El Archipiélago Gulag de nuestra época. El hombre que amaba los perros, que no se puede comprar en La Habana porque no hay librería que todavía tenga un ejemplar, es, no hay que negarlo, un libro interesante, incluso importante. Padura no es un gran estilista, pero es un estupendo contador de historias. Su novela es ingeniosa y consistentemente entretenida. Pero es difícil entender por qué él pensaba, cuando la escribía, que no se la publicarían en Cuba.

 

No solo se la publicaron, sino que un jurado del Ministerio de Cultura le dio, como recompensa, el Premio Nacional de Literatura de 2012. El hombre que amaba los perros, después de todo, es sobre la muerte de Trotsky, no sobre la de Camilo Cienfuegos. ¿Por qué habría de vetarla el Gran Editor, si, diligentemente, El hombre que amaba los perros cumple el requisito literario más riguroso que todavía se le exige a cualquier nuevo libro en Cuba, no atacar frontalmente, no irrespetar, no desaceptar con claridad y contundencia la legitimidad de los gobernantes del país, su derecho al poder, y el uso que han hecho, infinitamente, de él?

 

La novela de Padura, como otros de sus libros, como sus viejas crónicas periodísticas, es, cuando más atrevida, apenas sugerente, tangencial, alusiva, el narrador deja que sea el lector el que haga cuentas, dos más dos y dos más cuatro, pero a él nadie podría condenarlo de haber escrito un estentóreo “¡Abajo Fidel!”, cosa que no ha sido nunca su intención o su deseo, o algo que esté en el rango de sus habilidades o su valor. Un libro, a la postre, tan mesurado, aunque, admitámoslo, tan instructivo, como El hombre que amaba los perros, no prueba que haya en la literatura cubana vigor, ambición, genio y sentido del deber, más bien todo lo contrario. El exagerado interés provocado por ese libro solo muestra qué poco más tienen los lectores cubanos que leer, qué ansiosos están por que nuestros sus escritores nos den algo que nos sacuda, y si es posible, sacuda también al país, que falta le hace.

 

Padura, en suma, se equivoca, aunque quizás el equivocado sea yo. A lo mejor, en 10 o 15 años, salen de las gavetas todas las novelas y poemas jamás publicados, y veamos qué maravillosos escritores desconocidos prefirieron hundirse en el anonimato que aceptar la norma intelectual y política impuesta por las editoriales cubanas, y también por las extranjeras, que tampoco andan buscando entre nosotros al nuevo Lezama, sino a la nueva Zoé Valdés.

 

Debe de haber en La Habana, o en Placetas, o en Banes, o todavía en la maleta de un recién llegado a Madrid o México, algunos majestuosos libros inéditos, que nunca verán la luz mientras Raúl Castro sea dueño de las imprentas de Cuba. Es muy probable que alguno de los nuestros haya escrito un libro comparable, si no en mérito, en suerte, a Vida y destino, la rabiosa novela de Vassily Grossman sobre el estalinismo que fue publicada en Rusia veinticuatro años después de la muerte de su autor, o a Maurice, la viril historia de amor que E. M. Forster escribió antes de la Primera Guerra Mundial y que solo se publicó en Inglaterra en 1971, después de la despenalización de la homosexualidad.

 

De momento, desgraciadamente, no se puede calificar a ninguno de los libros cubanos publicados en las dos últimas décadas de obra maestra, y si se les compara con las novelas y poemas de décadas anteriores, el panorama parece aún más descorazonador. Hace cincuenta años, teníamos, escribiendo a la vez, en Cuba o en cualquier otra prisión, a Lezama, Carpentier, Guillén, Piñera, Baquero, Sarduy, Loynaz, Vitier, Diego, Cabrera Infante, Vieta, Labrador Ruiz, Novás Calvo, Padilla, el muy joven Arenas. Hoy, los tenemos buenos, capaces, pero no tantos, no tanto.

 

Cada año, el jurado del Premio Nacional de Literatura tiene que esforzarse más para encontrar alguien que lo merezca. Padura lo merecía, aunque sea todavía un hombre joven, y quizás le queden por escribir algunas novelas aún mejores que El hombre que amaba los perros. No se me ocurre a quién podrían darle el premio el año que viene.

 

Una escuálida teoría, a la que parece suscribirse Padura, sugiere que épocas de desastre, como esta, son fértiles literariamente, inspiran, dan más historias y personajes a los escritores que las épocas de sosiego. Cuba es ciertamente desgraciada, pero su desgracia no la ha vuelto más elocuente. Tenemos la boca medio seca, de quejarnos, de repetir el canto de nuestro infortunio. Padecemos de un agotamiento retórico, ya no tenemos nada nuevo que decirnos a nosotros mismos. Nuestras novelas, nuestro cine, nuestro arte, hasta nuestra imaginación política, están amordazados por un hondo resentimiento contra la mala suerte de Cuba.

 

Lo que aflige a la literatura cubana, es el mismo mal que aflige a nuestra política: la verdad, es que no somos demasiado inteligentes. La revolución primero, y luego la crisis y el exilio, fracturaron y dispersaron las clases creativas de Cuba, contaminaron la literatura y el habla popular con la lengua enrevesada de la política, maleducaron en la medianía, la sumisión, el cinismo y la pobreza a los jóvenes, agotaron la imaginación nacional y destruyeron el prestigio de las palabras y del hábito de pensar.

 

Habiendo tenido una vez la fulminante idea solar de la revolución, Cuba se encontró, después, cuando la revolución se acabó, que no se le ocurría ninguna idea más. Nos falta densidad, hondura, imaginación, sutileza, y nos ufanamos de ello, de nuestra ligereza, de nuestra habilidad para simplificar y reducir, Cuba y nosotros mismos, a un simple arañazo en una tablilla de barro. No se nos da la filosofía, se nos da el chiste, no tenemos paciencia y disciplina para meditar, pero gritamos más alto que nadie.

 

Obsesionados con nuestra infelicidad, no hacemos más que mirarnos la punta de la nariz. Tenemos dos únicos cuentos, que repetimos ad nauseam, el de nuestra desventura, y el opuesto, el de nuestra viveza, y ambos dejan perplejos e indiferentes a pueblos más infelices o más listos, que son la rotunda mayoría. Es asombroso, ya ni siquiera somos capaces de imaginar el futuro, el día después de esta eternidad. Por eso Cuba, como un loco, se ríe de sí misma, de su torpeza y su miseria, insiste en transformar en farsa su ronca tragedia: nuestra risa oculta nuestro pánico, no sabemos a dónde iremos a parar.

 

Un país desmoralizado por su propia insignificancia, que se ha sacado a sí mismo del mundo, confundido, ciego, partido, sin líderes y sin maestros, no podría producir la ejemplar generación literaria capaz de contar este fin du régime, de examinar y compadecer las muchas vidas gastadas inútilmente en esta marcha infinita hacia ningún lugar, de avistar y anunciar el cambio de época.

 

Cuando todo esto pase, tendremos que aprender a hablar y escribir y pensar, como si fuéramos niños de nuevo.

Cuando seas rey, cuando seas verdugo

Regina Coyula

1 de junio de 2013

 

Muchas de las víctimas de la política que Luis Pavón Tamayo representó prefieren verlo a él como único responsable.

 

Solo conocí a Pavón por referencias. Conversando con mi marido, Rafael Alcides, y con amigos, casi nunca fue mencionado directamente. Hablábamos de “el pavonato”, esa etapa oscura que se ventiló por primera vez en el atisbo de libertad que conocemos por “guerrita de los email”.

 

Alcides, por razones personales, no visitaba la UNEAC en la época gris imprecisamente denominada quinquenio; tampoco era publicado. Su único acercamiento editorial en aquella época fue una novela que entregó para su evaluación... y se perdió. Por alguna caja en el cuartico de trabajo de casa, anda la correspondencia mecanografiada de ida y vuelta suya reclamando su original, y de la editorial Unión con respuestas sin respuesta. Alcides no ha podido sacarse de la cabeza que su novela terminó en la gaveta del compañero que atendía la UNEAC.

 

Pero ese no es el cuento. Alcides vino a conocer a Pavón en 1987, cuando ya era un defenestrado, un oscuro funcionario que rumiaba su “truene”, y que se ofreció a acercarlo en su Lada desde el Centro Wifredo Lam, en la Habana Vieja, hasta la casa. Como el trayecto daba tiempo a una conversación, Pavón se quejó de que los escritores que habían sufrido el rigor del Quinquenio Gris, la mayoría amigos de mi marido, lo trataban con desprecio, le hacían desplantes; humillación sumada a la humillación que como funcionario de Relaciones Internacionales de la UNEAC, había tenido que cargar la maleta de personalidades a las que otrora recibiera como presidente del Consejo Nacional de Cultura (CNC).

 

Alcides, que en efecto era amigo de muchas víctimas de la política de la parametración y la exclusión, le respondió que era lógico y Pavón debería entenderlo. A lo que Pavón respondió que solo había cumplido órdenes. “Hay órdenes que no deben ser acatadas si quieres ser salvado por la memoria histórica”, le dijo mi marido. “¡Pero es que yo soy un militante disciplinado!”, fue la respuesta. “Pues los verdaderos militantes deben saber decir no”, le dijo Alcides.

 

Cinco años después, volvieron a encontrarse en casa de un amigo común. Ya Pavón estaba jubilado y le recomendó con entusiasmo especial la novela búlgara Cuando seas rey, cuando seas verdugo. Alcides no la conocía, por lo que la tercera —y última— vez que se vieron, Pavón le regaló un ejemplar. A Alcides sobre todo le interesó qué habría querido decirle Pavón: ¿en cada rey siempre hay un verdugo?, ¿cada rey tiene su verdugo?

 

El programa televisivo Impronta rescató a Luis Pavón Tamayo del olvido para peor, y el silencio ahora ante su muerte física confirma su muerte civil hace años ya. Las víctimas de la política que él representó se sienten cómodas entre reconocimientos, viajes y premios; prefieren hacer a Pavón el blanco de todos los dardos. Ellos saben que Pavón no improvisaba, y si hubo alguna disculpa oficial, sería extraoficial e individual. El militante disciplinado encarna al rey como objeto de todo el odio.

 

Leopoldo Ávila, el alias que martirizó a la intelectualidad desde las páginas de Verde Olivo, no fue una sola persona. Eso puede atisbarse en la disparidad de estilo de sus artículos; sin embargo, la saludable memoria selectiva de que gozan los restituidos prefiere ver solo a Luis Pavón Tamayo como verdugo.

 

Alcides lo recuerda como un hombre de hablar bajo, agradable y educado sin ser pedante. Un poeta prescindible, aunque con sensibilidad. Un recuerdo fugaz y amable. En definitiva, él vino a conocerlo cuando ya no era rey ni verdugo.

 

 

Parcelas de miedo

Alejandro Ríos

30 de mayo de 2011

 

Medios electrónicos oficiales han venido celebrando el centenario de Carlos Rafael Rodríguez, uno de los personajes más sobrevalorados del castrismo. Hace unos años me tocó presentar un documental en Miami Dade College, Our House in Havana, protagonizado por Silvia Morini, una de sus primas.

 

Conversando con el público, donde alguien quiso saber sobre su relación con el alto jerarca, Morini explicó que lo había visitado en su lecho de muerte para hablarle sobre el desastre de revolución que habían pergeñado y, con cierto humor negro, subrayó que aquel comentario tal vez le había acelerado su fallecimiento.

 

Siendo muy joven, visité una bella residencia en Miramar, con unos amigos, en busca de algún disco de la prohibida música americana y recuerdo haber escuchado que era la casa de una amante de Carlos Rafael Rodríguez. Es sabido cómo la nomenclatura cubana disponía de las viviendas abandonadas por sus dueños para satisfacer caprichos de tal índole.

 

Este señor era considerado una suerte de sofisticado intelectual en la rudeza guerrillera del buró político. De connotado comunista había pasado a ser consumado fidelista, luego de una breve incursión a la Sierra Maestra cuando ya la guerra estaba ganada. Ajustó al pie de la letra su conocimiento de la historia del comunismo a las necesidades del castrismo y, de paso, camuflaba los horrores del estalinismo.

 

Es conocida una intervención suya ante los estudiantes de las escuelas de arte, donde su deplorable requiebro del máximo líder lo lleva a decir que en Cuba no había necesidad de protestar como lo hacía la contracultura norteamericana con “guitarrita y pelo largo” porque ya Fidel Castro, con su revolución, era la máxima expresión de protesta.

 

Cierta leyenda refiere que intervino en varias ocasiones para salvar artistas y escritores caídos en desgracia. Sin duda, algo le quedó de su sólida formación humanista en aquella república que luego contribuyó en desmantelar urgido por su desenfrenada pasión fidelista.

 

Y hablando de lealtades, la jornada de este centenario anunciado, que no dejará huella alguna en la cultura cubana, coincide, paradójicamente, con el fallecimiento de un siniestro comisario que cumplió y hasta se excedió en el mandato que le dieron sus patronos, los Castro, para fustigar y meter en cintura a los artistas, escritores e intelectuales descarriados durante los años setenta cuando le correspondió dirigir los destinos de la cultura nacional.

 

Dicen que Luis Pavón Tamayo murió como un mafioso en retiro, solamente perturbado durante un capítulo del año 2007 en que quisieron redimirlo en televisión y la clase intelectual criolla se rebeló en masa, pero solo virtualmente, en la llamada “guerrita de los emails” que fue abruptamente zanjada con una declaración oficial en el diario Granma, donde todo volvió al status quo que la dictadura depara a sus tolerantes y mansos intelectuales.

 

Pavón, uno de los más serviles testaferros de los Castro, se va sin obituario, sin coronas de quienes le dieron las órdenes de tener mano dura, ni cenizas esparcidas donde dejara su nefasta huella.

 

Las víctimas vivas no pueden despotricar de sus desmanes porque en el fondo formaron parte de una política de estado que no ha sido ventilada de tal modo sino de manera anecdótica como si Pavón no contara, totalmente, con el respaldo del entonces dictador y su hermano. “Es mejor no abrir esa gaveta” y todos puntualmente obedecen.

 

El terror implantado por Pavón luego se transfiguró en otras parcelas de temor. Hart, Guevara, Arjona, Santamaría, Leal, Guillén, Prieto y muchos otros directivos de la cultura cubana, implantaron sus versiones represivas pues meter miedo siempre ha formado parte de la naturaleza de la bestia.

Pavón, el olvido oficial

Alejandro Armengol

27 de mayo de 2013

 

No es que Luis Pavón muera sin pena ni gloria, es que murió oficialmente olvidado. Nadie mencionó su fallecimiento en la prensa oficial cubana, ninguna nota breve, no hay hasta el momento un cable de agencia noticiosa que recoja el hecho. Por otra más de las ironías del destino, la historia o la política —la retórica aquí no importa— ha sido en el exilio donde más se ha comentado, o al menos mencionado, el fin de alguien al que muchos con razón consideraron y han considerado siempre un hijo de puta. Que ya no exista no cambia en nada ese criterio. Al menos, si se quiere ser consecuente.

 

Pavón, que fuera director de la revista Verde Olivo y también el aparente autor de unos pocos textos que, con el nombre de Leopoldo Ávila —los trabajos se han atribuido también a José Antonio Portuondo, otro mediocre estalinista— sirvieron para desatar el terror entre escritores y artistas, en momentos en que se impuso el dogmatismo, la mediocridad y la estulticia en buena parte de la literatura cubana. Sin llegar nunca a convertirse en una especie de Marat o Robespierre del trópico —no por falta de vocación sino por carencia de posibilidades— este poeta mediocre trató sin descanso de arruinarle la vida a varios creadores. Lo conseguiría mejor desde la presidencia del Consejo Nacional de Cultura entre 1971 y 1976, donde pudo ejercer casi a plenitud su destino de censor.

 

Tras su breve reinado de terror cultural pasó no sólo a la oscuridad casi total sino al rechazo poco menos que absoluto. Luego sirvió de pretexto para una de las tantas jugadas con múltiples interpretaciones que han ocurrido en la isla a partir de 1959, cuando apareció en un programa de televisión en 2007. Es posible que aquella “guerrita de los emails” rindiera provecho a unos cuantos, lo que sí es seguro que nadie está dispuesto a repetirla ahora, ni en la más ligera escaramuza. Quizá, después de todo, ha sido el miedo, no a Pavón sino a mencionar a Pavón, lo que explica este silencio momentáneo en la prensa cubana.

 

La muerte de Pavón, por lo demás, a estas alturas no significa nada. Si acaso servirá para que algunos de los perseguidos de entonces, que han permanecido en la isla y logrado el pleno reconocimiento oficial y oficioso —premios nacionales incluidos— le dediquen una sonrisa irónica. No creo que la condición de humanista haga a nadie humanitario, al menos eso espero. Deberían celebrar, no tanto la victoria sobre el censor, que lograron hace mucho tiempo, sino el olvido como una forma más sutil, pero también más poderosa, de detracción.

 

Ironía también que fuera Norberto Fuentes quien diera a conocer la noticia en el exilio. Así resulta siempre: los censores terminan dependiendo de los censurados. Lástima que nunca aprendan la lección a tiempo.

El legado de Alfredo Guevara

Enrique Del Risco

24 de abril de 2013

 

La famosa anécdota que cuenta que cuando al Primer Ministro chino Zhou Enlai le preguntaron qué pensaba de la Revolución Francesa respondió que todavía era demasiado pronto para opinar de ella no aplica para el caso de Alfredo Guevara por las mismas razones que en los de Fidel Castro o Alicia Alonso: su larguísima existencia más que física, geológica, ya permite tomar la suficiente distancia para evaluar sus acciones. A esta altura puede determinarse que la herencia más duradera del fundador del ICAIC no es ni dicha institución, ni esa mezcla de pretensiones “artísticas” y chabacanería que es el cine cubano o ni siquiera su manera singular de colgarse la chaqueta de los hombros que pese a su insistencia nunca llegó a adquirir el rango de moda. Su mayor legado, el que sospecho más persistente y duradero, es de cierta concepción de la cultura cubana o más valdría decir de la Alta Cultura de la Revolución Cubana (dicho sea con mayúsculas para que ese conjunto de meras palabras parezca importante) que puede notarse en polémicas tan apartadas en el tiempo como las que rodearon al documental “PM” en 1961 o al reguetón al inicio de la segunda década del siglo XXI.

 

La famosa polémica que precedió las “Palabras a los intelectuales” fue, además de una lucha por el poder (cinematográfico) entre el grupo de Lunes de Revolución y el del ICAIC, una riña estética: la de cineastas forjados en una de las escuela europeas más pujantes del momento, la italiana, a donde habían ido a estudiar el núcleo de fundadores del ICAIC frente la más anglosajona o directamente filonorteamericana lidereada por Guillermo Cabrera Infante, Néstor Almendros y otros que habían pasado fructíferas etapas de formación en los Estados Unidos. Si fue Fidel Castro quien se encargó de fijar de una vez y para siempre los límites de la política cultural (el dentro y el contra, el todo y la nada) fue este Guevara quien se encargó de infundirle un tono: ese que se pretendía refinado pero que encarnó en la forma más vulgar del elitismo, la que representa al pueblo por el curioso procedimiento de darle la espalda y suplantarlo con una versión épica o romántica pero escandalosamente falsa.

 

Frente a los borrachitos de “PM” el ICAIC enarbolaba campesinos infelices o jubilosos de acuerdo a la temporada de la Historia que se tratara, a milicianos enérgicos, a brigadistas dispuestos y obedientes hasta en sus desobediencias, a chivatos glorificados por el martirologio. No es de extrañar que la película más emblemática del cine cubano tenga por protagonista a un burgués frustrado y distante observador en funciones. Una cultura que se había “nacionalizado” a partir del reconocimiento de sus raíces por parte de las vanguardias locales desde las décadas del veinte y del treinta se reeuropeizaba en nombre de la batalla entre el socialismo y el capitalismo, entre el arte verdadero y el comercialismo, entre los rezagos del pasado y el futuro luminoso. Así como lo popular se rebajó a turístico y decadente, todo el cine cubano anterior a 1959 desapareció por decreto y Alfredo Guevara devino en fundador del cine nacional en una transición sin escalas de los hermanos Lumiere al ICAIC. De un cine sobrecargado de números musicales y cantantes y comediantes de moda se saltó sin transición al de imágenes de una severidad recién conquistada acompañadas con música electroacústica o cantautores quejosos pero combativos. Y a eso se le llamó progreso.

 

Habría que reconocer que como jefe de proyeccionistas Alfredo Guevara tuvo más fortuna que como pastor de cineastas. Se impuso, gracias a la intervención de su viejo cómplice en la universidad –el entonces primer Ministro Fidel Castro-, en una polémica con la ortodoxia de los viejos comunistas lo que permitió que en los años siguientes además del cine “socialista” se pudieran estrenar en Cuba producciones del capitalismo decadente. Su gran mérito fue defender que entre una y otra muestra del realismo socialista se pudiesen ver películas de Fellini o Antonioni. Pese a las potencialidades norcoreanas del comunismo criollo las pantallas habaneras fueron siempre mucho más abiertas que las de Pyongyang o hasta las de Moscú. Fue así cómo Alfredo Guevara se convirtió en un modelo a seguir de intelectual liberal sin ser lo uno ni lo otro.

 

En cuanto a la producción de cine se encargó de remedar los experimentos de Fidel en la ganadería con resultados parecidos: híbridos que reunían lo peor de sus fuentes de inspiración con uno que otro ejemplar que trataba de redimir a la manada. Decidir cuál sería la Ubre Blanca del cine cubano es tarea algo más difícil. En cambio si alguien le echa en cara su esterilidad cinematográfica yo seré el primero en defender su contención. Cualquiera que se haya asomado a sus libros sabe lo mucho que le debemos agradecer por tanto silencio.

 

El crítico Justo J. Sánchez intentó en estos días un epitafio: “Vivió en el poder absoluto la contradicción de ser Oscar Wilde en tierra de los Van Van”. La frase es sin embargo más rotunda que precisa. No sólo porque un homosexual con aspiraciones artísticas está tan cerca de Wilde como cualquier bizco con resabios filosóficos de Jean Paul Sastre sino porque Cuba antes de ser la tierra de los Van Van fue la de Matamoros, Piñeiro, Lecuona, Arsenio Rodríguez y Benny Moré. Los Van Van, Buenavista Social Club o el reguetón es lo que todavía puede producir el país a pesar de medio siglo de intervencionismo estatal, de ofensivas contra los “rezagos del pasado” y de experimentación diversa con la cultura nacional atendiendo a caprichos personales convertidos en ley.

 

Sería fácil y hasta útil emprenderla contra el gusto más o menos kitsch de Alfredo Guevara que propició tanta cursilería con ínfulas, contra su rechazo a la vitalidad de la cultura en nombre de la corrección (ya fuera política o estética), contra su confusión entre arte y propaganda, cultura y festivales pero todo esto oscurecería el sentido (¿profundo?) de su legado. Su herencia se hace presente cada vez que un funcionario de la cultura trata de darle un aspecto liberal a la obediencia estricta de las órdenes de los que mandan como intentó hacerlo Abel Prieto, quizás su ajustado discípulo, hoy ya pasado a retiro. El legado de Guevara consistió sobre todo en que la destrucción de una cultura y de un país completo adquiriera un aire renovador de manera que en medio de las ruinas todavía se consiga hablar de una ganancia espiritual, la del espíritu de la Revolución o de cualquier otro. Atendiendo a sus deseos cremaron su cuerpo y las cenizas resultantes fueron esparcidas en la escalinata de la Universidad de la Habana. Su espíritu en cambio está por todas partes.

Engáñame bien chaleco

César Reynel Aguilera

24 de abril de 2013

 

Leer biografías de comunistas es una de las tareas más aburridas que hay. Para encontrar un dato valedero hay que aguantar páginas y páginas de diatribas pseudo-intelectuales, votos de fidelidad a la causa, consignas, golpes de pecho y cuanta palabra se necesite para demostrar que lo inviable pudo existir y la derrota fue victoria. Es como leer vidas de santos, pero sin la dulzura y el consuelo del más allá.

 

De vez en cuando, por suerte, se encuentran excepciones. Una de ellas es el libro “La otra cara del combate”, escrito por Luis C. García Gutiérrez —conocido como Fisín—, un dentista que fue miembro de la Comisión de Habilitación del Partido Socialista Popular y tuvo a su cargo, desde los años cuarenta, una buena parte de los trabajos de enmascaramiento —y cambios de fisionomías— requeridos para mover a la alta jerarquía del PSP dentro y fuera de Cuba.    

 

Uno de los capítulos más hilarantes de ese libro es el que describe la salida clandestina de Cuba, en el año 1957, de Alfredo Guevara. Yo conocía esa historia; y quizás por eso me hicieron reír tanto las trece páginas de esa entrevista cantinflesca en la que Alfredo, como era su costumbre, lo dice todo para que no se entienda nada. Esa era una de sus artes: la de diseminar sus verdades dentro de una palabrería que obligaba, con paciencia arqueológica, a entresacar frases y oraciones para así poder reconstruir, con un poco de suerte, el sentido real de tanta verborrea.

 

La entrevista con Fisín es un ejemplo de eso. Hay que aguantar trece páginas de “saltapatrás” y “tirayencoges” antes de encontrar las frases que esclarecen la historia. Las más importantes son: “resultaba ridículo que yo aceptara el asilo después de criticar esa costumbre… Y así se determinó hacer una salida riesgosa, pero más digna… ponerme en tus manos, Fisín… Más que cambiar la imagen física se trataba de armarme psicológicamente… En realidad, me enseñaste a caminar distinto… acabaste con el hábito de tener el saco siempre por encima de los hombros… Yo usaba una ridícula raya a la izquierda y me peinaste hacia atrás… Me pusiste, también, unos espejuelos. Es decir me cambiaste, pero sin cambiarme, sin “disfrazarme”.

 

Y yo leyendo y riendo y acordándome de un viejo comunista contando en el comedor de mi casa la historia de aquel “enmascaramiento” de Alfredo. Del saco puesto como se ponen los sacos, de los espejuelos sin aumento, del cambio de peinado y de la orden dura e inapelable: tienes que caminar como un hombre, coño, si caminas como una dama y te meneas como una campana pidiendo su badajo los esbirros del SIM (Servicio de Inteligencia Militar) te van a identificar antes de que entres en el aeropuerto. Así que ya sabes, macho ahí, y no hay dios que te identifique. Así fue, Alfredo fue macho por unas horas y salió por el aeropuerto de Camagüey sin el más mínimo de los contratiempos. Se exilió digna y heroicamente.

 

Hace unos días murió.

 

Que nadie se llame a engaño, fue un hombre valiente. Aquella salida clandestina fue después de haber sido detenido y torturado… y no habló… y tenía mucha información. Ahora está muerto y el recuerdo de su vida queda dominado por su desempeño como presidente, casi vitalicio, del ICAIC. Un cargo y un recuerdo que opacan, o esconden, al verdadero Alfredo Guevara, una responsabilidad que es consecuencia de lo que podríamos llamar su verdadero talento, o genialidad.

 

Alfredo fue un político extraordinariamente hábil, un líder estudiantil que logró, guiado por Flavio Bravo y ayudado por Lionel Soto, regresar a los jóvenes comunistas de la Universidad de la Habana a aquel esplendor que habían perdido con la muerte de Mella. Al mismo tiempo Alfredo organizó, junto con Soto, todo un sistema de seducción, selección y reclutamiento en los predios de la Universidad. Los jóvenes eran atraídos hacia las organizaciones pantallas del Partido (la más famosa fue la Sociedad Nuestro Tiempo) y a partir de ahí eran “trabajados” con vista a su reclutamiento, ya fuera como miembros públicos o secretos de la organización. El propio Alfredo fue, durante algún tiempo y por órdenes del Partido, un miembro secreto de la Juventud Socialista.

 

Fue gracias a esa condición de miembro secreto que Alfredo pudo hacer uso y desarrollar su extraordinario talento para eso que en el argot de las organizaciones clandestinas se conoce como un “agente apuntador”. Una persona que sin presentarse como miembro de una organización trabaja constantemente en la identificación de objetivos susceptibles de ser reclutados por la misma. Su trabajo es ganar la confianza de esos objetivos y obtener, sin delatarse, toda la información que pueda ayudar al reclutamiento. Alfredo fue un genio haciendo eso, y si miramos con atención podemos darnos cuenta que una buena parte de esa genialidad se debe a la extraordinaria capacidad que tuvo para identificar y “trabajar” a esos talentos que viven rodeados por unos egos gigantescos y enfermizos.  

 

Eso fue Alfredo, un cultivador de egos, un jardinero de megalomanías.

 

La flor más famosa de su jardín fue el propio Fidel Castro, un guajiro bruto e impopular, un aprendiz de revolucionario con un complejo de grandeza tan patológico que sólo atraía burlas y desprecios. Hasta que cayó bajo las artes de Alfredo y fue pasando, poco a poco y sin darse cuenta, de guajiro a habanero, de tira-tiros a revolucionario, de abusador a líder y de tonto memorioso a intelectual. Todo eso sin que su desmesurado ego le permitiera pensar que había tenido un hacedor, un alquimista dulce y femenino que lo fue llevando, con paciencia y discreción, hasta convertirlo en eso que sus ínfulas ya le habían anunciado como un destino inevitable.

 

Después del triunfo de la revuelta castrista Alfredo Guevara, ya con más poder e información, siguió ocupándose de darle “tratamiento” a esos talentos que, a pesar de ser reales e inobjetables, insisten en amplificarse bajo el lente de unas megalomanías insufribles. Cuba, ya sabemos, es un yacimiento infinito de egos desmesurados. No es casual entonces que muchos cineastas, poetas, escritores y artistas plásticos que vivían y viven patológicamente convencidos de sus grandezas, hayan terminado comiendo de la mano de Alfredo Guevara.

 

Un caso muy conocido es el de Silvio Rodríguez, una mezcla de poeta de segunda clase con músico de tercera que —insatisfecho con ser un trovador genial— quiso ser Don Juan, intelectual cuasi filosófico, líder de una estética, conciencia de una generación y revolucionario en busca de una bala que nunca alcanzó a convertirlo en pasquín de camiseta.

 

Alfredo analizó al muchacho, le vio potencial, supo que Papito Serguera no se molestaría mucho con su papel de policía malo, y decidió protegerlo. Se lo llevó para el ICAIC, le puso a Leo de profesor, dejó que grabara sus cosas, y esperó con paciencia a que aprendiera a vivir como le cuadra a un hombre despierto, o sea, como diputado y empresario.

 

Y ahí está Silvio, como otros más, sin saber —o sin querer saber— cuánto le debe de su grandeza a un hombre que era capaz de mirar a los egos ajenos como miraba Miguel Ángel a sus bloques de mármol.

 

Qué cosa fuera la maza sin cantera.

Muere un comisario

Alejandro Ríos

24 de abril de 2013

 

Alfredo Guevara ha muerto y sus cenizas fueron esparcidas en la escalinata de la Universidad de la Habana. He llamado a tres de sus víctimas para conocer primeras impresiones al respecto.

 

Orlando Jiménez Leal, protagonista del capítulo de represión y censura cultural primigenio de la revolución, instigado por el propio Guevara, que malogró el estreno de su cortometraje PM, me ha dicho: “Sentí cierta lástima, era un desecho humano al final. Me estoy quedando sin enemigos”.

 

A Alberto Roldán, director del exitoso filme La ausencia, lo sancionó con rudeza a que permaneciera en Cuba durante 12 años, luego de que este le expresara su deseo de abandonar aquella ignominia a la que estaba sometido por no comulgar con los designios políticos y estéticos del presidente del Instituto de Cine. Roldán fue sarcástico en su respuesta: “¿Alfredo qué? ¿Cómo se llama el que murió?”.

 

Orlando Rojas, quien hoy dirige los destinos de la programación del Teatro Tower, con la misma perseverancia y pasión que antes realizara su distinguida filmografía y a quien le canceló de modo abrupto, en plena filmación, su último trabajo en la isla: Cerrado por reformas, me confió: “Siempre me pregunté qué sentiría cuando supiera de su muerte, pues hizo mucho daño. Ahora puedo decir que indiferencia total”.

 

Ejerció un poder voluntarioso y absoluto en la parcela que le dispensó su venerado Fidel Castro, quien lo protegiera de los más arteros ataques, entre los cuales resultaba recurrente el que provocaba su ostentosa homosexualidad, en un gobierno de machangos y vaciladores guerrilleros.

 

Se pasó la vida lidiando con otros fundamentalistas, a su semejanza, que trataban de retar su posición en el panteón de los elegidos. No le concedieron, como hubiera querido, el Ministerio de Cultura que pasó a manos de un comisario de más confianza, el lisonjero Armando Hart.

 

Simuló ser liberal dentro del dogmatismo y la intolerancia imperantes, y salvó un séquito de artistas e intelectuales en desgracia, mientras olvidaba a otros, como Virgilio Piñera, pues no le servían a su desmedida ambición y arribismo.

 

Durante décadas se encaprichó en desestimar todo el cine cubano realizado antes de 1959. Incluyó en tal desprecio elitista a las figuras eminentes de ese período con la excepción, tal vez, de Raquel Revuelta, quien lo desafiaba en méritos revolucionarios y no podía ser excomulgada como le ocurriera a un verdadero fundador del cine nacional, el director de La Virgen de la Caridad, Ramón Peón, a quien le negó la entrada al ICAIC.

 

Se conjuró con Fabián Escalante, siniestro jefe de la Seguridad del Estado, para lograr que Costa Gavras hiciera un filme sobre los intentos de asesinato a Fidel Castro, pero el realizador no cayó en la trampa que solo buscaba endiosar la capacidad de supervivencia del Comandante.

 

En las postrimerías de su vida y su carrera, lo fueron echando a un lado como el impertinente y majadero “señor muy viejo con unas alas enormes” de su compinche García Márquez. Entonces le dio por abrumar a las nuevas generaciones con crípticos y ridículos discursos, llamados a extender la “belleza” de una dictadura agotadora y feroz.

 

Ignoró, sin embargo, a los cineastas jóvenes que, ahora mismo, están marcando la diferencia al comentar, críticamente, el estado de cosas que el contribuyó a crear en la nación.

 

Su muerte cierra un capítulo que nunca debió abrirse en la cultura cubana, el de las exclusiones, el maltrato y el miedo. No deja legado alguno. Unos pocos libros ilegibles y la codirección de un documental sin méritos artísticos. La lluvia se ocupará del resto con sus turbias cenizas al pie del Alma Mater.

Más que un gay en el séquito de Castro

Justo J. Sánchez

22 de abril de 2013

 

Un perrito y una chaqueta sobre los hombros. Tal es el poder de la imagen que para muchos el recién fallecido Alfredo Guevara se resume a un contraste: Quentin Crisp en un entorno verde olivo. ¿Subversión? No. Sus afectaciones y excentricidades teatrales en épocas del UMAP y las depuraciones eran privilegios correspondientes a su cargo y nexos con la cúpula. Lenin en conversación con Lunacharskii llegó a afirmar que el cine era “el arte más importante para nosotros”.

 

Sergio Eisenstein en cada escena de ¡Huelga! llega a comunicar con pasión dramática la cara humana de la desigualdad, injusticia y explotación, elementos que llevan a la lucha de clases. Con la expresión directa de actores sin adiestramiento formal, una fotografía sin par, el corte, edición y montaje nos hacemos parte del fervor proletario. La Unión Soviética contaba con el talento de Eisenstein, genio que cambió la cinematografía occidental. Dziga Vertov transformó los noti-documentales llamados Kino-pravda. Pudovkin, otro gigante del cine, estrenó en el 1926 la gran producción Madre. Los afiches de estas películas y la actividad visual de los maestros del Constructivismo Soviético se estudian aún en los programas serios de historia de arte. Cuba no contó con esos colosos creativos. Se colocó en el mapa gracias a un acoplamiento favorable de fuerzas culturales durante los años sesenta. Alfredo Guevara supo aprovechar ese marco histórico para su auto-promoción y la estructuración mediante el cine de la mitología y retórica revolucionarias.

 

José Goebels, dramaturgo, graduado de Heidelberg (no de la Universidad de La Habana en el período caótico de Grau), utilizó para esparcir la ideología Nazi todo un imaginario estudiado. Para plasmarlo al cine contaba con la visión de Leni Riefenstahl, creadora de Triunfo de la fe y las laureadas Olympia y Triunfo de la voluntad. Sin una tradición de música seria (salvo los heroicos esfuerzos de María Teresa García Montes en Pro Arte Musical), Guevara así como las instituciones culturales de la isla tuvieron que echar mano a la Nueva Trova. No había un Wagner en Cuba. Para un occidente que se rebelaba contra la Guerra de Vietnam, creaba la cultura “hippie”, organizaba las manifestaciones del ’68, Silvio Rodríguez, Pablo Milanés así como las producciones del ICAIC adquirieron grandiosa estatura.

 

Dentro de un proceso que al mejor estilo Savonarola hacía piras de libros (vienen a la mente Jorge Mañach, José Lezama Lima, Guillermo Cabrera Infante, Lidia Cabrera, el aislamiento de la poetisa Dulce María Loynaz, la censura de Cundo Bermúdez), Alfredo Guevara se erigió como figura intelectual en París. Desde su puesto en la UNESCO protegió a sus protegidos. Hizo oídos sordos a las quejas de Lou Lam sobre la producción y exportación de obra falsa de Wifredo Lam en Cuba. Aprovechó el intercambio cultural con Estados Unidos para publicar un exagerado ensayo en Cernuda Arte. De forma ofensiva a los estudiantes de historia de arte comparó chez Cernuda a un pintor formulario e inconsistente de la habanera Galería Acacia al veneciano Canaletto. Se quiso (en gastadas palabritas) “abrir un espacio”. Nunca sin embargo abrió las puertas de su país a los artistas de importancia que viven en Estados Unidos. Acacia nunca ha mostrado a Julio Larraz, Emilio Sánchez, Miguel Padura, la parisina Gina Pellón, ni al propio cubano-afroamericano Emilio Cruz.

 

Recientemente se analizó en Francia (“Cuba, l’art de la propagande”) la producción de ICAIC y los noticieros cubanos como propaganda. Para muchos cubanos en el exilio, la oferta de esta Reichsfilmkammer antillana todavía se ve como una gran cosecha de triunfos cinematográficos. Todavía el Miami-Dade College y hasta estaciones de televisión ofrecen como cine serio o quizás artístico lo que en Francia ya se exhibe como propaganda. Una ciudad con más rigor intelectual examinaría este producto dentro de “media studies” (estudios mediáticos): el ICAIC al servicio de los vaivenes en la política oficial, la institución como feudo, el festival y la escuela de cinematografía como entes de legitimación política a nivel internacional. Esta presencia del cine ICAIC en Miami responde a la necesidad de autovalidación de mucho personal de esa institución ahora residente en la Florida. Con una reevaluación de su pasado, lo verían quizás cancelado. Mostrar “los logros” del ICAIC y mantener su validez con estrenos en el corazón del exilio les otorga una sensación de permanencia y relevancia. El tiempo y los expertos dirán cuál es el magnum opus cubano, cuál de sus directores será considerado un Reifenstahl o el Eisenstein caribeño.

 

La misión propagandística (afín con la etimología del vocablo) no consiste sólo en propagar o difundir un proyecto ideológico sino en perpetuarlo. Mediante la repetición de consignas, imágenes, entretenimiento manipulado, el suministro de información parcializada se establece una coerción a la población subyugada mediáticamente. El esquema hegemónico no se cuestiona, es ya axiomático.

 

Sobre el difunto Guevara, su labor como ingeniero propagandista asume siempre un segundo lugar a su presunta orientación sexual. Al hacer un estudio bibliográfico de Guevara, aparece hasta en una pregunta dirigida al Máximo Líder por Vanity Fair: “¿Alfredo Guevara es gay?” Dado el historial homofóbico revolucionario, la pregunta era válida. Castro reconoció sus errores y recitó el “Yo confieso” en una entrevista para el periódico La Jornada de México. Su sobrina es ahora la mariliendra en jefe.

 

Un “outing” resulta difícil porque la evidencia se ciñe a chismes de pasillo en la ICAIC y especulaciones sobre amoríos. Más que “queer theory” (estudios gáis) que darían fruto si tuviéramos frente a nosotros una figura artística de importancia -no un burócrata- es mejor oírle hablar, repasar sus discursos, ver sus fotos. El perrito, la chaqueta y el desafío público al machismo fueron premios por lealtad al poder y sus labores como traductor y difusor de ideología y apologista en el extranjero. Alfredo Guevara fue el complemento cinematográfico de Alicia Alonso, que hizo del ballet un deporte nacional. Encarnó la decadencia decimonónica del esteta amanerado. Vivió en el poder absoluto la contradicción de ser Oscar Wilde en tierra de los Van Van.

El último ‘apparátchik’

Manuel Zayas

20 de abril de 2013

 

Cercano a Fidel y Raúl Castro desde los años 50 y protagonista de varios casos de censura y represión intelectual, Alfredo Guevara tuvo poder suficiente para decidir qué se filmaba, se exhibía y se producía cinematográficamente en Cuba.

 

Hace escasos tres meses, Alfredo Guevara declaraba que el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), fundado por él en 1959, era una institución obsoleta. “Yo diseñé la organización, pero digo, ‘esto no funciona más’”, aseguró a The New York Times. Apenas tres años atrás, el dictador Fidel Castro reconocía que el modelo cubano no funcionaba más: “El modelo cubano ya no funciona ni para nosotros”, dijo Castro a The Atlantic.

 

Esas afirmaciones debieron acompañarse por el desasosiego o por cierto complejo de culpa, pero de ello no hay noticias. En ambos casos, las declaraciones eran hechas a medios de comunicación de Estados Unidos y explicaban el fiasco en la gestión de un instituto de cine y de un país.

 

Acaba de morir Alfredo Guevara, quien tuvo poder suficiente para decidir qué se filmaba en Cuba, figura controversial toda su vida. Seguidamente a la firma de la ley 169 de creación del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), del 20 de marzo de 1959, Guevara pasó a controlar prácticamente toda la importación, exportación, la exhibición y la producción cinematográficas en el país.

 

La cercanía con Fidel y Raúl Castro desde los años 50, de quienes había sido mentor al aconsejarles la lectura de Marx y Lenin y llevarlos por el camino del marxismo, fue decisiva para su nombramiento al frente del Instituto. Pero en 1961, viendo que un grupo de muchachos, apoyados por el magacín Lunes de Revolución, habían realizado un cortometraje sobre la noche habanera, confisca la película y se arma uno de los más sonados episodios de censura en el país.

 

Durante medio siglo, muchos pormenores de la prohibición del cortometraje PM permanecían en una nebulosa, hasta la reciente publicación del libro El caso PM. Cine, poder y censura (Madrid, Colibrí, 2012) que desgrana paso a paso lo que fue sucediendo alrededor de ese filme de la discordia. Con la censura de PM, que dirigieron Orlando Jiménez Leal y Sabá Cabrera Infante, Guevara destruía cualquier posibilidad de cine independiente.

 

Como autoridad central del nuevo organismo, cerró las puertas del Instituto a viejas figuras del cine prerrevolucionario, impidiendo que muchos profesionales pudieran seguir trabajando en el sector. Fue muy conocido su enfrentamiento con Ricardo Vigón, cofundador del Cine Club de La Habana (1948) y de la primera Cinemateca de Cuba (1951), de quien dijo no tenía los conocimientos suficientes para trabajar en la industria cinematográfica. A unos que ya colaboraban en el ICAIC, los expulsó; mientras que otros como Guillermo Cabrera Infante se marchaban por enfrentamientos con Guevara.

 

En un memorando que le escribió, Tomás Gutiérrez Alea (Titón) le criticaba a Guevara: “No puede haber variedad en nuestras obras si todas se deben ajustar al gusto de una sola persona”. El presidente del ICAIC llegó prácticamente a condenar el free cinema y la insolencia de todo aquel que lo cuestionara. Los enfrentamientos con Titón fueron célebres, y de ello da cuenta el libro Volver sobre mis pasos (La Habana, Unión, 2008), preparado por su viuda Mirta Ibarra y que contiene la correspondencia del cineasta.

 

Durante los momentos más crudos de represión a los homosexuales en las décadas de los 60 y 70, Guevara mantuvo una postura un tanto paradójica: protegió a todos los que estaban bajo su feudo, pero no se atrevió a criticar, ni en público ni en privado, las políticas homófobas y criminales de los dirigentes de la revolución cubana. Sin embargo, apoyó la censura más férrea que sufrió el escritor Virgilio Piñera y envió las cámaras del ICAIC a filmar la autoinculpación del poeta Heberto Padilla, después de su encarcelamiento.

 

Para que se tenga una noción de hasta donde llegó su cinismo, cito este párrafo en que Guevara habla del dramaturgo censurado: “si nos surgiera ahora un Virgilio Piñera que no tuviera esa historia, que no hubiera participado en Lunes, que no se dedicara a tratar de reclutar a los jóvenes intelectuales envenenándolos en sus relaciones y sus posiciones, o proponiéndoles planteamiento de determinadas posiciones ideológicas, y si no existiera ese pasado, y fuera un nuevo Virgilio Piñera el que naciera ahora, diría que eso sería harina de otro costal”.

 

Alfredo Guevara, en tanto presidente del ICAIC, dio el visto bueno para que se realizaran cuatro documentales de la ignominia durante el éxodo de Mariel (1980), todos bajo la batuta de Santiago Álvarez y Fidel Castro (y menciono ambos nombres porque ya para entonces el último pensaba por el primero), documentales de corte neoestalinista o neofascista si se quiere, que son una auténtica burla contra el pueblo cubano, y la inteligencia humana también.

 

Su primer mandato en el ICAIC no estuvo exento de polémica: además de la que hubo alrededor de PM (1961), le siguió la que sostuvo con el dirigente Blas Roca desde el periódico comunista Hoy (1963) a propósito de lo que se consideró como una exhibición de películas decadentes —La dolce vita, entre ellas— que Guevara defendía; y la última a raíz de la producción del filme Cecilia, que dirigió Humberto Solás en 1982 y que fue tan costosa, que le costó su reverendísimo puesto al presidente del ICAIC.

 

En su primera caída, Alfredo Guevara fue designado como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario ante la UNESCO, y hasta allí fue con su séquito, no se sabe si para beneficiarle o joderle la vida a quién. Siguiendo las instrucciones de su Comandante en Jefe, Guevara permaneció en París hasta 1991, cuando le encomiendan volver al ICAIC y arreglar el desaguisado del filme Alicia en el pueblo de Maravillas, que provocó la destitución de Julio García Espinosa al frente del Instituto (y que por poco causa su cierre o su fusión con las fuerzas armadas o el instituto de televisión).

 

En una de sus más simpáticas entrevistas, a Castro le dio por hablar de cine. Dijo que le fascinaban las películas de Chaplin y de Cantinflas, y se paró ahí. Esas eran las películas favoritas del Comandante en Jefe, las que no hacían pensar mucho. No mencionó ninguna película cubana, para dolor del presidente del ICAIC.

 

El 24 de febrero de 1998, Castro hacía públicas sus desavenencias con el presidente del instituto de cine, antes de hablar horrores de la película Guantanamera, que para colmo no había visto: “No padezco del masoquismo de ver algunas de las cosas que con recursos de la Revolución y del pueblo se han creado y que no son un estímulo a la lucha, a la resistencia y al reconocimiento del mérito de tantos héroes anónimos como tiene este país”.

 

Alfredo Guevara tuvo que aguantar con estoicismo la humillación que Castro le había infligido en una de las sesiones de la Asamblea Nacional, en un discurso que fue transmitido en vivo y en directo para todo el país. Desde entonces, su salida del ICAIC había sido prevista, pero no estaba dispuesto a que aquello fuera interpretado como una destitución. En lo que parece ser su última súplica al dictador, Guevara le había pedido el puesto de presidente del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, que empezó a ocupar desde 1999.

 

Refugiado en esa comodidad, el viejo apparátchik empezó a recopilar y a publicar unos voluminosos libros de títulos impronunciables y cursis. Cuando se le creía sin poder, hace dos años, destituyó a todo el personal de la Oficina del Festival del Nuevo Cine Latinoamericano, que lo acompañó en la organización del evento durante casi dos décadas.

 

Dio órdenes de no proyectar tal película o de no aceptar tal otra a competencia. Por problemas de comunicación, se despertó el sempiterno fantasma de la censura. Con mayor o menor razón, los realizadores afectados fueron ganando quorum hasta que el viejo apparátchik hizo su aparición en escena: “A mí hay que sacarme de aquí a cañonazos”, dijo. Pero este 19 de abril, su corazón dejó de funcionar.

 

Reacciones

 

Germán Puig, cofundador del Cine-Club de La Habana y de la primera Cinemateca de Cuba, dijo sobre Guevara: “Vivió creyendo que el fin justificaba los medios. Todo lo que se apartara de eso, le estorbaba. Al igual que Fidel Castro, creía que lo que hacía estaba bien hecho, aunque se equivocara. Se ha roto un cordón umbilical, porque Alfredo Guevara decía que yo era enemigo suyo. Él veía en mí a su alter-ego. Creía que tenía la misión de crear una industria cinematográfica, y la realidad prueba que en eso tenía razón”.

 

Fausto Canel, quien trabajó en el ICAIC hasta exiliarse en 1969, recuerda: “Fue un dirigente brillante que quiso hacer la cuadratura del círculo: quiso promover un cine de calidad y hasta crítico en un contexto marxista-leninista en el que creía. Pudo hacer lo que hizo en momentos en que el régimen cubano estaba en formación, pero en cuanto se convirtió en un régimen leninista, él tuvo que entrar por el aro. Cometió errores inmensos por razones de temperamento, metió la pata con la censura de PM. Ese fue un grave error que le cayó en sus espaldas y que Fidel Castro nunca le perdonó”.

 

“Se cuenta que Alfredo Guevara le ganó la presidencia de la FEU a Fidel Castro y entonces este se preguntó cómo era posible que ese hombre con frenillo y que no sabía hablar en público, podía ganarle. Y le ganó porque tenía el apoyo de la juventud comunista, que entonces tenía un entramado muy sólido. A partir de entonces, Fidel Castro se acercó a Guevara y le pidió que por favor le diera una mano con la educación de Raúl Castro, y es cuando consigue que inviten a Raúl a un congreso de las juventudes, organizado por la Internacional Comunista en Praga. Así fue cómo Alfredo se llevó a Raúl y lo empezó a meter en el mundo comunista. Luego fueron invitados a Moscú, regresaron en barco y se hicieron muy amigos”.

 

“Por esa época, Fidel Castro era un lector voraz de Benito Mussolini y de Primo de Rivera. El consejo de Alfredo fue: 'léete a Marx y a Lenin que son los que tienen las cosas claras'...”

 

“Le parecía completamente estúpido perseguir a los homosexuales y sobre todo mandarlos para campos de concentración. Él era más inteligente que los imbéciles. Le gustaba estar rodeado por hombres bonitos. Él nunca se hubiera tirado contra el poder e hizo lo que pudo”.

 

Orlando Jiménez Leal, co-director de PM y del documental Conducta impropia, dice: “Alfredo Guevara quería ser poeta. Un día en una larga caminata en Madrid, mi amigo Roberto Fandiño me dijo: 'Yo he sido el confesor de Alfredo Guevara'. Le pregunté que si era Père Lachaise y me dijo aun más, que él era el corrector de sus poemas”.

 

“Cuando llegamos a su casa, para probarme lo que decía, Fandiño sacó unos extraños manuscritos. Eran los poemas de Alfredo. Yo leí aquello con extrañeza y con pasión. Recuerdo que eran unos hermosos ripios, una mezcla de Luis Cernuda y Miguel Hernández en proporciones que no recuerdo. Había una extraña reiteración de las caracolas y el mar. ¿Qué extraño poder tenía este hombre? ¿Cómo pudo ganar tantas batallas prácticamente en solitario? ¿Qué intrigas palaciegas controlaba?”

 

“Lo cierto es que tenía un extraño ascendente sobre Fidel Castro que nadie hasta ahora podía entender. Fue un apparátchik aplicado, rebelde y sinuoso. Paseaba su saco sobre sus hombros como una especie de desafío a ese mundo machista que lo rodeaba. Tuvo la virtud de crear una industria de cine en Cuba. En realidad creó el aparato de propaganda más poderoso que tenía la revolución. Con él infectó con boberías ideológicas a medio mundo. Que descanse en paz”.

 

 

Alfredo Guevara en el bosque de ‘Rashomon’

Antonio José Ponte

20 de abril de 2013

 

Si la realidad resulta tan plural y fragmentaria como en la película de Akira Kurosawa, ¿cómo podría defenderse un partido único?

 

“Me puedo equivocar y puede haber muchas ópticas, pero esta es la mía”, reconoce en el documental Luneta No. 1 (Rebeca Chávez, ICAIC, 2012).

 

Lleva la chaqueta sobre los hombros en lo que constituyó —más allá de las películas y los carteles producidos bajo su égida— su aporte a la iconografía revolucionaria. No barba, no boina estrellada, no sombrero alón ni uniforme militar: una chaqueta sobre los hombros a la manera de las señoras que empiezan a sentir frío pero por nada del mundo se perderían esta fiesta en la terraza. Entre la machangonería rebelde, lo suyo es el escalofrío.

 

Está encantado de conocerse, como puede verse en la entrevista. Encantado de que, por muchas ópticas que haya, él pueda conservar la suya. Para hacerla prevalecer.

 

“Creo que la verdad es”, dice y hace una pausa como si a continuación viniese algo oracular, “es como un caleidoscopio. Es realmente… es Rashomon, para hablar en términos de cine. Para unos tiene un valor y para otros tiene otro valor, y tal vez de la suma de todas las ópticas se pueda tener una aproximación y solo una aproximación a la realidad real”.

 

Acompaña esas palabras con sonrisas. Tiene la ternura de un envenenador que hablara de sus antiguos cadáveres y, cuando alude a una película, es para dejar claro que no la ha entendido.

 

O que no se ha entendido a sí mismo. Porque no hay en Rashomon (la última vez que la vi se me cayó a pedazos, igual que la puerta del templo) ningún personaje capaz de borrar del todo al resto. Por otra parte, si la realidad resulta tan plural y fragmentaria como en la película de Akira Kurosawa, ¿cómo podría defenderse un partido único? No hay entre las historias ocurridas en el bosque japonés ninguna que pueda corresponderle a Alfredo Guevara. Lo suyo —no importa cuánto alardee de sumatorias— es restar a conveniencia, tachar, meter tijera y tumbar por edicto.

 

Paradójicamente, él mismo se ha encargado de publicar algunas evidencias de su comisaría política. En uno de sus libros —Tiempo de fundación (Iberautor, Madrid, 2003)— puede encontrarse el diálogo que sostuviera en La Habana, en junio de 1979, con algunos intelectuales del exilio (Comunidad Cubana en el Exterior). Alguien pregunta en ese diálogo por la caída en desgracia de Virgilio Piñera, y esta es su respuesta: “Virgilio, como tú sabes, es un anciano. Virgilio Piñera es, en mi caso personal, una de las pérdidas que más siento para la revolución desde el punto de vista literario”. Y a continuación ofrece razones para la censura.

 

Piñera cuenta entonces con 66 años y va a morir cuatro meses más tarde. Traducido del eufemístico, pérdida para la revolución significa ostracismo y vigilancia de la policía secreta.

 

(Un paréntesis acerca de los libros publicados por Guevara. ¿Cómo se explica que acceda, sin remordimientos ni vergüenza, a exhibir material de tal clase? ¿Por desmesurada idea de sí mismo? ¿Por la honestidad de quien no quiere evitarle a la posteridad sus deslices? ¿Por perfecta convicción de haber obrado del mejor modo posible? ¿Por aplomo doctrinario que le permite ventilar sus trapos sucios? No existe en toda la oratoria del castrismo prosa como la que puede leerse en esas páginas. Ni siquiera Eusebio Leal ha conseguido perpetrar zambumbia parecida.)

 

En el documental en donde lo entrevistan alcanza a verse un fragmento del discurso de autoinculpación de Heberto Padilla. Durante escasos minutos Padilla habla apasionadamente (con pasión verdadera o fingida) y es posible reconocer a varios de los asistentes. (Nancy Morejón, actual presidenta de la sección de escritores de la UNEAC, bosteza de aburrimiento o de miedo.) Las palabras de Padilla fueron publicadas por entonces, pero hasta donde sé no habían trascendido imágenes, y es de suponer que la filmación íntegra está guardada en una bóveda habanera.

 

La inclusión de un fragmento de ese material en Luneta No. 1 debió ser cortesía del principal entrevistado. A la hora de la muerte de José Lezama Lima, Alfredo Guevara mandó un camarógrafo al entierro. No asistió él, pero tuvo con el escritor una amabilidad de comisario: metió cámara en su cortejo, llevó el seguimiento policial hasta las últimas consecuencias.

 

Casi cuatro décadas después, esas imágenes siguen sin hacerse públicas. Las filmaciones del entierro de Lezama y del discurso de Padilla, que podrían considerarse documentos culturales de primer orden, constituyen expedientes secretos todavía. Son un par entre las muchas historias negadas de ese bosque de Rashomon. Forman parte de la pornografía política del régimen. Constituyen, con bastante probabilidad, la obra fílmica atribuible a Alfredo Guevara.

Guevara, apellido maldito en Cuba

Jorge I. Pérez

19 de abril de 2013

 

El denominado Guerrillero Heroico ha sido desmitificado para mejor comprensión de la Historia de varias generaciones de cubanos, con la precisión de los hechos situando al Che en la jefatura de un pelotón de fusilamiento en La Cabaña, en márgenes de la bahía de La Habana, donde se ejecutaba al amanecer sin garantías procesales.

 

Por los mismos años –comienzos de eso que dieron en llamar Revolución y que a la postre fue todo lo contrario-, un intelectual de izquierda con el mismo apellido del Guerrillero Heroico se aliaba para siempre a Fidel Castro, pero no desde un puesto militar, sino desde una comisaría cultural. Alfredo Guevara, a quien se le adjudica la fundación y fomento de la historia del cine nacional después de 1959, tendría en sus manos, a partir de esa fecha, un ministerio sin ser ministro. Ni falta que le hizo el cargo con todo el poder que manejó.

 

Fue una especie de protector de ovejas descarriadas que tenían talento y, por alguna razón, quiso resguardarlas de la mano dura que sin embargo era la que lo protegía a él. Todo un enredo para el que no conozca el sentido mafioso de la llamada Revolución. Unos se beneficiaron, se salvaron, y otros no.

 

En Cuba revolucionaria siempre fue imprescindible tener un padrino. Y Guevara, el dueño del cine nacional, fue uno de ellos.

 

Como comisario cultural dio alas, abrigó, sucesos tan importantes como las ediciones del Festival del Nuevo Cine Latinoamericano, donde no solo se veía y premiaba obras del patio, sino también importantísimas piezas de Brasil, Argentina y Perú que hubieran pasado de largo en otros lugares del mundo y en La Habana encontraron reconocimiento y público.

 

Pero por otro lado mantuvo una férrea dictadura dentro de la dictadura, como Alicia Alonso en el Ballet Nacional.

 

Alfredo Guevara fue una figura sagrada de cuya homosexualidad todo cubano supo sin entender por qué él mismo no defendió a esta minoría de la barbarie, marginación, holocausto ocurridos en los primeros años “revolucionarios”, mediante campos de trabajos forzosos, privaciones de beneficios, persecución, alienación de la militancia política, separación de puestos de trabajos y estudios.

 

Como muchas cosas, personas, sucesos de Cuba, terminamos aceptando que ese Guevara estaba ahí eternamente, tal figura mitológica, si tenemos en cuenta que la llamada Revolución ha sido eso, una mitología contemporánea.

 

El culto a la personalidad de ciertos nombres del Estado convirtió en figuras estáticas a seres de carne y hueso que, como seres humanos, estaban llenos de defectos, de resabios, a veces de bajas pasiones.

 

Pero, en fin, con este Guevara, hoy se acaba de marchar uno de ellos.

La polémica contra Zurbano y sus colegas

como “muro de contención”

Marlene Azor Hernández

4 de abril de 2013

 

La falta de compromiso político ciudadano con las soluciones es un mal endémico en el campo intelectual en general, pero en Cuba funciona además con la “mordaza” de la autocensura y la irresponsabilidad ciudadana

 

La reciente polémica desatada contra Roberto Zurbano, director del Fondo Editorial de la Casa de las Américas, por su artículo aparecido en The New York Times, nos revela la intransigencia del campo intelectual cubano partícipe de la Revolución, frente a un criterio que no utilice los “itinerarios discursivos” permitidos por el poder, ni “los canales adecuados para su difusión”.

 

Estos se han constituido a la largo de cincuenta años en que las coyunturas permiten algo más o algo menos, pero siempre hay que tener un “orden discursivo” y un “lugar pertinente”, so pena de ser “escandaloso”, “anatematizado”, “expulsado” del campo intelectual, con las consecuentes represalias: el ostracismo, la cárcel y/o el exilio.

 

El orden discursivo exige comenzar por aclarar todo lo que ha hecho la Revolución sobre el tema y siempre desde el punto de vista positivo, luego dejar en claro qué se hace en la actualidad sobre el asunto, para al final señalar, que efectivamente quedan cosas pendientes por hacer. Siempre sin precisar cuales serían las políticas públicas que definirían un cambio en el orden de cosas, porque los intelectuales cubanos con una deferencia ideológica inexplicable, le dejan a las autoridades políticas o a los “expertos- técnicos” las propuestas concretas y las soluciones.

 

La falta de compromiso político ciudadano con las soluciones es un mal endémico en el campo intelectual en general, pero en Cuba funciona además con la “mordaza” de la autocensura y de la irresponsabilidad ciudadana, salvo excelentes excepciones en la izquierda, centro y derecha del espectro político nacional.

 

Si al inicio de la Revolución y desde el orden legal se prohibió la discriminación racial, el punto de partida de los afrocubanos estuvo en desventaja. Eso lo saben todos los especialistas en el tema dentro y fuera de Cuba y esta constatación habla de la necesidad de una política expresa de “discriminación positiva” que no se hizo al inicio y a la que no se refieren los intelectuales en la polémica contra Zurbano.

 

El problema de la discriminación racial no es sólo un problema cultural heredado, aspecto en lo cual se centran todos los especialistas que critican a Roberto, sino también sociológico. El análisis de Zurbano va dirigido esencialmente al componente económico, social (autonomía e integración social) y político —quienes representan los intereses de esta parte importante de la población— y en ese sentido todo lo que logró la revolución se detuvo en la década de los ochentas —congelamiento de la movilidad social— y empezó a decrecer de manera galopante en la década de los 90.

 

Hoy existen más figuras afrocubanas y mujeres en las estructuras partidarias y estatales, pero eso no significa que representen los intereses de sus “minorías” y en el caso que nos ocupa, los afrocubanos, después de los ochentas, están en los escalones más bajos de la sociedad. Si eso lo comparten con otros grupos, no significa que no se deba hacer una agenda particular. Esta misma autocensura existió en parte del marxismo occidental que pospuso y subordinó la liberación de la mujer a la lucha de clases, y demostró ser un error demasiado grave por ausencia y demasiado costoso desde el punto de vista político. De esta manera, no fueron los marxistas los que hicieron avanzar la solución del problema sino que el movimiento feminista de los países desarrollados y de la periferia, han sido los propulsores de los avances alcanzados.

 

Los colegas de Zurbano como “muro de contención” frente al problema

 

Lo primero que resalta en la polémica es la acusación a Zurbano, de no haber dicho las posibilidades de ascenso social que facilitó la prohibición legal y oficial de la discriminación racial en Cuba. Esta crítica que pudiera ser inocua en otro contexto implica en el caso cubano demasiadas consecuencias en el ámbito político y físico para el colega Zurbano, y hacerlo de la manera que lo han hecho sus colegas intelectuales, es condenarlo al ostracismo, perder su empleo y ser expulsado del medio intelectual adscrito a las instituciones. Esto es algo en que deberían pensar sus colegas antes de enfilar un coro de críticas públicas y desde las instituciones, a Zurbano.

 

Desconocer los dispositivos de seguridad del poder, según la definición de Michel Foucault, no puede ser un acto de inocencia con tantos intelectuales condenados al ostracismo en las últimas décadas en Cuba: es ser partícipe de esos mecanismos de seguridad y colaborar junto a esos dispositivos como un muro de contención sobre el problema, con el catálogo de represalias correspondientes para los enjuiciados, en este caso Roberto Zurbano.

 

Varios de los colegas que publicaron en La Jiribilla, continúan con el viejo enfoque de que no es posible pensar en demandas para los afrocubanos por separado, porque esto le hace el juego “al enemigo”. Esta visión de “unanimidad” con relación a cualquier temática ha sido una aspiración y normalización de la élite política del país, pero es verdaderamente extraño que los intelectuales cubanos, defensores de la pluralidad, se conviertan en custodios de “la unanimidad” en los enfoques y propuestas sobre el tema de la discriminación racial.

 

Le critican a Zurbano haber publicado su artículo en The New York Time erigiéndose en censores de dónde un intelectual cubano puede pronunciarse o no, con la misma mentalidad de guerra fría que ha durado demasiado tiempo en el campo intelectual cubano adscrito a las instituciones y que reproduce la mentalidad de la élite política del país.

 

Que Zurbano publique en ese periódico, en Kaos en la Red, en Havana Times, en Cubaencuentro, en Diario de Cuba, en El País o en La Jiribilla siempre que su autor no sea censurado a tener un punto de vista impuesto por el medio en cuestión, debe dejar de ser una cuestión que delimite a los “amigos” y los “enemigos”.

 

Esta “urticaria” con relación a medios de difusión que no sean los estatales nacionales, reproduce la criminalización de la información si no es dictada desde las instituciones estatales y estoy segura que no le hubieran publicado a Roberto Zurbano su artículo en La Jiribilla, si no se hubiera producido la contra respuesta de cuatro o cinco artículos en su contra. He aquí otro dispositivo de seguridad para publicar en Cuba. Sus criterios se conocen de rebote, si bien la va, porque no cumple los itinerarios discursivos aprobados. Los criterios de Zurbano se conocen en el campo intelectual cubano a partir de leerle en clave negativa. No puede acceder directamente a las publicaciones permitidas porque entonces, no sería publicado.

 

Otra crítica latente es que los problemas “se ventilan en casa” adicionando una mordaza más al debate del asunto. Que un aspecto tan importante como la discriminación racial se confine al ámbito “privado” como se pretende —léase entre los de adentro y sin publicidad negativa—, es una manera de disminuir su prioridad y posponer su solución —muro de contención—, con la misma visión machista, patriarcal, y hasta mafiosa con que los golpeadores de mujeres y abusadores de toda índole defienden con toda fuerza la delimitación de lo público y lo privado, dejando en este último espacio la posibilidad de la mayor impunidad.

 

Ojalá los colegas de Zurbano se centraran más en las propuestas de política públicas concretas para disminuir el amplio y variado desbalance de los afrocubanos con relación a otros grupos poblacionales, y se apresuraran menos a saltar en grupo contra un colega que tiene todo el derecho a pensar diferente y a no respetar un “orden de discurso” impuesto y unos “canales pertinentes” que no funcionan.

Rafael Hernández,

comisario político disfrazado de académico

Correo que le envié ayer a Rafael Hernández

19 de marzo de 2013

 

Se lo envié a estas direcciones: direccion@temas.icaic.cu, temas@icaic.cu

 

El asunto: Al descubierto la falta de credibilidad del profesor Rafael Hernández

 

Rafael Hernández

Director

Revista Temas

 

Hace un año y medio, el 7 de diciembre 2011, le envié un correo donde le expreso:

 

Ante todo, reciba el más respetuoso saludo de un cubano radicado en Panamá desde diez años, pero que cada día que pasa ama más la tierra donde nació.

 

Profesor Rafael Hernández, en la presentación de la revista Temas se expresa: “La revista recoge posiciones e interpretaciones diversas que puedan enriquecer el conocimiento de la realidad cubana y mundial, desde una perspectiva integral y multidisciplinaria. Se dirige a estimular la discrepancia y el intercambio, y a dar espacio a la pluralidad de opiniones de autores de cualquier nacionalidad”.

http://www.temas.cult.cu/temas.php

 

Profesor, como usted probablemente conozca, la prestigiosa revista internacional Foreign Police en español (http://www.fp-es.org/), editada por la Fundación para las Relaciones Internacionales y el Diálogo Exterior (www.fride.org) ha seleccionado a nuestra compatriota Yoani Sánchez entre LOS 100 PENSADORES DE 2011

 

http://www.fp-es.org/los-100-pensadores-de-2011?utm_source=SendBlaster&utm_medium=email&utm_term=ealerta&utm_content=ealerta&utm_campaign=Los%100%pensadores%de%2011

 

El Consejo Editorial de la revista Temas, ¿no se siente orgulloso de los éxitos alcanzados  por  nuestra compatriota Yoani Sánchez?

 

¿Por qué la revista Temas no entrevista a nuestra compatriota Yoani Sánchez? Con ello, el  Consejo Editorial de la revista Temas demostraría que es cierto que: “Se dirige a estimular la discrepancia y el intercambio”.

 

Profesor, agradeciéndole por anticipado su amable atención y en espera de su respuesta a mis preguntas, queda de usted.

 

Profesor, a pesar del tiempo transcurrido, un año y medio, usted no me ha respondido, pero usted ha continuado impidiéndoles la entrada a activistas e intelectuales independientes que han intentado asistir al Último Jueves de Temas.

 

Profesor, ¿qué pensarían de usted los académicos de las universidades norteamericanas y europeas donde usted ha impartido clases y conferencias, por ejemplo, los de la Universidad de Austin donde usted fue profesor invitado en 2009, si se enteraran de su deplorable comportamiento totalitario?

 

Profesor, una buena parte de los cubanos demócratas sabemos que usted es un intelectual orgánico del castrismo, pero si alguno podía albergar alguna duda que usted es la negación de lo que es un académico del siglo XXI, su última entrevista lo ha mostrado al descubierto, tal como usted realmente es. Sus concepciones propias de la edad media se han puesto de manifiesto en su conversación con el comisario político Iroel Sánchez, donde usted defendió un concepto cerrado de universidad, que limita el derecho de cualquier ciudadano a participar en los debates profesionales e intelectuales.

 

Profesor  Rafael Hernández, ¿con qué derecho usted arremete contra las presentaciones de Yoani Sánchez y Orlando Luis Pardo Lazo en universidades norteamericanas?

 

Profesor  Rafael Hernández,  usted jamás podrá comprender a los cubanos que tenemos espíritu de ciudadano y nos negamos a ser esclavos, aunque nos cueste la vida.

 

Profesor  Rafael Hernández, en palabras de José Martí: Los que quieren sacrificarse, tienen por enemigos a los que no se quieren sacrificar; que les tiran piedras, por no verse obligados a seguir tras ellos, a sangrar con ellos, a empobrecerse con ellos, a empobrecerse con ellos la vida deshonrosa, de humillación y complicidad, de sanción y acatamiento, de presencia culpable y de indigna sonrisa, a los pies de los que consumen el pan y corrompen el carácter de su patria”.

 

Profesor Manuel Castro Rodríguez.

 

Identificación panameña: E-8-91740. Usted no sabe cuánto siento no poderle dar una identificación cubana, pero como usted sabe, ese es uno de los derechos que perdemos los cubanos que vivimos fuera de nuestra patria.

La infamia de Rafael Hernández

Félix Luis Viera

19 de marzo de 2013

¿Cómo un ser humano puede mentir de esta manera y vivir tranquilo?

 

Dicen que cuando las dictaduras están terminando, sus amanuenses comienzan a perder el contacto con la realidad, alucinan, o bien se unen con fuerza antes no vista, infamia mediante, en el intento baldío de evitar los estertores. Ya sabemos que estos amanuenses son personas que, sin en esta labor para sus regentes, no valdrían nada. De modo que mentir, según los dictados que les hagan copiar, no es cuestión que les quite el sueño. Ellos, mientras les paguen, se consuelan diciéndose que alguien tiene que hacer el trabajo sucio.

 

Rafael Hernández, para quien no lo conozca, es un académico cubano, residente en la Isla y oficialista por más señas, director de la revista Temas, dedicada a la investigación a veces en su sentido más amplio. A él le paga la dictadura por editar esta revista. La misma dictadura que le paga puntualmente, cada quincena, a Iroel Sánchez por editar un blog, La pupila insomne, dedicado a defender al castrismo.

 

Dios los cría y el castrismo los junta.

 

Sánchez, el pasado 13 de marzo, ha entrevistado para su blog a Hernández. El tema principal: la visita a universidades estadounidenses de los blogueros disidentes cubanos Yoani Sánchez (ya ven que hay Sánchez y Sánchez) y Orlando Luis Pardo Lazo. Dice Hernández en una de sus respuestas que los académicos estadounidenses saben advertir “la naturaleza de estos grupos, en particular, su inviabilidad política”. Es verdad eso de la inviabilidad política: hasta ahora no ha sido posible adelantar ningún proyecto político pro democracia en Cuba, precisamente porque no hay libertad de expresión; o solo la hay para personas como Hernández y Sánchez.

 

Afirma Hernández en otra de sus respuestas que los académicos norteamericanos “Saben que se trata de un espectro de facciones caracterizadas por la fragmentación y la incoherencia ideológica”. Palabrería aparte, creo que Hernández obvia que esas “facciones” sí tienen un propósito ideológico o al menos político común: destronar a la tiranía en la que él, Iroel Sánchez y otros como ellos medran y se expresan con toda impunidad, sabedores de que no tienen réplica.

 

Creo que lo más triste de las respuestas de Hernández a su correligionario, se halla en esta: “el sectarismo y dogmatismo (...) la provocación, la intolerancia, el extremismo”, es lo que según él caracteriza a esos grupos de las oposición. Han leído bien: Hernández no se refiere a la dictadura castrista cuando señala “extremismo”, “intolerancia”, “dogmatismo”, etcétera, sino a la oposición pacífica que trata de descollar en la Isla. Es decir, los grupos de oposición son los que golpean a las Damas de Blanco, los que envían a las celdas a quienes se manifiestan en su contra, los que censuran las obras literarias, los que no permiten que se exprese la pluralidad de ideas en el país. Para afirmar esto que, a sangre fría, ha afirmado Rafael Hernández, se necesita una reserva de desvergüenza que doble cualquier lomo.

 

La más triste quizá sea la anterior, pero la más cínica esta: “A fin de cuentas, el 80 % de los problemas de que habla esa disidencia antisocialista son analizados y discutidos en Cuba de manera pública, por mayorías —y minorías— que no comparten ni las soluciones ni el estilo político de aquella y que en muchos casos, asumen el papel de una oposición leal, dentro de las propias filas de la revolución...”. Miente a todo vapor, ¿verdad? Pero la pregunta es: ¿cómo un ser humano puede mentir de esta manera y vivir tranquilo?, ¿con qué cara podrá mirar a sus descendientes después de tan alta deshonestidad? Bueno..., decía yo al principio de estas líneas que ya se conformaron, quién sabe por qué, con realizar el trabajo sucio; muy sucio, consistente en mentir consuetudinariamente. Y destaco en esta respuesta una estupidez, lejana de un verdadero académico y tan cercana a un dogma de dos por medio: personas que en Cuba “asumen el papel de una oposición leal”. Esto es demasiado.

 

Es demasiado.

Cómo el comisario político Rafael Hernández reprime a los que piensan diferente a él

Como también nos dice José Martí:

 

Ver en calma un crimen, es cometerlo”.

 

El que se conforma con una situación de villanía, es su cómplice”.

Publican a Heberto Padilla en Cuba

Félix Luis Viera

15 de febrero de 2013

 

La Feria Internacional de Libro de La Habana 2013 anuncia una edición, no para la venta, de lo que podría considerarse la poesía completa de Heberto Padilla

 

Como ya hemos comprobado infinidad de veces, el oficialismo cultural en Cuba —o quizás debería decir solo el oficialismo— mantiene una estrategia que se aviene o se supedita a la Estrategia Grande, la política; “Un paso al frente, y/dos o tres atrás: /pero siempre aplaudiendo”, dijo el poeta. Ahora, a él lo van a aplaudir, o aplaudirán sus poemas, pronto, en la Feria Internacional de Libro de La Habana 2013, que se llevará a cabo del 14 al 24 de este febrero. Las autoridades encargadas del evento han anunciado que se presentará “Una edición no vendible de lo que podría considerarse la poesía completa del cubano Heberto Padilla (1932-2000)”. El hecho se aborda en el número más reciente de la revista de arte y literatura Esquife, que se edita en la Isla, en el cual se afirma que “A casi medio siglo de estar ausente Heberto Padilla de las editoriales cubanas —entre otras razones por lo que significó la publicación de su libro Fuera del juego y lo que se denominó ‘El caso Padilla’—, llega ahora con el deshielo, para celebrar sus ochenta cumpleaños, Una época para hablar, la mirada resistente, iconoclasta y única de un poeta fundamental del corpus poético del siglo veinte cubano.”. Asimismo, en esta edición de Esquife aparecen varias opiniones de poetas cubanos de la generación de Padilla sobre el quehacer poético de este. Así, afirma Roberto Fernández Retamar: «Su propia poesía (a la que merecen sumarse sus traducciones) es una de las más relevantes de su generación»; Miguel Barnet: «Sin dudas, dejó una obra poética importante que reveló su personalidad contradictoria y sus preocupaciones extraliterarias. La promoción a la que pertenezco le debe mucho de su maestría en el oficio literario y su devoción a la poesía por la que arriesgó un trozo de su vida»; Francisco de Oraá: «Padilla no me caía bien, y aún así lo consideraba uno de los mayores poetas de los 50. Un libro, un poema (Infancia de William Blake) ejemplo de poesía pura, lo acreditan. Pero cedió a la tentación y a la ingenuidad de pretender ser un poeta disidente y obtuvo su libro peor y su desdicha».

 

Bueno, en las primeras líneas mencioné la estrategia del socialismo cubano para su supervivencia. Pero todos sabemos que esta estrategia, si bien ha mantenido aunque sea a duras penas al castrismo, también lo ha hundido en suma constante; puesto que se basa en la improvisación, el voluntarismo, el hacer del apagafuegos. No hay sedimentación. Es decir, como dijo el maestro Savón: “la técnica es la técnica y sin técnica no hay técnica”. Que sería lo mismo que esperar que una sola vaca que ha dado un día 80 litros de leche nos salvaría de la catástrofe o trazar las coordenadas del desarrollo de un país sobre un mandamiento tan mierdero como “Producción y defensa”.

 

Así las cosas, uno se extraña de que la oficialidad cultural de aquel país —de nuestro país— apenas hoy mencione a escritores ya fallecidos como pueden ser Onelio Jorge Cardoso, José Soler Puig, Gustavo Eguren o Guillermo Vidal, por ejemplo; estos son muertos que ya no “respiran”, diríamos. Hay otros que sí “respiran” y hay que homenajearlos, estrategia mediante, aunque el odio quede guardado. Esto por no mencionar a quienes están vivos, allí en la Isla, pero a quienes por el momento no es estratégico brindarles un homenaje; como Rafael Alcides, por ejemplo.

 

Bien, yo no encuentro nada negativo en que se publique en Cuba, “después de 50 años” y de haber sido en su momento perseguido y encarcelado, la obra de un poeta fundamental de la pasada media centuria. Pero lo que ocurre es que no se pueden ver estas tragedias desde un solo ángulo, desde nuestro solo ángulo. De modo que, al preguntarle sobre esta publicación en Cuba de la obra de Heberto Padilla, a la poeta exiliada cubana Belkis Cuza Malé, quien fuera esposa del autor de El justo tiempo humano, ella me expresa, entre otras cuestiones, que es de su conocimiento que en el prólogo a la referida edición, así como en un “artículo eufemístico” que la presenta, “no se habla, por supuesto, del verdadero motivo por el cual la poesía de Heberto ha sido silenciada en Cuba durante más de cuarenta años, ni del bochornoso proceso conocido como ‘el caso Padilla’”. Esto que reclama Cuza Malé es muy serio, sería justo que apareciese en la edición de Marras. Pero bueno... la estrategia.

 

Y dice más la exesposa de Padilla. Se calumnia al poeta en el libro en cuestión, aclara, cuando en el prólogo queda escrito que “en varias ocasiones pidió al gobierno de Cuba regresar a la Isla y le fue negado el permiso”. Y agrega la autora de Juego de damas que “El gobierno cubano no ha pedido permiso a los herederos de Heberto Padilla para publicar ese libro. Un acto infame de piratería, y de maquiavelismo, que desde ahora denuncio, pues quieren usar su nombre y su obra para presentarlo en esa bochornosa feria del libro y aparentar que ya hay libertad de expresión en la Isla”. Es dolorosamente cierto; esa es la estrategia.

 

Y me expresa Belkis, con tono de amargura, algo inobjetable: “Pero no podemos hacer nada. Ellos tienen todo el poder”.

 

Y esto es verdad. Hasta un día.

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Nota de Manuel Castro Rodríguez: Una vez más se demuestra que el cinismo de los hermanos Castro y sus focas amaestradas no tiene límites; publicar ahora la poesía de Heberto Padilla después de medio siglo de censura –todos sus libros fueron prohibidos por el castrismo y retirados de las bibliotecas cubanas-, omitiendo las verdaderas razones por las que no se había publicado antes, denotan el estalinismo cultural imperante en Cuba desde el caso Padilla, el cual tuvo su génesis en el discurso que Fidel Castro Ruz pronunciara diez años antes, en junio de 1961, conocido como Palabras a los intelectuales –puede leerse al final de esta subpágina-, cuya expresión más recordada es “Dentro de la Revolución todo, contra la Revolución nada” -que es una adaptación de lo dicho por Benito Mussolini: “Todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado”. El único de los intelectuales presentes que tuvo el coraje de expresar su malestar por las palabras del incipiente tirano fue el poeta y dramaturgo Virgilio Piñera, que dijo: “Yo no sé ustedes pero yo tengo miedo, tengo mucho miedo”. Para conocer lo ocurrido en el caso Padilla, véase

 

http://profesorcastro.jimdo.com/heberto-padilla/

El comunista Nicolás Guillén, Premio Nacional de Literatura 1983, en su apartamento de millonario.
El comunista Nicolás Guillén, Premio Nacional de Literatura 1983, en su apartamento de millonario.

El Premio ¿Nacional? de Literatura

José Prats Sariol

14 de febrero de 2013

 

Se inaugura hoy la Feria Internacional del Libro de La Habana, dentro de la cual se otorga el más alto galardón literario del país.

 

Una singular forma de entender la nacionalidad caracteriza al Premio Nacional de Literatura que anualmente, desde 1983, otorga el Ministerio de Cultura de la República de Cuba, no a sus nacionales sino a los escritores que viven en el país, con lo que esto implica en cautelas y precauciones.

 

Tal requisito ejemplifica la manipulación política, el surgimiento del galardón como capital simbólico –y económico, mediante un estipendio mensual— a trasegar y cabildear desde el poder. Desde ese mismo poder que hace treinta años, cuando Nicolás Guillén lo inaugurara, lo sabía comodín para arreglar su juego: excitar rencillas y chismes, cebar egos, neutralizar disidencias…

 

Vale recordar a los galardonados y establecer algunas comparaciones, antes de observar cierta información filtrada, añadir algún rumor de hoy mismo, cuando abre otra Feria Internacional del Libro en la tenebrosa fortaleza de La Cabaña, al este de la bahía habanera, sitio donde desde hace años se ofrece el acto oficial —televisivo— de entrega.

 

Los premiados han sido los siguientes: Nicolás Guillén (1983), José Zacarías Tallet (1984), Félix Pita Rodríguez (1985), Eliseo Diego y José Soler Puig y José Antonio Portuondo (1986, compartido), Dulce María Loynaz (1987), Cintio Vitier y Dora Alonso (1988, compartido), Roberto Fernández Retamar (1989), Fina García Marruz (1990), Ángel Augier (1991), Abelardo Estorino (1992), Francisco de Oraá (1993), Miguel Barnet (1994), Jesús Orta Ruiz “El Indio Naborí” (1995), Pablo Armando Fernández (1996), Carilda Oliver Labra (1997), Roberto Friol (1998), César López (1999), Antón Arrufat (2000), Nancy Morejón (2001), Lisandro Otero (2002), Reynaldo González (2003), Jaime Sarusky (2004), Graziella Pogolotti (2005), Leonardo Acosta (2006), Humberto Arenal (2007), Luis Marré (2008), Ambrosio Fornet (2009), Daniel Chavarría (2010), Nersys Felipe (2011) y Leonardo Padura (2012).

 

Antes de 1983 Guillén le sacaba el cuerpo a que lo nombraran Poeta Nacional, recordaba que Bonifacio Byrne y Agustín Acosta ya habían recibido el subdesarrollado -¿Quién es el “poeta nacional” de Francia o de Alemania?...- título honorífico. No lo quería, aunque sí quería -rodeado de guatacas camajanes- un reconocimiento que exaltara su primacía literaria, a partir de su condición de mulato, de sincretismo vivo y valioso, avalado por sus poemas, militancia comunista y Premio Stalin, rebautizado Lenin.

 

Muertos Alejo Carpentier (1980), José Lezama Lima (1976) y Virgilio Piñera (1979), bajo la premisa de que los exiliados no eran cubanos, ¿quién mejor que Guillén para inaugurar el nuevo modo de manejar a los escritores?

 

Así fue. Hasta hoy sigue igual.

 

Porque quién sino un mentiroso -no hay mejor palabra- puede negar la evidencia que debiera avergonzar a muchos de los premiados. Una evidencia triste, patética… Hasta Lisandro Otero -para algunos un agente de la inteligencia cubana en México- tuvo que regresar para recibir el premio que deseaba, quizás puerilmente.

 

En 1991 mueren Lydia Cabrera y Enrique Labrador Ruiz. Ese año lo recibió Ángel Augier. Sobran comentarios. ¿Se atrevería alguno de los premiados a negar la obra de Leví Marrero, cuando al morir en 1995 lo recibe Jesús Orta Ruiz “El Indio Naborí”? ¿O la de Gastón Baquero, cuando en 1997, año de su muerte, se lo otorgan a Carilda Oliver Labra? Eugenio Florit muere en 1999, pero mientras César López recibía el premio, no hubo una sola palabra en la prensa que recordara al poeta, traductor, crítico y profesor que enorgullece a los hispanos en los Estados Unidos…

 

José Olivio Jiménez murió en 2003, Guillermo Cabrera Infante en 2005, José Juan Arrom en 2007… ¿Hace falta seguir con las engorrosas comparaciones? ¿Quién se atreve a ocultar la verdad, el tosco sectarismo que demuestra cuán enferma está la nación cubana?

 

En París vive José Triana… ¿Podrían negar Abelardo Estorino y Antón Arrufat, ambos Premio Nacional de Literatura, que su obra como dramaturgo y poeta es indigna del galardón? En Miami vive Hilda Pereda… ¿Podría negar Nersys Felipe que la literatura infantil de la gran profesora merecería el premio que ella recibió el pasado año?

 

Rumores de borrón y cuenta nueva

 

Se rumora que a fines de 2013, cuando la comisión se reúna para evaluar las proposiciones -debidamente filtradas-, se le concederá el premio a un “miembro de la comunidad cubana en el exterior”. A alguien -como algunos de los que pagan allá sus publicaciones- cuya neutralidad política, ejercida con todo derecho al vivir en países democráticos, evite problemas. Oí mencionar al poeta José Kozer, ya publicado por el Instituto Cubano del Libro.

 

Se sabe que el pasado año este tema fue motivo de discusiones, y se sabe que la eliminación de la prohibición contribuirá a la propaganda de que existe una transición pacífica, a la imagen de “apertura” que sostendrá en el poder a los herederos de los Castro. Otorgar el premio a algún escritor cubano residente fuera de la Isla tendría, además, limitada resonancia en los medios -según un cínico comentario del exministro de Cultura Abel Prieto al director de una revista.

 

Está por ver. También está por ver quién lo acepta…

 

Pero hay más. Se rumora que poco a poco se concederán homenajes a escritores “desplazados” -así se llama y nos llama Todorov-, como ya se le hizo a Gastón Baquero cuando -después de muerto- le editaron sus poemas.

 

Hasta se habla de la publicación de las poesías completas de Heberto Padilla, sin consultar a los familiares que conservan los derechos de autor, aunque no señalan de cuántos ejemplares será la tirada. Lo mismo se dice de El mundo alucinante, de Reinaldo Arenas, y otros títulos de escritores muertos en el exilio, que, además, tienen textos explícitamente en contra de la dictadura.

 

Un escritor residente en la Isla y de visita en el extranjero me habló -cabalgando en pleno delirio desiderativo- de la posibilidad de un regreso, bajo una amnistía -el hoy ansiado borrón y cuenta nueva- donde el único problema iba a ser el dinero para costear libros, revistas, concursos. Y luego se lamentó de que los “resistentes” dentro del caldero -algunos aspirantes al premio- serían relegados.

 

Soplan aires de renovación… Para tranquilizar las buenas, las regulares y hasta las malas conciencias, como cualquier periodista podría preguntarle acerca de todo esto a algunos de los premiados más oficialistas, a Barnet, Retamar…

 

Tal vez Leonardo Padura, en las palabras de agradecimiento que dentro de unos días pronunciará en la Feria del Libro de La Cabaña, se refiera a esta suave brisa de cambios en la suave patria. O tal vez no.

 

Pero hay otro tal vez: se escucha las noches de luna pálida en el caserío de Casablanca, al pie de La Cabaña, entre el chillido de pasar la página o vender libros angolanos y novelas negras de Daniel Chavarría.

 

Bajo la luna pálida se oye el lamento de los presos políticos, los gritos de los torturados, el “¡Viva Cuba Libre!” ante el pelotón del Tribunal Revolucionario… Se siente caer a Juan Clemente Zenea, cuando a pocos pasos del salón de premiación fue fusilado en 1871.

¿Fiero eticismo?

José Prats Sariol

 28 de enero de 2013

 

Final del formulario

El eticismo martiano, celebrado por quienes defienden la dictadura, ¿dónde encontrarlo hoy?

 

¿Cómo puede elogiarse el “fiero eticismo” de José Martí y callar ante la dictadura? ¿De cuál eticidad se trata? ¿Cinismo o hipocresía, ideas o creencias, ceguera o conformismo? ¿Cómo apreciar aquella honestidad?

 

Fina García Marruz exaltaba en 1964 el “fiero eticismo” del Apóstol (“Los versos de Martí”, en Temas martianos, Huracán, La Habana, 1981, p. 245). Otro 28 de enero bajo los mismos gobernantes de hace 49 años, cuando Fina pronunciara en 1964 aquella conferencia en el Lyceum de La Habana, invita a preguntarnos sobre los significados de esa declamada eticidad.

 

Guardo un borroso recuerdo de la conferencia, yo apenas era un adolescente de 17 años. La aguda expositora estaba al cumplir en esos días de abril los 41. Releo para verificar —vivificar— el recuerdo. En efecto, no hay una sola mención en el texto a lo que se llama —y quizás aún existía— la “revolución cubana”. Ni siquiera una alusión. Parece que tanto Cintio Vitier como Fina García Marruz, en ese entonces no mostraban aún su fanático apoyo al Gobierno, aunque buscaban algo en los hermanos Castro —ya declarados, aunque no realmente, marxistas-leninistas, ateos confesos— que tributara al romántico ideal martiano. Buscaban…

 

“No se pierda de vista —decía Fina— que en Martí todo se tiñe de este fiero eticismo”. ¿De qué se han teñido los políticos adictos al castrismo en las últimas cinco décadas? ¿Cuál tinte usan ahora, en 2013, los intelectuales cubanos que se muestran conformes con la perpetuación en el poder de una banda de políticos no solo ineptos, sino carentes de los más elementales escrúpulos?

 

Pero la brillantez del análisis que entonces hizo Fina de los versos de Martí mantiene casi todo su esplendor, en la inteligente línea que aprendiera en los autores de la Escuela de Ginebra, sobre todo en Albert Béguin. Basta observar el modo en que rebate algunos juicios sobre la españolidad de su obra y algunos errores apreciativos, sobre todo, de los Versos sencillos. Basta con reflexionar cómo realiza el enlace entre el estudio estilístico y las referencias biográficas; y cuando demuestra que se tratan de “décimas truncas”, para considerarlos lo más intenso de su poesía… El ensayo, sencillamente, se  mantiene  entre lo mejor de la crítica literaria hispanoamericana del pasado siglo.

 

Lo que crea una penosa, atroz paradoja, cuando repasamos las ideas políticas que ella abrazaría —otra creencia— poco después. Porque resulta difícil suponer que un fuerte talento literario pueda a la vez sucumbir, no dar pie, ante un rudimentario bloque político, para colmo totalitario. Porque citar otros casos de filotiranismo en las principales lenguas occidentales, no le resta asombro a la paradoja. 

 

¿Es la misma autora que años después se convertiría, hasta hoy, en una fanática de Fidel Castro, aún tras la humillación en 1971, cuando ella y Cintio Vitier fueron expulsados de la Sala Martí de la Biblioteca Nacional, por considerarlos —en plena sovietización— diversionistas ideológicos, enemigos de la visión materialista dialéctica del pensamiento cubano, de “ese sol del mundo moral” y de la historia del país?

 

Ah, el “fiero eticismo” ha desaparecido, como aquel personaje de Proust, como “crear riqueza con la conciencia” y aquellos eslóganes de politiquería barata en los que se envolvieron para mantener el poder.

 

¿A dónde ha ido?

 

¿Estará acaso en la tragicomedia petrodolarizada del chavismo? ¿En las reelecciones a presidente que se suceden en varios países latinoamericanos como Ecuador?  ¿Estará en el silencio cómplice del PP español ante las violaciones a los derechos humanos en Cuba, porque no hacerlo afectaría sus negocios en época de crisis económica? ¿En los casos de corrupción que deprecian a los principales partidos políticos del mundo hispano?¿En la doblez de cierta “izquierda” norteamericana que viaja a Cuba y le parece tan exótico el Cadillac-almendrón del 54 que le sirve de taxi?

 

Parece que lo pregona un pavorreal… O mejor: alguno de los escasísimos intelectuales que cantan anacrónicos al anciano régimen, como Miguel Barnet, presidente de la UNEAC y miembro del Comité Central del Partido Comunista, ante la sarcástica sonrisa de algunos de sus colegas en Cuba, como el impredecible Antón Arrufat.  

     

Porque junto a Fina García Marruz hay unos pocos antónimos del “fiero eticismo”, cuya fiereza no alcanza ni a la de un conejo, cuya eticidad hubiera obligado a José Martí a escribir un duro artículo de condena, aunque creyera que “el odio no construye”.

 

Allí sobreviven este 28 de enero, algunos hasta en paz con sus almohadas. Otros echándole la culpa al peso de la Isla, al calor que derrite… Algunos abochornados de su silencio. Otros sacudiéndose el muerto de la revolución como si fuera un espíritu maligno que deambulara por el Rincón Martiano, donde aquel cuyo natalicio conmemoramos ya exhibía su entereza moral desde 1870, en prisión sin cambiar o vender u ocultar sus ideas.

 

Sin embargo —en versos de Ismaelillo que la poeta citó en su conferencia— los disidentes dentro de Cuba enaltecen el “fiero eticismo”. Leen en voz alta y con la frente en alto:

 

                           Él como abeja zumba,

                           El rompe y mueve el aire,

                           Detiénese, ondea, deja

                           Rumor de alas de ave.

Roberto Fernández Retamar
Roberto Fernández Retamar

El comisario Retamar

Jorge Olivera Castillo

23 de junio de 2012

 

Nadie pone en dudas la erudición del intelectual cubano, Roberto Fernández Retamar. Esas credenciales no lo eximen de su cuestionable colaboracionismo con el régimen que marginó y encarceló  a muchos de sus colegas, fundamentalmente en las décadas del 60, 70 y 80 del siglo XX.

 

En su larga vida, nació en 1930, ha sido testigo o parte de numerosas purgas y componendas ocurridas en el sector cultural.

 

Su proyección antiimperialista, la defensa del modelo revolucionario de un solo partido, junto a sus  extraordinarias dotes académicas,  lo catapultan a un estatus privilegiado dentro de un sistema en el cual esas características constituyen un pase seguro para formar parte de la élite.

 

No por gusto, dirige desde 1965 la Casa de las Américas, una entidad cultural que mantiene estrechos vínculos con la intelectualidad de izquierda, en especial con la que reside en el espacio latinoamericano.

 

Haberse doctorado en la Sorbona e impartido un curso de literatura hispanoamericana en la Universidad de Yale, entre otros méritos notables, lo convierten en una figura de gran importancia en la estrategia gubernamental para crear y mantener intercambios, así como  alentar simpatías, con una vasta red de instituciones culturales y personalidades pertenecientes a este ámbito del quehacer humano.

 

La labor desempeñada en el cargo muestra una excelente cosecha. Escritores de renombre como Julio Cortázar y Gabriel García Márquez, por solo mencionar dos, han dado constancia de su fidelidad a los postulados de la dictadura insular.

 

La postura de ambos frente al caso del poeta cubano Heberto Padilla, quien fuera encarcelado en 1971 por su oposición al régimen, definió su apuesta por el represor. Después de adherirse a una misiva rubricada por numerosos escritores e intelectuales de varios países donde se denunciaba la situación ante el mundo, decidieron retirar sus firmas en una segunda carta en que se reafirmaba la decisión de romper definitivamente o distanciarse de la llamada revolución cubana.

 

Un número significativo de literatos y pensadores de la América hispanohablante, han terminado en las redes tendidas por el comisario Retamar y su cohorte de colaboradores.

 

Gracias a una labor paciente para la cual no faltan recursos, todavía Casa de las Américas funciona como un centro referencial en cuanto a cultura se refiere.

 

Aunque su etapa de mayor esplendor haya pasado, no es despreciable su influencia a partir de la participación y activismo de decenas de profesionales, que logran fusionar su talento con el puntual servicio a las órdenes que dictan policías y burócratas sin sensibilidad alguna para la literatura y el arte.

 

Retamar arremetió contra el premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa, desde la capital de Argentina.

 

Invitado por el senador Samuel Cabanchik para ofrecer varias charlas y participar en el VII Festival de Poesía, el intelectual cubano no tuvo reparos en acusar al escritor peruano-español de servidumbre.

 

Para sellar su intervención con broche de oro, deslizó una empalagosa apología al guerrillero Ernesto Che Guevara, oriundo de este país y uno de los principales jefes de la lucha insurreccional cubana contra el dictador Fulgencio Batista (1952-1959). Guevara murió en combate el 9 de octubre de 1967 en Bolivia, tras infructuosos esfuerzos por fomentar una guerrilla contra la dictadura del general René Barrientos.

 

Si de acuerdo al punto de vista de Retamar, Mario Vargas Llosa es un ser indigno por no aplaudir todas las ideas políticas que se originaron a partir de la revolución bolchevique en 1917, pues él se enfrenta a no pocos cuestionamientos a instancias de su apoyo incondicional a un gobierno basado en el férreo control social y el castigo como instrumentos de perpetuación.

 

Su relevancia como ensayista y profesor universitario, se contrapone a sus altibajos en la manera de abordar el universo de la poesía, no obstante algunos premios obtenidos en este género literario.

 

Peor aún es su alistamiento en las tropas del socialismo real que han convertido a Cuba en un almacén de ruinas materiales y espirituales.

 

¿Será recordado por su brillo intelectual o por haber sido un eficiente comisario?

 

Es muy temprano para obtener una respuesta. Retamar aun vive, por supuesto en la otra Cuba. El país donde no existe el racionamiento, la falta de transporte, agua, el permiso de salida para visitar otras naciones y las cárceles donde amontonan hombres y mujeres por cualquier delito real o fabricado.

 

Su rúbrica en el documento donde una decena de escritores e intelectuales cubanos avalan el fusilamiento de 3 jóvenes por el fracasado secuestro de una lancha, en el que no hubo que lamentar heridos ni muertos entre los pasajeros, además de apoyar el encarcelamiento de 75 disidentes, todavía está fresco en la memoria.

 

Eso fue en el 2003. Parece que fue ayer. Al menos desde la perspectiva del que suscribe este artículo. Una de las víctimas de la tristemente célebre Primavera Negra.

 

oliverajorge75@yahoo.com

Pablo Milanés emplaza

a intelectuales y altos cargos en Cuba

 

“Le digo por este medio a la intelectualidad cubana, a los artistas, a los músicos y a los altos cargos del Estado, que no me susurren más al oído: ‘estoy de acuerdo contigo pero… imagínate!”, dice el compositor en una carta abierta divulgada el 29 de agosto de 2011.

 

El cantautor Pablo Milanés ha emplazado a intelectuales cubanos, a artistas y a altos cargos del Estado a romper el “silencio cómplice” y les pide que no le “susurren más al oído: estoy de acuerdo contigo pero… imagínate!”.

 

“Le digo por este medio a la intelectualidad cubana, a los artistas, a los músicos y a los altos cargos del Estado, que no me susurren más al oído: ‘estoy de acuerdo contigo pero… imagínate!”, dice Pablo Milanés en una carta abierta dirigida al periodista Edmundo García y divulgada este lunes en el sitio Café Fuerte.

 

En su misiva al periodista radicado en Miami, Milanés expresa que no se arrepiente de incinerarse solo en su actitud, “pero es triste y vergonzoso que haya un silencio cómplice tan funesto” como la “manifestación” que exhibe el propio Edmundo García.

 

El cantautor considera que “estas dos conductas, una en Miami y otra en La Habana, increíblemente al final convergen en su propia contradicción”.

 

Milanés invita a Edmundo García a que recoja sus “maletas y regrese” a Cuba y que tenga allí “el valor de denunciar todo lo malo” que vea.

 

“Edmundo, te advierto, esa lucha sí es dura y no te calles como esos miles periodistas de allá, cómplices lamentables del silencio”, señala el cantautor.

 

El cantautor, quien comenta que García hace años está intentando hacerle una entrevista sin éxito, “hasta el punto de resultar insoportablemente insistente”, dice que el periodista destroza a los entrevistados con palabras que “recuerdan un viejo estilo autoritario, ridículo y obsoleto”.

 

Asimismo, lo compara con “un grupo selecto de la ultraderecha miamense que no admite reconciliaciones, críticas y que cuyo único neolítico gesto es romper discos con aplanadoras”.

 

“Tú, al igual que ellos, no quieres amor, quieres odio, tú al igual que ellos, no quieres reconciliación, quieres rencores y desunión, tú en suma, no quieres al pueblo cubano, ni de allá ni de acá”, refiere Milanés.

 

En respuesta a “insinuaciones” de García, el autor de Yolanda indica que él se sirve de los medios en España “para que difundan las entrevistas que en Cuba” le son “negadas”.

 

“Sueño con que aparezcan en el Granma y las lea todo el pueblo y que un sólo periodista, uno sólo de los tantos miles que hay en la isla, tenga lo que hay que tener para dar a conocer lo que tantos años llevo expresando”, acota Milanés.

 

En ese sentido, plantea que “como un punto de partida” el “panfleto” de García y la carta de Milanés “se publiquen en el Granma y que el pueblo las lea, piense, sepa discernir por sí mismo, y de una vez, dónde está la verdad y vayamos por el camino de las libertades individuales que tenemos que rescatar y que tú con tu actitud estás negando”, agrega el cantautor.

 

“Mis 53 años de militancia revolucionaria me otorgan el derecho, que muy pocos ejercen en Cuba, de manifestarme con la libertad que requieran mis principios y esa libertad implica que no tengo ningún compromiso a muerte con los dirigentes cubanos, a los que he admirado y respetado, pero no son Dioses, ni yo soy fanático, y cuando siento que puedo hacer un reproche y decir no, lo digo, sin miedo y sin reservas”, destaca Milanés.

 

El cantautor habla también de las Damas de Blanco y reconoce: “Cuando veo que unas señoras vestidas de blanco protestan en la calle y son maltratadas por hombres y mujeres, no puedo por menos que avergonzarme e indignarme y, de algún modo, aunque no estemos de acuerdo absolutamente, solidarizarme con ellas en su dolor”.

 

Sobre estos hechos, Milanés opina que “lo más vil y lo más cobarde puede ser que una horda de supuestos revolucionarios ataque despiadadamente a estas mujeres”. “No hay ningún código que defienda eso en el mundo, es más, la violencia de género se queda corta al ver esas salvajes manifestaciones”, expresa en su misiva a García.

 

Edmundo García fustigó a Milanés por sus declaraciones al diario El Nuevo Herald, días antes del concierto, en las que criticó la falta de libertades y la discriminación en Cuba.

 

El comentarista, en el artículo “Pablo Milanés reniega de la cruz de su parroquia”, reproducido también por Café Fuerte, dijo, entre otros aspectos, que el artista desde hace tiempo tiene reservadas todas sus críticas para la revolución cubana y sus dirigentes.

 

Carta abierta a Edmundo García

 

Edmundo,

 

Hace años estás intentando hacerme una entrevista sin éxito, hasta el punto de resultar insoportablemente insistente porque además, para colmo, en tu petición posteriormente iban tus entrevistas adjuntas, esas entrevistas que no tuve más remedio que clasificar como “correo no deseado”, para al fin librarme de ellas.

 

En esa primera ocasión en que nos encontramos, ibas oportunamente mal acompañado y no tuve más remedio que pensar para mis adentros “Dios los cría…”. No obstante te explicaré por qué nunca hubiera hecho una entrevista contigo: vi en ti, con mi intuición natural para esas cosas, las nueve señales del hijo de puta que son, no sé si sabes, clasificaciones que hizo Don Camilo José Cela, en su novela “Mazurca para dos muertos” y que ha llegado a ser, en la historia, famosa por su visión extraordinaria de lo que es un ser execrable a primera vista. Voy a mostrarte esas nueve señales que son:

 

1. Pelo ralo

2. Baja estatura y canijo

3. Cara pálida

4. Barba por parroquia

5. Manos blandas, húmedas y frías

6. Mirar huido

7. Voz atiplada

8. Pijo flácido y doméstico

9. Avaricia

 

Con esta referencia sobra decirte por qué nunca he confiado en ti.

 

Edmundo, tienes una forma de hacer periodismo que no es tal; coges a tus víctimas (a tus entrevistados), no los indagas, los cuestionas, los destrozas con una autoridad que no sé cuál ser poderoso te ha otorgado y terminas triunfante ante una persona apabullada por el terror de tus palabras que recuerdan un viejo estilo autoritario, ridículo y obsoleto. Esa es a mi juicio la esencia de tu programa.

 

Cuando leí tu panfleto mi primera reacción fue ver a una niña en la pubertad, asombrada y ruborizada ante su primera menstruación, miedosa de cometer pecado ante una manifestación natural de su desconocido organismo. Esa fue la primera impresión, pero la segunda, fue más solemne y peligrosa: me di cuenta de que no solamente eras todo lo que yo había pensado, sino más aún, estabas ingresando en ese grupo selecto de la ultraderecha miamense que no admite reconciliaciones, críticas y que cuyo único neolítico gesto es romper discos con aplanadoras. Tú, al igual que ellos, no quieres amor, quieres odio, tú al igual que ellos, no quieres reconciliación, quieres rencores y desunión, tú en suma, no quieres al pueblo cubano, ni de allá ni de acá. Edmundo, tú no quieres a nadie y no me hubiera extrañado verte en esa “enorme” turba gritando “Abajo, abajo”, donde sin duda alguna hubieras sido bien recibido.

 

Has insinuado que la prensa de Miami y España se aprovecha y utiliza mis palabras en vez de beneficiarme de ese espacio para arremeter contra el imperialismo. Edmundo, estás equivocado, soy yo el que me sirvo de esos periódicos para que difundan las entrevistas que en Cuba me están negadas y que sueño con que aparezcan en el Granma y las lea todo el pueblo y que un sólo periodista, uno sólo de los tantos miles que hay en la isla, tenga lo que hay que tener para dar a conocer lo que tantos años llevo expresando; es más, como un punto de partida planteo que tu panfleto y esta carta se publiquen en el Granma y que el pueblo las lea, piense, sepa discernir por si mismo, y de una vez, dónde está la verdad y vayamos por el camino de las libertades individuales que tenemos que rescatar y que tú con tu actitud estás negando.

 

A mi regreso a La Habana y en concordancia con el párrafo anterior, le digo por este medio a la intelectualidad cubana, a los artistas, a los músicos y a los altos cargos del Estado, que no me susurren más al oído: “estoy de acuerdo contigo pero… imagínate!”. Yo no estoy arrepentido de incinerarme sólo en mi actitud, pero es triste y vergonzoso que haya un silencio cómplice tan funesto como tu manifestación, Edmundo. Estas dos conductas, una en Miami y otra en La Habana, increíblemente al final convergen en su propia contradicción.

 

Sobre la intelectualidad miamense que comentas que me ha apoyado en sus artículos, te diré que no tengo absolutamente ningún miedo ni prejuicio en recibir una frase amable y receptiva. No soy su compañero de viaje, pero Edmundo, me gusta sumar mientras que a ti te gusta dividir porque de eso vives, para eso estás en esta ciudad.

 

También te has atrevido a decir que he mal influenciado a artistas del talento y el prestigio de Serrat, Sabina, Víctor Manuel y Ana Belén. No hay duda de que en este terreno también eres un ignorante, debías de saber que Juan Manuel Serrat es uno de los hombres más admirados por su entereza, caballerosidad y su limpieza durante toda su vida, y su posición ante el franquismo arriesgando su carrera y su vida, lo llevó hasta la cima de la dignidad. Que Joaquín Sabina, que a los 23 años se exilió a Inglaterra en su oposición a Franco y a su propio padre, es uno de los artistas más sinceros y honestos que conozco (esto lo sabe bien Fidel) independientemente de su talento. Que Víctor Manuel y Ana, antes de nacer tú, y andar por esos rumbos inciertos, que todos conocemos, para llegar a ser el extremista que eres hoy, pertenecían al Partido Comunista de España, en la época de Franco, y eso, Edmundo, les pudo costar la vida. Esas personas que tú no has respetado, tienen talento propio, criterios propios y no se dejan influenciar por nadie, al contrario porque son ciertamente su talento y sus principios los que han influenciado a medio mundo.

 

Edmundo, mis 53 años de militancia revolucionaria me otorgan el derecho, que muy pocos ejercen en Cuba, de manifestarme con la libertad que requieran mis principios y esa libertad implica que no tengo ningún compromiso a muerte con los dirigentes cubanos, a los que he admirado y respetado, pero no son Dioses, ni yo soy fanático, y cuando siento que puedo hacer un reproche y decir no, lo digo, sin miedo y sin reservas. Cuando veo que unas señoras vestidas de blanco protestan en la calle y son maltratadas por hombres y mujeres, no puedo por menos que avergonzarme e indignarme y, de algún modo, aunque no estemos de acuerdo absolutamente, solidarizarme con ellas en su dolor; porque lo más vil y lo más cobarde puede ser que una horda de supuestos revolucionarios ataque despiadadamente a estas mujeres. No hay ningún código que defienda eso en el mundo, es más, la violencia de género se queda corta al ver esas salvajes manifestaciones. Estos dos conceptos que te he expresado, pero tú no has entendido –no hay duda de que estás en tu época de infantilismo revolucionario-, no implica que esté en desacuerdo con Fidel y tampoco implica que esté de acuerdo con las Damas de blanco. Pero tú vas al blanco o al negro, (más al negro que al blanco) y no tienes matices y los años irremediablemente te van a hacer aprender lo que es un verdadero revolucionario o inexorablemente vas a ingresar en ese mundo en el que he visto a tantos como tú, vagando, perdido en la nada.

 

Edmundo, ayer creo que sufriste un revés que no te apliqué yo precisamente, sino los varios miles de personas que asistieron a un recital, carísimo para su bolsillo en crisis, demostrando que es posible el amor, que si anteayer decían “No” y ayer decían “Tal vez”, hoy dijeron “Sí”, un sí contundente, más fuerte que tus sucias y ofensivas palabras.

 

Edmundo, te invito a que cojas tus maletas y regreses a tu país y allí tengas el valor de denunciar todo lo malo que veas, porque Edmundo, te advierto, esa lucha sí es dura y no te calles como esos miles periodistas de allá, cómplices lamentables del silencio.

 

En muchas ocasiones he dicho que me sentaré en el portal de mi casa para ver pasar el “cadáver” de mis enemigos, ahí te espero.

 

Solamente te exijo una cosa: saca mi nombre definitivamente de tu boca irrespetuosa y falsa, son demasiados los méritos que me ha otorgado el pueblo para que un desalmado como tú los manche con sus sucias palabras.

 

Pablo Milanés

 

Miami, 29 de agosto de 2011

Los intelectuales:

entre la lealtad y el silencio cómplice

Miriam Celaya

30 de septiembre de 2010

 

Por estos días me ha llegado, de manos de un amigo, un interesante artículo de opinión de Haroldo Dilla Alfonso, titulado “De la lealtad a la complicidad”. No puedo decir a los lectores, porque lo ignoro, en qué sitio se publicó; aunque sí se expone la fecha (martes 14 de septiembre de 2010), pero se trata de un texto medular que vuelve a poner sobre el tapete un tema peliagudo: el papel de los intelectuales cubanos de la Isla durante los últimos 50 años y de cara a los cambios que se están produciendo en el país.

 

Debo declarar, en honor a la honestidad, que suelo perseguir los textos de Dilla porque siempre me resultan esclarecedores y están signados por la mesura, el análisis sereno, la síntesis y un conocimiento profundo de la realidad cubana. El artículo de referencia tiene el beneficio adicional –que se agradece– de estar tan lleno de energía como desprovisto de pasiones, una verdadera rareza cuando de debate entre cubanos se trata.

 

La trama que lo ocupa no es, en sí misma, novedosa: los protagonistas son los intelectuales cubanos, tanto los que permanecen en la Isla como los del exilio; el argumento se basa inicialmente en el debate –ocurrido diez años atrás– a propósito de lo que Jesús Díaz llamara “el silencio cómplice” de los intelectuales al interior de Cuba ante los rasgos negativos del régimen y que Aurelio Alonso definiera, a su vez, como “lealtad con el más genuino programa revolucionario”. El escenario en que se desarrolla el tema que ahora comenta Dilla, es la realidad cubana actual, que no solo es nuevo, sino mucho más complejo de lo que fuera hace 10 años, de ahí la importancia de su artículo.

 

El texto de Dilla también me ha traído a la memoria otro debate entre intelectuales, el que se produjera durante los meses de enero y febrero de 2007, a raíz de un programa de TV en que se presentaron varios personajes responsables de lo que en la década de los 70 se conoció como “el quinquenio gris” (para otros “el decenio gris”), hecho que desató una verdadera y espontánea discusión virtual que llegó a incluir fuertes cuestionamientos sobre la política cultural de la revolución cubana. Como la polémica se produjo a través de mensajes electrónicos entre numerosos intelectuales cubanos de dentro y fuera de la Isla, el fenómeno trascendió como “la guerrita de los e-mails” y se disipó lentamente después que el Ministro de Cultura sostuviera una reunión a puertas cerradas en la Casa de Las Américas con un grupo de intelectuales y otras personalidades de la cultura, previa invitación y con rigurosos controles que impidieron la entrada de una multitud de interesados y participantes del propio debate, que quedaron aglomerados fuera del lugar.

 

En aquellos momentos, que viví personalmente como parte del consejo de redacción de la revista digital Consenso (después Revista Contodos, ambas de la página web Desdecuba.com), había una especie de expectativa, eso que Haroldo Dilla llama “lucecita” de entusiasmo, porque entonces creíamos que –finalmente– los intelectuales cubanos se sumarían al empuje por los cambios en Cuba y, como líderes de opinión, generarían la guía de pensamiento necesaria para pertrechar de ideas a los inconformes sin rumbo o a las “masas” hartas y desorientadas. Teníamos la esperanza de que las voces de muchos intelectuales reconocidos que incluso en su momento habían prestigiado con su talento el proceso revolucionario, se alzarían también en contra de la atroz falta de libertades de los cubanos, incluyéndolos a ellos mismos. No fue así, salvo excepciones.

 

Son casos puntuales, como el de la poetisa Ena Lucía Portela, el escritor Leonardo Padura, los artistas Pablo Milanés y Pedro Luis Ferrer y el realizador Eduardo del Llano, entre otros, los que se atreven a manifestar cuestionamientos sobre la realidad cubana. Otros, más jóvenes, son representantes de una generación en franca ruptura con un sistema ajeno a sus intereses; ellos pudieran representar una esperanza si se salvara el cisma que representan las posiciones escapistas y enajenantes que frecuentemente los caracterizan y que ralentiza la autoconciencia de responsabilidad cívica que les corresponde.

 

Después de aquella memorable revuelta virtual de 2007, volvieron a predominar el silencio y la tibieza, regresaron los letrados oficialistas al retiro de sus torres de marfil, callaron temerosos casi todos los inconformes y muchas de las ovejas descarriadas del momento regresaron mansas al redil. Los ardores de algunos de los más ilustres fueron aplacados mediante pequeñas gracias concedidas desde el magnánimo poder: se publicaron algunas de sus obrillas o se reeditaron otras, se otorgaron selectivamente algunos viajes y otras pequeñas prebendas y volvieron a callar los que hubiesen podido llegar a ser prestigiosos tribunos o prometedoras brújulas.

 

Por demasiado tiempo han estado silenciosos (¿silenciados?) nuestros mejores investigadores sociales de decenas de instituciones, testigos de la crítica situación social en el país, y cuando han hablado, ha sido en voz baja y pidiendo permiso al poder, tímida y humildemente, como quien teme ofender. Ahora los más taimados aseguran que son más útiles mientras se mantengan en sus respectivos centros de investigación, “descubriendo” realidades que conocemos y sufrimos todos a diario. Alegan que están esperando “el momento más propicio” para sacar a la luz sus propuestas. Quizás sean buenas algunas de esas intenciones; pero ¿a quiénes resulta más útil ese silencio? Yo sé de qué y de quiénes estoy hablando, porque me formé en un centro de investigaciones sociales en el que algunos investigadores valiosos denunciaban en el patio lo que no se atrevían a divulgar en el podio de un evento.

 

Hoy estamos ante el dilema de una Cuba que se divide entre un gobierno capitalista y un pueblo que sufre los rigores de un proyecto socialista fracasado. Se intensifica el convite entre la élite de la casta gobernante, se acumulan el descontento y la incertidumbre entre los cubanos humildes y un mutismo de muerte parece enseñorearse entre los intelectuales, guardados e intocables en su Parnaso. Ellos, que tienen tribunas y micrófonos, que tienen los conocimientos y la autoridad que éste les otorga, eligen el silencio cómplice ante la corrupción gubernamental y la ausencia total de derechos ciudadanos.

 

Me abrazo plenamente a la denuncia de Haroldo Dilla cuando asegura que “ya no hay motivos para ser condescendientes con la élite política cubana, incluyendo a los locuaces octogenarios que se han dado en llamar “el liderazgo histórico”. Ya no hay espacio para creer que los silencios, las críticas crípticas y las solicitudes de excusas, son el precio de una lealtad con la revolución, el socialismo y la patria, según reza el viejo lema.”

 

Y, en efecto, en Cuba los revolucionarios de ayer son el lastre de hoy, representan la clase más reaccionaria de la sociedad. La revolución cubana murió decenios atrás. Es tiempo ya de romper el silencio cómplice del que hablara Jesús Díaz y que recientemente ha traído a debate el investigador Haroldo Dilla.

De la lealtad a la complicidad

Haroldo Dilla Alfonso

14 de septiembre de 2010

 

El gobierno cubano no parece moverse en ninguna dirección que favorezca los derechos individuales de los cubanos y el momento del silencio ya pasó y es la hora de la denuncia

 

Confieso que pocas veces me ha costado tanto trabajo escribir un artículo como éste. Y lo más grave es que no estoy seguro que sirva de algo. Por el momento garantizo que no sirve de nada a los extremistas vociferantes en La Habana o en la emigración, maniqueos para quienes cada cosa es una y su contraria sin derechos a matices o posicionamientos diferentes, sea abajo, arriba o en los costados.

 

Ojalá, en cambio, sirva para continuar un debate que hace más de una década iniciaron dos prominentes intelectuales cubanos: Jesús Díaz y Aurelio Alonso. Entonces Aurelio replicaba a Jesús su crítica a los intelectuales cubanos que vivían en la isla ―a los que éste último reprochaba un “silencio” cómplice de los peores rasgos del régimen político― y recababa la prevalencia de una lealtad de esos intelectuales con el más genuino programa revolucionario.

 

Creo que hay algo de razón en lo que Aurelio reclamaba entonces. Ese fenómeno de cambios radicales que se ha dado en llamar Revolución Cubana ha sido un fenómeno de fuertes disensos ―en un decenio colocó a cerca de un millón de cubanos fuera de la Isla― pero también de fuertes consensos. Desconocer esta realidad es perder de vista el meollo de la política cubana en los últimos cincuenta años, y con seguridad una variable que pesará por otros cincuenta. Y los intelectuales cubanos que decidieron permanecer en la Isla han sido partes muy activas de estos consensos, construyéndolos y consumiéndolos.

 

Si analizamos que estos intelectuales ―o al menos sus figuras consagradas― pudieron tener oportunidades de vida (material y profesional) muy superiores fuera de Cuba, entonces el compromiso que asumieron es loable. Permanecieron en Cuba, hicieron arte, periodismo o ciencias sociales de la manera que pensaron podrían contribuir mejor al futuro de la nación y contribuyeron así al desarrollo intelectual de una sociedad. En ocasiones el compromiso los llevó a sumergirse en los barrios pobres de las ciudades o en las comunidades campesinas, pagando con muchas incomodidades ―incluyendo las peleas de siempre con los licantrópicos comisarios partidistas― sus vocaciones sociales. A pesar de la emigración y de las exclusiones que produce el gobierno cubano, Cuba cuenta con intelectuales de talla internacional. Sólo en las ciencias sociales, para ejemplificar donde conozco mejor el escenario, figuras como Juan Valdez Paz, Aurelio Alonso, Mayra Espino, Oscar Zaneti, Mario Coyula, Carlos García Pleyán, Hiram Marquetti y Natalia Bolívar, entre otros igualmente meritorios, visten de gala la producción teórica de cualquier país. Y ello es un activo muy valioso del futuro nacional.

 

Creo que este afán de compromiso ―lealtad según Aurelio Alonso y silencio cómplice según Jesús Díaz― merece un breve repaso motivacional. Aun cuando en la historia revolucionaria y postrevolucionaria de Cuba podemos encontrar muchas manchas imperdonables ―sobre lo cual no me detengo ahora— también han existido razones para apoyar. En los primeros años, los que propiamente podemos llamar revolucionarios, se produjeron actos de justicia social y de independencia nacional que anunciaban un programa de desarrollo y democracia sustancial que la mayor parte de la población percibió como la superación de un pasado frustrante. Luego, cuando este programa fue sacrificado por el caudillismo autoritario y la esclerosis del llamado “socialismo real”, la alianza con la Unión Soviética proveyó recursos suficientes para organizar la movilidad social ascendente más contundente que haya vivido la sociedad cubana. Y cuando este proceso se agotó, se abrió un período de expectativas de cambios en medio de un debate nacional parcializado pero inédito desde 1959 y en el que muchos intelectuales apreciaron una puerta abierta a un futuro mejor. Fue una apertura dada por la omisión de políticas, y se cerró en 1996 con el carpetazo del V Pleno del Partido Comunista. Aunque desde entonces ha habido muy poco espacio para el entusiasmo, todavía se encendió una lucecita cuando Raúl Castro llamó a otro debate bajo el signo del cambio.

 

El problema estriba en que hoy no hay ni lucecitas ni posibilidades de que se enciendan.

 

Los pasos dados en los últimos tiempos y lo que logramos conocer en una sociedad sin libre acceso a la información, indican que el sector tecnocrático/empresarial liderado por los militares y el Clan Castro está retomando su proyecto de restauración capitalista. Y que evidentemente ese proyecto se basa en ofrecer al capital internacional asociado una fuerza de trabajo barata, instruida y encuadrada en organizaciones oficiales que sólo distan de las políticas gubernamentales en breves detalles. Se habla de un “programa de desarrollo” para decenios y de una “actualización del modelo”, sin que la arrogante clase política cubana crea necesario explicar cuál es la meta final, cuáles son los costos que ello implica y cómo se van a repartir. Porque justamente el quid de la actualización reside en no explicar nada. Ni a sindicatos genuinamente clasistas que pregunten sobre la distribución del ingreso y la necesidad de salarios justos, ni a grupos ambientalistas que clamen por un manejo más adecuado del turismo de masas en los cayos o por el probable efecto de las perforaciones petrolíferas, o feministas que se preocupen por la extensión de la prostitución y la degradación del rol de la mujer en la sociedad, o de los negros que demanden una rehabilitación de la Habana Vieja que no sólo cuente historias de nobles blancos, o, para terminar, de los homosexuales que quieran conocer cuál es la ley sobre el tema que, según la hija del general/presidente, se discutirá en la Asamblea Nacional.

 

Este será un ajuste doloroso económica y socialmente y que profundizará la pobreza de cientos de miles de familias cubanas. Pero el gobierno cubano se resiste a una apertura económica integral. Que para lo que aquí nos concierne, permita a estas familias buscar sus realizaciones materiales en los escabrosos espacios del mercado, con el apoyo de los familiares emigrados y de decenas de instituciones internacionales para el desarrollo que apoyan programas de esta naturaleza en cientos de países a nivel mundial. Ello significaría un grado de autonomía incompatible con un sistema político autoritario. Y por ello sólo se realizan concesiones parciales, paso a paso, sin un marco legal predecible. Y acompañado por un discurso que habla hoy de los cubanos como parásitos con la boca abierta y mañana les pide que sonrían a la miseria que se les encima.

 

El gobierno cubano no parece moverse en ninguna dirección que favorezca los derechos individuales de los cubanos. El caso migratorio es un ejemplo. Tras muchas demandas de cambios, tras pronunciamientos de muchas figuras públicas, y tras muchos rumores, el asunto ha quedado sepultado. Los cubanos siguen sometidos a una política opresiva que les obliga a comprar el derecho a pedir permiso para viajar. Siguen siendo víctimas de una práctica mezquina que convierte a la Isla en un reclusorio y a cada cubano en un recluido si vive dentro, y en un desterrado si vive fuera. Ello acarrea numerosos sufrimientos a la población cubana de ambas partes, y limita el libre desenvolvimiento de la comunidad cubana, dentro y fuera de la Isla. Nada justifica esta política abusiva que no sea la subordinación política de la población cubana a una élite corrupta y reaccionaria.

 

Lo mismo pudiera decirse de todos y cada uno de los derechos que hoy se consagran como valores universales: libertad de expresión, de reunión, de acceso a la información, de elegir y ser elegido, etc. Hace ya casi un siglo una comunista polaca que pagó con su vida su vocación política recordó a los bolcheviques que la única manera de pensar la libertad era concibiéndola como libertad para los que piensan diferente. En Cuba millones de persona piensan diferente, y una parte de ellas consideran que el sistema debe ser cambiado. Estas personas son reprimidas, perseguidas y encarceladas sin garantías por querer ejercer sus derechos a opinar y criticar en la tierra en que nacieron.

 

Creo que ya no hay motivos para ser condescendientes con la élite política cubana, incluyendo a los locuaces octogenarios que se han dado en llamar “el liderazgo histórico”. Ya no hay espacio para creer que los silencios, las críticas crípticas y las solicitudes de excusas, son el precio de una lealtad con la revolución, el socialismo y la patria, según reza el viejo lema.

 

Revolución no hay desde 1965, cuando comenzó el aventurerismo destructivo y la institucionalización; socialismo nunca hubo y la patria, que si existe, se nos va. Se nos va en cada cubano que tiene que emigrar para realizar sus aspiraciones. Se nos va en cada joven que alquila su cuerpo y su alma para poder visita una tienda en que venden en una moneda diferente a la que pagan.

 

Y se nos va en cada ocasión en que callamos.

 

Se nos va, y ahora recuerdo a Jesús Díaz, porque nuestro silencio ya es definitivamente cómplice.

Preguntas del intelectual cubano

Ernesto Hernández Busto

Enero de 2006

 

¿Es posible ser un intelectual en un país totalitario como Cuba? Sobre la base de esta pregunta, Ernesto Hernández Busto, cubano él mismo, exiliado en España, reflexiona sobre la naturaleza del trabajo intelectual y sus necesarias condiciones y el espejismo de la vida cultural en su país.

 

Cuando hace algunos años Rafael Rojas se atrevió a colocar la pregunta por el intelectual cubano frente al “comprometido” o “disidente”, varios escritores de la isla se revolvieron, incómodos, ante lo que consideraron una perspectiva demasiado politizada. El tiempo —y el “affaire” Rivero— acabaron por darle la razón a Rojas: quien en Cuba pretenda defender hoy la tradición del intelectual público se arriesga a pasar una buena temporada en la cárcel.

 

     Sobreviven, entonces, el espacio de la literatura pero también las suspicacias del exilio ante la estatura intelectual de quienes todavía escriben y publican “allá”, salen y entran, de una forma u otra. Queda también la pregunta por los “espacios alternativos” más o menos permitidos: un lugar de reunión, una editorial decorativa, algunas páginas en internet; tres o cuatro excepciones que mal disimulan la miseria de una cultura cuya necesidad de rituales está garantizada con una efectiva política de censura interna y la ausencia de conexión con el resto del mundo.

 

     Cuba es un caso curioso pero no exclusivo. En casi todos los países totalitarios la censura y sus derivados han ido acompañados de una permanente simulación de vida intelectual. De hecho, el ejercicio sistemático de la censura sólo puede tener lugar allí donde aún no ha desaparecido del todo el andamiaje, donde siguen existiendo libros, revistas y premios, en esa “tierra de nadie” donde los amagos de polémica ocultan el meollo de eso que Czeslaw Milosz llamaba un “pensamiento cautivo”.

 

     El título de Milosz alude a las vicisitudes del intelectual comprometido, a esas pequeñas tragedias del pensamiento acorralado entre la utopía y el oportunismo. Recordemos que en su ensayo, Milosz clasifica a sus colegas en cuatro categorías: “el trovador”, simple apologeta del cual los cubanos padecemos una encarnación demasiado literal; “el moralista”, aquél que, movido por razones éticas y exonerado de escrúpulos, sostiene la supremacía del colectivo sobre el individuo y defiende que el fin justifica los medios; “el amante desdichado”, categoría que abarca a los colaboradores arrepentidos, un rubro en permanente expansión; y por último, “el esclavo de la historia”, ese ser bonachón que, astutamente, se deja acunar por las circunstancias y permite que la política lo use a su libre arbitrio mientras le conserve ciertos privilegios.

 

     No afirmo que todo el panorama intelectual de la isla se reduzca hoy a estas cuatro figuras. Resultaría demasiado simple. Pero en El pensamiento cautivo se menciona un concepto, el ketman, que tiene especial interés para analizar la situación cubana. Ketman sería la dinámica de esta puesta en escena, el montaje de unos intelectuales que, por razones políticas, no consiguen serlo. Una ilusión de rol que subsiste en dos frentes: allí donde la voluntad de pureza y de utopía ya han sido sustituidas por el descreimiento y el franco oportunismo, pero también entre escritores y pensadores con preocupaciones legítimas y con una necesidad, cada vez más imperiosa, de reconocimiento.

 

     El cambio más importante en la cultura cubana de los últimos diez años es que sus mecanismos de legitimación intelectual cada vez están más organizados desde y para el exilio. Nadie duda de que escapar de la isla se ha convertido en el sueño semisecreto de las últimas generaciones de escritores cubanos. Pero no siempre se trata de una salida sin regreso. Porque afuera, ya se sabe, es difícil vivir. Más allá de las becas, de los tupidos cortinajes de las subvenciones oficiales y las prebendas académicas, se abre el espacio angustioso de la vida real, de la supervivencia pura y dura: la ruda disyuntiva entre el Dinero y el Tiempo. Una vez afuera es muy probable que el intelectual habanero de última generación sienta nostalgia de aquella vida amputada en la que podía dedicarse a escribir sin preocuparse por el pan cotidiano. Su viaje a Citerea suele ser una mera exploración que se interrumpe abruptamente con la pregunta “¿qué voy a hacer yo aquí?”. Y entonces regresa. La supervivencia dentro de esa campana de cristal, los pensamientos que lo asaltan dentro de su reducto doblemente insular, acaban marcando, de manera más o menos sutil, toda su obra. Que muchas veces, por una curiosa paradoja, está obligada a hacerse sitio en editoriales extranjeras.

 

     Casi por inercia sigo asistiendo a estos encuentros con mis “colegas”: escritores cubanos que vienen “de visita”, que han conseguido salir pero prefieren regresar a Cuba porque allí disponen de tiempo para escribir. Nadie excluye que en tales condiciones puedan culminar alguna obra maestra. Está el archicitado ejemplo de Lezama, que los inspira a todos. Lezama: el genio altivo que, abroquelado en Trocadero 162, confía ciegamente en la Posteridad. Pero no hay que olvidar un dato: Lezama (y Piñera) vivieron la mitad de su vida intelectual fuera de la Revolución; tenían una reserva ante la devastación espiritual que los corroía. Un intelectual nacido con la Revolución carece de tales reservas; está amenazado por riesgos que deforman, no sólo su comportamiento público sino también su coartada privada: esa eventual defensa de lo libresco como la única justificación de una vida dilapidada en un ambiente mediocre.

 

     En esta tarea, tan hercúlea como vana, en este trabajo de salvación por vía letrada lo asalta muchas veces la tentación del atajo, del reconocimiento fácil. Basta un premio. Basta un espacio en una de las revistas locales o una conferencia en un aula abarrotada de oyentes con el estómago vacío. Con eso es suficiente porque en ausencia de una verdadera vida intelectual, donde la legitimación no se establezca por decreto de mediocres, un artículo, un premio y una conferencia producen la ilusión de haber alcanzado la meta.

 

     Incluso para alguien que intuye el estado de miseria reinante en su país, no resulta fácil aceptar que sus posibilidades de convertirse en un verdadero intelectual radican fuera de éste. Emigrar de Cuba no es cuestión de quererlo, y la razón de ser del intelectual es el libre albedrío, la libertad de escoger. El mecanismo ético se reduce entonces a un simple truco del ello gratificador: elijo quedarme, ergo, existo como intelectual. Tal elección es falsa, como la del espectador embaucado por el trilero, que al levantar su chapa ignora que es víctima, también, de una ley de la percepción.

 

     Durante mucho tiempo varios intelectuales de la llamada generación de los 80 creímos que era posible paliar la “marcha hacia la desintegración”: el trabajo de los artistas era, como había escrito Lezama, otra manera, “secreta y profunda”, de regir la ciudad. El exilio masivo de los 90 disipó esa ilusión cívica, clausuró la oportunidad de que Cuba se convirtiera en el mejor escenario de su propia cultura. Desde entonces, muchas personas “de dentro” han seguido trabajando de buena fe y han dado forma a varios proyectos de valía. Sabiendo las condiciones en que lo hacen, esas revistas, esos libros, esas conferencias en una azotea son dignos de un doble reconocimiento. Pero ese trabajo admirable, casi de miniaturista, no debería fomentar la ilusión de una verdadera vida intelectual. No se vale suplantar el original por un sucedáneo con buenas intenciones. De lo contrario llegará el día en que se juzgue la triste situación del intelectual cubano como una especie de melancolía colectiva, el síndrome de Julián del Casal alegremente extendido por decreto.

 

     Veamos, por ejemplo, a los críticos cubanos, anclados en la indolencia que brota de la radical inutilidad de su tarea. ¿De qué sirve el reseñismo allí donde campea el dogma político? Mutuas celebraciones, intriguillas de salón. De un lado el provincianismo puro y duro de escritores sesentones. Y del otro, la lucha (igualmente provinciana) de los jóvenes críticos por ver quién consigue estar más à la mode. Lo cual acaba en pseudoerudición: se habla de oídas, se cita de segunda o tercera mano. Boqueando. Así están casi todos los ensayistas que viven hoy en Cuba. En un país donde la política se ha vuelto omnipresente, escribir de política los dejaría petrificados. Para participar en otros debates intelectuales llegan tarde. Desde hace al menos veinte años, los intelectuales cubanos llegan tarde a casi todos los debates. Sólo les queda la patria, un canon amañado, para entretenerse en interminables ejercicios autorredentores.

 

     Pero, ¿puede haber un verdadero debate sobre el canon literario allí donde al crítico se le han extirpado previamente otras motivaciones intelectuales?

 

     Hay un razonamiento de Adorno en Minima moralia que analiza la función de la crítica dentro del magma de unas condiciones adversas: “El rechazo de la confusión reinante en la cultura —dice Adorno— presupone que se participa de ella lo suficiente como para sentirla palpitar, por así decirlo, entre los propios dedos, mas al propio tiempo presupone que de dicha participación se han extraído fuerzas para denunciarla”.

 

     La insistencia moral del exilio a la hora de criticar a los intelectuales cubanos que se creen los únicos dioses de su parcela no es un problema de rencor personal o generacional, sino la evidencia de que bajo una sociedad totalitaria bien cabría esperar de esos intelectuales reacciones algo más inquietantes que tres o cuatro polémicas inocuas. Desde el exilio llega a los críticos cubanos el molesto recordatorio de que, como intelectuales, también podrían desenmascarar las coartadas del nacionalismo y rebelarse contra las perversiones que ha sufrido el lenguaje de la crítica.

 

     Así como el fascismo echó mano de un amplio repertorio de contenidos mitológicos, el régimen cubano utiliza una dosis ingente de malinterpretaciones y medias verdades sobre la tradición y la historia cubanas para armar su discurso. Y en ello cuenta, muchas veces, con el silencio cómplice de unos intelectuales incapaces de opinar sobre aquello que tienen cada día ante sus ojos. Cualquiera sabe lo que hay detrás de esa cortina de humo que son las publicaciones literarias de la Habana. Y más en un Estado que usa todos los recursos posibles para fomentar la miopía o el estrabismo ideológico, para convertir en ignorantes a sus escolares sencillos, para divulgar el chovinismo y la ordinariez. Los políticos cubanos siempre han usado la tradición como un belvedere desde donde arrojar su propaganda. Me cuesta trabajo aceptar que en ese “mundo feliz” nuestros críticos literarios puedan ejercer su oficio con pericia y objetividad ejemplares. A menudo, eso sí, hacen esfuerzos por disfrazar su indigencia de fría argumentación: en un país donde no hay verdadera vida intelectual la peor de las academias es el cómodo refugio de los aspirantes a sabio. Pero también en la academia hay reuniones del núcleo del Partido, y muchos vigilantes dispuestos a denunciar a quienes se pasen de la raya.

 

     El canon cubano, por ejemplo, se ha convertido así en un campo de pruebas para unas prácticas que ocupan el lugar del ejercicio crítico del presente. Pura retórica, peleas de archivo, subjetivismos baratos. En el país de Jerarca, nadie se atreve a marcar jerarquías. En ese frágil equilibro entre memoria e imaginación, los críticos cubanos están imposibilitados para escoger. Les queda la dudosa virtud de las notas al pie.

 

     También la crítica que se hace en el exilio adolece de errores y parcialidades diversas. Pero cumple con ciertas “normas de juego”: aquí a nadie le cambia la vida por publicar una opinión que vaya contra el discurso de algún ministro de cultura. En vez de ofenderse porque no hay una comunicación fluida con sus colegas del exilio, los escritores cubanos deberían empezar a preguntarse por qué les importa tanto que se les cite en publicaciones tan lejanas de su ciudad natal. ¿Qué extraño mecanismo de legitimación pública los obliga a sobrevivir en el medio que los rodea al tiempo que en privado reconocen la absoluta indigencia de éste?

 

     Esas preguntas y esos gestos (no un fácil y vocinglero victimismo) es lo que se espera de unos intelectuales que viven en Cuba —sin renunciar a serlo—.

El largo brazo de Castro

César Leante

Julio de 2004

 

Cuando la revista cubana Encuentro fue presentada al público en Madrid en junio de 1996, le escribí a Javier Pradera, director de la revista Claves, en la que yo colaboraba (y continúo haciéndolo): «en el día de hoy recibo una invitación para la presentación de la nueva revista Encuentro y veo con agrado que será Ud. uno de sus presentadores. Pero desgraciadamente no podré oírlo, como me hubiera gustado y como hago siempre que Ud. participa en algún acto cultural y se me invita. Ahora no podré. Le explicaré por qué: nada material me lo impide, pero estoy en completo desacuerdo con la dirección de esa revista. Desapruebo absolutamente que se haya ¿elegido? para dirigirla al Sr. Jesús Díaz, una persona que acaba prácticamente de llegar al exilio y a España. Es un bofetón que se le propina a escritores como Guillermo Cabrera Infante, Carlos Alberto Montaner, yo mismo, aun Pío Serrano – que sí figura en un segundo plano de la dirección–. Cualquiera de estos intelectuales –y perdón por incluirme– ¿no tienen muchos más méritos que el que han puesto al frente de esa publicación?» Párrafos adelante preguntaba y me preguntaba: «¿Por qué entonces no se ha confiado en ellos (en nosotros) para hacer la revista? Se me ha dicho que porque la idea se le ocurrió al novísimo director (Jesús Díaz). La explicación, como Ud. puede ver, es peregrina; pues hace muchos años a mí (y supongo que a Guillermo o a Carlos Alberto) se me ocurrió esta idea, la de crear una publicación de los exiliados cubanos. Pero lo que no se me«ocurrió» fueron los 16 millones de pesetas que respaldan la «ocurrencia».

 

Sobre este importante tema del financiamiento aparecía en Abc Cultural la siguiente nota el 21-6-96: «Encuentro se llama la revista (...) y su mancheta contiene más de un despropósito, una ensaladilla rusa, que diría Cabrera Infante. Dieciséis millones de pesetas dio el Gobierno de Felipe González a Anabel Rodríguez[1] para el susodicho encuentro, que regenta entre otros Jesús Díaz». Aclaraba que a la presentación de Encuentro «no podrá asistir Raúl Rivero, el poeta cubano «de dentro» que acaba de ser encarcelado. Más aún: en el primer número me dicen que escribe Abel Prieto, viceministro de Cultura cubano...»

 

Aunque como se verá más adelante, que el gobierno de Felipe González «donara» los 16 millones para los «gastos» de Encuentro es cuestionable (más bien parece que obró como correa de trasmisión). En cambio que la firma del ministro de Cultura de Cuba, Abel Prieto, figurara en el índice no tenía nada de hipotético y se comprobó en cuanto salió la revista. Y no sólo se comprobó esto, sino también que increíblemente era asimismo colaborador de ella el propio ministro de las Fuerzas Armadas cubanas, el «hermanísimo» Raúl Castro.

 

Todavía con el olor a tinta en sus páginas, escribí un artículo que titulé «¿Encuentro con el castrismo?» –y que por cierto nadie me publicó– en el que entre otras cosas decía: «Pregona Encuentro (...) que es una revista independiente. Lo blasona en el machón (¿o es manchón?) y lo vuelve a blasonar en la «Presentación». Leemos aquí: «Encuentro (...) no representa ni está vinculada en modo alguno a ningún partido u organización política de Cuba o del exilio». Veamos qué quiere decir esto, cómo se aprecia esa «independencia». Según Encuentro es no estar ni con los que se encuentran dentro de Cuba ni con el exilio. Los de «dentro» y con el régimen son, por supuesto, los castristas; los del exilio.... es una tautología aclarar que encarnan la democracia y el anticastrismo (naturalmente, hablo del exilio político, de los desterrados de Cuba porque aborrecen la bota que aplasta a su país, no de lo que se conoce como «exilio de terciopelo», «quedaditos», etc. (que los hay). Esto es, libertad versus castrato, o al revés. Pero Encuentro, según confesión propia, no está ni con unos ni con otros. Ni con los demócratas ni con los castristas. Esto, en cubano paladín, se llama «cerca». Cualquiera se preguntaría: ¿pero cómo se puede estar en la cerca en la actual situación cubana? ¿Se puede ser equidistante entre la dictadura y la democracia? ¿Se puede no elegir entre tiranía y libertad? Esto para quien ame la independencia –y si es cubano en primerísimo lugar la independencia de su patria– es imposible. Encuentro podrá alegar que (la revista) no habla de exilio sino de «partido u organización política». Mas ello no es sino una coartada. «Dentro» (el castrismo) equivale a dictadura o tiranía; «fuera» (el exilio) a democracia, cualquiera que sea el partido en que se milite, la organización, asociación o a un grupo a que se pertenezca. Como si no se pertenece a ninguno. Algo unifica al exilio cubano por encima de posiciones o estrategias: que todos quieren –y con fervor– el retorno de la democracia a Cuba. Por lo tanto tratar de igualar un partido u organización del exilio con otro de Cuba, eso es, de Castro, es cuando menos perverso.

 

«Asimismo varios momentos del editorial–presentación señalan su ambigüedad. Por ejemplo, proclama que es «un espacio abierto al examen de la realidad nacional» y a «puntos de vista contradictorios e incluso opuestos». De nuevo, en manchego pancista, (de Sancho Panza): que en ella se puede defender lo mismo el castrocomunismo que la libertad y la democracia. Y que es así lo prueba este parto de Encuentro dándole voz al Jefe de las Fuerzas Armadas Cubanas. Para pasmo del lector publica el informe de Raúl Castro a un pleno del CC del PCC que su hermano Fidel calificó de ejemplarmente marxista (en su modalidad staliniana). Y lo reproduce en toda su tediosa extensión y sin el menor comentario, como un artículo más de la publicación, convirtiendo así al «hermanísimo» en un colaborador de la misma como cualquier otro. (Ya veremos cómo juzgó más tarde Jesús Díaz este engendro y su intento por minimizar su aparición en su revista). En paralela condición imprime también un trabajo (éste por fortuna breve) de Abel Prieto, el imberbe pero melenudo presidente de la UNEAC (¡desciende, Nicolás Guillén!). Sin duda es una meridiana muestra de la «imparcialidad» de encuentro, un clarísimo ejemplo de su independencia y de la vastedad de su «apertura». En suma, monta tanto, tanto monta en ella el castrismo como el exilio, aunque quizá el primer jinete cabalgue mejor».

 

Un poco de historia

 

Como queremos hablar sólo del Jesús Díaz del exilio, y sobre todo de su relación con Encuentro, que es su obra literaria y política más importante de su etapa en el extranjero hasta su inesperada muerte, partiremos en esta retrospectiva de su vida y hacer del año 1990 (Díaz llega al exilio en 1991), que es cuando se agudiza en Cuba el estado de penuria y que con agudo descaro Castro bautiza como «período especial». Es también el año en que hay conato de rebeldía intelectual contra Castro con la redacción de la Carta de los Diez, llamada así por haber sido firmada fundamentalmente por diez escritores que en definitiva le piden a Castro la democratización de Cuba. Su impulsora, la que promueve esta acción rebelde –y no sé si también la redactora de la carta pública a Castro–, es la poeta María Elena Cruz Varela, quien como se sabe fue ultrajada y aun golpeada por las turbas de las Brigadas de Respuesta Rápida creadas por Castro, así como encarcelada por su osadía. Entre los firmantes del sin duda valiente documento pueden leerse los nombre de Raúl Rivero, Manuel Díaz Martínez, Manuel Granados, Rafael Luque Escalona... No así el de Jesús Díaz. Donde sí aparece es en una «antología» de cuentos de Lino Novás Calvo, cuyo prólogo redacta él, y del que, a modo de ejemplo (se podría citar todo el no corto trabajo), extraemos este párrafo: «Tengo para mí que entre la decisión de dejar de escribir (?), la de abandonar su país y su pueblo en 1960, y la de publicar los lamentables relatos de Manera de contar[2] diez años más tarde, hay un nexo orgánico, revelador, levemente siniestro, cuya consecuencia inevitable fue la subvaloración, casi el olvido (excepto señalamiento contrario todos los énfasis de este trabajo son míos). No sé si vale la pena comentar la tanta insidia que hay en esta oración sobre el mejor cuentista que ha dado Cuba en toda su historia. Bueno, «abandonar su país y su pueblo» es simplemente acusarlo de traidor, «lamentables relatos...», descalificar los cuentos anticastristas que Novás escribiera y publicara en el exilio, «la subvaloración y el olvido» nítidamente se traduce por negarle existencia literaria (y no sé si vital también). Basta.

 

Al año siguiente Díaz sale de Cuba, y sale con su familia (mujer y dos hijos), sin que nadie intente impedírselo, sin que el régimen le ponga la menor traba. Esto no sólo es sorprendente sino casi «milagroso». Como es harto sabido, poder salir de Cuba es una odisea infernal, sobre todo cuando se es «intelectual», aunque no es condición sine qua non para el martirio: cualquier simple persona lo sufre. Verbigracia las víctimas de los actos de repudio de la Embajada del Perú y del Mariel. Padilla sufrió diez años para lograrlo, Labrador Ruiz 14, a Lezama Lima nunca se le permitió viajar, Raúl Rivero es prácticamente un prisionero dentro de la Isla (con posterioridad a que esto fuera escrito, en abril de 2003, Raúl Rivero fue condenado a 20 años de prisión en uno de los juicios más infames que se hayan celebrado en Cuba). La única manera de no pasar por esta atrocidad es aprovechar cualquier viaje oficial al extranjero y pedir asilo político en la primera nación democrática que esté en la ruta. Eso hizo el escritor Antonio Benítez en 1980 y yo en 1981. Pero en mi caso tuve que dejar a tras a mi familia, que se convirtió en rehén de Castro y a la que se le cobró, y ferozmente, mi «traición».

 

Sin embargo, a Díaz se le dieron todas las facilidades. Marchó a Alemania con una beca autorizada por el gobierno cubano a pesar de que la RDA ya había desaparecido y se instaló en Berlín con todos los suyos. A principios de 1992 el periódico miamense Nuevo Herald lo entrevistó en la capital alemana, y, aparte de vaticinarle a Cuba «ríos de sangre, terribles ciclos de venganza» –se supone que por una rebelión interna o alguna invasión externa–, añade convicciones como éstas: «El exilio (cubano) no es más democrático que dentro (de la Isla)»; «Es falso suponer que toda la población cubana está contra Castro»; amén de afirmaciones, que le manifiesta al periodista Juan O. Tamayo cuando éste le pide que especifique sus críticas hacia Cuba. Jesús Díaz se evade: en primer término declara que «no es político», para añadir: «Sería ponerme del otro lado, y esa es una posición que rechazo». Empero, años después en otra entrevista de la revista cultural barcelonesa Lateral[3] protagoniza esta insólita confesión: «Lo que me llevó finalmente a exiliarme fue una carta escrita por el ministro de Cultura, Armando Hart, en la que me amenazaba de muerte, acusándome entre otras cosas de «Judas». Al respecto el escritor y analista cubano Servando González, autor de un más que interesante artículo sobre la muerte de Jesús Díaz que volveremos a citar, pues en más de una faceta es revelador, hace esta observación: «(...) Armando Hart no se hubiera atrevido a escribir tal carta sin la autorización u orden expresa de Fidel Castro. Y es aquí cuando la cosa se complica, porque, como todos sabemos, Fidel Castro nunca ha amenazado a nadie de muerte. Cuando quiere matar a alguien, simplemente lo mata.»[4]

 

En 1997 la editorial Anagrama publica la segunda edición de Las iniciales de la tierra, novela que según Díaz estuvo vetada en Cuba trece años, y vio la luz tropical sólo porque en Madrid la estrenó la casa Alfaguara en 1987. Díaz estuvo en la capital de España ese año, para su publicación y presentado en la televisión (Jesús es uno de los narradores cubanos más entrevistados en el extranjero), se alarmó porque el locutor que dialogaba con él apuntó al carácter «crítico» de su novela. Inmediatamente Díaz ripostó, con algo de nerviosismo, de intranquilidad, que no, que su novela no era crítica... sólo contenía algunos pasajes en que se señalaban errores naturales del proceso, o algo así. Crítica o no (creo que no en cuanto al régimen castrista) lo verídico es que, en cambio, no ahorra zafiedades hacia un conocido e inteligente periodista y escritor del exilio cubano, Carlos Alberto Montaner. No obstante alterar su patronímico, es reconocido al segundo: Míster Montalvo Montaner. Para mayor INRI, esto es, identificación, Montaner se autodefine: «Yo soy periodista». Pero para el alter ego de Díaz, su «máscara» literaria, es además «¿El tipo sería maricón o agente?» y todavía: «¿Un maricón cubano, gusano?»

 

En fin, si como vimos ya había llamado «traidor» a Lino Novás, que el epíteto «gusano» se reproduzca en el personaje Montaner no tiene nada de novedoso, pues como es archiconocido en el mundo literario latinoamericano, más de veinte años atrás se lo había aplicado –y entonces sin máscara– a los escritores Cabrera Infante y Severo Sarduy. En 1993 así lo recordaba el profesor universitario de Yale, Roberto González Echevarría, en un trabajo aparecido en la Revista Iberoamericana, titulado «Severo Sarduy (1937-1993)»[5]: «Por estas fechas (1970-71) –escribe el catedrático–, Jesús Díaz, ante el Instituto de Literatura Chilena, responde así, con ira más zoológica que lógica, a una pregunta sobre Cabrera Infante y Sarduy: «¿A qué hemos venido aquí: a hablar de literatura o de gusanos?» Y renglones más tarde: «Díaz, autor hace más de veinte años de algún cuento pasable, y luego de una novela que ni con el coro de críticos amaestrados que le hicieron elogios e intentaron conseguirle el premio Rómulo Gallegos ha perdurado, anda ahora por el exilio tratando re-escribir su pasado».

 

Muy pronto veremos cómo intenta deshacerse de este sambenito que lo persigue desde sus años mozos, ya que Jesús Díaz nació en 1944 y asestó ese calificativo contra Caín y Sarduy arrancando la década de los 70. Mas por el momento volvamos a Encuentro.

 

¿Quién encuentra a quién?

 

Como desconocía, al menos en hondura, el suelo literario cubano en España, y necesitaba granjeárselo, Jesús Díaz llamó a dos poetas y editores cubanos radicados en Madrid de largo tiempo atrás, Pío E. Serrano y Felipe Lázaro, propietarios y directores de las editoras Verbum y Betania respectivamente. Al primero lo hizo director-adjunto (cargo desconocido en Cuba, pero usual en la prensa española, de la que lo adquirió como un empréstito) de Encuentro, y al segundo secretario de la publicación. Mas la permanencia de Pío y Felipe fue fugaz. Para el cuarto número ya habían desparecido de la mancheta, así como el puesto de director-adjunto, no existiendo más que un director, Jesús Díaz, alzado y aislado, en el tope de la columna de la mancheta. Su sitio, el de Pío y Felipe, fue ocupado, pero ahora en ¿abstracta? redacción, por Manuel Díaz Martínez, Luis Manuel García, Iván de la Nuez y Rafael Zequeria.

 

Tanto Serrano como Lázaro hicieron pública su separación de Encuentro en sendas cartas que le mandaron a Díaz y que fueron recogidas por el periódico La Prensa del Caribe. Las motivaciones de ambos eran muy similares: «Un creciente malestar –escribía Serrano–, producto de la incompatibilidad entre ciertas ideas mías y otros criterios, me impiden continuar en este proyecto...» y Felipe: «La decisión tomada por mí (...) se debe al malestar creciente que se ha creado en nuestra Asociación (léase Encuentro) por serias discrepancias en la conducción de la misma». Privadamente repudiaban los métodos de dirección de Díaz, que calificaban de «stalinistas» y en lógica consecuencia a él, Díaz, de Stalin. Ello les costó –al menos a Felipe Lázaro de mi conocimiento– el se casi agredido físicamente por el autor de Siberiana. El tolerante Díaz, el dialoguero Díaz, el «impulsor» de la «reconciliación» de los cubanos de las «dos orillas», estuvo a punto de golpearlo con sus duros puños y empleando un símil boxístico le dijo que él (Lázaro) era «una hormiga» y él (Díaz) «un peso pesado». La sangre no llegó al río; y, claro, Jesús hablaba literariamente.

 

Hay un tercer cesante al que no se ha mencionado: se trata de un joven periodista cubano proveniente de Prensa Latina que acababa de poner los pies en España, Carlos Cabrera. Fungía como secretario (¡cuántos secres!) de redacción de Encuentro, y a diferencia de Pío y Felipe su salida se debía a la «incompatibilidad de la señora Anabel Rodríguez con mi persona».

 

Retengamos este último nombre, el de la señora Rodríguez, pues es clave en la fundación de Encuentro –no obstante no figurar en ningún manchón o mancheta a lo largo de sus 24 números. Pero como veremos salta a primera plana con la muerte de Jesús, como se si revelara súbitamente cual un aparecido. Por el momento es sintomático que tanto Serrano como Cabrera la involucren a ella en sus «partidas» de Encuentro.

 

En cuanto a la nueva junta, Díaz Martínez era un conocido y excelente poeta que por haber estado involucrado en el «caso Padilla» (siendo jurado del Concurso de Poesía de la UNEAC que debía otorgar el premio Julián del Casal –que él, MDM, asimismo había recibido– no vaciló en concedérselo a Fuera del juego, de Heberto Padilla), había vivido en el ostracismo o en un forzado exilio interior más de una decena de años. Ya vimos que su coraje lo llevó a firmar la Carta de los Diez, carta pública que en un muy lúcido artículo publicado precisamente en Encuentro (No. 3, invierno 96-97) juzgaba con enaltecedora modestia política «un pliego de peticiones moderadas dirigidas a su gobierno» y que para él «en un país donde sea normal que los ciudadanos intervengan libremente en la vida política, puede ser que no alcance ni el rango de noticia de tercera plana», (pero que) «en la Cuba de Castro nuestro pacífico geto de autonomía adquirió la calidad de una insurrección». En fin, esta es Díaz Martínez.

 

Sobre los demás «redactores» (las comillas sólo pretenden ser una suerte de gentilicio de redacción), Iván de la Nuez es hijo de un buen y conocido caricaturista cubano que tanto en el batistato como en la actualidad en la dictadura castrista, se destacó por sus incisivos dibujos que ilustraban los periódicos en que se imprimían, si bien a partir de 1959 de signo favorable al régimen y agresivamente antiamericanos, a diferencia de los que realizó bajo Batista. Nada conocido en el exterior, parece que Iván no heredó las cualidades pictóricas de su padre sino que se dedicó a las letras, y preferentemente al ensayo o al panfleto, según se mire. Cuenta él –y de sí mismo– el sagaz intelectual cubano «exiliado» Rafael Rojas, en un trabajo que lamento no tener ahora a mano para citarlo con precisión, que durante una tensa «conversación» que mantuvieron ellos dos con el entonces ministro de cultura, Armando Hart, De la Nuez, inesperadamente, se levantó y le dijo al ministro que por lo visto ellos no hablaban el mismo lenguaje respecto a la revolución y salió de su despacho. Rojas se quedó de una pieza o con las piernas balbuceándole, pues no podría imaginar que alguien le ripostara así no sólo a un ministro del Gobierno sino a un miembro del Comité Central del Partido. (Ello me recuerda un tema que le sugirió a él, R.R., la lectura de Informe contra mí mismo de Eliseo Alberto, en el cual cuenta cómo la Seguridad cubana le pidió que espiara a su propio padre, el sin duda notable poeta Eliseo Diego, y él aceptó[6]. En fin, esta obra le sugirió a Rojas otra: Historia del miedo en Cuba. Todo en sus mismas palabras).

 

Quizá Rojas no se hubiese alarmado –o atemorizado– tanto de haber conocido esta descripción de Servando González, quien expresa en el penetrante artículo sobre Jesús Díaz y su muerte ya citado y que volveremos a citar-: «(...) un agente de inteligencia (que) ha sido destinado a penetrar al enemigo pasa por un proceso de falso rompimiento violento con sus verdaderos amigos». Veremos después que para él también Jesús Díaz pasó por este mecanismo de «creación de bona fides» (así lo denomina González). Pero el autor de El arte de la espera (R.R.) no podía conocerlo, pues este mencionado libro –que tiene más de una faceta interesante– fue publicado en Madrid por la editorial Colibrí en 1998, y el análisis de ese complejo mundo de espionaje contraespionaje et al que desglosa el analista americano, donde «las cosas rara vez son lo que parecen ser», es de abril de 2002.

 

Bien, ya tenemos instalado a Iván de la Nuez en el «equipo rector» de Encuentro. Mas como es perfecto desconocido –al menos en el exterior– hay que imprimirle una tarjeta de visita, que si no la justifica, palía siquiera su estancia en la dirección. Y esta tarjeta es el artículo «El destierro de Calibán» (con permiso de Retamar) que por lo presuntuoso de su jerga transparente sin la menor opacidad que ha sido redactado por un jovenzuelo aquejado de «intelectualitis» aguada. Pero éste es el costado visible del artículo. Lo que no lo es, ni aun anecdótico, es el veneno que destila desde la primera hasta la última letra, embozado, por supuesto, en una supuesta ambigüedad –que Encuentro, como vimos, busca hacer pasar por equidistancia, equilibrio, independencia, pluralidad, y más etcéteras. Entrescaré de esta trasmutación shakeasperiana de caníbal (Calibán) algunos botones procurando en lo posible evitar comentarios: «La Habana revolucionaria», «la Revolución», «díaspora» «desbarren (los exiliados) políticamente del régimen de La Habana»«querellas entre la rebeldía, el poder y la ¡alta cultura!» (asombro mío), «transterritorialidad» (por exilio, término que se va a pedir prestado su cercano R.R.), «dos orillas», «La Revolución, La República, La Patria, El Exilio o La Causa» (ajiaco político en que todo es uno y lo mismo), «dictadura de la historia» (no de Castro), «el Estado autoritario de la isla hasta el poder oligárquico del exilio», «Todos los exiliados (...) se convierten en viajeros» «la temporalidad (del exilio) pasa de ser un eufemismo (...) a una imposibilidad» (es decir, que Castro no caerá nunca, firmado y afirmado por I. De la N.),«la indignidad de hablar por otros» (si Ud. es exiliado no tiene derecho a hablar del pueblo cubano; el que está dentro, si lo hace es un «indigno»), «la cultura oficial (de la isla y del exilio)». Si bien Jesús Díaz podía apoyar en parte estas declaraciones, era incómodo hasta para Encuentro. Pero su director tenía que acatar al nuevo directivo, pues se lo habían impuesto. ¿Quién? Y él no estaba en condiciones de poder rechazarlo. Sin embargo, tiempo al tiempo, como veremos.

 

Rafael Zequeira no era tampoco conocido de los medios literarios exteriores, pero era (es) un buen cuentista. De Luis Manuel García sólo puedo consignar su nombre. En fin, con este reemplazo seguía la carreta de Encuentro.

 

¿Más de lo mismo?

 

No me parece que el cambio de redactores haya alterado la línea de Encuentro, que taimadamente se quiso endurecer. Jesús era demasiado Jesús para que –impuestos o no– alguien viniera, no ya a decirle, sino simplemente a insinuarle, el trillo por el que debía caminar. Tanto es así, tan consolidada era la personalidad del artífice de Dime algo sobre Cuba que cuando Pío Serrano y Felipe Lázaro tuvieron que dejar la dirección adjunta y la secretaría de la bien formateada revista (es justo reconocer que formalmente había poco que reprocharle a Encuentro ya que en este aspecto era muy atractiva, estaba diseñada con esmero y buen gusto, si bien de algún modo pisaba las huellas de Casa –de las Américas– de La Habana, encabezada por su secretamente envidiado Roberto Fernández Retamar).

 

No, Encuentro no cambia mucho con la nueva capitalidad, y sólo merece estamparse que en el volumen 6/7 estalla un «antológico» artículo de René Vázquez Díaz –«La extraña situación de Cuba»–, quien desde Suecia y más concretamente desde la Fundación Olof Palme es sospechoso de actuar como otra correa de trasmisión financiera de Encuentro. Enseguida nos ocuparemos de la «pieza» de Vázquez Díaz; pero antes apuntemos que aunque en la portada (una de las más feas) del tomo 8/9 se pregona que es un homenaje al Mariel, curiosamente en sus casi 300 páginas no hay ningún trabajo de Reinaldo Arenas (¡él, que tanto escribió!) sino sólo dos mostrencas cartas hechas a José Abreu.

 

Nuevo sismo ministerial en el 10 (aunque esa vez sin crisis) ocupando sendas carteras Rafael Rojas y Marifeli Pérez-Stable. Del primero ya hemos dado cuenta en algunos momentos de estas páginas; empero, casi por obligación tendremos que volver sobre él; mas en este momento dejémoslo reposar en la poltrona o butaca de su «sede» –¿también de su «fede»? La otra áulica –nunca mejor dicho– es la Pérez–Stable (o al revés), profesora universitaria norteamericana de procedencia cubana y políticamente correcta que por años sirviera fiel y sinceramente al stablisment de La Habana, admite entre sus señas de identidad una última aparición en libro, de título pulcramente corrector en cuanto a política por completo, La revolución cubana. Origen, desarrollo y legado, publicado en Madrid por la editorial Colibrí, pero que con mínimas supresiones bien pudo aparecer en la habanera casa de Ciencias Sociales. Ni por cortesía –en especial a la dama. Encuentro dice una sola palabra acerca de sus novísimas adquisiciones.

 

Todo discurre como agua mansa –es un decir– por cinco números (10-15). A partir de las entregas 16/17 se observa un ligero cambio en la publicación. Tres son los datos que permiten atisbar esta modificación casi de maquillaje. El primero es la contundente respuesta que le da Manuel D. Martínez (siempre él) al «sueco» Vázquez Díaz, promotor de un «encuentro» en Estocolmo en mayo de 1994 –hipotéticamente para debatir la cultura cubana– entre 10 escritores de «las dos orillas», pero en el fondo para atacar el «bloqueo» norteamericano a Cuba y la ley Helms-Burton, y cuyos participantes (5 por cada ribera) fueron «invitados» a firmar una «Declaración de Estocolmo» en la que se decía de todo del «imperialismo» pero nada de la necesidad de un cambio democrático en Cuba. Tres de los ponentes –Lourdes Gil, José Triana y Manuel D. Martínez– retiraron sus firmas del «documento»[7], y Vázquez se dedicó a denostarlos. En el folleto Cuba: voces para cerrar el siglo (también parto suyo, RVD) les acusa de haber procedido así por «censura y miedo». En su aclaración, entre otras exactitudes, Manolo le señala con ligera ironía: «Me resulta incomprensible que Vázquez Díaz, un exiliado que vibra con furia cuando condena el embargo norteamericano y se convierte en severo censor cuando juzga al exilio isleño en Miami, no vibre con furia similar frente a los atropellos que el régimen castrista comete día a día contra los que le plantan cara dentro del país».

 

Lo curioso es que Vázquez Díaz había sido una suerte de cofundador de Encuentro, y su firma rubricaba sendos artículos en los números 6/7 y 12/13 del trimestral. El primero era un extenso brulote –lleno de la furia apuntada por Manuel D. Martínez– contra la ley Helms-Burton, donde mordía la «ingerencia» (sic) yankee en Cuba, a la que calificaba de ser en el pasado «una prostituida colonia norteamericana» (como se sabe argumento repetido hasta la náusea por el régimen cubano y los castristas»); se ponderaba a la dictadura cubana como un «gobierno de origen popular, desde abajo» (énfasis R.V.D.) y se advertía amenazante que los «millones (...) que se quedaron en Cuba y que no aceptan las aspiraciones norteamericanas (...) se disponen a defender lo poco (lo único) que tiene con las armas en la mano (id.), lamentando por último que «también tengan que desaparecer la Seguridad del Estado y las Brigadas de Respuesta Rápida». En el segundo arremetía con toda la fuerza de su lanza contra el embargo –«antidemocrático», «inmoral»– e insistía en el «apoyo millonario del pueblo cubano al socialismo de Castro porque ese sistema responde a sus intereses». Vázquez Díaz siempre se paseó a sus anchas por las páginas de Encuentro sin que nadie le saliera al paso y lo rebatiera.

 

Quizá permitirle a Manuel D. Martínez que lo pusiera en su sitio era la consecuencia del «feo» que comenzaba a hacérsele a Encuentro en Cuba, lo cual se transparentó en la agria polémica que mantuvieron Jesús Díaz y Aurelio Alonso, viejos amigos y compañeros en la dirección de la revista marxista Pensamiento crítico (acusada históricamente por Raúl Castro de «diversionista ideológica» en el informe al Comité Central precisamente publicado en el número inicial de Encuentro, como ya vimos). No obstante, según Jesús Díaz esta publicación no fue clausurada por el Gobierno cubano, sino por la URSS. Leamos: «Pero los soviéticos, que hacia 1970 lo mantenían (a Castro) a base de rublos y petróleo, le impusieron ciertas condiciones. Una de ellas, que Castro aceptó gustoso, fue el fin de Pensamiento crítico y del Departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana». «El fin de la otra ilusión» –artículo que no tiene desperdicio. Esta «revelación» la hizo Díaz en una reunión de LASA celebrada en Miami en marzo de 2000. Afirmar asimismo que él y Aurelio fueron allí «adversarios públicos y amigos privados» (lo que suena a educado «acuerdo entre caballeros»), que estalló como una pompa de jabón al regresar Alonso a Cuba y declararle a la revista Revolución y cultura que la ponencia de Díaz en LASA no era más que «un libelo contrarrevolucionario», destinado a «escalar posiciones» (es de suponer que en el exilio). El final no podía ser otro que el rompimiento definitivo entre los antaño camaradas. De ahí el final pesaroso de la última carta de Jesús a Aurelio: «Créeme que lo siento de veras».

 

El tercer síntoma es la admisión de Carlos Alberto Montaner como colaborador de Encuentro, que se produce en las ediciones 18 y 19, si bien con artículos que poco tienen que ver con los habituales de este escritor-periodista. Uno, que yo llamaría neutro, acerca del arquitecto cubano Nicolás Quintana, y el otro, más dentro de su terreno, aunque académicamente de cepa histórica, «Cómo y por qué la historia de Cuba desembocó en la revolución». De todos modos su aparición –si bien tardía– en esta prensa pudiera ser signo de una sutil alteración de línea (¿ideológica?) o de mera estratagema pues tradicionalmente Montaner ha sido visto por el recién llegado exilio (estampida intelectual de los 90, con el arribo a Cuba del «Periodo especial»), que encarna Encuentro, como «fundamentalista» o de la «extrema izquierda» (¡vaya paradoja!). Epítetos a un lado, lo real es que Carlos Alberto Montaner ha sido siempre un fustigador agudo, implacable e incesante de la tiranía castrista, y que ex profeso Encuentro lo tuviera marginado es algo ya de por sí altamente sospechosos. (Si bien reconozco que esta puerta abierta a Montaner puede tener también otra interpretación).

 

Sin duda uno de los artículos más útiles para rastrear a Jesús Díaz es el ya mencionado «El fin de otra ilusión», nominativamente casi conmovedor, pero que explicita como pocos suyos lo que el profesor González Echevarría apreció como intento de «re-escribir su pasado». Y en ese pasado uno de los momentos más álgidos es el que recoge Jorge Edwards en su libro Persona non grata. Tan del dominio público es que puedo no citarlo. Más sí vale la pena citar la versión de Jesús Díaz, extraída del artículo de marras: «(...) una información absolutamente falsa que Jorge Edwards reprodujo ingenuamente (subrayado mío) en Persona non grata, por otra parte un libro pionero para la comprensión y el desmontaje de los métodos represivos del castrismo. Allí Edwards dice que durante el susodicho viaje me presenté en una conferencia en la Universidad de Chile como capitán de la seguridad del estado (minúsculas del autor), y que a una pregunta sobre Guillermo Cabrera Infante respondí preguntando a mi vez que si estábamos allí para hablar de literatura o de gusanos. No hubo nada de eso, jamás fui miembro de la seguridad del estado, ni me presenté como tal en sitio alguno, ni usé esa calificación abominable contra Cabrera Infante, a quien admiro como escritor (¿Sólo como escritor?). Jorge Edwards no estaba en aquella conferencia, doy por hecho que actuó sin mala fe y que fue mal informado, pero le agradecería mucho que lo aclarara». ¿Cuándo se publicó Persona non grata? Su primera edición es de 1972. ¿Por qué entonces Jesús Díaz esperó casi 30 años para desmentir esta información? Porque desmentirla lo perjudicaba (ante las autoridades castristas) y aceptarla lo beneficiaba (ante las autoridades castristas).

 

El artículo que pone fin a la ilusión de Díaz tiene metros de tela por donde cortar, y he aquí otro cacho de esa re-escritura o hilado de una casquivana Penélope: «Recuerdo con desagrado mi participación en aquella polémica, que tuvo lugar en La Gaceta de Cuba, de la UNEAC (acerca de las Ediciones El Puente, empresa editorial juvenil de los años 60 creada por el poeta José Mario, que finalmente fue clausurada por el gobierno y perseguidos y encarcelados dos de sus principales miembros: lógicamente José Mario, y Ana María Simó, a quien se recluyó en un hospital psiquiátrico). No porque haya sido menos agresivo (J.D.) con otros escritores, sino porque en mi requisitoria mezclé política y literatura e hice mal; lo reconozco y pido excusas a Ana María SIMO y a los otros autores que pudieron haberse sentido agraviados pro mí en aquel entonces.»[8] Sin comentario, excepto que en ningún momento ha nombrado a José Mario –que hoy vive pobre y enfermo en Madrid[9]– sino sólo a Ana María, diluyendo al fundador del Puente en un genérico «otros autores».

 

Agresiones van, agresiones… siguen

 

Y que la manía de ser agresivo con otros escritores no la deja en Cuba cuando se marcha de allí, sino que la acarrea consigo al extranjero revive cuando es publicada. La nada cotidiana (1995) de Zoé Valdés y se convierte en un sorprendente éxito primero en España y luego en un amplio número de países. Inmediatamente Díaz carga contra ella atribuyéndole la victoriosa acogida a motivos «extraliterarios», eufemismo que emplea remilgadamente para no tener que acudir a las palabras erotismo o aun pornografía. Esta opinión sobre las obras de Zoé las difunde el director de Encuentro, como quien riega semillas, en entrevistas, apariciones en la televisión, declaraciones, incluso en actos públicos: verbigracia, la presentación del libro El mar de las lentejas de Antonio Benítez, donde en voz alta –esa voz bronca que tenía– agredió (¿por qué vez?) la «escatológica» prosa y pintura de su excolega del Instituto del Cine (ICAIC) en La Habana. Mas fue inútil toda su artillería. La popularidad de la Valdés siguió creciendo y creciendo, cosa que heredó Pedro Juan Gutiérrez cuando explosiona su formidable Trilogía sucia de La Habana, y aunque menos resonante la también buena novela de Daina Chaviano El hombre, la hembra y el hambre. La «ética» o moral de Díaz ya no se prolongó contra estos otros escritores cubanos. Apretó la boca.

 

No sé si fue por abrírsela o por hacerle «morder el polvo de la derrota» (¡vaya frasecita!), pero en el núm. 10 de la revista le encargó a Pío Serrano la crítica de la novela de la escritora cubana radicada en Francia, Nivaria Tejera, J’attends la nuit pour te rever, Révolution. No debe haber sido en modo alguno casual que el exdirector adjunto de Encuentro insertara este entusiasta y justo párrafo: «Ahora, al fin, Nivaria Tejera ha encontrado la libertad necesaria para entregaros su fervoroso alegato. Porque se trata de un largo viaje hacia la libertad. Como de libertad se trata el ejercicio del áspero lenguaje que Zoé Valdés –al otro extremo generacional de Nivaria Tejera– escoge en La nada cotidiana para lanzar el testimonio transgresor de una oralidad insular degradada desde las entrañas mismas del régimen. La degradación –Hypocrite lecteur, mon semblable, mon freère!–, nos viene a decir la tímida y modosa Zoé Valdés, no es mía, la malsonante no soy yo, éste es el resultado de un sistema que nos prometió situarnos a la cabeza de la educación en América y nos ha dejado únicamente la nostálgica indigencia de un sueño frustrado y la procacidad de un coloquio elemental de pueblo primitivo. La evidencia del gran salto hacia delante para caer hacia atrás, denunciado por Cabrera Infante en 1965».

 

Y exacto a continuación, en la misma sección Buena letra, (del 10 de Encuentro) estas consideraciones de Madeline Cámara sobre El hombre..., obra de parecidos rasgos a la de Zoé. La crítica –¿por pudor?– obvia los lados «atrevidos» de la novela y destaca los que podríamos denominar sociales, especialmente las descripciones de «la decadente Habana fin de siècle» (claro, del XX) y del peso del panteón africano en la población blanca cubana. concluyendo atinadamente Cámara: «Pero más que una novela de amor, un testimonio de época, o un relato con momentos fantásticos, esta obra, como otras recién publicadas de Zoé Valdés y Eliseo Alberto es la narrativa de una generación desilusionada, el relato de sus sueños rotos y de su cólera. De ahí la obsesión por contarlo todo, salvar a través de la memoria hasta el más mínimo detalle de su mundo traicionado...».

 

Puede que haya otras respuestas de Zoé Valdés a los puntuales picoteos de Díaz. De hecho debe haberlas, y es impuntualidad mía no haberlas rastreado, por lo que sólo emplearé aquí una muy reciente y muy discreta que figura en El Cultural (12 febrero de 2002), suplemento idem de los diarios El Mundo y La Razón, de Madrid. En entrevista paralela (GCI no resistiría la tentación de apostillar: «paralela/os») a los dos novelistas, y a la pregunta de que tal fueron recibidos por el exilio, que fue casi simultáneo en ambos, la piedra de escándalo de J. D. responde: «De afuera fui recibida con gran cariño, pero también con algo de envidia. Y no daré nombres. No hago listas como hace la dictadura cubana». Y Díaz: «Virtualmente todos los escritores del exilio (...) han sido muy generosos conmigo: Guillermo Cabrera Infante constituye la excepción, ha sido muy hostil; como lo ha sido, dentro, Miguel Barnet, tambor mayor de Castro». Que yo sepa jamás Cabrera Infante ha escrito el nombre de Jesús Díaz en ninguno de los muchos órganos de prensa de los que es colaborador o en los que, con gran frecuencia, es entrevistado. Nada, ni un monosílabo, ni una letra sobre él. Y «paralelizar» los nombres de Caín, y de Barnet es, por lo claro, una trampa muy burda; «por consiguiente» –apoyándome en esta muletilla del expresidente español Felipe González, que de acuerdo con los «encuentristas» sufragó a Encuentro en su arranque con 16 millones de pesetas, ¿recuerdan?–, una canallada. Una más.

 

«Discurso abyecto»

 

Pero hay más. Ya vimos que en su primer número Encuentro publicó el informe de Raúl Castro al Comité Central del PCC valorando la trayectoria cultural cubana en la Revolución. Y lo publicó sin el menor comentario ni nota, como un artículo más de la revista (al igual que el de Abel Prieto). Pues he aquí cómo lo califica en el extraordinariamente útil artículo de él (J. D.) «El fin de otra ilusión» –por si se ha olvidado, Encuentro, nos. 16/17, primavera-verano del 2000–: «Discurso abyecto». Sí, se ha oído bien: «(...) reproduje los fragmentos (Ingenuidad: ¿no fue la totalidad?) más significativos de ese discurso abyecto en el número 1 de la revista Encuentro de la cultura cubana, una publicación (¿no tiene ya 17 ediciones?) que fundé (yo, yo, y siempre yo: modestia) en Madrid en 1996». Lo que sigue es igualmente un dechado de «modestia» y probidad intelectual del que se disparan locuciones como «supere (Encuentro) la sed de venganza (claro, del exilio cubano y especialmente del que vive en Miami) y desarrolle la memoria histórica y la capacidad de análisis crítico como fundamentos de un futuro de paz». Y a seguida vocea: «Mi crítica radical al castrismo».

 

Siguen las «entregas» de Encuentro y así llegamos a la número 20, donde somos testigos-lectores de una polémica entre dos directivos-fundadores del viejo Caimán barbudo, Guillermo Rodríguez Rivera versus Jesús Díaz. En una quizá más dura carta que la de Aurelio Alonso y más larga, bastante más, de este crítico del pensamiento y de la poesía –más de lo segundo que de lo primero– entresaco, para no igualar con mis comentarios la extensión de su misiva, estos trozos: «El endurecimiento de la política cultural es un fantasma que, muy frecuentemente, recorre ciertas zonas del exilio cubano» «(...) pienso que vivimos (en Cuba) una de las etapas de mayor amplitud y coherencia de nuestra cultura». «Yo percibo en Encuentro un creciente desplazamiento hacia las posiciones clásicas del exilio de Miami. (Y en punto y aparte). Se trata de una concepción que descalifica esencialmente a la Revolución Cubana...» «(...) la Revolución Cubana fue una hecha «desde abajo...» «Si no entiendo mal, me temo que esa «apertura» (que se le pide a Cuba) se asemeje, como una gota de agua a otra, a la que demanda el exilio de Miami para volver a la Isla...» «(...) sistemática denostación de la obra social de la Revolución Cubana». (...) la conciencia cubana, la que no permitirá que «le descoloquen» la soberanía de su nación». «(...) hay figuras del mismo exilio (Luis Ortega, José Pertierra, Max Lesnick, Carlos Rivero, Franciso Aruca, por sólo mencionar los que ahora recuerdo) que acaso podrían contribuir a producir ese balance...» Y por último este renglón que sí no puedo de ninguna manera dejar de significar: «(...) y finalmente, alive and well in Havana, mi amigo Raúl Rivero.» Tan vivo y tan bien en La Habana que es capaz de resistir los actos de repudio, los ataques de la prensa oficial, las acusaciones de batistiano, vendido a la CIA, lacayo del imperialismo, vendepatria; los allanamientos de su casa y oficina de Habana Press; las detenciones en las estaciones de policía; el no poder publicar ni una letra en los periódicos ni un poema en ninguna revista cultural; carecer de empleo... ¡Qué amigo este otro Guillermo que ignora, no ve o calla este «buen vivir» de Raúl en La Habana![10]

 

Como para matar dos pájaros de una pedrada, a continuación tal vez el más vil de los trabajos que ha publicado Encuentro, «Demócrata, poscomunista y de izquierdas», del ya conocido Iván de la Nuez. Baste una línea de él: «(...) no olvidemos que estamos hablando del hombre que ha promovido la ley Helms-Burton y el financiamiento con cien milones de dólares a la disidencia interna». Es decir, que Gustavo Arcos, Raúl Rivero, Vladimiro Roca, Osvaldo Payá, entre algunos, han recibido nada menos que 100 millones de dólares del senador Helms-Burton para realizar acciones de oposición en Cuba. De hecho que la disidencia cubana está pagada con dinero yanqui. Relampagueantemente, este Iván es también «terrible»; pero en su caso como soplón de Castro y calumniador sin fronteras.

 

Como en 'Granma'

 

O bien fue una trampa que Díaz le tendió a De la Nuez, o bien el «artículo» de De la Nuez fue demasiado aún para Díaz. Como fuese, arrastró el despido fulminante de Iván de la dirección de Encuentro, pues ya para los conjugados nos. 21/22 su nombre se había esfumado de la columna rectoril, y en una nota titulada «Cambios en el Consejo», como en las mejores explicaciones de Granma se hacía saber que «los miembros salientes han ido contrayendo nuevas responsabilidades laborales que resultan cada vez más difíciles de compatibilizar con las tares propias del Consejo de encuentro». Redondo el óbolo. El otro miembro «saliente» era Rafael Zequeira, «que ha decidido concentrarse en su creación literaria». O sea, que por cuenta propia había decidido «salirse». Y en verdad no había causa visible para la marcha (¿forzosa?) de Zequeira, lo que hace pensar en una cortina de humo que sorpresivamente «envolvió» al buen cuentista.

 

Llama la atención también que cuando Pío Serrano, Felipe Lázaro y Carlos Cabrera renunciaron a Encuentro, no hubo ni la menor explicación. ¿Preferencias?

 

Otrosí: a todas luces para aminar la ira de Iván, en la dación 23 de la revista, una crítica de Rafael Rojas le pasaba la mano al último libro del actual director de exposiciones del Palacio de la Virreina de Barcelona: El mapa de sal. Un postcomunista en el paisaje global, de Iván de la Nuez (Grijalbo-Mondadori: Barcelona, 2001). Y hablaba de todo, con ese lenguaje rojiano que se ha ido haciendo cada vez más alambicado, más deslizante, más aceitoso por su afán desesperado de novedad lexical, al punto de que en el último ensayo que conozco de él («El campo roturado: Políticas intelectuales de la narrativa cubana de fin de siglo», Revista de la Fundación Hispano Cubana, no. 13, primavera-verano 2002) en lugar de homosexualismo (masculino y femenino) habla de «políticas del cuerpo», que se explicita en esta exquisita sentencia: «La política del cuerpo es aquella que propone sexualidades y erotismos, morbos y escatologías como prácticas liberadoras del sujeto». ¿Entendido? Naturalmente mil veces es preferible, para abordar el mismo tema, el franco, diáfano, ético lenguaje de Zoé Valdés y Pedro Juan Gutiérrez, aparte de ser en su crudeza mucho más poético, como el del Decamerón o el del Marqués de Sade.

 

Me he apartado, pero sigo apartado porque hay algo en el trabajo «evocado» de Rojas (ya designado futuro codirector de Encuentro, inconcebiblemente al lado de Manuel D. Martínez, Monolo) que no se puede dejar de mentar: en ningún momento de sus largas cuartillas emplea el término exilio, sino invariablemente «diáspora» o «transterrado». La exquisita, excelsa prosa rojasa no la inscribe (exilio), como en el juzgado un mal padre a un hijo ilegítimo. Veamos qué opina de este su buen amigo Iván: (tan bueno que en la arriba citada «crítica», Rojas lo rocía con estos apostólicos párrafos: «El poscomunismo es, en el Mapa de la sal, una experiencia equivalente al martirio de los profetas cristianos bajo el mundo pagano. Un martirio hedonista. A favor del cuerpo». (¡Santo cielo!). «El sujeto De la Nuez vendría siendo la hipóstasis desviada –es decir, por otras vías– del «hombre nuevo» de Guevara»).

 

Ya me perdí otra vez. No importa. El caso es que lo que quería decir de la reseña de Rojas del Mapa de la sal de Iván es que lo valora todo –o mucho, mucho– excepto la infamia sobre la disidencia interna cubana. De esto ni un vocablo. Chissst. Asimismo sobre la cita que yo debía haber citado arriba a continuación del «buen amigo Iván», he removido cuanto Encuentro almaceno tratando de encontrarla, pero nada: como al protagonista de La vorágine: ¡se la tragó la selva! Pero tampoco importa. Recuerdo su medula: De las tres voces que se usan para nombrar a los que se han ido de Cuba, diáspora, «transterritorialidad» (I. De la N. ¡Vaya pedante palabreja!) y exilio (emigrante ha quedado desclasificada, al menos en el argot político), la que más hace rechinar los dientes al gobierno cubano es exilio. De la Nuez dixit.[11]

 

Visita a Washington

 

Pero antes de que De la Nuez sea vapuleado por Díaz y socorrido por Rojas (a instancias de Díaz, naturalmente, en un ajiaco del gato y el ratón), Encuentro se desliza hacia los Estados Unidos y en este «patinaje» su «políticamente correcta» amiga Marifeli (Pérez-Stable) le va a allanar el camino para que pueda efectuar un meeting –que Díaz no llama así, sino Seminario– en Nueva York, que enreda a cuanta politología cubana pulula en el Centro de Estudios Latinoamericanos del Caribe de la Universidad de Nueva York, que gestiona Marifeli, amén del King Juan Carlos Center (que Díaz subraya), The Hispanic Society (ídem) y, muy importante o last about not least, la Fundación Ford (para la que sin embargo no hay énfasis). En «Cuba, 170 años de presencia en Estados Unidos», en verdad lo único destacable (por lo menos de lo recogido por Encuentro), lo álgido es el discurso de presentación del mitin o seminario de J.D. –recogido en su revista con el título de «La responsabilidad de David» (curioso, como si viniera a decir: Goliat ya no es Goliat y David ya no tiene por qué tener honda. Y que en efecto Díaz va a darle la mano –esto es, a mostrarle que no lleva armas– al antaño ogro o tiburón, lo exclaman, a más de su diestra, pronunciamientos como los que siguen: «Mi convicción de que Cuba no tiene que temer a una relación abierta con los Estados Unidos»; «(...) Cuba necesita normalizar sus relaciones con los Estados Unidos de una buena vez»; «(...) las remesas de dólares que los exiliados enviamos a nuestras familias»; «(...) luchamos por la paz y la comprensión entre nosotros (Cuba-USA)». Ni a un zascandil se le escaparía que esto debe haber caído como un jarro de agua fría en La Habana, y que si no lo tenían ya en la mirilla (quizá telescópica del rifle de Fidel )...

 

De otra orilla, como se está poniendo de relieve el silo y largo pico de presencia cubana en el suelo del Tío Sam, en la Introducción, –supongo que redactada por JD– de este «encarrilándose» número había que rendir recuerdo a los hombres de letras isleños que algo dejaron en suelo yanqui, y entre ellos no faltaba... Lino Novás Calvo. Dice así el parrafito que lo contiene: «No es posible tampoco entender a nuestro país sin tener en cuenta los aportes (énfasis mío) de figuras como Lidia Cabrera, Lino Novás Calvo, Julián Orbón...» ¿No era el escritor cubano que «abandonó su país y su pueblo» ni el autor de los «lamentables» cuentos de Maneras de contar? No, ya no; por amor y gracias de «las aventuras de la dialéctica» (Merleau-Ponty) sus relatos anticastristas, «contrarrevolucionarios», son ahora su «aporte» cubano a la cultura norteamericana. Si ello no es «re-escribir el pasado», ¿qué será? Pero el problema se le «enyerbaría» a Díaz en sus relaciones con la capital cubana con esta inaudita confesión: «Puedo decir esto (su decidida y firmísima oposición a la ley Helms-Burton) como lo dije recientemente en Washington (¡y ahora viene lo bueno!) ante oficiales del gobierno norteamericano». No creo que haya que añadir algo, como sin duda en el Palacio de la Revolución tampoco debió añadirse nada.

 

En fin, de todo el encuentro «cultural» en New York (lo de Washington no estaría previsto), creo que la intervención de Jesús Díaz fue la capital, ya que el resto se diluye (cito lo publicado de este evento en la revista) en sendos trabajos del profesor William Luis, que habló de boxeo (¿o fue Wilfredo Cancio?); Miguel Ángel Sánchez (autor de una biografía de Capablanca) de ajedrez; Antonio Benítez de jazz cubano y el también profesor (de Yale) Roberto González Echevarría, de pelota, tema que ya había «abordado» en «Literatura, baile y béisbol...», parte de un libro que más tarde editaría con el que meticulosamente se estrenó como colaboracionista de Encuentro (nos. 8/9), actividad a la que le tomaría apego e invadiría con frecuentes daciones como «Fiestas cubanas» (20), «Mujer en traje de batalla» (23).

 

Pasemos página. ¿Dónde nos habíamos quedado? Un poco desordenadamente en la entrega 15, la del mitin; no, me parece que había ya utilizado posteriores ediciones. Bueno, lo revisaré cuando pase este recuento en limpio.

 

Bien, sea el número que sea –pero sin cuestión debe haber sido más allá del fronterizo 15–, de La Habana y desde el «exilio de terciopelo» empiezan a expresarse disidencias» con la línea que toma el trimestral –aunque más de una vez es semestral, y para que no se note se trufan dos volúmenes en uno. Lisandro Otero y Aurelio Alonso rompen el fuego. Lisandro (en no poca medida irritado por una durísima crítica que Enrico Mario Santi le ha hecho a sus memorias «Llover sobre mojado» (Encuentro 16/17), desde México: «Lamento que Encuentro muestre una tendencia a sumarse a la empresa del ultraje y a abandonar el perfil mantenido hasta ahora» (18). Y Alonso, desde La Habana: «(...) dicha revista sea algo distinto de lo que supuestamente se propuso en un principio» (18). Dos ediciones luego, Guillermo Rodríguez Rivera –tan asiduo como González Echeverría a las hojas del «cultural»– se agregó a la «disidencia», mejor a la disconformidad: «(...) quizá esperaba una reacción de la revista hacia la dirección que me parece que fue la que la inspiró (subrayado mío) en los momentos de su aparición».

 

Empero, son las únicas disonancias que en toda su existencia Encuentro tuvo, o el único «encuentro» que tuvo, pues si se cuentan las cartas que recibió también en toda su existencia –un promedio de 10 por servicio– ni una sola, creo estar seguro de que ni una, le es no ya «ultrajante» (L.O.) sino ni siquiera crítica, ni aun parcialmente. 240 elogios, y algunos altísimos, es un balance como para sacarle brillo a las uñas de uno.

 

La tragedia

 

El dos de mayo de 2002 aparecía en algunos periódicos españoles la siguiente necrológica: «Muere en Madrid el escritor y cineasta cubano Jesús Díaz» (El País). Se añadía que había muerto en su domicilio de «muerte súbita» a los 61 años. Casi siempre en los obituarios se suele poner la causa de la muerte: «después de una larga enfermedad», «paro cardíaco», «infarto», etc. Aquí, simplemente la causa era un adjetivo: súbita. Extrañaba. En la esquela, que asimismo recuadró los principales diarios nacionales, no se aludía al motivo de su fallecimiento, sino sólo se comunicaba el deceso y que sería incinerado. Claro, se pedía a allegados y amigos que acudieran al tanatorio. Entre los convocantes estaban los hijos de Díaz, su exmujer y... Annabelle Rodríguez. Luego de años en la sombra de Encuentro se hacía visible; en circunstancias que no deben haberle sido agradables. Como nada agradable tendrá que ser volver a ella. Pero no queda otro remedio.

 

Desde el primer momento se especuló, sotto voce, con la posibilidad de que Jesús Díaz no hubiera muerto de muerte natural. E, igualmente con murmullo subterráneo, se habló enigmáticamente de «ajuste de cuentas», «traición». Desde luego estas «explicaciones» provocaban más intriga que revelación: ¿Ajuste de cuentas entre quién o de quién? ¿Traición a quién?

 

El que más indagó acerca de esta sin duda impactante nueva para el exilio cubano, fue Servando González, un –como él mismo se define– «escritor y analista de inteligencia norteamericano nacido en Cuba», y que ha escrito los libros Historia herética de la revolución fidelista y The Secret Fidel Castro: Deconstructing the Symbol. Vive en los Estados Unidos, en California, y a raíz de la muerte de Díaz, como vimos escribió un extenso artículo que llamó «El extraño encuentro de Jesús Díaz con la muerte». Adelantaba en una breve sinopsis del contenido (tres líneas) que su trabajo exploraba la «posible conexión (de Díaz) con los servicios de inteligencia castristas», de los que sospechaba habían sido sus asesinos (pues descartaba toda suposición de muerte no violenta).

 

Estampida intelectual

 

Hacía un repaso de la vida de Jesús Díaz desde que lo conociera en la Universidad de La Habana, constataba su admiración por los cuentos del joven Díaz que le ganaron el premio Casa de las Américas en 1966 –Los años duros– y aunque González emigró prontamente de Cuba (o aún dentro de la Isla «ya había tomado el camino del exilio interior»), sigue la trayectoria de su «biografiado» por la fundación del magacine literario El caimán barbudo, su estratagema desde este tabloide para remover al también narrador y funcionario –«burócrata de la cultura»– Lisandro Otero, que en aquel entonces –1967– era vicepresidente del Consejo Nacional de Cultura, para lo cual se valió del tonto y bueno y arrogante y magnífico poeta Heberto Padilla, al que Díaz, en una de las tantas jugarretas en que se especializó a lo largo de su vida, lanzó –literariamente- contra Otero, descalificando o burlando su novel Pasión de Urbino, que soidissentement competía con Tres Tristes Tigres por el premio Biblioteca Breve. La jugada le salió mal –porque Otero se dio cuenta de ella o la detectó– y Jesús Díaz no sólo no ocupó el cargo de Otero sino que tuvo que salir del suyo de director del Caimán.

 

Se refugió en la universidad, en su cátedra de filosofía marxista (quizá por impartir esta asignatura se le asignó más tarde –Ignacio Sotelo, Encuentro, nº 18– el título de «filósofo»), donde fundó con su casi siamés Aurelio Alonso –profesor como él de marxismo– la revista Pensamiento crítico, nada literaria como el Caimán, y sí muy marxistamente ideológica, semejante a la veterana Fundamentos del Partido Socialista Popular (Comunista). Volvió a tener problemas –Jesús y la revista–, de tal manera que –también ya lo vimos– más de 30 años después de su creación en un informe de 1996 al Comité Central, Raúl Castro la recordó como una publicación «revisionista», «desviacionista» y maculada por algún otro pecado «antirrevolucionario» del que suelen culpar al pensamiento los regímenes comunistas. Lo paradójico de esto es que Jesús Díaz insertó el informe del más joven y chiquito de los Castro en la edición príncipe de Encuentro porque le convenía, ya que en apariencia le daba crédito de «antiguo disidente».

 

De la universidad a merodear un poco por cañaverales (a contribuir a la «zafra de los Diez Millones» –más con «palabras no perdidas» que con la «guámpara»- y fábricas, último centro de trabajo que le permitió extraer la stajanovista película Polvo rojo, uno de los muchos filmes, documentales, etc. que produciría en el ICAIC (Instituto del cine, resumido), destino siguiente de Díaz, pues por lo visto tenía hartas capacidades para muchas artes. Se reivindicó con esta película en la más pura línea del realismo socialista y quizá más aún con 55 hermanos, que el citado Servando González tilda de «panfleto propagandístico» pero que hay que reconocer que hizo manar a los sensibles estudiantes cubanoamericanos aglutinados en la Brigada Antonio Maceo que se desplazaron grupalmente varias veces a Cuba para un re-encuentro con su pasado (o el de sus progenitores) y con su familia, que hizo manar –repito– ríos de lágrimas. Y Jesús resucitó. Hasta que cayó el Muro de Berlín (1989) y el rodar de sus piedras arrastró a Cuba al «periodo especial» (1991). La estampida intelectual de la Isla (similar aunque en menor escala a la de los balseros de 1994) empujó a su vez a Díaz a Alemania, si bien con una beca cinematográfica y con el placentero acompañamiento de los suyos (hijos, esposa, hasta un hermano).

 

Mas para 1994 o 95 ya estaba en España (Barcelona, Madrid), donde –¿por socorro de quien?– funda Encuentro en el 96. La idea, sin cuestión, debió ser suya, pues como es palpable en su biografía, era adicto hasta el tuétano a las empresas letreras. Pero, ¿de quién la financiación, el vil metal sin el cual no hay empresa –sea de la rama que sea- que eche a andar, sobre todo, sobre todísimo, en el orbe capitalista, donde tanto tienes, tanto puedes?

 

Quien paga manda

 

Cuando la revista estaba a punto de estrenarse, esto es de ser presentada al público, Juan Palomo, en ABC Cultural (21-06-96), rozó el vidrioso asunto: «Dieciséis millones de pesetas dio el gobierno de Felipe González a Anabel Rodríguez para el susodicho encuentro...» Hay dudas acerca de que esta subvención proviniese del PSOE gobernante, sino se cree que más bien el dinero llegaba del Ministerio de Cultura cubano y que la Secretaría para la Cooperación Internacional e Iberoamérica, uno de cuyos funcionarios era Máximo Cajal y donde trabajaba la Rodríguez, era solamente un vehículo de traslación. Por supuesto, sin financiación no habría habido nunca Encuentro. Pues como reconoce el profesor universitario berlinés y periodista Ignacio Sotelo, colaborador asaz insistente de Encuentro: «Fundar no ya un periódico, sino incluso una revista cultural, resulta demasiado costoso para que lo pueda emprender un grupo de amigos» (sub. mío). (El País, 30-08-00). Aquí hay que insertar, además, que Encuentro pagaba muy bien a sus colaboradores (¿admitidos Raúl Castro y el ministro de cultura cubano?) y que poseía oficinas propias, con empleadas ídem: primero, Luchana 20, 1, int. A, 28010 Madrid; más tarde, Infanta Mercedes 42, 1ª, 28020 Madrid. Que lo afirmado por el catedrático es cierto, lo prueba el fallido intento de Reinaldo Arenas con su tabloide cultural Mariel. No pasó del tercer número porque los banqueros cubanos de Miami, a los que acudió, se negaron a apoyarlo, en parte porque desconfiaban de los «marielitos» (Fidel Castro había inoculado entre los 125 mil cubanos que huyeron por el Mariel en 1980 no pocos espías, delincuentes y enfermos mentales; pero pagaron justos por pecadores y se fue víctima del «egoísmo salvaje» del capital).

 

Este tema de la subvencionada Encuentro (como su homóloga la célebre británica Encounter, dirigida por Stephen Spender, de izquierdas, mas sufragada por la CIA) es un tema sumamente importante, ya que quien paga, manda. Y, vuelvo a preguntar, ¿quién hacía financieramente posible Encuentro? Si la primera remesa –generosa para un establecimiento– la vertió Cuba, ¿de dónde emanaron las siguientes? Parece que hubo diversas «correas» (y en esto sigo al autor de El extraño encuentro de Jesús Díaz con la muerte: la Fundación Olof Palme, de Suecia, y mediante el escritor René Vázquez Díaz, una suerte de átomo durmiente; la Jiribilla anota también (más poleas) a la National Endowment ($80.000), Fundación Ford (no señala cantidad), Institute Open Society (id.). Por su parte Servando González agrega, sin cifras, las fundaciones estadounidenses «Rockefeller, Ford, Carnegie, Mellon o MacArthur».

 

Diez hipótesis

 

Todo son hipótesis en cuanto a la muerte de Jesús Díaz. Mas recapitulemos los puntos que pueden conducir a ella:

 

1. La autorización –en el número 16/17 de Encuentro– a Manuel D. Martínez para poner en su lugar a René Vázquez Díaz. La respuesta de Martínez a sus trabajos procastristas significó en la práctica su eliminación de la revista.

 

2. Llamar «abyecto discurso» (16/17) al informe de Raúl Castro que el mismo Díaz publicara, como hemos contado, en el 1 de Encuentro. Que la descalificación a Vázquez y la durísima calificación del escrito de R. Castro por parte de Díaz coincidan en una misma edición (a lo que hay que sumar la no menos flagelante crítica de Enrico M. Santí a las memorias de Lisandro Otero, no puede en lo absoluto ser casual. Sin duda esta entrega de Encuentro es super-especial.

 

3. La admisión de Carlos Alberto Montaner como colaborador (19). (¿Será el conocido periodista anticastrista cubano residente en Madrid su modelo para el personaje Montalvo Montaner, injuriado en la novela casi autobiográfica de Jesús Díaz Las iniciales de la tierra?).

 

4. Darle cabida al libelo de Iván de la Nuez Demócrata, poscomunista y de izquierdas (20).

 

5. Visita de Jesús Díaz a Washington y entrevistas con autoridades del Gobierno norteamericano.

 

6. Aceptación del aporte de un cuarto de millón de dólares para crear Encuentro en la Red, que empieza a emitirse por Internet en la primavera de 2001. La Jiribilla, «netscape» castrista que se propaga desde Cuba, apunta (con la peor intención, naturalmente) que el diario digital de Encuentro «parece haber sido diseñado, desde el punto de vista editorial, en la redacción de Radio Martí, una emisora fundada y subvencionada por el gobierno de los Estados Unidos». Mas Servando González acepta igualmente que «La Fundación Ford contribuyó con $250,000 al proyecto».

 

7. Giro hacia la derecha de Encuentro del que lo acusan antiguos compañeros suyos de empresas periodísticas, como Guillermo Rodríguez (consuetudinario firmante de la publicación además), Aurelio Alonso y Lisandro Otero.

 

Recuérdese que los tres insisten en que la publicación de Díaz fue o quiso ser diferente o en lo que más tarde derivó. ¿Y qué debió ser o fue el comienzo? (Cuba-Castro) ni con el exilio (ya lo comentamos), y a ser posible más «encontrada» con la cultura que con la política. Sin embargo, para Servando González –a quien debo mandarle, si no todos, buena parte de los honorarios de este trabajo por lo que vengo citándolo (y seguiré haciéndolo): «(...) el apoliticismo de Encuentro resultó ser, en la práctica, politicismo comprometido con el régimen castrista». O: «Una de las característica (de Díaz) ha sido su habilidad tanto para despolitizar al exilio político cubano como para obtener los fondos necesarios para su publicación.

 

Cuando el director de Encuentro fundó su diario en Internet, y El País lo entrevistó (20-03-2001), él hizo esta rara (o lúcida) declaración que más parecía tener que ver con la revista en su otro soporte que con el periódico actual. Dijo: «No queremos que se nos confunda con gente que bajo cuerda apoya al régimen de Castro».

 

8. La publicación del extraordinario reportaje aparecido en el diario chileno La Tercera, del periodista Javier Ortega, «La historia inédita de los años verde olivo», el más contundente documento que sobre la penetración castrista en Chile se haya dado a conocer. (20) (Para los que se interesen, hay publicación en libro del mismo: La historia inédita de los años verde olivo, Javier Ortega. Madrid: Editorial Pliegos, 2002).

 

9. Tengo que volver a González, pues señala una novena hipótesis: «En una reciente entrevista aparecida en la revista Lateral (ya examinada por nosotros) Díaz pronunció sin saberlo lo que tal vez sería su epitafio: «Hay que trabajar como si Castro ya se hubiera muerto, hay que romper esa obsesión única y trabajar para un futuro que puede ser mañana». Y concluye González: «Pero Fidel Castro no sólo no está muerto, sino que sigue siendo extremadamente peligroso y tiene largas las manos asesinas».

 

10. La circular enviada por Annabelle Rodríguez (que alguien muy próximo a los números iniciales de Encuentro me aseguró desde el anonimato que era ella quien «tenía la sartén por el mango») a los lectores de Encuentro, o de algún modo relacionados con el trimestrario, donde se dice que «su muerte fue causada por un infarto cardíaco, según determinó el resultado de la autopsia practicada por el Instituto Anatómico Forense de Madrid». En verdad esta aclaración lejos de despejar las dudas sobra la muerte de Jesús Díaz, las incrementa.

 

¿Asesinato en Madrid? ¿Y cómo?

 

Por enésima vez la palabra al autor de The Secret Fidel Castro: «A fines de la década de los 50, la KGB desarrolló una tecnología, simple pero letal, para deshacerse de traidores y exiliados belicosos. El dispositivo consiste en un tubo delgado de metal, de unas seis pulgadas de largo, con un gatillo en el extremo cerrado. Dentro del tubo hay una cápsulas de ácido prúsico (el componente principal del gas Zyklon B, usado por los nazis en las cámaras de gas) y un fulminante. El asesino, que con anterioridad ha tomado unas pastillas de antídoto, apunta a la cara de la persona y dispara. La pequeña explosión vaporiza el ácido, que es inhalado por la víctima. La muerte ocurre casi instantáneamente y el veneno se disuelve (dentro del cuerpo del agredido) en unos minutos, sin dejar trazas que aparezcan en una autopsia. Los síntomas aparentes son los de un paro cardíaco[12].

 

[1] Hija del tercer vicepresidente de Cuba, Carlos Rafael Rodríguez, ya fallecido.

[2] Maneras de contar, Lino Novás Calvo. Antología de cuentos (Incluye todos sus cuentos escritos en el exilio). Las américas. Company: New York, 1970. Publishing Nota del autor. C.L

[3] Lateral, Barcelona, abril de 2002, p.p. 10-11.

[4] Servando González, El extraño encuentro de Jesús Díaz con la muerte. Inédito (2002).

[5] Revista Iberoamericana, núms.. 164-165, julio-diciembre 1993.

[6] «El primer informe contra mi familia me lo solicitaron a finales de 1978». Eliseo Alberto, prólogo a Informe contra mí mismo, Alfaguara: Madrid, 1998.

[7] Manolo hace la salvedad de que «Jesús Díaz se habría sumado si hubiésemos podido localizarle antes de darla a la prensa». ¡Por favor, Manolo!

[8] En su artículo «Allen Ginsberg en La Habana, publicado en la revista Mundo Nuevo (París, abril 1969), José Mario comenta así este asunto: «En La Gaceta (...) Jesús Díaz atacó a las Ediciones (el Puente) diciendo que aunque era la primera manifestación generacional que se producía dentro de la revolución tratábase de gente disoluta y vengativa (palabras más que peligrosas en Cuba)».

[9] Ya había escrito este trabajo cuando José Mario murió en la capital de España el 24 de octubre de 2002.

[10] Como he señalado antes, en abril de 2003 Raúl Rivero fue condenado a 20 años de prisión por el «delito» de escribir y publicar (naturalmente fuera de Cuba), lo que pensaba (piensa). No sé cuál había sido la reacción de RR ante este «acto de justicia» castrista.

[11] ¡Eureka! ¡La encontré! Hela aquí: «Hay que admitir, sin embargo, que en el sentido ideológico este término (diáspora) surge precisamente como un maquillaje a otra palabra que al Estado cubano le disgusta en extremo: exilio. (énfasis del autor) «El destierro de Calibán», Encuentro 4/5, verano de 1997, p. 140.

[12] Por su parte Ricardo Bofil fundador del Comité Cubano Pro Derechos Humanos, en un artículo titulado «Siempre el terror», afirma: «Aramis Taboada y Sebastián Arcos Bergnes fueron asesinados mediante muertes clínicamente inducidas». (Boletín del CCPDH, nos. 12-13, primavera-verano 2003.

 

César Leante es un escritor cubano que en la década del cincuenta militó en la Juventud Socialista y luego en el Partido Socialista Popular (comunista). En octubre de 1981 solicitó asilo político en España.

Fascismo en Cuba

Roberto González Echevarría

19 de junio de 2003.

 

En una reunión extraordinaria de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba, con Fidel Castro en calidad de “invitado especial”, se conminó a los presentes a firmar una declaración en contra del fascismo norteamericano y la guerra de Irak. No creo que se haya mencionado ni menos discutido la ola de represión desatada en Cuba por el régimen contra periodistas, poetas, intelectuales y otros por el delito de expresar su pensamiento, tema mucho más urgente y pertinente para semejante acto. Pero, por supuesto, el propósito de la reunión y el llamado a condenar las acciones de Estados Unidos en el otro lado del mundo era precisamente desviar la atención de los sucesos que están ocurriendo en Cuba misma, y la presencia del comandante en jefe parte de la campaña de terror a que están siendo sometidos los intelectuales cubanos.

 

Lo más llamativo de esa campaña es, precisamente, su desfachatez, el escaso esfuerzo por encubrir sus verdaderos motivos, la falta de pudor de sus desafueros: juicios sumarios, sentencias exageradas, penas de muerte ejecutadas a horas de los fallos, el aparatoso despliegue de fuerzas policiales, inclusive con perros, que ocupan manzanas enteras para arrestar a un pacífico poeta desarmado, o la comparecencia del máximo líder a una reunión de intelectuales para amedrentarlos en persona. A este impudor se suman la obvia triquiñuela de hacer coincidir los actos represivos con la guerra de Irak para esquivar primeras planas, y el patente deseo de obstaculizar, una vez más, que los Estados Unidos levante el embargo.

 

Pero lo que rebasa todos los límites del descaro es la acusación de fascismo contra los americanos, porque, con sus recientes acciones, el régimen de Cuba no ha hecho más que ratificar su carácter fascista, tanto en su conducta como en su misma esencia. A riesgo de dejarme llevar por mi deformación profesional y pecar de excesivamente pedagógico, me atrevo a recordar que el fascismo se basa en la emoción, no en el pensamiento; es más, el fascismo es enemigo del intelecto. Por eso persigue a los intelectuales o los convierte en agentes serviles de propaganda. Un régimen fascista clásico (la Alemania de Hitler, la Italia de Mussolini, la España de Franco) está estructurado alrededor de un líder militar que encarna la patria; por lo tanto es la lealtad, no la adhesión meditada, lo que exige, y ésta debe manifestarse en actos multitudinarios con la mayor cantidad posible de símbolos y emblemas.

 

Junto a este tipo de lealtad y estrechamente vinculada a ella, la otra emoción predominante en el fascismo es el resentimiento, generalmente contra un poder extranjero (los ingleses para Hitler), pero también doméstico (los judíos). La lealtad se fragua en el rechazo de estos enemigos que, al tildarse de ajenos y traidores, sirven para trazar el perímetro que circunscribe la esencia de la nación que el líder representa. Los Estados Unidos, ni que decirlo, desempeñan ese papel de enemigo necesario para el régimen cubano. Aliado a ese resentimiento va el culto fascista a la violencia y a la muerte misma.

 

El slogan más diseminado por el régimen de Fidel Castro, “patria o muerte”, es de estirpe netamente fascista. Derivado del culto de la violencia, el miedo es la otra emoción que el fascismo promueve. Es una emoción de doble filo porque tal vez sea el origen mismo del fascismo, sobre la cual se erige todo su andamiaje bélico, represivo y propagandístico. Porque si por un lado se trata de amedrentar a los enemigos del estado, por otro es el miedo a desaparecer (en el sentido más concreto de la palabra) lo que impulsa ese deseo de aniquilación del otro. El miedo se basa en el ejercicio del poder en estado puro, desprovisto de ideas, como el que se manifiesta actualmente en Cuba. Pero el terror que produce en los que lo perpetran es que el ejercicio irracional del poder por el poder mismo tiende a la autoaniquilación (manifestación política del instinto de muerte que estudiara Freud), a la rebatiña por el mando que conduce a baños de sangre, de lo que no están exentos los suicidios (otra vez, como en el caso de Hitler). Las tragedias de Shakespeare ya lo anunciaban.

 

El indicio más claro de la naturaleza fascista del régimen de La Habana son las tres penas de muerte decretadas y cumplidas de los presuntos secuestradores de la lancha en que trataban de escapar de la isla. Castigo contra enemigos internos, contra el poder extranjero que, siendo traidores, iban a darles refugio y dejarlos impunes, escarmiento al resto de la población, los fusilamientos fueron también alusión al origen violento del régimen, y a los infames paredones sobre los que erigió su poder.

 

Culto desenfrenado a la muerte y a la violencia, esas penas de muerte fueron avaladas por un poeta e intelectual, Roberto Fernández Retamar, miembro del Consejo de Estado, organismo que, según la legislación vigente en Cuba, debe ratificar toda pena de muerte --un solo voto en contra impide la ejecución. Hacer cómplice a Fernández Retamar de estas acciones -no sabremos si por miedo o por convicción propia hasta que éste se declare- sirve el doble propósito de legitimarlas y simultáneamente aniquilar toda posible oposición intelectual. Cómplice o no, Fernández Retamar es otra víctima del fascismo cubano, porque como poeta e intelectual ha sido aniquilado.

 

Raúl Rivero y Fernández Retamar son los poetas protagonistas del drama actual en Cuba, pero ambos han sido silenciados, el primero por estar en la cárcel, el segundo refugiado en el antro del poder, y éste no habla, sino emite consignas, que es la poesía del fascismo. Ante la reunión de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba debió presentarse Fernández Retamar a justificar su voto. Todavía puede que tenga que hacerlo en un futuro no muy lejano.

Palabras a los Intelectuales

Discurso pronunciado por Fidel Castro Ruz,

como conclusión de las reuniones con los intelectuales cubanos, efectuadas en la Biblioteca Nacional

el 16, 23 y 30 de junio de 1961.

 

Compañeras y compañeros:

 

Después de tres sesiones en que se ha estado discutiendo este problema, en que se han planteado muchas cosas de interés, que muchas de ellas han sido discutidas aunque otras hayan quedado sin respuesta   —aunque materialmente era imposible abordar todas y cada una de las cosas que se han planteado—, nos ha tocado a nosotros, a la vez, nuestro turno; no como la persona más autorizada para hablar sobre esta materia, pero sí, tratándose de una reunión entre ustedes y nosotros, por la necesidad de que expresemos aquí también algunos puntos de vista.

Teníamos mucho interés en estas discusiones. Creo que lo hemos demostrado con eso que llaman "una gran paciencia" (RISAS). Y en realidad no ha sido necesario ningún esfuerzo heroico, porque para nosotros ha sido una discusión instructiva y, sinceramente, ha sido también amena.

Desde luego que en este tipo de discusión en la cual nosotros formamos parte también, los hombres del gobierno —o por lo menos particularmente en este caso, en el mío— no estamos en las mejores ventajas para discutir sobre las cuestiones en que ustedes se han especializado. Nosotros, por el hecho de ser hombres de gobierno y ser agentes de esta Revolución, no quiere decir que estemos obligados ...Quizás estamos obligados, pero en realidad no quiere decir que tengamos que ser peritos sobre todas las materias. Es posible que si hubiésemos llevado a muchos de los compañeros que han hablado aquí a alguna reunión del Consejo de Ministros a discutir los problemas con los cuales nosotros estamos más familiarizados, se habrían visto en una situación similar a la nuestra.

Nosotros hemos sido agentes de esta Revolución, de la revolución económico-social que está teniendo lugar en Cuba. A su vez, esa revolución económico-social tiene que producir inevitablemente también una revolución cultural en nuestro país.

Por nuestra parte, hemos tratado de hacer algo. Quizás en los primeros instantes de la Revolución había otros problemas más urgentes que atender. Podríamos hacernos también una autocrítica al afirmar que habíamos dejado un poco de lado la discusión de una cuestión tan importante como esta.

No quiere decir que la habíamos olvidado del todo: esta discusión —que quizás el incidente a que se ha hecho referencia aquí reiteradamente contribuyó a acelerarla— ya estaba en la mente del gobierno. Desde hacía meses teníamos el propósito de convocar a una reunión como esta para analizar el problema cultural. Los acontecimientos que han ido sucediendo —y sobre todo los últimos acontecimientos— fueron la causa de que no se hubiese efectuado con anterioridad. Sin embargo, el gobierno revolucionario había ido tomando algunas medidas que expresaban nuestra preocupación por este problema.

Algo se ha hecho, y varios compañeros en el gobierno en más de una ocasión han insistido en la cuestión. Por lo pronto puede decirse que la Revolución en sí misma trajo ya algunos cambios en el ambiente cultural: las condiciones de los artistas han variado.

Yo creo que aquí se ha insistido un poco en algunos aspectos pesimistas. Creo que aquí ha habido una preocupación que se va más allá de cualquier justificación real sobre este problema. Casi no se ha insistido en la realidad de los cambios que han ocurrido con relación al ambiente y a las condiciones actuales de los artistas y de los escritores.

Comparándolo con el pasado, es incuestionable que los artistas y escritores cubanos no se pueden sentir como en el pasado, y que las condiciones del pasado eran verdaderamente deprimentes en nuestro país para los artistas y escritores.

Si la Revolución comenzó trayendo en sí misma un cambio profundo en el ambiente y en las condiciones, ¿por qué recelar de que la Revolución que nos trajo esas nuevas condiciones para trabajar pueda ahogar esas condiciones? ¿Por qué recelar de que la Revolución vaya precisamente a liquidar esas condiciones que ha traído consigo?

Es cierto que aquí se está discutiendo un problema que no es un problema sencillo. Es cierto que todos nosotros tenemos el deber de analizarlo cuidadosamente. Esto es una obligación tanto de ustedes como de nosotros.

No es un problema sencillo, puesto que es un problema que se ha planteado muchas veces y se ha planteado en todas las revoluciones. Es una madeja —pudiéramos decir— bastante enredada, y no es fácil de desenredar esa madeja. Es un problema que tampoco nosotros vamos fácilmente a resolver.

Los distintos compañeros han expresado aquí un sinnúmero de puntos de vista, y los han expresado cada uno de ellos con sus argumentos.

El primer día habla un poco de temor a entrar en el tema, y por eso fue necesario que nosotros les pidiésemos a los compañeros que abordaran el tema, que aquí cada cual explicara sus temores, que aquí cada cual dijera lo que le inquietaba.

En el fondo, si no nos hemos equivocado, el problema fundamental que flotaba aquí en el ambiente era el problema de la libertad para la creación artística. También cuando han visitado a nuestro país distintos escritores, sobre todo no solo escritores literarios, sino escritores políticos, nos, han abordado esta cuestión más de una vez. Es indiscutible que ha sido un tema discutido en todos los países donde han tenido lugar revoluciones profundas como la nuestra.

Casualmente, un rato antes de regresar a este salón, un compañero nos traía un folleto donde en la portada o al final aparece un pequeño diálogo sostenido con nosotros por Sartre y que el compañero Lisandro Otero recogió con el título de "Conversaciones en la Laguna", en Revolución, martes 8 de marzo de 1960. Una cuestión similar nos planteó en otra ocasión Wright Mills, el escritor norteamericano.

Debo confesar que en cierto sentido estas cuestiones nos agarraron a nosotros un poco desprevenidos. Nosotros no tuvimos nuestra "Conferencia de Yenán" con los artistas y escritores cubanos durante la Revolución. En realidad esta es una revolución que se gestó y llegó al poder en un tiempo —puede decirse— récord. Al revés de otras revoluciones, no tenía todos los problemas resueltos. Y una de las características de la Revolución ha sido, por eso, la necesidad de enfrentarse a muchos problemas apresuradamente.

Y nosotros somos como la Revolución, es decir, que nos hemos improvisado bastante. Por eso no puede decirse que esta Revolución haya tenido ni la etapa de gestación que han tenido otras revoluciones, ni los dirigentes de la Revolución la madurez intelectual que han tenido los dirigentes de otras revoluciones.

Nosotros creemos que hemos contribuido en la medida de nuestras fuerzas a los acontecimientos actuales de nuestro país. Nosotros creemos que con el esfuerzo de todos estamos llevando adelante una verdadera revolución, y que esa revolución se desarrolla y parece llamada a convertirse en uno de los acontecimientos importantes de este siglo. Sin embargo, a pesar de esa realidad, nosotros, que hemos tenido una participación importante en esos acontecimientos, no nos creemos teóricos de las revoluciones ni intelectuales de las revoluciones.

Si los hombres se juzgan por sus obras, tal vez nosotros tendríamos derecho a considerarnos con el mérito de la obra que la Revolución en sí misma significa, y sin embargo no pensamos así. Y creo que todos debiéramos tener una actitud similar. Cualesquiera que hubiesen sido nuestras obras, por meritorias que puedan parecer, debemos empezar por situarnos en esa posición honrada de no presumir que sabemos más que los demás, de no presumir que hemos alcanzado todo lo que se puede aprender, de no presumir que nuestros puntos de vista son infalibles y que todos los que no piensen exactamente igual están equivocados. Es decir, que nosotros debemos situarnos en esa posición honrada, no de falsa modestia, sino de verdadera valoración de lo que nosotros conocemos. Porque si nos situamos en ese punto, creo que será más fácil marchar acertadamente hacia adelante. Y creo que si todos nos situamos en ese punto —ustedes y nosotros—, entonces, ante esa realidad, desaparecerán actitudes personales y desaparecerá esa cierta dosis de personalismo que ponemos en el análisis de estos problemas.

En realidad, ¿qué sabemos nosotros? En realidad nosotros todos estamos aprendiendo. En realidad nosotros todos tenemos mucho que aprender.

Y nosotros no hemos venido aquí, por ejemplo, a enseñar. Nosotros hemos venido también a aprender.

Había ciertos miedos en el ambiente, y algunos compañeros han expresado esos temores. En realidad a veces teníamos la impresión de que estábamos soñando un poco, teníamos la impresión de que nosotros no hemos acabado de poner bien los pies sobre la tierra. Porque si alguna preocupación a nosotros nos embarga ahora, si algún temor, es con respecto a la Revolución misma. La gran preocupación que todos nosotros debemos tener es la Revolución en sí misma. ¿O es que nosotros creemos que hemos ganado ya todas las batallas revolucionarias? ¿Es que nosotros creemos que la Revolución no tiene enemigos? ¿Es que nosotros creemos que la Revolución no tiene peligros?

¿Cuál debe ser hoy la primera preocupación de todo ciudadano? ¿La preocupación de que la Revolución vaya a desbordar sus medidas, de que la Revolución vaya a asfixiar el arte, de que la Revolución vaya a asfixiar el genio creador de nuestros ciudadanos, o la preocupación por parte de todos debe ser la Revolución misma? ¿Los peligros reales o imaginarios que puedan amenazar el espíritu creador, o los peligros que puedan amenazar a la Revolución misma?  

No se trata de que nosotros vayamos a invocar ese peligro como un simple argumento. Nosotros señalamos que el estado de ánimo de todos los ciudadanos del país y que el estado de ánimo de todos los escritores y artistas revolucionarios, o de todos los escritores y artistas que comprenden y justifican a la Revolución, es qué peligros puedan amenazar a la Revolución y qué podemos hacer por ayudar a la Revolución.

Nosotros creemos que la Revolución tiene todavía muchas batallas que librar, y nosotros creemos que nuestro primer pensamiento y nuestra primera preocupación debe ser qué hacemos para que la Revolución salga victoriosa. Porque lo primero es eso: lo primero es la Revolución misma. Y después, entonces, preocuparnos por las demás cuestiones.

Esto no quiere decir que las demás cuestiones no deban preocuparnos, pero que el estado de ánimo nuestro —tal como es al menos el nuestro— es preocuparnos fundamentalmente primero por la Revolución.

El problema que aquí se ha estado discutiendo —y que lo vamos a abordar— es el problema de la libertad de los escritores y de los artistas para expresarse. El temor que aquí ha inquietado es si la Revolución va a ahogar esa libertad, es si la Revolución va a sofocar el espíritu creador de los escritores y de los artistas.

Se habló aquí de la libertad formal. Todo el mundo estuvo de acuerdo en el problema de la libertad formal. Es decir, todo el mundo estuvo de acuerdo —y creo que nadie duda— acerca del problema de la libertad formal.

La cuestión se hace más sutil y se convierte verdaderamente en el punto esencial de la cuestión, cuando se trata de la libertad de contenido. Es ahí el punto más sutil, porque es el que está expuesto a las más diversas interpretaciones. Es el punto más polémico de esta cuestión: si debe haber o no una absoluta libertad de contenido en la expresión artística.

Nos parece que algunos compañeros defienden ese punto de vista. Quizás el temor a eso que llamaban prohibiciones, regulaciones,   limitaciones, reglas, autoridades para decidir sobre la cuestión.

Permítanme decirles en primer lugar que la Revolución defiende la libertad, que la Revolución ha traído al país una suma muy grande de libertades, que la Revolución no puede ser por esencia enemiga de las libertades; que si la preocupación de alguno es que la Revolución vaya a asfixiar su espíritu creador, que esa preocupación es innecesaria, que esa preocupación no tiene razón de ser.

¿Dónde puede estar la razón de ser de esa preocupación? Puede verdaderamente preocuparse por este problema quien no esté seguro de sus convicciones revolucionarias. Puede preocuparse por ese problema quien tenga desconfianza acerca de su propio arte, quien tenga desconfianza acerca de su verdadera capacidad para crear.

Y cabe preguntarse si un revolucionario verdadero, si un artista o intelectual que sienta la Revolución y que esté seguro de que es capaz de servir a la Revolución puede plantearse este problema. Es decir, que el campo de la duda no queda ya para los escritores y artistas verdaderamente revolucionarios; el campo de la duda queda para los escritores y artistas que sin ser contrarrevolucionarios no se sientan tampoco revolucionarios (APLAUSOS).

Y es correcto que un escritor y artista que no sienta verdaderamente como revolucionario se plantee ese problema, es decir, que un escritor y artista honesto, honesto, que sea capaz de comprender toda la razón de ser y la justicia de la Revolución, se plantee este problema. Porque el revolucionario pone algo por encima de todas las demás cuestiones, el revolucionario pone algo por encima aun de su propio espíritu creador, es decir: pone la Revolución por encima de todo lo demás. Y el artista más revolucionario sería aquel que estuviera dispuesto a sacrificar hasta su propia vocación artística por la Revolución (APLAUSOS).

Nadie ha supuesto nunca que todos los hombres o todos los escritores o todos los artistas tengan que ser revolucionarios, como nadie puede suponer que todos los hombres o todos los revolucionarios tengan que ser artistas, ni tampoco que todo hombre honesto, por el hecho de ser honesto, tenga que ser revolucionario. Revolucionario es también una actitud ante la vida, revolucionario es también una actitud ante la realidad existente. Y hay hombres que se resignan a esa realidad, hay hombres que se adaptan a esa realidad; y hay hombres que no se pueden resignar ni adaptar a esa realidad y tratan de cambiarla: por eso son revolucionarios.

Pero puede haber hombres que se adapten a esa realidad y ser hombres honestos, solo que su espíritu no es un espíritu revolucionario, solo que su actitud ante la realidad no es una actitud revolucionaria. Y puede haber, por supuesto, artistas —y buenos artistas— que no tengan ante la vida una actitud revolucionaria.

Y es precisamente para ese grupo de artistas e intelectuales para quienes la Revolución en sí constituye un hecho imprevisto, un hecho nuevo, un hecho que incluso puede afectar su ánimo profundamente. Es precisamente para ese grupo de artistas y de intelectuales que la Revolución puede constituir un problema que se le plantea.

Para un artista o intelectual mercenario, para un artista o intelectual deshonesto, no sería nunca un problema. Ese sabe lo que tiene que hacer, ese sabe lo que le interesa, ese sabe hacia donde tiene que marcharse. El problema lo constituye verdaderamente para el artista o el intelectual que no tiene una actitud revolucionaria ante la vida y que, sin embargo, es una persona honesta.

Claro está que quien tiene esa actitud ante la vida, sea o no sea revolucionario, sea o no sea artista, tiene sus fines, tiene sus objetivos. Y todos nosotros podemos preguntarnos sobre esos fines y esos objetivos. Esos fines y esos, objetivos se dirigen hacia el cambio de esa realidad, esos fines y esos objetivos se dirigen hacia la redención del hombre; es precisamente el hombre, el semejante, la redención de su semejante, lo que constituye el objetivo de los revolucionarios.

Si a los revolucionarios nos preguntan qué es lo que más nos importa, nosotros diremos: el pueblo. Y siempre diremos: el pueblo. El pueblo en su sentido real, es decir, esa mayoría del pueblo que ha tenido que vivir en la explotación y en el olvido más cruel. Nuestra preocupación fundamental siempre serán las grandes mayorías del pueblo, es decir, las clases oprimidas y explotadas del pueblo. El prisma a través del cual nosotros lo miramos todo es ese: para nosotros será bueno lo que sea bueno para ellos; para nosotros será noble, será bello y será útil todo lo que sea noble, sea útil y sea bello para ellos.

Si no se piensa así, si no se piensa por el pueblo y para el pueblo, es decir, si no se piensa y no se actúa para esa gran masa explotada del pueblo, para esa gran masa a la que se desea redimir, entonces sencillamente no se tiene una actitud revolucionaria. Al menos ese es el cristal a través del cual nosotros analizamos lo bueno y lo útil y lo bello de cada acción.

Comprendemos que debe ser una tragedia para alguien que comprenda esto y, sin embargo, se tenga que reconocer incapaz de luchar por eso. Nosotros somos o creemos ser hombres revolucionarios; quien sea más artista que revolucionario no puede pensar exactamente igual que nosotros. Nosotros luchamos por el pueblo y no padecemos ningún conflicto, porque luchamos por el pueblo y sabemos que podemos lograr los propósitos de nuestras luchas.

El pueblo es la meta principal. En el pueblo hay que pensar primero que en nosotros mismos. Y esa es la única actitud que puede definirse como una actitud verdaderamente revolucionaria.

Y para aquellos que no puedan tener o no tengan esa actitud, pero que son personas honradas, es para quienes constituye el problema a que hacíamos referencia. Y de la misma manera que para ellos la Revolución constituye un problema, ellos constituyen también para la Revolución un problema del cual la Revolución debe preocuparse.

Aquí se señaló con acierto el caso de muchos escritores y artistas que no eran revolucionarios, pero que sin embargo eran escritores y artistas honestos; que además querían ayudar a la Revolución; que además a la Revolución le interesaba su ayuda; que querían trabajar para la Revolución y que a su vez a la Revolución le interesaba que ellos aportaran sus conocimientos y su esfuerzo en beneficio de la misma. Es más fácil apreciar esto cuando se analizan los casos peculiares. Y entre esos casos peculiares hay un sinnúmero de casos que no son tan fáciles de analizar.

Pero aquí habló un escritor católico, planteó lo que a él le preocupaba, y lo dijo con toda claridad. El preguntó si él podía hacer una interpretación desde su punto de vista idealista de un problema determinado, o si él podía escribir una obra defendiendo esos puntos de vista suyos; él con toda franqueza señaló si dentro de un régimen revolucionario él podía expresarse dentro de esos sentimientos, de acuerdo con esos sentimientos. Planteó el problema de una forma que puede considerarse simbólica; a él lo que le preocupaba era saber si él podía escribir de acuerdo con esos sentimientos o de acuerdo con esa ideología, que no era precisamente la ideología de la Revolución; que él estaba de acuerdo con la Revolución en las cuestiones económicas o sociales, pero que tenía una posición filosófica distinta a la filosofía de la Revolución.

Y ese es un caso digno de tenerse muy en cuenta, porque es precisamente un caso representativo de esa zona de escritores y de artistas que tenían una disposición favorable con respecto a la Revolución y que deseaban saber qué grado de libertad tenían, dentro de las condiciones revolucionarias, para expresarse de acuerdo con esos sentimientos.

Ese es el sector que constituye para la Revolución el problema, de la misma manera que la Revolución constituye para ellos un problema. Y es deber de la Revolución preocuparse por esos casos, es deber de la Revolución preocuparse por la situación de esos artistas y de esos escritores. Porque la Revolución debe tener la aspiración de que marchen junto a ella no solo todos los revolucionarios, no solo todos los artistas e intelectuales revolucionarios. Es posible que los hombres y las mujeres que tengan una actitud realmente revolucionaria ante la realidad, no constituyan el sector mayoritario de la población: los revolucionarios son la vanguardia del pueblo. Pero los revolucionarios deben aspirar a que marche junto a ellos todo el pueblo. La Revolución no puede renunciar a que todos los hombres y mujeres honestos, sean o no escritores o artistas, marchen junto a ella; la Revolución debe aspirar a que todo el que tenga dudas se convierta en revolucionario; la Revolución debe tratar de ganar para sus ideas a la mayor parte del pueblo; la Revolución nunca debe renunciar a contar con la mayoría del pueblo, a contar no solo con los revolucionarios, sino con todos los ciudadanos honestos, que aunque no sean revolucionarios —es decir, que no tengan una actitud revolucionaria ante la vida—, estén con ella. La Revolución solo debe renunciar a aquellos que sean incorregiblemente reaccionarios, que sean incorregiblemente contrarrevolucionarios.

Y la Revolución tiene que tener una política para esa parte del pueblo, la Revolución tiene que tener una actitud para esa parte de los intelectuales y de los escritores. La Revolución tiene que comprender esa realidad, y por lo tanto debe actuar de manera que todo ese sector de los artistas y de los intelectuales que no sean genuinamente revolucionarios, encuentren que dentro de la Revolución tienen un campo para trabajar y para crear; y que su espíritu creador, aun cuando no sean escritores o artistas revolucionarios, tiene oportunidad y tiene libertad para expresarse. Es decir, dentro de la Revolución.

Esto significa que dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada. Contra la Revolución nada, porque la Revolución tiene también sus derechos; y el primer derecho de la Revolución es el derecho a existir. Y frente al derecho de la Revolución de ser y de existir, nadie     —por cuanto la Revolución comprende los intereses del pueblo, por cuanto la Revolución significa los intereses de la nación entera—, nadie puede alegar con razón un derecho contra ella. Creo que esto es bien claro.

¿Cuáles son los derechos de los escritores y de los artistas, revolucionarios o no revolucionarios? Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, ningún derecho (APLAUSOS).

Y esto no sería ninguna ley de excepción para los artistas y para los escritores. Esto es un principio general para todos los ciudadanos, es un principio fundamental de la Revolución.   Los contrarrevolucionarios, es decir, los enemigos de la Revolución, no tienen ningún derecho contra la Revolución, porque la Revolución tiene un derecho: el derecho de existir, el derecho a desarrollarse y el derecho a vencer. ¿Quién pudiera poner en duda ese derecho de un pueblo que ha dicho "iPatria o Muerte!", es decir, la Revolución o la muerte, la existencia de la Revolución o nada, de una Revolución que ha dicho "¡Venceremos!"? Es decir, que se ha planteado muy seriamente un propósito, y por respetables que sean los razonamientos personales de un enemigo de la Revolución, mucho más respetables son los derechos y las razones de una revolución tanto más, cuanto que una revolución es un proceso histórico, cuanto que una revolución no es ni puede ser obra del capricho o de la voluntad de ningún hombre, cuanto que una revolución solo puede ser obra de la necesidad y de la voluntad de un pueblo. Y frente a los derechos de todo un pueblo, los derechos de los enemigos de ese pueblo no cuentan.

Cuando hablábamos de los casos extremos, nosotros lo hacíamos sencillamente para expresar con más claridad nuestras ideas. Ya dije que entre esos casos extremos hay una gran variedad de actitudes mentales y hay también una gran variedad de preocupaciones. No significa necesariamente que albergar alguna preocupación signifique no ser revolucionario. Nosotros hemos tratado de definir las actitudes esenciales.

La Revolución no puede pretender asfixiar el arte o la cultura, cuando una de las metas y uno de los propósitos fundamentales de la Revolución es desarrollar el arte y la cultura, precisamente para que el arte y la cultura lleguen a ser un verdadero patrimonio del pueblo. Y al igual que nosotros hemos querido para el pueblo una vida mejor en el orden material, queremos para el pueblo una vida mejor también en el orden espiritual, queremos para el pueblo una vida mejor en el orden cultural. Y lo mismo que la Revolución se preocupa del desarrollo de las condiciones y de las fuerzas que permitan al pueblo la satisfacción de todas sus necesidades materiales, nosotros queremos desarrollar también las condiciones que permitan al pueblo la satisfacción de todas sus necesidades culturales.

¿Que el pueblo tiene un nivel bajo de cultura? ¿Que un porcentaje alto del pueblo no sabe leer ni escribir? También un porcentaje alto del pueblo pasa hambre, o al menos vive o vivía en condiciones duras, vivía en condiciones de miseria; una parte del pueblo carece de un gran número de bienes materiales que son para ellos indispensables, y nosotros tratamos de propiciar las condiciones para que todos esos bienes materiales lleguen al pueblo. De la misma manera debemos propiciar las condiciones para que todos esos bienes culturales lleguen al pueblo.

No quiere decir eso que el artista tenga que sacrificar el valor de sus creaciones y que necesariamente tenga que sacrificar esa calidad. ¡No quiere decir eso! Quiere decir que tenemos que luchar en todos los sentidos para que el creador produzca para el pueblo y el pueblo a su vez eleve su nivel cultural que le permita acercarse también a los creadores.

No se puede señalar una regla de carácter general: todas las manifestaciones artísticas no son exactamente de la misma naturaleza; y a veces hemos planteado aquí las cosas como si todas las manifestaciones artísticas fuesen exactamente de la misma naturaleza. Hay expresiones del espíritu creador que por su propia naturaleza pueden ser mucho más asequibles al pueblo que otras manifestaciones del espíritu creador. Por eso no se puede señalar una regla general, ¿porque en qué expresión artística es que el artista tiene que ir al pueblo y en cuál el pueblo tiene que ir al artista? ¿Se puede hacer una afirmación de carácter general en ese sentido? ¡No! Sería una regla demasiado simple.

Hay que esforzarse en todas las manifestaciones por llegar al pueblo, pero a su vez hay que hacer todo lo que esté al alcance de nuestras manos para que el pueblo pueda comprender cada vez más y mejor. Creo que ese principio no contradiga las aspiraciones de ningún artista, mucho menos si se tiene en cuenta que los hombres crean para sus contemporáneos. No se diga que hay artistas pensando en la posteridad porque, desde luego sin el propósito de considerar nuestro juicio infalible ni mucho menos, creo que quien así piense se está autosugestionando (APLAUSOS).

Y eso no quiere decir que quien trabaje para sus contemporáneos tenga que renunciar a la posteridad de su obra, porque precisamente creando para sus contemporáneos, independientemente incluso de que sus contemporáneos lo hayan comprendido o no, es que las obras han adquirido un valor histórico y un valor universal.

Nosotros no estamos haciendo una Revolución para las generaciones venideras; nosotros estamos haciendo una Revolución con esta generación y por esta generación, independientemente de que los beneficios de esta obra beneficien a las generaciones venideras y se convierta en un acontecimiento histórico. Nosotros no estamos haciendo una revolución para la posteridad; esta Revolución pasará a la posteridad porque es una revolución para ahora y para los hombres y las mujeres de ahora (APLAUSOS).

¿Quién nos seguiría a nosotros si estuviésemos haciendo una revolución para las generaciones venideras? Trabajamos y creamos para nuestros contemporáneos, sin que esto le quite a ninguna creación artística el mérito de aspirar a la eternidad.

Esas son verdades que todos debemos analizar con honradez, y creo que hay que partir de ciertas verdades fundamentales para no sacar conclusiones erróneas. Y no vemos nosotros que haya motivos de preocupaciones para ningún artista o escritor honrado.

Nosotros no somos enemigos de la libertad. Nadie aquí es enemigo de la libertad. ¿A quién tememos? ¿Qué autoridad es la que tememos que vaya a asfixiar nuestro espíritu creador? ¿Qué compañeros del Consejo Nacional de Cultura?

De la impresión que nosotros personalmente tenemos de las conversaciones con los compañeros del Consejo Nacional de Cultura, hemos observado puntos de vista y sentimientos que son muy ajenos a las preocupaciones que aquí se plantearon acerca de limitaciones, dogales, y cosas por el estilo, al espíritu creador. Nuestra conclusión es que los compañeros del Consejo Nacional están tan preocupados como todos ustedes de que se logren las mejores condiciones para que ese espíritu creador de los artistas y de los intelectuales se desarrolle.

¿Sentimos el temor de la existencia de un organismo nacional, que es un deber de la Revolución y del Gobierno Revolucionario contar con un órgano altamente calificado que estimule, fomente, desarrolle y oriente, sí, oriente ese espíritu creador? ¡Lo consideramos un deber! ¿Y eso acaso puede constituir un atentado al derecho de los escritores y de los artistas? Eso puede constituir una amenaza al derecho de los escritores y de los artistas por el temor de que se cometa una arbitrariedad o un exceso de autoridad? De la misma manera podemos albergar el temor que al pasar por un semáforo el policía nos agreda, de la misma manera podemos albergar el temor a que el juez nos condene, de la misma manera podemos albergar el temor de que la fuerza existente en el poder revolucionario cometa un acto de violencia contra nosotros; es decir que tendríamos entonces que preocuparnos de todas esas cosas. Y, sin embargo, la actitud del ciudadano no es lo de creer que el miliciano va a disparar contra él, de que el juez lo va a sancionar o de que el poder va a ejercer la violencia contra su persona.

La existencia de una autoridad en el orden cultural no significa que haya una razón para preocuparse del abuso de esa autoridad, porque, ¿quién es el que quiere o el que desea que esa autoridad cultural no exista? Por el mismo camino podría aspirar a que no existiera la milicia, que no existiera la policía, que no existiera el poder del Estado y que incluso no existiera el Estado. Y si a alguien le preocupa tanto que no exista la menor autoridad estatal, entonces que no se preocupe, que tenga paciencia, que ya llegará el día en que el Estado tampoco exista (APLAUSOS).

Tiene que existir un consejo que oriente, que estimule, que desarrolle, que trabaje para crear las mejores condiciones para el trabajo de los artistas y de los intelectuales, ¿y quién es el primer defensor de los intereses de los artistas y de los intelectuales si no ese mismo consejo? ¿Quién es el que propone leyes y sugiere medidas de todo orden para elevar esas condiciones si no el Consejo Nacional de Cultura? ¿Quién propone una ley de imprenta nacional para subsanar esas deficiencias que se han señalado aquí? ¿Quién propone la creación del lnstituto de Etnología y Folklore si no precisamente el Consejo Nacional? ¿Quién aboga porque se disponga de los presupuestos y de las divisas necesarias para traer libros, que hace muchos meses que no entran en el país, para adquirir material para que los pintores y los artistas plásticos puedan trabajar? ¿Quién se preocupa de los problemas económicos, es decir, de las condiciones materiales de los artistas? ¿Qué organismo es el que se preocupa por toda una serie de necesidades actuales de los escritores y de los artistas? ¿Quién defiende en el seno del gobierno los presupuestos, las edificaciones y los proyectos, precisamente para elevar el nivel de las condiciones y de las circunstancias en que ustedes vayan a trabajar? Es precisamente el Consejo Nacional de Cultura.

¿Por qué mirar a ese consejo con reserva? ¿Por qué mirar a esa autoridad como una supuesta autoridad que va precisamente a hacer lo contrario a limitar nuestras condiciones, a asfixiar nuestro espíritu creador? Se concibe que se preocuparan de esa autoridad aquellos que no tuvieran problemas de ninguna clase, pero en realidad quienes puedan apreciar la necesidad de toda la gestión y de todo el trabajo que tiene que hacer ese consejo no lo mirarían jamás con reserva, y además porque el consejo tiene también una obligación con el pueblo y tiene una obligación con la Revolución y con el Gobierno Revolucionario, que es cumplir los objetivos para los cuales fue creado, y tiene tanto interés en el éxito de su trabajo como cada artista tiene interés también en el éxito del suyo.

No sé si se me quedarán algunos de los problemas fundamentales que aquí se señalaron. Se discutió mucho el problema de la película. Yo no he visto la película: tengo deseos de ver la película (RISAS), tengo curiosidad por ver la película. ¿Que fue maltratada la película? En realidad creo que ninguna película ha recibido tantos honores y que ninguna película se ha discutido tanto (RISAS).

Aunque nosotros no hemos visto esa película nos hemos remitido al criterio de una serie de compañeros que han visto la película, entre ellos el criterio del compañero Presidente, el criterio de distintos compañeros del Consejo Nacional de Cultura. De más está decir que es un criterio y es una opinión que merece para nosotros todo el respeto, pero hay algo que creo que no se puede discutir, y es el derecho establecido por la ley a ejercer la función que en este caso desempeñó el Instituto del Cine o la comisión revisora. ¿Se discute acaso ese derecho del gobierno? ¿Tiene o no tiene derecho el gobierno a ejercer esa función? Para nosotros en este caso la función fundamental es, primero, si existía o no existía ese derecho por parte del gobierno. Se podrá discutir la cuestión del procedimiento, cómo se hizo, si no fue amigable, si pudo haber sido mejor un procedimiento de tipo amistoso; se puede hasta discutir si fue justa o no justa la decisión; pero hay algo que no creo que discuta nadie, y es el derecho del gobierno a ejercer esa función. Porque si impugnamos ese derecho entonces significaría que el gobierno no tiene derecho a revisar las películas que vayan a exhibirse ante el pueblo. Y creo que ese es un derecho que no se discute.

Hay además algo que todos comprendemos perfectamente: que entre las manifestaciones de tipo intelectual o artístico hay algunas que tienen una importancia en cuanto a la educación del pueblo o a la formación ideológica del pueblo, superior a otros tipos de manifestaciones artísticas, y no creo que nadie ose discutir que uno de esos medios fundamentales e importantísimos es el cine, como lo es la televisión.

¿Y en realidad pudiera discutirse en medio de la Revolución el derecho que tiene el gobierno a regular, revisar y fiscalizar las películas que se exhiban al pueblo? ¿Es acaso eso lo que se está discutiendo? ¿Y se puede considerar eso una limitación o una fórmula prohibitiva, el derecho del Gobierno Revolucionario a fiscalizar esos medios de divulgación que tanta influencia tienen en el pueblo? Si nosotros impugnamos ese derecho del Gobierno Revolucionario estaríamos incurriendo en un problema de principios, porque negar esa facultad al Gobierno Revolucionario sería negarle al gobierno su función y su responsabilidad, sobre todo en medio de una lucha revolucionaria, de dirigir al pueblo y de dirigir a la Revolución.

Y a veces ha parecido que se impugnaba ese derecho del gobierno. Y en realidad si se impugna ese derecho del gobierno nosotros opinamos que el gobierno tiene ese derecho. Y si tiene ese derecho puede hacer uso de ese derecho; lo puede hacer equivocadamente. Eso no quiere decir que sea infalible el gobierno. El gobierno actuando en ejercicio de un derecho o de una función que le corresponda no tiene que ser necesariamente infalible.

Pero, ¿quién es el que tiene tantas reservas con respecto al gobierno? ¿Quién es el que tiene tantas dudas? ¿Quién es el que tiene tanta sospecha con respecto al Gobierno Revolucionario y quién es el que desconfía tanto del Gobierno Revolucionario, que aun cuando pensara que estaba equivocada una decisión suya piense que constituye un peligro y constituye un verdadero motivo de terror el pensar que el gobierno pueda siempre equivocarse? No estoy afirmando, ni mucho menos, que el gobierno se haya equivocado en esa decisión, lo que estoy afirmando es que el gobierno actuaba en uso de un derecho; trato de situarme en el lugar de los que trabajaron en esa película, trato de situarme en el ánimo de los que hicieron la película, y trato de comprender incluso su pena, su disgusto, su dolor de que la película no se hubiese exhibido.

Cualquiera puede comprender eso perfectamente. Pero hay que comprender que se actuó en uso de un derecho, y que fue criterio que contó con el respaldo de compañeros competentes y compañeros responsables del gobierno, y que en realidad no hay derecho fundado para desconfiar del espíritu de justicia y de equidad de los hombres del Gobierno Revolucionario, porque el Gobierno Revolucionario no ha dado razones para que alguien pueda poner en duda su espíritu de justicia y de equidad.

No podemos pensar que seamos perfectos. Incluso no podemos pensar que seamos ajenos a pasiones. ¿Pudieran algunos señalar que determinados compañeros del gobierno sean apasionados o no sean ajenos a pasiones, y los que tal cosa crean pueden verdaderamente asegurar que ellos tampoco sean ajenos a pasiones? ¿Y se les puede impugnar actitudes de tipo personal a algunos compañeros sin aceptar siquiera que esas opiniones puedan estar teñidas también por actitudes de tipo personal? Aquí podríamos decir aquello de que quien se sienta perfecto o se sienta ajeno a las pasiones, que tire la primera piedra.

Creo que ha habido personalismo y pasión en la discusión. ¿En estas discusiones no ha habido personalismo y no ha habido pasión? Es que todos absolutamente aquí vinieron despojados de pasiones y de personalismos? ¿Es que todos absolutamente hemos venido despojados también de espíritu de grupo? ¿Es que no ha habido corrientes y tendencias dentro de esta discusión? Eso no se puede negar. Si un niño de seis años hubiese estado sentado aquí, se habría dado cuenta también de las distintas corrientes y de los distintos puntos de vista y de las distintas pasiones que se estaban debatiendo.

Los compañeros han dicho muchas cosas, han dicho cosas interesantes; algunos han dicho cosas brillantes. Todos han sido muy eruditos (RISAS). Pero por encima de todo ha habido una realidad: la realidad misma de la discusión y la libertad con que todos han podido expresarse y defender sus puntos de vista;la libertad con que todos han podido hablar y exponer aquí sus criterios en el seno de una reunión amplia —y que ha sido más amplia cada día—, de una reunión que nosotros entendemos que es una reunión positiva, de una reunión donde podemos disipar toda una serie de dudas y de preocupaciones.

Y que ha habido querellas, ¿quién lo duda? (RISAS.) Y que ha habido guerras y guerritas aquí en el seno de los escritores y artistas, ¿quién lo duda? (RISAS.) Y que ha habido críticas y supercríticas ¿quién lo duda? y que algunos compañeros han ensayado sus armas y han probado sus armas a costa de otros compañeros, ¿quién lo duda?

Aquí han hablado los "heridos" y han expresado su queja sentida contra lo que han estimado ataques injustos. Afortunadamente no han pasado los cadáveres, sino los heridos (RISAS); compañeros incluso convalecientes todavía de las heridas recibidas (RISAS). Y algunos de ellos presentaban como una evidente injusticia el que se les haya atacado con cañones de grueso calibre sin poder siquiera ripostar el fuego.

Que ha habido críticas duras, ¿quién lo duda? y en cierto sentido aquí se planteó ese problema. Y esos problemas nosotros no podemos pretender dilucidarlos con dos palabras. Pero creo que de las cosas que se plantearon aquí, una de las más correctas es que el espíritu de la crítica debía ser constructivo, debía ser positivo, y no destructor. Eso, hasta los que no entendemos nada absolutamente de crítica, lo vemos claro. Por algo la palabra crítica ha venido a ser sinónimo de ataque, cuando realmente no quiere decir eso, no tiene que querer decir eso. Pero cuando a alguien le dicen: “Fulano te criticó”, enseguida se pone bravo antes de preguntar qué dijo (Risas). Es decir, que lo destruyó. Es decir, que debe haber un principio en la crítica: que sea constructiva.

Si en realidad a cualquiera de nosotros que hemos estado un poco ajenos a estos problemas o a estas luchas, a estos ensayos y pruebas de armas, nos explican el caso de algunos compañeros que casi han estado al borde de una depresión insalvable, es posible que simpaticemos con las víctimas; porque tenemos esa tendencia a simpatizar con las víctimas.

Nosotros aquí, sinceramente, no hemos querido sino contribuir a la comprensión y a la unión de todos. Y hemos tratado de evitar palabras que sirvan para herir a nadie ni para desalentar a nadie. Pero es incuestionable un hecho: que pueden darse casos de esas luchas o controversias, en que no exista igualdad de condiciones para todos.

Eso por parte de la Revolución no puede ser justo. La Revolución no les puede dar armas a unos contra otros, la Revolución no les debe dar armas a unos contra otros. Nosotros creemos que los escritores y artistas deben tener todos oportunidad de manifestarse; nosotros creemos que los escritores y artistas, a través de su asociación, deben tener un magazine cultural amplio, al que todos tengan acceso.

¿No les parece que eso sería una cosa justa?

La Revolución puede poner esos recursos, no en manos de un grupo: la Revolución puede y debe poner esos recursos de manera que puedan ser ampliamente utilizados por todos los escritores y artistas.

Ustedes van a constituir pronto la Asociación de Artistas, van a concurrir a un congreso. No sé si se discutirán o no las cuestiones que planteaba el compañero Walterio sobre Arango y Parreño y sobre Saco (RISAS); pero sabemos que se van a reunir.   y una de las cosas que nosotros proponemos es que la Asociación de Artistas, adonde deben acudir todos con espíritu verdaderamente constructivo... Porque si alguien piensa que se le quiere eliminar, porque si alguien piensa que se le quiere ahogar, nosotros podemos asegurarle que está absolutamente equivocado. Por eso debe celebrarse ese congreso con espíritu verdaderamente constructivo, y puede celebrarse. Y creemos que ustedes son capaces de celebrar en ese espíritu ese congreso. Que se organice una fuerte asociación de artistas y de escritores —y ya era hora—, y que ustedes organizadamente contribuyan con todo su entusiasmo a las tareas que les corresponden en la Revolución. Y que sea un organismo amplio, de todos los artistas y escritores.

Creemos que esa sería una fórmula para que cuando nos volvamos a reunir —y creemos que debemos volvernos a reunir (APLAUSOS)... Por lo menos nosotros no debemos privarnos voluntariamente del placer y de la utilidad de estas reuniones, que para nosotros han constituido también un motivo de atención sobre todos estos problemas. Tenemos que volvernos a reunir. ¿Qué significa eso? Pues que tenemos que seguir discutiendo estos problemas. Es decir, que va a haber algo que debe ser motivo de tranquilidad para todos, y es conocer el interés que tiene el gobierno por los problemas y, al mismo tiempo, la oportunidad esta de discutir en una asamblea amplia todas estas cuestiones.

Nos parece que eso debe ser un motivo de satisfacción para los escritores y para los artistas. Y con eso nosotros también seguiremos tomando información y adquiriendo mejores conocimientos por nuestra parte.

El Consejo Nacional debe tener también otro órgano de divulgación. Creo que eso va situando las cosas en su lugar. Y eso no se puede llamar cultura dirigida ni asfixia al espíritu creador artístico. ¿A quién que tenga los cinco sentidos y además sea artista de verdad le puede preocupar que esto constituya asfixia al espíritu creador?   La Revolución quiere que los artistas pongan el máximo esfuerzo en favor del pueblo, quiere que pongan el máximo de interés y de esfuerzo en la obra revolucionaria. Y creemos que es una aspiración justa de la Revolución.

¿Quiere decir que le vamos a decir aquí a la gente lo que tiene que escribir? No. Que cada cual escriba lo que quiera. Y si lo que escribe no sirve, allá él; si lo que pinta no sirve, allá él. Nosotros no le prohibimos a nadie escribir sobre el tema que quiera escribir. Al contrario: que cada cual se exprese en la forma que estime pertinente, y que exprese libremente el tema que desea expresar. Nosotros apreciaremos su creación siempre a través del prisma y del cristal revolucionario: ese también es un derecho del Gobierno Revolucionario, tan respetable como el derecho de cada cual a expresar lo que desee expresar.

Hay una serie de medidas que se están tomando, algunas de las cuales hemos señalado.

Para los que se preocupaban por el problema de la imprenta nacional: efectivamente, la imprenta nacional, organismo recién creado, que tuvo que surgir en condiciones de trabajo difíciles, porque tuvo que comenzar a trabajar en un periódico que de repente se cerraba —y nosotros estuvimos presentes el día en que ese periódico se convirtió en el primer taller de la imprenta nacional con todos sus obreros y redactores—, y que además ha tenido que publicar una serie de obras de tipo militar, sabemos que tiene deficiencias y que serán subsanadas, a cuyos fines se ha presentado ya una ley al gobierno para crear dentro de la imprenta nacional distintas editoriales, de manera que no haya por qué repetirse las quejas que se han expuesto en esta reunión sobre la imprenta nacional.

Y también se están tomando o se van a tomar los acuerdos pertinentes a los efectos de adquirir libros, de adquirir material para el trabajo; es decir, resolver todos esos problemas que han preocupado a los escritores y a los artistas y en lo cual el Consejo Nacional de Cultura ha insistido mucho, porque ustedes saben que en el Estado hay distintos departamentos y distintas instituciones, y que dentro del Estado cada cual reclama y aspira a poder contar con los recursos necesarios para cumplir sus funciones cabalmente.  

Nosotros queremos señalar algunos aspectos en los cuales se ha avanzado ya, y que deben ser motivo de aliento para todos nosotros, como ha sido el éxito alcanzado, por ejemplo, con la orquesta sinfónica, que ha sido reconstruida, reintegrada totalmente, y que no solamente ha alcanzado niveles elevados en el orden artístico, sino también en el orden revolucionario, porque hay 50 miembros de la orquesta sinfónica que son milicianos. El ballet de Cuba también se ha reconstruido y acaba de hacer una gira por el extranjero, donde cosecharon la admiración y el reconocimiento de todos los pueblos donde trabajaron. Está teniendo éxito el conjunto de danza moderna, y ha recibido también elogios valiosísimos en Europa. La biblioteca nacional, por su parte, también está desarrollando una política en favor de la cultura, en favor de esas cosas que les preocupaban a ustedes de despertar el interés del pueblo por la música, por la pintura; ha constituido un departamento de pintura, con el objeto de dar a conocer las obras al pueblo; un departamento de música, un departamento juvenil, una sección también para niños. Nosotros un rato antes de pasar a este salón estuvimos visitando el departamento de la biblioteca nacional para niños, vimos el número de niños que ya están asociados, el trabajo que se está desarrollando allí y los adelantos que ha logrado la biblioteca nacional, que además constituyen un motivo para que el gobierno le facilite los recursos que necesite para seguir desarrollando esa labor. La imprenta nacional es ya una realidad y, con las nuevas formas de organización que se le van a dar es ya también una conquista de la Revolución, que contribuirá extraordinariamente a la preparación del pueblo.

El instituto del cine es también una realidad. Durante toda esta primera etapa, fundamentalmente, se han hecho las inversiones necesarias para dotarlo de los equipos materiales que necesita para trabajar. Al menos la Revolución ha establecido las bases de la industria del cine, lo cual constituye un gran esfuerzo si se tiene en cuenta que no se trata de un país industrializado el nuestro, que ha significado sacrificios la adquisición de todos esos equipos. Que además, si en cuanto al cine no hay más facilidades, no obedece a una política restrictiva del gobierno, sino sencillamente a la escasez de los recursos económicos actuales para crear un movimiento de aficionados que permita el desarrollo de todos los talentos en el cine, y que será puesto en práctica cuando se pueda contar con esos recursos. La política en el instituto del cine será de discusión y además de emulación entre los distintos equipos de trabajo.

No se puede juzgar todavía en sí la tarea del instituto del cine. No ha podido todavía disponer de tiempo para realizar una obra que pueda ser juzgada, pero ha trabajado, y nosotros sabemos que una serie de documentales hechos por el instituto del cine han contribuido grandemente a divulgar en el extranjero la obra de la Revolución.

Pero lo que interesa destacar es que las bases para la industria del cine ya están establecidas. Se ha realizado también una labor de publicidad, conferencias, de extensión cultural a través de los distintos organismos; pero que al fin esto no es nada comparado con lo que puede hacerse y con lo que la Revolución aspira a desarrollar.

Hay todavía una serie de cuestiones que interesan a los escritores y artistas por resolver, hay problemas de orden material; es decir, hay problemas de orden económico. No son las condiciones de antes. Hoy no existe aquel pequeño sector privilegiado que adquiría las obras de los artistas, a precios de miseria por cierto, ya que más de un artista terminó en la indigencia y en el olvido. Quedan por encarar y resolver esos problemas que debe resolverlos el Gobierno Revolucionario y que debe ser preocupación del Consejo Nacional de Cultura, así como también el problema de los artistas que hay que ya no producen y que están completamente desamparados, garantizarle al artista no solo las condiciones materiales adecuadas, sino también la garantía de que no tendrán que preocuparse de cuando ya ellos no puedan trabajar.

En cierto sentido, ya la reorganización que se le dio al instituto de los derechos de autores ha tenido como consecuencia que una serie de autores que estaban siendo miserablemente explotados y cuyos derechos eran burlados, cuenten hoy con ingresos que les han permitido a muchos de ellos salir de la situación de pobreza extrema en que se encontraban.  

Son pasos que ha dado la Revolución, pero que no significan sino algunos pasos que deben preceder a otros pasos para crear las mejores condiciones.

Hay la idea también de organizar algún sitio de descanso y de trabajo para los artistas y los escritores.

En cierta ocasión, cuando nosotros andábamos un poco peregrinando por todo el territorio nacional, se nos había ocurrido la idea de construir un barrio en un lugar muy hermoso de Isla de Pinos, una aldea en medio de los pinares —en ese tiempo estábamos pensando establecer algún tipo de premio para los mejores escritores y artistas progresistas del mundo—, como un premio y sobre todo como un homenaje a esos escritores y artistas; proyecto que no tomó cuerpo pero que puede ser revivido para hacer un reparto o una aldea, un remanso de paz que invite a descansar, que invite a escribir (APLAUSOS). Y yo creo que bien vale la pena que los artistas, entre ellos los arquitectos, comiencen a dibujar y a concebir el lugar de descanso ideal para un escritor o un artista, y a ver si se ponen de acuerdo en eso (RISAS).

El Gobierno Revolucionario está dispuesto a poner de su parte los recursos en alguna partecita del presupuesto ahora que todo está planificándose. Y será la planificación una limitación al espíritu creador de nosotros, los revolucionarios? Porque en cierto sentido no se olviden que nosotros, revolucionarios un poco por la libre, nos vemos ahora ante la realidad de la planificación; y eso también nos plantea a nosotros un problema, porque hasta ahora hemos sido espíritus creadores de iniciativas revolucionarias y de inversiones también revolucionarias que ahora hay que planificar. Que no vayan a creer que estamos exentos de los problemas, y que, desde nuestro punto de vista, pudiéramos también protestar contra eso.

Es decir que ya se sabrá lo que se va a hacer el año que viene, el otro año, el otro año. ¿Quién va a discutir que hay que planificar la economía? Pero que dentro de esa planificación cabe el construir un sitio de descanso para los escritores y artistas, y verdaderamente sería una satisfacción el que la Revolución pudiera contar esa realización entre las obras que está realizando.   Nosotros hemos estado aquí preocupados por la situación actual de los escritores y artistas, un poco nos hemos olvidado de las perspectivas del futuro. Y nosotros, que no tenemos por qué quejarnos de ustedes, sin embargo también le hemos dedicado algún instante a pensar en los artistas y en los escritores del futuro, y pensamos lo que serán si se vuelven a reunir —como deben volverse a reunir— hombres del gobierno, en el futuro, dentro de cinco, dentro de diez años —no quiere decir que tengamos que ser nosotros exactamente—, con los escritores y los artistas, cuando haya adquirido la cultura el extraordinario desarrollo que aspiramos alcanzar, con los escritores y los artistas del futuro, cuando salgan los primeros frutos del plan de academias y de escuelas que hay actualmente.

Mucho antes de que se plantearan estas cuestiones ya venía el Gobierno Revolucionario preocupándose por la extensión de la cultura al pueblo.

Nosotros hemos sido siempre muy optimistas. Creo que sin ser optimista no se puede ser revolucionario, porque las dificultades que una Revolución tiene que vencer son muy serias. ¡Y hay que ser optimistas! Un pesimista nunca podría ser revolucionario.

Había distintos organismos del Estado propios de la primera etapa de la Revolución. La Revolución ha tenido sus etapas. La Revolución tuvo su etapa en que una serie de iniciativas dimanaban de una serie de organismos; hasta el INRA estaba realizando actividades de extensión cultural. No dejamos de chocar con el Teatro Nacional incluso, porque ellos estaban haciendo un trabajo y nosotros de repente estábamos haciendo otro por nuestra cuenta. Ya todo eso va encuadrándose dentro de una organización.

Y así, en nuestros planes, con respecto a los campesinos de las cooperativas y de las granjas, surgió la idea de llevar la cultura al campo, a las granjas y a las cooperativas. ¿Cómo? Pues trayendo campesinos para convertirlos en instructores de música, de baile, de teatro. Los optimistas solamente podemos lanzar iniciativas de ese tipo.

Pues, ¿cómo despertar en el campesino la afición por el teatro, por ejemplo? ¿Dónde estaban los instructores? ¿De dónde los sacábamos para enviar, por ejemplo, a 300 granjas del pueblo y a 600 cooperativas?, cosa que estoy seguro de que todos ustedes estarán de acuerdo en que si se logra es positivo, y sobre todo para empezar a descubrir en el pueblo los talentos y convertir al pueblo también en autor y en creador, porque en definitiva el pueblo es el gran creador.

No debemos olvidarnos de eso, y no debemos olvidarnos tampoco de los miles y miles de talentos que se habrán perdido en nuestros campos y en nuestras ciudades por falta de condiciones y de oportunidades para desarrollarse, que son como aquellos genios ocultos, los genios dormidos que estaban esperando la mano de seda —no quiero yo ser muy erudito aquí—, que vinieran a despertarlos, a formarlos.

En nuestros campos, de eso estamos todos seguros —a menos que nosotros presumamos que somos los más inteligentes que hemos nacido en este país, y empiezo por decir que no presumo de tal cosa. Muchas veces he puesto como ejemplo el hecho de que en el lugar donde yo nací, entre unos 1 000 niños, fui el único que pudo estudiar una carrera universitaria, mal estudiada, por cierto, no sin librarme de atravesar por una serie de colegios de curas, etcétera, etcétera (RISAS).

Yo no quiero lanzar aquí ningún anatema contra nadie, ni mucho menos. Sí digo que tengo el mismo derecho que tuvo alguien a decir                 —alguien aquí que vino y dijo lo que quería decir él también, quejarse—: "Yo tengo derecho a quejarme."

Alguien habló de que fue formado por la sociedad burguesa. Yo puedo decir que fui formado por algo peor todavía: que fui formado por lo peor de la reacción, y donde una buena parte de los años de mi vida se perdieron en el oscurantismo, en la superstición y en la mentira, en la época aquella en que no lo enseñaban a uno a pensar, sino que lo obligaban a creer.

Creo que cuando al hombre se le pretende truncar la capacidad de pensar y razonar lo convierten, de un ser humano, en un animal domesticado (APLAUSOS). No me sublevo contra los sentimientos religiosos del hombre. Respetamos esos sentimientos, respetamos el derecho del hombre a la libertad de creencia y de culto. Eso no quiere decir que el mío me lo hayan respetado; yo no tuve ninguna libertad de creencia ni de culto, sino que me impusieron una creencia y un culto y me estuvieron domesticando durante 12 años (RISAS).

Naturalmente que tengo que pensar con un poco de queja en los años que yo pude haber empleado, en esa época en que en los jóvenes existe la mayor dosis de interés y de curiosidad por las cosas, haber empleado todos esos años en el estudio sistemático y que me permitieran adquirir esa cultura que hoy los niños de Cuba van a tener ampliamente la oportunidad de adquirir.

Es decir que, a pesar de todo eso, el único que pudo, entre 1 000, sacar un título universitario, tuvo que pasar por ese molino de piedra donde de milagro no lo trituraron a uno mentalmente para siempre. Así que el único entre 1 000 tuvo que pasar por todo eso. ¿Por qué? Ah, porque era el único entre 1 000 a quien le podían pagar el colegio privado para que estudiara en el campo.

Ahora, ¿por eso yo me voy a creer que yo era el más apto y el más inteligente entre los 1 000? Yo creo que somos un producto de selección, pero no tan natural como social. Socialmente fui seleccionado para ir a la universidad, y socialmente estoy aquí hablando ahora, por un proceso de selección social, no natural.

La selección social dejó en la ignorancia quién sabe a cuántas decenas de miles de jóvenes superiores a todos nosotros; esa es una verdad. Y el que se crea artista tiene que pensar que por ahí se pueden haber quedado sin ser artistas muchos mejores que él —espero que Guillén no se ponga bravo por eso que estoy diciendo— (RISAS). Si no admitimos eso, estaremos en la luna. Nosotros somos unos privilegiados en medio de todo, porque no nacimos hijos del carretero. Y no solamente somos privilegiados por eso.

Pero en fin, lo que iba a decir —y después les puedo decir en qué otra cosa somos privilegiados— es que eso demuestra la cantidad enorme de inteligencias que se han perdido sencillamente por la falta de oportunidad. Vamos a llevar la oportunidad a todas esas inteligencias, vamos a crear las condiciones que permitan que todo talento artístico o literario o científico o de cualquier orden pueda desarrollarse.

Y piensen lo que significa la Revolución que tal cosa permita y que ya desde ahora mismo, desde el próximo curso, alfabetizado todo el pueblo, con escuelas en todos los lugares de Cuba, con campañas de seguimiento y con la formación de los instructores que permitan conocer y descubrir todas las calidades. Y esto no es más que para empezar. Es que todos esos instructores en el campo sabrán qué niño tiene vocación e indicarán a qué niño hay que becar para llevarlo a la Academia Nacional de Arte; pero, al mismo tiempo, van a despertar el gusto artístico y la afición cultural en los adultos.

Y algunos ensayos que se han hecho demuestran la capacidad que tiene el campesino y el hombre del pueblo para asimilar las cuestiones artísticas, asimilar la cultura y ponerse inmediatamente a producir. Y hay compañeros que han estado en algunas cooperativas, que han logrado ya que los cooperativistas tengan su grupo teatral. Y, además, ha quedado demostrado recientemente, con las representaciones de distintos lugares de la república y los trabajos artísticos que realizaron los hombres y mujeres del pueblo. Pues calculen lo que significará cuando tengamos un instructor de teatro, un instructor de música y un instructor de baile en cada cooperativa y en cada granja del pueblo.

En el curso solo de dos años podremos enviar 1 000 instructores     —más de 1 000—, para teatro, para danza y para música.

Se han organizado las escuelas, ya están funcionando, e imagínense cuando haya 1 000 grupos de baile, de música y de teatro en toda la isla, en el campo —no estamos hablando de la ciudad, en la ciudad resulta un poquito más fácil—, lo que eso significará en extensión cultural.

Porque han hablado aquí algunos de que es necesario elevar el nivel del pueblo. ¿Pero cómo? El Gobierno Revolucionario se ha preocupado de eso, y el Gobierno Revolucionario está creando esas condiciones para que, dentro de algunos años, la cultura, el nivel de preparación cultural del pueblo se haya elevado extraordinariamente.

Hemos escogido esas tres ramas, pero se pueden seguir escogiendo y se puede seguir trabajando para desarrollar la cultura en todos los aspectos.

Ya esa escuela está funcionando, y los compañeros que trabajan en la escuela están satisfechos del adelanto de ese grupo de futuros instructores. Pero, además, ya se empezó a construir la Academia Nacional de Arte, aparte de la Academia Nacional de Artes Manuales. Que, por cierto, Cuba va a poder contar con la más hermosa academia de arte de todo el mundo. ¿Por qué? Porque esa academia va situada en el reparto residencial más hermoso del mundo, donde vivía la burguesía más lujosa del mundo. Y allí, en el mejor reparto de la burguesía más ostentosa y más lujosa y más inculta —dicho sea de paso— (RISAS Y APLAUSOS)... porque en ninguna de esas casas falta un bar, por lo demás no se preocupaban —salvo excepciones—, de los problemas culturales; vivían de una manera increíblemente fabulosa. Y vale la pena darse una vuelta por allí para que vean cómo vivía esa gente, ¡pero no sabían qué extraordinaria academia de arte estaban construyendo! (RISAS.)

Y eso es lo que quedará de lo que hicieron, porque los alumnos van a vivir en las casas que eran residencias de los millonarios, no vivirán enclaustrados; vivirán como en un hogar, y entonces asistirán a las clases en la academia. La academia va a estar situada en el medio del Country Club, donde un grupo de arquitectos-artistas han diseñado una obra               —¿están por ahí? Retiro lo dicho— (RISAS), han diseñado las construcciones que se van a realizar; ya empezaron, tienen el compromiso de terminarlo para el mes de diciembre; ya tenemos 300 000 pies de caoba y de maderas preciosas para los muebles. Está en el medio del campo de golf, en una naturaleza que es un ensueño, y ahí va a estar situada la Academia Nacional de Arte, con 60 residencias a los alrededores, con el círculo social al lado que, a su vez, tiene comedores, salones, piscina y también una zona para visitantes, donde los profesores extranjeros que vengan a ayudarnos podrán albergarse, y con capacidad hasta para 3 000 niños, es decir, 3 000 becarios, y con la aspiración de que comience a funcionar el próximo curso. E inmediatamente también comenzará a funcionar la Academia Nacional de Artes Manuales con otras tantas residencias, en otro campo de golf y con otra construcción similar. Es decir, serán las academias de tipo nacional —no quiere decir que sean las únicas escuelas ni mucho menos— donde irán becados aquellos jóvenes que demuestren mayor capacidad, sin que les cueste a sus familias absolutamente nada, y van a tener las condiciones ideales para desarrollarse.

Cualquiera quisiera ahora ser un muchacho para ingresar en una de esas academias. ¿Es o no es cierto? (EXCLAMACIONES DE: "¡Seguro!").  

Aquí se habló de pintores que se tomaban un café con leche, que estaban 15 días a café con leche. Calculen qué condiciones tan distintas. Y entonces nos dirán si el espíritu creador encontrará o no encontrará las mejores condiciones para desarrollarse: instrucción, vivienda, alimentación, cultura general, porque irán allí desde los ocho años y recibirán junto con la preparación artística una cultura general.

¿Y desearemos o no desearemos nosotros que esos muchachos se desarrollen allí plenamente en todos los órdenes?

Esas son, más que ideas o sueños, realidades ya de la Revolución: los instructores que se están preparando, las escuelas nacionales que se están preparando, más las escuelas para aficionados, que también se fundarán.

Por eso es importante la Revolución. Porque, ¿cómo pudiéramos hacer esto sin revolución? ¿Vamos a suponer que nosotros tenemos el temor de que se nos marchite nuestro espíritu creador, "estrujado por las manos despóticas de la revolución staliniana"? (RISAS.)

Señores, no vale la pena pensar en el futuro? ¿Que nuestras flores se marchiten cuando estamos sembrando flores por todas partes, cuando estamos forjando esos espíritus creadores del futuro? ¿Y quién no cambiaría el presente —¡quién no cambiaría incluso su propio presente!— por ese futuro? (APLAUSOS.) ¿Quién no sacrificaría lo suyo por ese futuro y quién que tenga sensibilidad artística no está dispuesto, igual que el combatiente que muere en una batalla sabiendo que él muere, que él deja de existir físicamente para abonar con su sangre el camino del triunfo de sus semejantes, de su pueblo?

Piensen en el combatiente que muere peleando: sacrifica todo lo que tiene, sacrifica su vida, sacrifica su familia, sacrifica su esposa, sacrifica sus hijos. ¿Para qué? Para que podamos hacer todas estas cosas. ¿,Y quién que tenga sensibilidad humana, sensibilidad artística no piensa que por hacer eso vale la pena hacer los sacrificios que sean necesarios?

Mas la Revolución no pide sacrificios de genios creadores. Al contrario, la Revolución dice: pongan ese espíritu creador al servicio de esta obra sin temor de que su obra salga trunca. Pero si algún día usted piensa que su obra puede salir trunca, diga: bien vale la pena que mi obra quede trunca para hacer una obra como esta que tenemos delante (APLAUSOS PROLONGADOS).

Al contrario:   le pedimos al artista que desarrolle hasta el máximo su esfuerzo creador. Queremos crear al artista y al intelectual esas condiciones. Porque si estamos queriendo crearlas para el futuro, ¿cómo no vamos a quererlas para los actuales artistas e intelectuales?

Les estamos pidiendo que las desarrollen en favor de la cultura precisamente y en favor del arte, en función de la Revolución, porque la Revolución significa precisamente más cultura y más arte. Les pedimos que pongan su granito de arena en esta obra que, al fin y al cabo, será una obra de esta generación.

La generación venidera será mejor que nosotros, pero nosotros seremos los que habremos hecho posible esa generación mejor. Nosotros seremos forjadores de esa generación futura. Nosotros, esta generación, sin edades, no es cuestión de edades. ¿Para qué vamos a entrar a discutir ese problema tan delicado? (RISAS.)

Es que cabemos todos. Porque esta es obra de todos nosotros: tanto de los "barbudos" como de los lampiños; de los que tienen abundante cabellera, o de los que no tienen ninguna, o la tienen blanca. Esta es la obra de todos nosotros.

Vamos a echar una guerra contra la incultura; vamos a librar una batalla contra la incultura; vamos a despertar una irreconciliable querella contra la incultura, y vamos a batirnos contra ella y vamos a ensayar nuestras armas.

¿Que alguno no quiera colaborar? ¡Y qué mayor castigo que privarse de la satisfacción de lo que se está haciendo hoy!

Nosotros hablábamos de que éramos privilegiados. ¡Ah!, porque habíamos podido aprender a leer y a escribir, ir a una escuela, a un instituto, ir a una universidad, o por lo menos adquirir los rudimentos de instrucción suficientes para poder hacer algo. ¿Y no nos podemos llamar privilegiados por estar viviendo en medio de una revolución? ¿Es que acaso no nos dedicábamos con extraordinario interés a leer acerca de las revoluciones? ¿Y quién no se leyó con verdadera sed las narraciones de la Revolución Francesa, o la historia de la Revolución Rusa? ¿Y quién no soñó alguna vez en haber sido testigo presencial de aquellas revoluciones?

A mí, por ejemplo, me pasaba algo. Cuando leía la Guerra de Independencia, yo sentía no haber nacido en aquella época y me sentía apenado de no haber sido un luchador por la independencia y no haber vivido aquella historia. Porque todos nosotros hemos leído las crónicas de la guerra y de la lucha por la independencia con verdadera pasión. Y envidiábamos a los intelectuales y a los artistas y a los guerreros y a los luchadores y a los gobernantes de aquella época.

Sin embargo, nos ha tocado el privilegio de vivir y ser testigos presenciales de una auténtica revolución, de una revolución cuya fuerza es ya una fuerza que se desarrolla fuera de las fronteras de nuestro país, cuya influencia política y moral está haciendo estremecer y tambalearse al imperialismo en este continente (APLAUSOS). De donde la Revolución Cubana se convierte en el acontecimiento más importante de este siglo para la América Latina, en el acontecimiento más importante después de las guerras de independencia que tuvieron lugar en el siglo XIX: verdadera era nueva de redención del hombre.

Porque, ¿qué fueron aquellas guerras de independencia sino la sustitución del dominio colonial por el dominio de las clases dominantes y explotadoras en todos esos países? y nos ha tocado vivir un acontecimiento histórico. Se puede decir que el segundo gran acontecimiento histórico ocurrido en los últimos tres siglos en la América Latina, del cual los cubanos somos actores. Y que mientras más trabajemos más será la Revolución como una llama inapagable, y más estará llamada a desempeñar un papel histórico trascendental.

Y ustedes, escritores y artistas, han tenido el privilegio de ser testigos presenciales de esta revolución. Cuando una revolución es un acontecimiento tan importante en la historia humana, que bien vale la pena vivir una revolución aunque sea solo para ser testigos de ella. Ese también es un privilegio, que los que no son capaces de comprender estas cosas, los que se dejan tupir, los que se dejan confundir, los que se dejan atolondrar por la mentira, pues renuncian a ella.

¿Qué decir de los que han renunciado a ella, y qué pensar de ellos, sino con pena, que abandonan este país en plena efervescencia revolucionaria para ir a sumergirse en las entrañas del monstruo imperialista, donde no puede tener vida ninguna expresión del espíritu?

Y han abandonado la Revolución para ir allá. Han preferido ser prófugos y desertores de su patria a ser aunque sea espectadores.

Y ustedes tienen la oportunidad de ser más que espectadores: de ser actores de esa revolución, de escribir sobre ella, de expresarse sobre ella.

¿Y las generaciones venideras qué les pedirán a ustedes? Podrán realizar magníficas obras artísticas desde el punto de vista técnico. Pero si a un hombre de la generación venidera le dicen que un escritor, que un intelectual —es decir, un hombre dentro de 100 años— de esta época vivió en la Revolución indiferente a ella y no expresó la Revolución, y no fue parte de la Revolución, será difícil que lo comprenda nadie, cuando en los años venideros habrá tantos y tantos queriendo pintar la Revolución y queriendo escribir sobre la Revolución y queriendo expresarse sobre la Revolución, recopilando datos e informaciones para saber qué pasó, cómo fue, cómo vivían.

En días recientes nosotros tuvimos la experiencia de encontrarnos con una anciana de 106 años que había acabado de aprender a leer y a escribir, y nosotros le propusimos que escribiera un libro. Había sido esclava, y nosotros queríamos saber cómo un esclavo vio el mundo cuando era esclavo, cuáles fueron sus primeras impresiones de la vida, de sus amos, de sus compañeros.

Creo que puede escribir una cosa tan interesante que ninguno de nosotros la podemos escribir. Y es posible que en un año se alfabetice y además escriba un libro a los 106 años —¡esas son las cosas de las revoluciones!— y se vuelva escritora y tengamos que traerla aquí a la próxima reunión (RISAS y APLAUSOS). Y entonces Walterio tenga que admitirla como uno de los valores de la nacionalidad del siglo XIX (RISAS Y APLAUSOS).

¿Quién puede escribir mejor que ella lo que vivió el esclavo? ¿Y quién puede escribir mejor que ustedes el presente? y cuánta gente empezará a escribir en el futuro sin vivir esto, a distancia, recogiendo escritos.

Y no nos apresuremos en juzgar la obra nuestra, que ya tendremos jueces de sobra. Y a lo que hay que temerle no es a ese supuesto juez autoritario, verdugo de la cultura, imaginario, que hemos elaborado aquí. Teman a otros jueces mucho más temibles: ¡Teman a los jueces de la posteridad, teman a las generaciones futuras que serán, al fin y al cabo, las encargadas de decir la última palabra! (OVACION.)

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José Martí: El que se conforma con una situación de villanía, es su cómplice”.

Mi Bandera 

Al volver de distante ribera,

con el alma enlutada y sombría,

afanoso busqué mi bandera

¡y otra he visto además de la mía!

 

¿Dónde está mi bandera cubana,

la bandera más bella que existe?

¡Desde el buque la vi esta mañana,

y no he visto una cosa más triste..!

 

Con la fe de las almas ausentes,

hoy sostengo con honda energía,

que no deben flotar dos banderas

donde basta con una: ¡La mía!

 

En los campos que hoy son un osario

vio a los bravos batiéndose juntos,

y ella ha sido el honroso sudario

de los pobres guerreros difuntos.

 

Orgullosa lució en la pelea,

sin pueril y romántico alarde;

¡al cubano que en ella no crea

se le debe azotar por cobarde!

 

En el fondo de obscuras prisiones

no escuchó ni la queja más leve,

y sus huellas en otras regiones

son letreros de luz en la nieve...

 

¿No la veis? Mi bandera es aquella

que no ha sido jamás mercenaria,

y en la cual resplandece una estrella,

con más luz cuando más solitaria.

 

Del destierro en el alma la traje

entre tantos recuerdos dispersos,

y he sabido rendirle homenaje

al hacerla flotar en mis versos.

 

Aunque lánguida y triste tremola,

mi ambición es que el sol, con su lumbre,

la ilumine a ella sola, ¡a ella sola!

en el llano, en el mar y en la cumbre.

 

Si desecha en menudos pedazos

llega a ser mi bandera algún día...

¡nuestros muertos alzando los brazos

la sabrán defender todavía!...

 

Bonifacio Byrne (1861-1936)

Poeta cubano, nacido y fallecido en la ciudad de Matanzas, provincia de igual nombre, autor de Mi Bandera

José Martí Pérez:

Con todos, y para el bien de todos

José Martí en Tampa
José Martí en Tampa

Es criminal quien sonríe al crimen; quien lo ve y no lo ataca; quien se sienta a la mesa de los que se codean con él o le sacan el sombrero interesado; quienes reciben de él el permiso de vivir.

Escudo de Cuba

Cuando salí de Cuba

Luis Aguilé


Nunca podré morirme,
mi corazón no lo tengo aquí.
Alguien me está esperando,
me está aguardando que vuelva aquí.

Cuando salí de Cuba,
dejé mi vida dejé mi amor.
Cuando salí de Cuba,
dejé enterrado mi corazón.

Late y sigue latiendo
porque la tierra vida le da,
pero llegará un día
en que mi mano te alcanzará.

Cuando salí de Cuba,
dejé mi vida dejé mi amor.
Cuando salí de Cuba,
dejé enterrado mi corazón.

Una triste tormenta
te está azotando sin descansar
pero el sol de tus hijos
pronto la calma te hará alcanzar.

Cuando salí de Cuba,
dejé mi vida dejé mi amor.
Cuando salí de Cuba,
dejé enterrado mi corazón.

La sociedad cerrada que impuso el castrismo se resquebraja ante continuas innovaciones de las comunicaciones digitales, que permiten a activistas cubanos socializar la información a escala local e internacional.


 

Por si acaso no regreso

Celia Cruz


Por si acaso no regreso,

yo me llevo tu bandera;

lamentando que mis ojos,

liberada no te vieran.

 

Porque tuve que marcharme,

todos pueden comprender;

Yo pensé que en cualquer momento

a tu suelo iba a volver.

 

Pero el tiempo va pasando,

y tu sol sigue llorando.

Las cadenas siguen atando,

pero yo sigo esperando,

y al cielo rezando.

 

Y siempre me sentí dichosa,

de haber nacido entre tus brazos.

Y anunque ya no esté,

de mi corazón te dejo un pedazo-

por si acaso,

por si acaso no regreso.

 

Pronto llegará el momento

que se borre el sufrimiento;

guardaremos los rencores - Dios mío,

y compartiremos todos,

un mismo sentimiento.

 

Aunque el tiempo haya pasado,

con orgullo y dignidad,

tu nombre lo he llevado;

a todo mundo entero,

le he contado tu verdad.

 

Pero, tierra ya no sufras,

corazón no te quebrantes;

no hay mal que dure cien años,

ni mi cuerpo que aguante.

 

Y nunca quize abandonarte,

te llevaba en cada paso;

y quedará mi amor,

para siempre como flor de un regazo -

por si acaso,

por si acaso no regreso.

 

Si acaso no regreso,

me matará el dolor;

Y si no vuelvo a mi tierra,

me muero de dolor.

 

Si acaso no regreso

me matará el dolor;

A esa tierra yo la adoro,

con todo el corazón.

 

Si acaso no regreso,

me matará el dolor;

Tierra mía, tierra linda,

te quiero con amor.

 

Si acaso no regreso

me matará el dolor;

Tanto tiempo sin verla,

me duele el corazón.

 

Si acaso no regreso,

cuando me muera,

que en mi tumba pongan mi bandera.

 

Si acaso no regreso,

y que me entierren con la música,

de mi tierra querida.

 

Si acaso no regreso,

si no regreso recuerden,

que la quise con mi vida.

 

Si acaso no regreso,

ay, me muero de dolor;

me estoy muriendo ya.

 

Me matará el dolor;

me matará el dolor.

Me matará el dolor.

 

Ay, ya me está matando ese dolor,

me matará el dolor.

Siempre te quise y te querré;

me matará el dolor.

Me matará el dolor, me matará el dolor.

me matará el dolor.

 

Si no regreso a esa tierra,

me duele el corazón

De las entrañas desgarradas levantemos un amor inextinguible por la patria sin la que ningún hombre vive feliz, ni el bueno, ni el malo. Allí está, de allí nos llama, se la oye gemir, nos la violan y nos la befan y nos la gangrenan a nuestro ojos, nos corrompen y nos despedazan a la madre de nuestro corazón! ¡Pues alcémonos de una vez, de una arremetida última de los corazones, alcémonos de manera que no corra peligro la libertad en el triunfo, por el desorden o por la torpeza o por la impaciencia en prepararla; alcémonos, para la república verdadera, los que por nuestra pasión por el derecho y por nuestro hábito del trabajo sabremos mantenerla; alcémonos para darle tumba a los héroes cuyo espíritu vaga por el mundo avergonzado y solitario; alcémonos para que algún día tengan tumba nuestros hijos! Y pongamos alrededor de la estrella, en la bandera nueva, esta fórmula del amor triunfante: “Con todos, y para el bien de todos”.

Como expresó Oswaldo Payá Sardiñas en el Parlamento Europeo el 17 de diciembre de 2002, con motivo de otorgársele el Premio Sájarov a la Libertad de Conciencia 2002, los cubanos “no podemos, no sabemos y no queremos vivir sin libertad”.